A primera vista, Crealora Senternal no parecía una mujer que hubiera dado muerte a una familia entera por medio de malvadas artes mágicas desde una distancia de medio kilómetro. En aquellos tiempos, no obstante, era difícil juzgar a alguien por su mera apariencia.
En Solace, sólo el Sumo Teócrata Hederick ofrecía certezas.
A medida que afluía a la Gran Sala de Erodylon, revestida de reluciente madera de vallenwood, la gente lanzaba miradas furtivas a la diminuta mujer que aguardaba sentencia. Cabizbaja, Crealora apretaba con tal fuerza las manos una sobre otra que tenía las puntas de los dedos blancas.
En los extremos de la sala había, como mínimo, media docena de guardias que llevaban las espadas envainadas pero sin sujetarlas al cinto. Seis novicios se ocupaban de los incensarios dispuestos en círculo en torno a la mujer acusada de brujería. Un velo de humo con fragancia floral flotaba en el aire en torno a Crealora. Pocos de los presentes detenían la vista en ella; la gran mayoría le lanzaba brevísimas ojeadas tan sólo.
—Ten cuidado —previno en un susurro a su marido una mujer embarazada mientras se abrían paso entre el gentío buscando un lugar desocupado—. No la mires a los ojos, Gilles. ¡Dicen que la bruja de Zaygoth es capaz de hechizar a un hombre sólo con la mirada!
Gilles reaccionó con una exclamación desdeñosa, pero de todos modos mantuvo la voz baja.
—¿Esa tabla reseca? Si no es más que ojos y huesos, Susta. Me he enfrentado a monstruos mucho peores que Crealora Senternal, aunque es un milagro que su pobre marido le aguantara sus rarezas durante tanto tiempo. No me dan miedo ella ni las de su especie. Lo que pasa es que estás muy impresionable debido a tu estado. Quería dejarte en casa, pero te habrías puesto como una furia sólo con que lo hubiera mencionado.
—¡Gilles Domroy! —contestó la mujer, olvidando moderar la voz—. Si crees que voy a perderme el mayor espectáculo que se ha visto en Solace desde el Cataclismo, es que…
La voz aguda de Susta Domroy atrajo la atención de la prisionera. Crealora traspasó con una penetrante mirada a la futura madre. Sus ojos, de color azul zafiro, relumbraron al tiempo que movía los labios en silencio, y sus manos se agitaron con un temblor pese a las gruesas cadenas que le inmovilizaban las muñecas.
—¡Un hechizo! —musitó Susta, quitándose con precipitación el pañuelo con que se tocaba la cabeza para cubrirse la cara.
A continuación, se escudó el vientre con la mano derecha mientras levantaba la izquierda realizando el gesto que, según una creencia campesina, protegía frente a la magia. Luego, arrastró a Gilles, con aspecto amedrentado entonces, hasta un banco. Sus ocupantes se hicieron a un lado dejándoles espacio más que de sobra.
Crealora Senternal sonrió con amargura mirando a la pareja, antes de volver a fijar la vista en la parte frontal de la habitación, en las puertas de debajo del elevado púlpito.
—Si dispusiera de magia para hechizos, ¿estaría aquí ahora? —murmuró para sí—. ¡Bah! Estaría caminando por un sendero del bosque de Ansalon. —Paseó la mirada por la sala—. Todos estos «conversos»… ¡Menudos convertidos! Convertidos a la religión de los Buscadores bajo la amenaza de Hederick y los goblins.
Qué más daba que los Domroy creyeran que la bruja de Zaygoth, objeto de desprecio durante tanto tiempo, había echado una maldición a su precioso heredero por nacer. A Crealora le tenía sin cuidado lo que la gente de Solace pensara de ella. Sabía que no poseía más dotes para la brujería que las cadenas de hierro que la apresaban, supuestamente para impedir que llevara a cabo los gestos necesarios para los encantamientos.
—Si el niño de los Domroy nace con un pelo fuera de lugar en su cabecita mojada, me lo achacarán a mí —susurró—. ¡Necios! Pronto yo estaré al lado de mi señor Paladine y toda esta farsa habrá quedado atrás. —Aun así, la recorrió un escalofrío.
