El Sumo Teócrata se cambió la túnica después de la ejecución y dejó la sucia a un novicio para que la quemara. Después, se fue directamente a la Gran Sala y, tras echar a Dahos y a los demás, se encerró con intención de prepararse para las revelaciones de esa noche.
Aunque tal vez hubiera vencido a una de las magas más poderosas que habían existido nunca, la rutina era sagrada. Los dioses de los Buscadores no toleraban el descuido.
En la Gran Sala todo estaba fuera de sitio aquel día, por supuesto. Siempre ocurría lo mismo, a pesar de los repetidos castigos que aplicaba a sus atemorizados ayudantes. Los incensarios, las vasijas ceremoniales, los pergaminos sagrados… todos estaban desplazados, un milímetro tan sólo, pero no donde les correspondía en todo caso. ¿Acaso nadie había leído la Praxis?
Hederick resolvió hablar de nuevo con su sumo sacerdote. Quizá tendría que dictar una pena ejemplar con uno de los novicios para que el resto se aplicara con más rigor. Pero eso sería más adelante. En ese momento tenía que poner en su sitio las cosas en el púlpito, porque no sería correcto hacer que los dioses mayores y menores fueran testigos de aquel desorden cuando los invocara delante de cientos de devotos Buscadores.
Poner los accesorios de los rituales de acuerdo con las complicadas normas dispuestas desde hacía siglos no era tarea fácil, pero Hederick tenía pasión por la exactitud en los detalles. Todos los días sorprendía fallos en el protocolo de los Buscadores que a otros mucho más jóvenes que él se les pasaban por alto.
«Aun pasando de los sesenta, tengo los sentidos mucho más despiertos que la mayoría de los sacerdotes —se dijo—. Por eso soy el Sumo Teócrata. Los nuevos dioses me han concedido su bendición. Ellos me han ayudado a derrotar a Ancilla».
Enderezó un poco el cuerpo, pese al agarrotamiento que le hacía inclinar la espalda desde el forcejeo con Mendis Vakon. Luego, torciendo el gesto, desplazó un centímetro a la derecha la copa sagrada de hidromiel.
Entonces, se quedó paralizado. Un fuego helado le atenazó el estómago. De improviso, estaba empapado en sudor. Recorrió la sala con la mirada.
No cabía duda alguna, estaba solo. Pero no del todo.
El Sumo Teócrata permaneció quieto un momento. Después, de debajo de la túnica extrajo el Dragón de Diamantes. Le quitó la envoltura de cuero y lo agitó en el cuenco de la mano.
Como siempre, notó el calor de la figura. Con los ojos entornados, la miró de frente, pese a que, de modo invariable, su esplendoroso brillo le provocaba dolor de cabeza. Si se concentraba bien, alcanzaba a distinguir sus contornos: las aceradas escamas, la temible cola y las fauces dentadas de un diminuto dragón. De su tronco surgía una lanza, como si de un diente nacido fuera de sitio se tratara.
Aquella pieza de orfebrería, fabricada con el preciado acero, ojos de rubí y los diamantes incrustados en toda la espalda, debía de valer una fortuna. En los comienzos de su carrera, cuando la pobreza lo había amenazado a veces con el hambre, había estado tentado de venderlo.
Sauvay, su dios, lo había investido con su bendición, no obstante. El Dragón de Diamantes había protegido a Hederick en más de una ocasión. Entonces, acarició la estatuilla, la devolvió a la bolsa y dejó caer de nuevo el cordel bajo la túnica. El nudo que sentía en el estómago cedió.
A continuación, el miedo lo asaltó con violencia. Alguien lo estaba observando, alguien que tenía malas intenciones. Manteniendo su semblante imperturbable, como si aquélla fuera una tarde como cualquier otra, vertió hidromiel santificada de un vaso de plata a una copa de cristal, un recipiente apenas mayor que un dedal.
Había ejecutado aquel rito un sinfín de veces durante las décadas que llevaba siguiendo la fe de los Buscadores. Tanta era la práctica que tenía que, incluso entonces, con el pulso alterado, no derramó ni una gota del dulce fluido sobre el mantel del altar. Con los pelos de la nuca erizados, el Sumo Teócrata depositó con cuidado el vaso en el altar y, tras alzar el cáliz, bebió de un trago su contenido.
