La Gran Sala estaba abarrotada de personas, sentadas en los bancos, arrodilladas en los pasillos o agachadas en el suelo. Los niños estaban acomodados en el regazo de sus padres, pero no hablaban ni causaban alboroto. Todos estaban pendientes del Sumo Teócrata, instalado en el elevado púlpito.
Hederick tomó otro sorbo de hidromiel del cáliz y se puso a observar a los pecadores apiñados bajo él. Todos estaban hipnotizados y quietos, como arándanos maduros, listos para ser recolectados a finales de verano.
El Sumo Teócrata se imaginó a sí mismo cosechando almas, un puñado para Omalthea, un cubo lleno para Sauvay, un cesto para Hederick… Tuvo que reprimir las ganas de reír. Realmente, la hidromiel estaba obrando milagros esa noche. Hederick se tambaleó en el púlpito al tiempo que rozaba con la mano el Dragón de Diamantes. Todo iba bien.
El Sumo Teócrata había pronunciado el saludo, rogando a Omalthea y Sauvay y a las deidades de los dioses para que entrasen en el santificado recinto de la Gran Sala. Ya había tomado dos copas de hidromiel… ¿o habían sido más? La cabeza le daba vueltas en su devoto estado de beatitud.
Había proseguido, exhortando a la multitud a que abandonara el pecado, repudiara la magia y a los hechiceros, denunciara y castigara a los que seguían manteniéndose fieles a los antiguos dioses. Y, sobre todo, a que informaran de los pecados de sus vecinos.
La muchedumbre había imitado con prontitud admirable a los novicios, asintiendo cuando lo hacían ellos, llorando cuando dos neófitos habían prorrumpido en un ruidoso llanto de arrepentimiento y adelantándose como una marea cuando él había dirigido la llamada a los conversos:
—Acudid al altar. Recibid las bendiciones de los nuevos dioses. ¡Uníos a ellos, oh fieles!
—Acudimos al altar de los Buscadores, oh nuevos dioses —contestaban los conversos—, a recibir las bendiciones y a sumar nuestra riqueza a la vuestra.
Presentaban sus ofrendas: monedas o piedras preciosas envueltas en pergamino y compradas a precios exorbitantes a los vendedores ambulantes que se desplazaban por Solace y el resto de Krynn. Los vendedores, a su vez, entregaban la mayoría de sus ganancias a la organización de los Buscadores.
Como siempre, el sumo sacerdote Dahos había cumplido con aplomo sus funciones. Había mirado a cada converso a los ojos y se había acordado de acompañar el sorbo de hidromiel estrechándoles la mano en señal de bienvenida.
—Los ojos de los nuevos dioses os sonríen —recitaba Dahos delante de cada uno de los penitentes, al tiempo que los hacía pasar hacia los dos sacerdotes que recuperarían el cáliz, anotarían sus nombres y recibirían la promesa de que aportarían más dinero y bienes para la sagrada causa.
Hederick tendió la mirada sobre la ondulante fila de futuros Buscadores y engulló más hidromiel, antes de lo cual inclinó, como de costumbre, la copa hacia las estatuas de mármol y oro de los miembros de los panteones que se erguían junto a las ventanas de aspillera, arriba en la parte posterior de la sala: Omalthea, alta e imponente, con una espada desenvainada en una mano; Sauvay, ancho de hombros, con el cabello ondulante y el semblante implacable; Ferae, pálida y femenina, acariciando una paloma con una mano y sosteniendo un cesto de grano en la otra; Cathidal, el dios risueño, con los brazos en jarras y la cabeza echada hacia atrás; y Zeshun, sensual y terrenal.
Las muestras de entusiasmo de los dos sacerdotes indicaron a Hederick que, esa noche, la gente estaba superando con creces el monto habitual de los donativos. En la sala flotaba un aire de tensión y excitación.
«Nada como una ejecución para aumentar los presentes» —murmuró.