La bruja de Zaygoth aguardaba en el piso subterráneo de la sala semicircular. A sus espaldas se sucedían, de abajo arriba, las abarrotadas gradas de la Gran Sala de Erodylon. La habían construido excavando en el arenoso terreno de la orilla oriental del lago Crystalmir. La hilera superior de asientos, como el púlpito de Hederick, se encontraba de hecho al mismo nivel que el suelo.
La pulida madera de vallenwood relucía con una belleza aún mayor que el roble. Los vallenwoods eran sagrados y, en otro tiempo, los habitantes de Solace jamás se hubieran atrevido a atacar con un hacha aquellos grandes e imponentes árboles. Nadie sabía qué antigüedad tenían, aunque algunos opinaban que existían ya antes de que en Krynn hubiera otras formas de vida.
Hederick había acabado rápidamente con aquel respeto reverencial. Había querido vallenwood para su templo y se había salido con la suya.
Crealora tosió, con la garganta irritada por el denso incienso del aire. Aquél sería el último día en que tendría que soportar la inquisición. Ese día Hederick pronunciaría la sentencia. No había margen de duda de cuál sería el veredicto: Hederick no había absuelto nunca a nadie. El único interrogante era la forma que tomaría la sentencia. A pesar del miedo, Crealora sentía una especie de alivio.
Varios centenares de voces distintas se elevaban y menguaban. Se alternaban, cobrando fuerza y apagándose tras ella, como el rugido del oleaje del océano que se abatía sobre la costa oriental de su tierra natal de Zaygoth, que había sido su hogar durante los primeros veinte años de su vida. Luego había llegado Kleven Senternal, un comerciante guapo pero ateo que recorría el sur de Ergoth vendiendo sus productos y que se había enamorado de ella sólo con verla. Igualmente prendada de él —y animada por su promesa de que no pondría impedimento a que siguiera adorando a los antiguos dioses— Crealora abandonó su pueblecito de pescadores y tejedores de redes para trasladarse a Solace.
Con su manera brusca de hablar y sus costumbres extranjeras, Crealora había sido siempre una forastera en Solace, pero había vivido feliz allí con su Kleven durante quince años. En la primera época, antes de que los Buscadores propagaran por la tierra, como un veneno, su religión, había disfrutado de una tolerancia considerable.
Después, hacía tan sólo unas semanas, su marido había sucumbido a las aceradas garras y el ardiente aliento de una misteriosa bestia mientras regresaba de un viaje al este. La criatura, que a decir de algunos era un materbill, había abrasado el caballo de Kleven con llamas brotadas de su garganta y luego lo había devorado. Luego había desperdigado los efectos personales de Kleven y lo había dejado malherido en el sendero del bosque, donde había muerto desangrado.
Uno de los novicios, un hombre de unos treinta años, se acercó a la bruja y agitó un incensario en dirección a ella, con cuidado de no mirarla.
—¡Idiota! —esperó Crealora—. ¿De qué puede servir el humo contra la brujería? Si yo fuera una bruja, ¿no sería capaz de acabar con una simple brasa, a tan sólo unos palmos de distancia? Si fuera una bruja ¿no podría acabar, ya puestos, contigo?
El aludido dio un paso atrás, pero no respondió nada.
Nadie salvo Hederick se atrevía a hablar a la bruja.
Otro novicio de túnica amarilla se aclaró la garganta.
—Que todos se levanten para honrar a Hederick, reverendísimo Sumo Teócrata de Solace y juez de este santo tribunal —reclamó.
Oyendo el roce de los pies de los espectadores que se ponían en pie, Crealora se esforzó por mantener una respiración sosegada. No quería que el Sumo Teócrata la viera flaquear.
—No me asustas, Hederick —susurró.