—A vosotros, los más Grandes, ofrezco mi lealtad —murmuró—. Recibo con esperanza y pasión otra noche y os suplico que castiguéis el sacrilegio que ha tenido lugar en este sagrado recinto, pues algo amenaza la paz de este lugar. —Sirvió otra copa de hidromiel que apuró también.
Como siempre, la potente bebida le enturbió un instante la visión; pero, a diferencia de otras veces, en aquella ocasión se sintió de improviso expuesto y vulnerable, a tanta altura del suelo de la Gran Sala. El vértigo se apoderó de él para disiparse poco después.
Debido a su baja estatura, Hederick había experimentado un gozo especial al encargar a los constructores del templo de Erodylon que situaran el sagrado altar y el púlpito en lo alto de cuatro tramos de estrechas escaleras. Todos los días al ponerse el sol, al transmitir las revelaciones recibidas de los nuevos dioses, hablaba a los silenciosos fieles que ocupaban, abajo, las gradas de bancos de madera. Unas ventanas y espejos especiales permitían que el arrebol del crepúsculo que se cernía sobre el lago Crystalmir penetrara en la sala, tiñendo de gloriosas tonalidades púrpura, rosa y escarlata a la figura sacerdotal apostada en la parte superior de la sala.
Entonces, al igual que en aquel momento, el púlpito le proporcionaba una visión completa de toda la Gran Sala.
Hederick irguió la cabeza, paseando la vista por el cavernoso anfiteatro. No había indicios de que se hubiera colado un intruso y, sin embargo, tenía la inconfundible sensación de que alguien lo observaba. Aquella aprensión se intensificó, hasta que sintió que lo quemaba, como si su piel se cubriera de ampollas y se desprendiera a tiras. Con la mano libre se palpó el cuello y cerró de nuevo el puño en torno a la bolsa que albergaba la estatuilla de dragón.
Mírame.
Aquellas palabras, inaudibles, llenaron su ser. Notó que la mente se le expandía y contraía de manera vertiginosa. Su cuerpo permanecía inmóvil, paralizado en el ademán de devolver el sagrado cáliz al altar. En su cerebro, no obstante, el sacerdote se vio a si mismo desangrándose en el suelo de mármol, muchos metros más abajo, al pie de la escalera de vallenwood. El Hederick vencido que habitaba su imaginación yacía desnudo, sometido a todas las torturas que se le antojaba infligirle la Presencia que compartía aquella sala.
Mírame.
—¡Ser inmundo! —chilló, temblando, la alta autoridad de los Buscadores—. ¡Ser maligno de naturaleza hechicera! ¡Déjate ver!
Soy Ancilla. Mírame, querido.
—¡Estás muerta!
Por desgracia estás en un error, hermanito.
Hederick agitó un puño crispado y gritó de nuevo frente a la vasta estancia que nadie más que él parecía ocupar.
—Durante décadas recorrí los caminos del norte de Ansalon, bruja, propagando la palabra de la liberación futura —gritó—. Yo soy, fui, el Santo Errante de los Buscadores. Muchos pueblos se sumaron en masa a la religión de los Buscadores gracias a mi inspiración. ¡Obré milagros en el nombre de los nuevos dioses! —Bajó la voz hasta convertirla en un punzante susurro—. Tú siempre me has seguido, querida hermana, y nunca me has derrotado. Nunca habías sido tan fuerte… pero yo lo he sido más aún. —Hederick depositó el cáliz de cristal en el altar y volvió a agitar el puño—. Éste es mi templo. ¡No puedes hacerme nada aquí!
No hubo respuesta.
Al cabo de un momento, Hederick dejó caer las manos a los lados, aquejado de una súbita debilidad. Con dedos trémulos palpó entre los pliegues de la túnica. Detrás de sus ojos arreció el dolor, mientras por su pelo el sudor circulaba a chorros. La cabeza se le bamboleaba sobre el cuello.
«Me estoy haciendo viejo —pensó de repente—. ¿Cuántos años más de esto podré aguantar?».
Acéptame.
—¡Nunca! Eres un demonio, Ancilla.