Todo aquello era para la gloria de los nuevos dioses, por supuesto. «Al infierno con el Consejo de los Supremos Buscadores —pensó Hederick, recordando por un instante la existencia del estamento con sede en Haven que, al menos en teoría, gobernaba la sagrada orden—. Yo poseo más sabiduría y santidad que todos ellos juntos».
La gente, instalada de nuevo en los bancos, miraba con fijeza al Sumo Teócrata. Sabían lo que venía entonces: las revelaciones. Los sacerdotes multiplicaron el incienso e iniciaron una grave salmodia.
Como de costumbre, las primeras palabras de Hederick fueron un murmullo apenas, una conversación privada entre el suplicante y los dioses.
—Omalthea, ven al lado de los que te adoramos —susurró—. Y tú también, Sauvay. Traed con vosotros a los dioses mayores y menores. Que todos los nuevos dioses sepan que yo, Hederick, estoy aquí para servir como diligente canal de vuestra voz. Estoy consagrado a vosotros, a la orden y a vuestra labor en este mundo. Sumo mi voluntad a la vuestra, oh nuevos dioses, con la seguridad de que vosotros nunca nos traicionaréis como hicieron los antiguos dioses.
Su voz cobró fuerza al repetir la invocación. Cerró los ojos, satisfecho. Los dioses estaban contentos con él. Él, Hederick, era el conducto que habían elegido para manifestarse en Krynn. Todas las miradas estaban pendientes de él.
—Omalthea, madre de todos —prosiguió con tono vibrante y apasionado—, ven al lado de quienes te adoramos y exaltamos.
—Así sea —repuso Dahos.
—Y tú también, Sauvay, padre de los dioses menores. Trae contigo esta noche a tu jerarquía.
—Así sea. —La voz de Dahos resonó con más potencia.
Hederick sintió que lo inundaba la fuerza de los nuevos dioses. Exultante, con una sensación de vértigo, dejó oír su voz estentórea.
—Que todos los nuevos dioses sepan que yo, Hederick, Sumo Teócrata de Solace, constructor y autoridad máxima de Erodylon, estoy aquí para servir como canal de vuestra voz en Krynn.
—Así sea.
—Estoy consagrado a vosotros, a la orden y a vuestra sagrada labor en este mundo.
—Así sea.
—Renuncio a mi voluntad para hacer cumplir la vuestra, oh nuevos dioses —recitó—. Yo y cuantos están en este templo por vosotros bendecido, aguardamos con la seguridad de que nunca nos traicionaréis.
—Así sea.
—¡Los nuevos dioses no tienen previsto ningún Cataclismo, ningún vil acto de abandono de sus hijos de Krynn! —vociferó el Sumo Teócrata—. ¡Ellos son auténticos padres! ¡Nosotros los Buscadores estamos seguros con vuestro amparo, oh dioses!
—¡Así sea!
Hederick abrió ligeramente los párpados para observar la Gran Sala. Varios novicios se revolcaban en el suelo lanzando exclamaciones. Otros habían comenzado a bailar prudentemente en los abarrotados pasillos, elevando los brazos por encima de la cabeza. Todos cantaban un antiguo himno Buscador:
Somos los Buscadores.
Buscamos a los nuevos dioses.
Entregamos el alma a los verdaderos dioses,
Que no nos abandonarán.
Un sacerdote tocaba un voluminoso tambor de madera con cerco de acero y plata. El corazón de Hederick parecía latir al mismo ritmo. Se sentía joven y poderoso, alto y lleno de vigor como un vallenwood. Los sacerdotes sumaron sus voces al coro y en la Gran Sala resonó un cántico que tenía al menos dos siglos de antigüedad:
Centuris shirak nex des.
Centuris shirak nex des.
Centuris shirak nex des.
Buscamos la verdad de los nuevos dioses.
—Yo te invoco, Omalthea —gritó Hederick por encima del coro—. ¡Yo te invoco, Sauvay, que en un tiempo fuiste su consorte!
—Centuris shirak nex des.
—¡Llamo a tu hija, Ferae, fruto de Omalthea y Sauvay!