Su semblante exhibió una estudiada e insolente sonrisa mientras observaba la portalada de la Sala. De los engrasados goznes de la doble puerta no brotó el menor ruido cuando otros dos novicios las impulsaron. La entrada de debajo del púlpito estaba reservada a los sacerdotes y novicios Buscadores; los laicos accedían a la Sala para el culto por las puertas situadas en los extremos de la grada superior.
El Sumo Teócrata de Solace entró con empaque y, tras dirigir una inclinación de cabeza a la multitud congregada, subió con paso solemne las escaleras del púlpito desde el que también administraba justicia. La luz oscilante de los cirios ceremoniales arrancaba destellos de las hebras de oro entretejidas con la seda marrón de la túnica del Sumo Teócrata. Dahos, sumo sacerdote de Hederick, permaneció de pie junto a la entrada.
Crealora observó el recorrido del despreciado Teócrata con amargura en la mirada y el corazón henchido de desesperación. ¡Y pensar que Solace había caído en manos de semejante malvado!
Hederick llegó al púlpito e inició una plegaria. Crealora estiró el cuello para verlo. Desde su posición disponía de un espléndido ángulo para apreciar su papada y la punta de su carnosa nariz.
—¿Quién hubiera imaginado que pudieran caber tanta arrogancia y malevolencia en un cuerpo tan pequeño y fofo? —murmuró.
Hederick tenía un tipo decididamente redondeado y no era precisamente alto. Sobre sus ojos saltones crecían unos cabellos escasos y lacios. En ciertas ocasiones, durante el juicio de la bruja, se había puesto una ridícula peluca castaña y una túnica aterciopelada de color azul violáceo, pero aquel día había prescindido de tales atavíos en favor de los colores tradicionales de los Buscadores: marrón y oro.
—Beato hipócrita —dijo por lo bajo Crealora. Luego, un poco más alto, añadió—: ¡Hederick, eres un hereje para la religión de los verdaderos dioses, y un hipócrita, para colmo!
Cuando concluyó la oración, Hederick la miró sin decir palabra. El silencio se hizo tan opresivo como el incienso.
—Todo el mundo sabe —estalló la mujer— que destruís a vuestros adversarios sin reparar en los métodos. ¡Estas personas tienen sólo demasiado miedo para decirlo! —Trató de abarcar a los presentes con el gesto, impedida por el peso de las cadenas—. ¡Saben que serán los próximos en comparecer ante este tribunal si hablan en contra de vos, hereje! Respondedme ahora, Hederick… ¿Qué amenaza presento yo, una pobre viuda, para alguien tan encumbrado y poderoso como vos?
Hederick señaló con ademán teatral a Crealora y, pese a los murmullos de la multitud, sus palabras resonaron en la inmensa sala.
—¿Me acusáis, a mí, de motivos impuros? ¿De violar las leyes de los Buscadores? ¿Vos, una bruja inmunda, engendro de los dioses de las tinieblas?
Crealora lo escuchó con semblante impasible. «Esa voz —pensó— ha mantenido en vilo a su público en miles de ocasiones». La fama de orador de Hederick llegaba desde Solamnia a las orillas del Nuevo Mar. Entretejía las frases como dispone su tela la araña, deteniéndose en las palabras como si saborease cada sílaba. «Si la oratoria fuera brujería, Hederick sería la autoridad máxima de los magos», pensó Crealora.
—Yo no soy una bruja —declaró con contundencia—. Las acusaciones que se vierten contra mí son falsas.
Hederick dio un paso atrás y extendió las manos con exagerado ademán de sorpresa.
—¡Bruja de Zaygoth! —exclamó. Unos cuantos espectadores reprimieron la risa—. ¿No recordáis el testimonio de vuestro propio juicio? ¿El testimonio jurado de docenas de vuestros vecinos de siempre que aseguraron tener conocimiento personal de vuestras prácticas de brujería?
Crealora se volvió para asestar una mirada fulminante a los presentes que, como una sola persona, giraron a su vez la cabeza para mirar en cualquier otra dirección para no verla. Con una agria mueca, Crealora se encaró de nuevo al púlpito.