De forma involuntaria, Hederick se asomó a la barandilla que protegía el reducto del altar de una posible caída de casi veinte metros. Abajo del todo detectó movimiento. Del suelo de mármol de la Gran Sala subía humo. Era como un miasma del mal, de color gris purpúreo, que se aferraba a la piedra.
—¡Desaparece! —vociferó.
El sonido dejó henchido de exaltación al Sumo Teócrata. Suya era la voz que había encandilado a más almas de los Buscadores que ningún otro sacerdote desde hacía décadas. Suyo era el nombre que un sinfín de fieles pronunciaban con reverencia durante el culto, convencidos de que era el alma de la nueva iglesia. Había vencido a la bruja en el patio, y podía vencerla allí. La potente voz de barítono de Hederick vibró, cargada de indignación.
—¡Erodylon es un sitio sagrado! ¡Abandónalo de inmediato!
Las palabras rebotaron en las relucientes paredes cubiertas de madera.
—Erodylon… Erodylon… sagrado… de inmediato… de inmediato.
El eco cesó, engullido por el humo.
Debes aceptarme como parte de ti, si pretendes culminar tus deseos.
Abajo, en el suelo, se espesaron los nubarrones de humo.
—No me das miedo —mintió Hederick, desplazando la vista a los cuatro tramos de escalones.
Quizá pudiera bajar corriendo y cruzar a saltos el humo antes de que la Presencia de Ancilla cobrara más fuerza. De todos modos no le hacía gracia la idea de escabullirse por las escaleras para huir de una niebla que estaba seguro de que nadie más que él podría ver. Dahos podía entrar en cualquier momento. No era conveniente que el sacerdote presenciara la escena en la que la máxima autoridad de los Buscadores de Solace escapaba dando saltos de… nada.
—No puedes detenerme —dijo—. Tú eres el aliento agonizante de los antiguos dioses. Tú eres mágica… y me tienes miedo. —Lanzó una carcajada afectada—. ¡Me tienes miedo! Yo pondré fin al reinado de tus dioses en este mundo. Yo soy el Elegido. Son pocos los que creen en los antiguos dioses. Ésta es la época de los nuevos. Con cada minuto que pasa es mayor nuestra fortaleza. —De la boca de Hederick saltaban gotas de saliva al hablar.
Hederick, eres viejo, y yo… en esta forma, soy atemporal. Reconóceme. Da la espalda a esos falsos dioses.
La niebla estaba cubriendo ya los dos primeros tramos de escaleras, cada vez más densa y purpúrea, atravesada por jirones negros.
Hederick retrocedió para interponer el altar entre él y la Presencia. Luego volvió a sacar el Dragón de Diamantes.
Con esta forma que tengo ahora no puedes utilizarlo contra mí, Hederick. ¿Pasarás los pocos años que te quedan con los ojos cerrados a la verdad? Tus loados dioses de los Buscadores no son más que patéticas invenciones. ¿Te acuerdas de Venessi? ¿Te acuerdas del falso dios de nuestra madre?
—¡Yo seré cabeza de todos los Buscadores! —gritó el Teócrata Supremo—. ¡Y no sólo de los de Solace! Destruiremos a todos los que adoran a los antiguos dioses. Sólo los necios Caballeros de Solamnia, un puñado de magos y unos cuantos perdedores ilusos creen todavía en ellos. Adáptate al nuevo orden. ¡Admite tu derrota!
No puedes derrotar a los que son como yo. Debes aceptarme, quererme como te quiero yo, hermanito. Una vez acudí a ti para llevarte a los verdaderos dioses y me rechazaste. Deja que te ayude ahora.
La niebla iba tapando en su ascenso un escalón tras otro. Hederick percibió unos destellos de relámpagos. Agitó el Dragón de Diamantes ante el humo, pero era como si el artefacto hubiera perdido su poder.
Hederick se había quedado sin su retumbante voz de barítono y con la boca seca. Se sobrepuso de todos modos, aunque se le quebró la voz.
—Magia —espetó—. La magia de los antiguos dioses se debilita día a día. Los brujos se han escondido en cuevas y torres, a causa del terror que les inspira el nuevo orden. ¡La magia se va de Krynn! —exclamó, presa de un acceso de fervor religioso—. Pero mejor que la llamemos por sus verdaderos nombres, Ancilla: ¡Brujería! ¡Hechicería! ¡Pecado!