Los conversos se habían incorporado al canto. Algunos se veían aquejados por involuntarios sollozos, tal como advirtió Hederick, con los ojos entrecerrados.
—Centuris shirak nex des.
—¡A ti clamo, Cathidal, consorte de Ferae! Comparte nuestros presentes. ¡Ofrécenos riqueza!
—Centuris shirak nex des.
—¡Acude a nosotros, Zeshun, reina de la noche!
—Buscamos la verdad de los nuevos dioses.
—¡Venid a nosotros ahora, nuevos dioses, dioses verdaderos! ¡Hablad a los fieles! ¡Yo, Hederick, Sumo Teócrata de Solace, espero vuestra sabiduría portadora de salud!
La multitud cantaba el himno una y otra vez. Finalmente, retornó el silencio al recinto y sus ocupantes aguardaron, expectantes, conteniendo la respiración. Hederick se apretó el pecho hasta que la estatuilla de diamantes se le incrustó en las manos. «Ven con nosotros, Sauvay», rezó.
El Sumo Teócrata se tomó su tiempo. Detenía intencionadamente la mirada en un converso tras otro y la sostenía hasta que notaba que le entraba miedo, momento en que, torciendo el gesto, la trasladaba a la siguiente víctima. Cuando la tensión alcanzara el límite, los nuevos dioses le hablarían y comenzarían las revelaciones. Era indefectible que ocurriera así.
Hederick clavó la vista en una mujer joven. Ésta se ruborizó pero no se atrevió a desviar la mirada. Sintió que absorbía poder de ella. Entonces, de improviso, Omalthea, y no Sauvay, se manifestó en él, como primera visitante divina de la noche, llenándolo con su fuerza. Hederick cerró los ojos. Intuía, sin verlo, que la mujer se había desmoronado sobre el joven que tenía al lado cuando él había cerrado los párpados.
—Omalthea, árbitro de toda virtud, está con nosotros. —¡Comenzar por la madre de los dioses, aquello auguraba una noche excepcional! Hederick basculó el cuerpo sobre los talones, sonriendo, mirando a lo alto. Después volvió a poner mala cara—. Omalthea está disgustada, porque algunos de vosotros habláis de virtud, pero no os dignáis ponerla en práctica.
Hederick volvió a fijarse de repente en la joven. Era preciosa, con un rostro y un cuerpo que sin duda atraían la atención de muchos hombres; pero entonces tenía el semblante descolorido y los labios abiertos. Al percatarse de la mirada de Hederick, su marido la miró horrorizado.
—Algunos de vosotros pecáis mucho… y con frecuencia…, refocilándoos —denunció Hederick—. Pecar contra la virtud representa una blasfemia para la propia Omalthea. La madre de los dioses está francamente enfurecida.
Hederick se tocó la nariz. Aquélla era la señal convenida.
Dahos, al amparo de la vista del público, aplicó una llama a una finísima cuerda. Como una centella, el fuego circuló por ella bajo las escaleras y, tras trazar una curva, siguió, raudo, hacia la estatua de Omalthea que adornaba la parte superior del anfiteatro.
—¡Omalthea, acude a nosotros!
En ese instante, una explosión hizo temblar la sala. De la base de la estatua brotó un humo rojizo con olor a metal quemado que se dispersó como una nube por todo el recinto.
La joven dio un grito y se desmayó. Su marido la dejó caer, sin atenderla, al mármol del suelo.
El humo y el ruido iban de maravilla para incrementar la fe de la gente, pensó Hederick. Era un procedimiento perfectamente aceptable, estando como estaba al servicio de los nuevos dioses. El pueblo pedía algo espectacular.
Concluida la explosión, posó la mirada en un hombre de la primera fila que tenía una expresión decididamente satisfecha. Tal vez fuera un mercader, porque vestía calzones y camisa de seda y un magnífico chaleco de cuero estampado con grifos; el esplendor de su atuendo iba acorde con la arrogancia de su semblante. Hederick apretó el dragón sobre el pecho y esperó hasta recibir la inspiración de otro espíritu, de Cathidal esa vez.
—Cathidal, dios de la riqueza, está con nosotros. Está complacido con la generosidad de la que hemos hecho gala esta noche. —Aunque la voz de Hederick apenas pasaba de un susurro, el silencio era tan intenso que todas sus palabras eran audibles, incluso en la última fila, y él lo sabía. El individuo pagado de sí sonreía y asentía, con la cabeza bien erguida—. Aun así…
Hederick mantuvo en suspenso la frase mientras fijaba la vista en el pecador, en cuyos labios se desvaneció la sonrisa.
—Aún así… Cathidal, consorte de Ferae, diosa de todo lo que crece, está descontento esta noche, porque hay algunos aquí… —Dejó que la insinuación se abatiera, amenazadora. Hablaba por boca de los dioses; resultaba imponente, terrorífico… y divino—. Hay algunos aquí esta noche que continúan dejándose dominar por la avaricia, que creen que pueden engañar a los nuevos dioses con un regalo «considerable», tan sólo en monedas de acero, pero que en realidad se reduce a una fruslería comparado con lo que deberían contribuir.
El individuo bien vestido, al que había elegido como blanco Hederick, se encogió como si quisiera hacerse menos visible.
—Qué juego más cruel para infligirlo a los dioses… y a la propia alma —añadió con voz suave—, y a las almas de los familiares de uno.
De improviso, el hombre volvió a la mesa lateral y se puso a hablar con urgencia con los dos sacerdotes apostados tras ella al tiempo que vaciaba los bolsillos.
Hederick miró en derredor, más complacido aún que antes. ¿Qué dios iba a guiarlo a continuación? ¿De qué espectador iba a absorber el poder?
Entonces la vio.
La Presencia de Ancilla ocupaba un asiento situado en la última fila.
Nadie salvo él parecía percatarse de su existencia. El Sumo Teócrata perdió la confianza un instante y aflojó la presión en torno al Dragón de Diamantes. Oyó el ruido que éste produjo al chocar contra el suelo.
La mujer-lagarto de la Gran Sala se incorporó de inmediato, con los ojos como platos. Al cabo de un segundo desapareció del banco para materializarse en el púlpito, al lado de Hederick, visible al parecer sólo a sus ojos. Alargó la mano, más parecida a una garra, hacia el reluciente artefacto.
Y no asió más que el aire.
Ancilla volvió a intentarlo, con igual resultado. Por un momento, hermano y hermana se miraron de frente. Los ojos de ella rebosaban de frustración; los de él, de ebrio regocijo.
Entonces, el Sumo Teócrata quiso recoger el Dragón de Diamantes. Por desgracia, la hidromiel le había entorpecido los movimientos y, sin darse cuenta, lo precipitó escalera abajo.
Hederick dio un paso hacia la escalera; pero, en el momento en que su mano tendida hacia adelante rozó el tronco de un cuerpo escamoso, el pánico se apoderó de él.
La Presencia salmodiaba en voz muy baja.
A pesar del terror, Hederick luchó para recuperar el control de sí.
—¡Sauvay, ayúdame! —rezó.
Rezó con desesperación, con la imagen de los ojos verdes de la Presencia grabada aún en la mente. El humo rojo se había disipado, pero el olor a metal persistía. El ser seguía con su monótona cantilena.
Luego, por fin, Hederick sintió el contacto tranquilizador de los dioses. Sauvay había acudido a su llamada y reclamaba su turno para hablar. Tenía que ser Sauvay. El Sumo Teócrata ahuyentó a Ancilla de sus pensamientos. La revelación era lo único que importaba ahora. Ancilla no podía hacerle ningún daño durante la revelación.
—Anoche tuve un sueño —musitó Hederick.
Cada palabra se expandía, vibrante y luminosa, por el anfiteatro, como una cuenta de cristal que cayera en un lago.
Algo iba mal, sin embargo.