Te queda poco tiempo, Hederick. Yo, en esta forma, tengo toda la eternidad.
Oyó un silbido sordo, como si la niebla se disolviera. El olor a carne putrefacta le golpeó la nariz. Tragando bilis, cerró los ojos y, apoyado en la barandilla, volvió a tender el Dragón de Diamantes. Entonces, el mantel del altar se deslizó hasta sus pies, sin que él se percatara.
Adoptó una vez más un tono de bravata, pero la niebla amortiguó las palabras, privándolas de su vigor.
—Yo acabaré con la magia, acabaré con la brujería, y Krynn adorará sólo a los nuevos dioses. He dado muerte a magos de Haven a Solace y aún más allá. Mis espías… Los antiguos dioses han abandonado Krynn. ¡Sólo los necios rehúsan abandonarlos a su vez!
Arrebatado por su propia retórica, Hederick abrió los ojos.
Estaba rodeado de un humo, negro purpúreo, que alcanzaba ya el techo. El Sumo Teócrata sintió el olor de la muerte. Se le arqueó la espalda y el cuerpo se le dobló hacia adelante.
—¿Quién eres? —gritó, agachado en inestable equilibrio en la base del altar—. ¿Qué mal escondes? —se acercó como pudo a la barandilla, aferrándose a ella con su rechoncha mano, se puso en pie—. ¡Te voy a combatir! ¡Yo soy la religión de los Buscadores! ¡Materialízate!
La niebla osciló por espacio de un segundo. Sonó algo parecido a un suspiro y, luego, el humo perdió densidad. Sujetándose con una mano en el balaustre y con la otra en el altar, Hederick bajó la mirada y distinguió algo que podría haber sido la silueta de una mujer, o de un ogro, o de un lagarto. Flotaba en el aire, sin soporte alguno, en medio de la gran extensión de la Gran Sala. Cubierta de jirones de niebla y humo que emborronaban su auténtica forma, dio un paso adelante y pareció llamarlo.
Ay, Hederick. Mírame, hermano mío.
Las uñas de Hederick dejaron unas marcas curvas en la madera. El olor de magia era omnipresente. Volvió a dejarse caer en la penumbra de debajo del altar.
—¡No! —chilló—. ¡Vete! —Sollozando igual que un niño, hundió la cara en el arrugado mantel del ara—. No quiero mirar. Márchate, por favor. Seré bueno, lo prometo. —Aguardó temblando—. ¡Por favor!
Esperó un poco más antes de levantar la cabeza. Los hediondos olores habían desaparecido. Las huellas de su uñas estropeaban la fina superficie de tonos rojos y dorados del vallenwood de la barandilla. El mantel del altar estaba manchado de lágrimas, inservible ya. La niebla se había disipado, con todo.
Hederick oyó una voz, una voz normal.
—Ilustrísima…
Una mujer delgada, de cabello rubio claro recogido con unas trenzas unidas en diadema en la cabeza, se hallaba en la zona de sombra del pie de las escaleras, sosteniendo un cesto tapado con una tela rosa. Hederick se levantó, tembloroso, y agarrado al pasamanos, bajó con paso inestable hacia ella.
¿Habría sido aquella mujer testigo de su humillación?
Desde lejos, había creído que era joven, pero al acercarse advirtió que tenía el pelo blanco y no rubio, y la cara arrugada.
—¿Habéis visto algo? —preguntó.
—¿Cómo decís, Ilustrísima? —La anciana lo miró con reverencia antes de seguir, encadenando con precipitación las palabras—. Vengo con un presente para la diosa. Os he visto arreglando algo debajo del altar, y he esperado hasta que me ha parecido que habíais acabado, por si acaso estabais haciendo algo religioso, Ilustrísima. —Inclinó la cabeza rápidamente, un par de veces.
Desde el rellano, Hederick examinó a la vieja. Era otra más entre la multitud de campesinos conversos que habían recurrido a la religión de los Buscadores en busca de consuelo en los turbulentos años posteriores al Cataclismo. Acudían en masa, pero aportaban poco dinero.
—¿Cómo os llamáis, anciana? —preguntó—. ¿Cómo habéis entrado?