Con anterioridad, Hederick había sabido siempre que en el fondo, en algún nivel profundo, él controlaba lo que decía… por más que los dioses le proporcionaran su guía desde la distancia. Aquella vez, no obstante, perdió el control. De pie en su púlpito abovedado, boqueaba como una carpa que se ahoga, dejando escapar palabras salidas de sus entrañas. ¿Era aquello, pues, lo que se sentía en una auténtica revelación? ¿Se habían apoderado físicamente de él los nuevos dioses?
—Anoche tuve un sueño —repitió—. Soñé que estaba en la casa de mis padres, en Garlund. —El nunca había revelado sus orígenes, nunca. Garlund ya ni siquiera existía.
»Estaba en el sótano. Había mucha humedad allí. Vivíamos cerca del río, y el sótano siempre estaba húmedo.
Alguien dejó escapar una risita. Hederick miró la sala, boquiabierto. Casi podía oír las expresiones de asombro que reprimían los sacerdotes. ¿El Sumo Teócrata en un sótano? Y ¿dónde estaba ese sitio, Garlund?
En realidad, Hederick sí había tenido aquel sueño, entre las ejecuciones de Mendis Vakon y de Crealora Senternal. Pero ¿qué se proponían los nuevos dioses exponiéndolo de ese modo al ridículo?
El Sumo Teócrata rezó a Sauvay, sin lograr consuelo. Sólo le llegaba el impulso de la voz, tan parecida a la suya propia, que brotaba, imparable y estentórea.
—Estaba solo, en el sótano —prosiguió—. Estaba oscuro, pero percibía un resquicio de luz. En algún lugar había una puerta. Siempre había habido una puerta, pero entonces no la encontraba. ¡La habían cambiado de sitio! Venessi y Con, mis padres, habían escondido la puerta. En el otro extremo del sótano habían abierto una grieta para que sirviera de respiradero.
Los presentes se miraban entre sí con nerviosismo, pero nadie dijo nada. La curiosidad era patente en las caras de varios sacerdotes, que no osaron de todas formas interrumpir al Sumo Teócrata durante una sagrada revelación, pues habría sido tanto como interrumpir a los mismos dioses. Dahos estaba al pie de la escalera del púlpito, pálido y preocupado, ajeno ya al cumplimiento de sus funciones.
La voz de Hederick subió repentinamente de tono y adoptó la forma de un penetrante chillido.
—¿Es que no lo veis, pueblo? ¿Estáis ciegos, o acaso sois estúpidos? ¡Me encerraron allí dentro! Yo oía cómo acumulaban la tierra en el hueco de la puerta. ¡Con y Venessi, mis propios padres! ¡Oía sus martillazos mientras cerraban con clavos la puerta del sótano! ¡¡Y yo me quedaba apresado dentro!!
Las palabras comenzaron a surgir a trompicones, como un vómito sincopado.
—Y entonces vi… otra luz… una rendija más ancha… tan ancha como mi mano… Y supe… que si tenía cuidado… y contenía la respiración… podría volverme de lado… y escapar por ella. Podía volverme tan delgado, tan delgado como esa ranura. ¡Podía, sí! Me moví… en dirección a la luz… en el sueño. Me puse de lado…
El sudor resbalaba por la frente de Hederick. La brisa que entraba por las puertas abiertas le acarició los húmedos cabellos, y se estremeció. Tenía la lengua seca y la garganta dolorida. Anhelaba beber algo.
¡La hidromiel bendita! Si pudiera alcanzarla, humedecerse la boca, suavizar la garganta… Tendió las manos hacia la copa.
Tenía que dominar la voz, aquella manifestación de la Presencia de Ancilla. Hederick trató de hablar, pero sólo emitió unos secos quejidos. Después, la voz retornó con toda su fuerza.
—Me giré para deslizarme por la rendija… Iba a escaparme… y entonces las vi. ¡Eran decenas, no, centenares! ¡Centenares de arañas! Negras y malévolas. Insaciables.