De improviso cayó en la cuenta de que el sol estaba a punto de ponerse. Pronto la muchedumbre se concentraría en la Gran Sala para escuchar las revelaciones de la noche.
—Norah, Ilustrísima. —Aventuró una tímida sonrisa y, todavía con el cesto en la mano, comenzó a subir las escaleras. Se apoyaba más en una pierna que en otra y tenía las articulaciones de la mano hinchadas—. Vuestro asistente, el sumo sacerdote, ha dicho que podía entrar. Ha dicho que seguramente habríais acabado con vuestras obligaciones religiosas. Por eso he entrado aquí para esperar.
—¿Y no habéis visto nada? —insistió Hederick—. ¿No habéis oído nada?
Norah miró, extrañada, a su alrededor.
—¿Estáis bien, Ilustrísima? ¿Os puedo ayudar en algo? —Se aproximó con una mano tendida, hasta que los separaron tan sólo dos pasos.
Hederick vaciló. Los brillantes ojos azules de la anciana irradiaban compasión. Por un momento, atenazado aún por el miedo, deseó tan sólo apoyar la cabeza en su hombro. Notando que le temblaban de nuevo las manos, las ocultó en su túnica. Norah seguía tendiendo su huesuda mano al Sumo Teócrata.
—Tenéis muy mala cara, Ilustrísima, si no es atrevimiento el que lo diga. Podría prepararos un remedio de hierbas, una tisana o una cataplasma, y decir unas cuantas palabras especiales. Mi madre me las hacía muchas veces a mí. Os pondré bueno en un santiamén. —Sonrió con aire tranquilizador—. Un poco de magia de la que no hace daño, ¿veis? —Su mano tocó la manga de Hederick.
—¿Magia? ¡Bruja! —gritó él, retrocediendo con brusquedad—. ¡Eres Ancilla! Eres la bruja en forma mortal.
—¿Ancilla? —dijo, con cara de estupor, la mujer—. ¿Quién…? Pero si os he dicho que me llamaba…
Hederick la abofeteó con violencia. El cesto salió disparado por encima de la barandilla y un plato se hizo añicos. Ella cayó de espaldas y se deslizó con la cabeza abajo por las escaleras que llevaban al suelo. Hubo unos gemidos, un infructuoso intento de levantarse… y todo acabó.
Hederick aguardó en la escalera.
La doble puerta se abrió de manera precipitada bajo el púlpito. Dahos entró a toda prisa y, una vez dentro, se paró en seco. Tras él iban dos guardias del templo, ataviados con los uniformes de gala de color azul y oro.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó, alarmado, el sumo sacerdote—. ¿Estáis bien, Ilustrísima?
—Sí, Dahos.
El alto sacerdote se arrodilló sobre la mujer yaciente y le aflojó con destreza la ropa y le frotó las manos. Después de darle unos suaves toques en la cara, se inclinó para ver si aún respiraba. Finalmente se incorporó suspirando, con la cara y la túnica manchadas de sangre.
—Está muerta. —Dahos abatió la cabeza y comenzó a rezar la oración del Espíritu en Tránsito—. Gran Omalthea, acepta esta alma libre de culpa…
—Basta —lo interrumpió Hederick—. Esa vieja era malvada y no merece ninguna bendición.
—¿Decíais, Ilustrísima? —inquirió Dahos.
Hederick se encaminó a la puerta, dejando atrás al sumo sacerdote.
—Se trataba de una bruja, Dahos —espetó, girando la cabeza tan sólo.
—¿Una bruja? —Con el horror pintado en el semblante, Dahos se distanció del cadáver—. Es Norah Ap Orat. Hacia pan y preparaba infusiones especiales que vendía en el mercado. ¡Nosotros éramos clientes suyos, Ilustrísima!
—No os alteréis —replicó Hederick—. Mandad retirar el cadáver a los guardias. Quemadlo… no, mejor aún, dádselo de comer al materbill; le gusta la carroña.
Observando cómo un par de guardias cargaban el delgado cuerpo de la mujer y lo sacaban de la sala, el Sumo Teócrata sintió que volvía a calentarle las entrañas el poder de la autoridad.