Hederick percibía que la gente había perdido el recogimiento de antes. Ya no eran conversos que aguardaban las verdades de los Buscadores, sino niños que escuchaban un buen cuento digno de ser contado antes de acostarse. Los novicios, que se habían arrodillado en las escaleras de mármol, también escuchaban embobados. Los sacerdotes de túnicas marrones permanecían inmóviles, inmersos en diversos estadios de estupor.
La voz volvió a hablar, de manera precipitada, febril.
—Y, entonces…, entonces me acordé de algo… Llamé a mi padre. «¡Con! —grité—. ¡Da de comer a las arañas! ¡Da de comer a las arañas!». Me desplacé hacia los voraces insectos, como atraído por una de sus telas. No podía pararme. Seguía moviéndome, cada vez más cerca. Las arañas retrocedieron para recibirme, para devorarme… ¡y Con no me oía! ¡Mi propio padre no me oía! ¿No lo veis? ¿Es que ninguno de vosotros lo entiende, idiotas?
Bajo el atril, Hederick acercó con disimulo la mano a la copa de hidromiel. Intentó cerrar los rígidos dedos para cogerla. Después recorrió con una mirada frenética la sala. ¿Por qué no intervenía uno de sus sacerdotes? Y ¿por qué no le obedecían los dedos, por los malditos dioses?
Rozó la punta de la copa y oyó cómo se rompía. La jarra con la que había llenado el cáliz estaba debajo del altar, a sus espaldas. Dio media vuelta con esfuerzo y alargó el brazo hacia ella. La mano izquierda localizó la jarra de hidromiel y la levantó. Estaba vacía.
La voz continuó, irreductible. Incluso de espaldas, sonaba clara como el gong que llamaba a los creyentes para que escucharan las revelaciones. La Presencia de Ancilla, a tan sólo unos palmos de distancia, inclinó su fantasmagórica cara a un lado.
—¿No lo veis? —gritó Hederick—. Él tenía la obligación de dar de comer a las arañas… ¡Ésa era la obligación de Con, de mi padre! ¿No lo veis? —La voz adquirió el timbre de un gemido—. Si no les daba nada, las arañas buscarían qué comer en otra parte. Y lo único que había comestible allí abajo ¡era yo!
Un alarido resonó en la Gran Sala. Los espectadores tuvieron la impresión de que provenía de Hederick, pero éste sabía que lo había proferido la Presencia.
Tan repentinamente como se había adueñado de él, el encantamiento lo dejó libre. El Sumo Teócrata se desplomó sobre el altar, aquejado de vértigo y una amenaza de arcadas. A su alrededor se multiplicaron las exclamaciones de la muchedumbre.
«¿Lo habéis oído?». «¿Qué habrá querido decir?». «Esto no se ha parecido nada a las otras revelaciones». «¡Qué raro!». «¿Estará empezando a chochear?». «Quizá sea un profeta». «¿De verdad le deben de hablar los dioses?». «¿Qué hacemos ahora?». «¿Se ha acabado?». «¿Podemos marcharnos?».
Los niños lloraban. Unos cuantos se habían puesto a gimotear.
Hederick apeló a su fuerza de voluntad para incorporarse. A su lado, en lugar de la Presencia, se encontraba Dahos, que sostenía un paño limpio en una mano y un cáliz lleno de hidromiel en la otra.
La multitud volvió a quedar en silencio. Después un coro de amonestaciones intervino: «¡Ssss! ¡Aún no se ha acabado!».
Hederick tomó la diminuta copa, se trasladó trabajosamente al púlpito, intentó hablar y se vio impedido por un ataque de tos. Paladeó el bendito brebaje, pero era como si su lengua lo absorbiera por completo. Le quedaba bien poco para beber.
—Esta noche… —Aliviado por oír de nuevo su propia voz, Hederick tosió antes de proseguir—. Esta noche…
Dahos acudió de nuevo junto a él, con un pequeño objeto en la mano: ¡el Dragón de Diamantes! Hederick se lo quitó con precipitación.