—Supervisad personalmente la destrucción de cualquiera de los productos de la bruja que pueda haber en nuestras despensas —dispuso—. Y ordenad que todos aquéllos que hayan ingerido o tomado alimentos preparados por ella tomen vomitivos de inmediato e inicien dos días de ayuno y oración. —Entonces, se le ocurrió una nueva posibilidad—. ¿Se han servido en mi mesa sus infusiones?
—No. Las han tomado los novicios más que nada.
—Una semana de ayuno y oración para ellos, entonces. Comunicádselo ahora mismo, Dahos. —Cuando el sumo sacerdote se disponía a levantarse, Hederick lo contuvo—. Esperad. Bañaos primero, y cambiaos de ropa. Me produce repugnancia.
Dahos asintió mudamente.
—Podéis retiraros —dispensó por fin Hederick al sumo sacerdote, que se apresuró a abandonar la sala.
De nuevo solo, Hederick paseó la mirada por toda la Gran Sala. Detrás de las gradas superiores había estatuas de Omalthea y de los dioses. No había ningún ruido, ninguna señal de Ancilla. El sol estaba en su ocaso. Aquél era, habitualmente, el momento más dulce y sagrado del día.
Hederick.
Sin previo aviso, ante él se materializó un ser imposible, lagarto en parte, en parte dragón, en parte mujer, en parte humo, que cambiaba sin cesar de forma. Siempre que Hederick trataba de posar la vista en él, desaparecía o bien se convertía en alguna cosa distinta. La única forma de verlo era, al parecer, de soslayo. No tenía duda de que si se decidía a alargar la mano para tocar la aparición de Ancilla, su mano atravesaría el aire.
La sombra de Ancilla empuñaba con su vaporosa garra una lanza de la longitud de una persona. La lanza era bastante real, y el monstruo parecía tener la fuerza suficiente para arrojarla.
La lanza, que había empezado como una vara de niebla verde y gris, se solidificó hasta alcanzar una terrorífica precisión de contornos justo debajo del esternón del Sumo Teócrata. La punta desgarró los hilos de su túnica, pero sólo llegó a producirle un cosquilleo en la piel. Hederick sabía que si realizaba el menor movimiento, si gritaba pidiendo ayuda, el proyectil le traspasaría el corazón antes de que alguien pudiera rescatarlo.
Antes, la Presencia había aparecido como humo; aquella emanación era en cambio más sólida.
—Tienes prohibido estar aquí —susurró—. He bendecido esta sala en el nombre de Sauvay y Omalthea.
«El Dragón de Diamantes no ha llegado a protegerme aquí —pensó, presa del pánico—. ¿Qué he hecho para ofender a los nuevos dioses?».
¿Recuerdas las montañas Garnet, Hederick?
No se atrevió a moverse. La susurrante voz de la criatura volvió a sonar.
Se alzaban al este de nuestro pueblo. Los amaneceres de Garlund no eran algo de que presumir; pero teníamos atardeceres dignos de inspirar a los dioses. Veo que continúas era tradición aquí.
Como Hederick rehusó responder, la sibilante voz reanudó otra vez su monólogo.
¿Te acuerdas, hermano? Éramos refugiados. Con, nuestro padre, Venessi, nuestra madre. Un puñado de desgraciados de Caergoth que creían que un nuevo dios había hablado a nuestros padres. ¿Te acuerdas de los cuentos de entonces, Hederick?
—Yo no olvido nada —murmuró Hederick—. Nunca.
Ay, yo te he observado durante años, y creo que has olvidado gran parte de lo que realmente cuenta.
Hederick cayó en la cuenta de que había disminuido el terror paralizante que la Presencia le había inspirado al principio.
—Es hora de que me prepare para las revelaciones del día, lagarto —espetó.
Dando la espalda a la Presencia, se encaminó a las escaleras del púlpito.
«¿Me matará?», pensó.
Se aventuró a mirar atrás. La Presencia se había ido.
Dahos se presentó en el umbral de la puerta. Esperó la atención de Hederick vestido con una nueva túnica, tal como se le había ordenado. Los novicios subían por los pasillos de las gradas. El público estaría sentado antes de que los Buscadores iniciaran la procesión de la noche. Hederick se apresuró a acudir junto al sumo sacerdote.
Esa noche, como siempre, profetizaría en nombre de los nuevos dioses.