—Esta noche nos hemos hallado en presencia de algo… —¿Cómo describirlo? Si decía que era maligno, ¿daría a entender que el propio Sumo Teócrata de Solace era vulnerable a las fuerzas diabólicas?—, en presencia de algo más fuerte que nosotros, algo sagrado. Aún queda por llegar la explicación, pero no dudéis de que habrá una aclaración. Los nuevos dioses nos lo explicarán todo al final.
El Sumo Teócrata hizo una pausa para reunir fuerzas y observar la Gran Sala. Ancilla, la mujer-lagarto, había desaparecido.
La gente seguía allí. Todos aquellos ojos, fijos en él, anhelaban algo, exigían algo. ¿Por qué le correspondía siempre proporcionárselo? Tenía la mente vacía como un desierto azotado por el viento.
—Que así sea —concluyó con voz ronca, apretando el Dragón de Diamantes contra el pecho—. La revelación de hoy ha terminado.
Hederick, Sumo Teócrata de Solace, pasó bruscamente junto a Dahos, bajó la escalera y abandonó la sala.
Marya dejó la pluma y se frotó los ojos. Olven permanecía en la penumbra, junto a la puerta de la Gran Biblioteca, esperando para asumir su turno frente al escritorio. Marya estaba tan quieta que el joven no sabía si le había oído entrar o no.
A aquella hora de la noche, sólo quedaban en la biblioteca de Palanthas unos cuantos escribas, todos ellos aprendices. Guardaban un absoluto silencio, como Marya, y ocupaban taburetes y sillas delante de escritorios provistos de numerosas plumas y pergaminos. Encima de cada uno de ellos ardía una solitaria vela que proyectaba un pequeño círculo de luz amarillenta. El resto de la sala estaba oscuro como boca de lobo. Por la noche, en la Gran Biblioteca de Palanthas no había lugar para el gris… había tan sólo luz y oscuridad. Astinus estaba en su despacho privado, al fondo del pasillo, y no se lo podía molestar.
—¿No hay nada que nosotros podamos hacer? —preguntó por fin Marya, como si no esperara respuesta alguna.
De modo que sí se había percatado de su llegada. Olven no había leído el último fragmento, el que había anotado Marya; pero recordaba sus propios sentimientos de impotencia después de haber plasmado él mismo, sobre el pergamino, las maquinaciones que en aquellos mismos momentos se permitía Hederick.
—Estamos haciendo algo, Marya —dijo, fingiendo una confianza que distaba de sentir—. Estamos dejando constancia de los actos de un loco. El mundo lo juzgará, aunque nosotros no podamos. Recuerda nuestro juramento de neutralidad.
—Y sin embargo has leído el trabajo que hizo Eban sobre la infancia de Hederick —observó Marya—. Hederick no fue malo siempre. No hay más que pensar en las cosas que le ocurrieron cuando todavía era un niño inocente. Su reacción fue sólo… una manera de adaptarse.
Olven se encogió de hombros, recordando algo que su madre le había dicho muchas veces cuando se quejaba de las injusticias del mundo.
—A muchas personas les ocurren cosas malas —repitió entonces—. La opción entre el Bien y el Mal sigue siendo una decisión personal.
—Pero ¿no podemos pararlo, Olven?
El moreno escriba sabía que Marya conocía de antemano, tan bien como él, la respuesta a esa pregunta; pero, aun así la contestó, movido en parte por una necesidad de recordarse a sí mismo los límites de sus funciones.
—No podemos influir en la historia. Sólo podemos registrarla. Somos escribas y debemos permanecer neutrales. Recuerda el juramento, Marya.
—¡Pero alguien tiene que pararlo, Olven!
—Si es ésa la intención de los dioses, alguien lo hará.
Marya guardó silencio un momento.
—Alguien lo intentó durante años, su hermana. De todos modos no parece que Ancilla obtenga más resultados que nosotros, Olven. ¡Por los dioses, cuánto me gustaría estar en Solace!
Olven la miró fijamente, pero no dijo nada. Al final, Marya se levantó con un suspiro de la silla. Sin añadir palabra alguna, le entregó la pluma y abandonó la Gran Biblioteca.