—Mienten para ganarse vuestro favor, Hederick —prosiguió—. Mienten para protegerse. Tienen miedo, como lo tienen en estos tiempos agitados todas las personas juiciosas y precavidas de Solace.
Hederick, que por lo general no permitía que los prisioneros le hablaran directamente, parecía estar de buen y desusado humor aquel día. Recibió las palabras de Crealora haciendo un alarde de aparatosa incredulidad.
—¡Los que llevan una vida recta no me temen, seguro! —replicó—. Yo soy el protector de todos los que adoran a los verdaderos dioses, los dioses de los Buscadores. ¿Qué vuestros vecinos mienten? ¿Nos engaña Dugan Detmart cuando afirma haber soñado que os vio lanzar saetas de relámpagos mágicos a la familia Bayard, matándolos mientras dormían un sueño inocente en sus lechos?
—Los Bayard murieron traspasados por flechas, y no relámpagos, Hederick —contestó Crealora con voz potente—. ¿Cómo podría yo, una solitaria mujer, asesinarlos a todos sin ayuda, sin que los Bayard se despertaran para saltar de sus camas y dar la voz de alarma? ¿Cómo es posible que perecieran a causa de unos relámpagos y que no tuvieran ni una marca de quemadura en sus cuerpos?
—El malvado poder de las brujas es realmente grande —comentó, lleno de unción, Hederick—, y así de grande debe ser el poder del bien que aspira a erradicarlo.
—Y yo repito, hereje —insistió Crealora levantando la barbilla con actitud retadora—, que no fui yo. Yo estaba durmiendo en mi casa.
—La localización de vuestro cuerpo es irrelevante, bruja. Si no fue vuestro ser material, fue vuestro doble espiritual. Tanto uno como otro bastan para acusaros.
—¿Mi doble espiritual? ¡Patrañas de los Buscadores! —Crealora rió con amargura—. ¿Mi doble, que se había ido volando a cometer fechorías por cuenta de los dioses malignos? Si es que poseo ese doble, Hederick, podéis estar seguro de que estaba dormido a mi lado en la cama esa noche.
Decenas de espectadores exhalaron exclamaciones ahogadas. Varios hombres rieron con disimulo. Hederick observó a la gente, reparó en los que tenían una actitud excesivamente risueña y realizó unas anotaciones en un pergamino que luego dejó caer del púlpito. Dahos se apresuró a recogerlo y, tras dedicar una reverencia a Hederick, lo hizo llegar a los dos guardias apostados cerca de la doble puerta. Los que habían reído se encogieron, acobardados, en medio de la multitud de cuerpos; nadie alargó una mano para confortarlos.
—Y ¿por qué iba yo a matar a mis vecinos? —preguntó Crealora.
—Marka Uth Kondas y otros fueron testigos de vuestra ira cuando los cerdos de los Bayard pisotearon vuestro huerto a comienzos de verano.
—¿Por un plantel de lino, creéis que mataría a alguien?
—La lógica de las brujas no es la misma que la de los puros y los santos. —Hederick elevó una mirada piadosa al cielo—. Y ¿por qué otra razón iba a gritar vuestro nombre la pequeña Elia Bayard, una niña de tan sólo cinco años, mientras agonizaba, si no fuerais vos la culpable?
—Yo le había llevado muchas veces hierbas medicinales a la niña cuando sufría alguna dolencia de poca importancia. Si alguien hubiera podido ayudarla esa noche, habría sido yo. Elia lo sabía. Era natural pues…
—¿Cómo? ¿Ahora declaráis ser curandera? —exclamó Hederick, como si estuviera escandalizado—. Muchos han asegurado que, exceptuando los milagros realizados por los Buscadores, no se ha producido ninguna auténtica curación desde que los antiguos dioses abandonaron en tiempo del Cataclismo. Es evidente que no sois un miembro fiel de los Buscadores y sin embargo os atribuís capacidad para curar. ¿Qué nuevo pecado es ése?
Crealora se sabía condenada, pero mantenía la esperanza de que tal vez hubiera allí alguna persona razonable que repitiera más adelante sus palabras.
—Eso no es brujería, hereje Hederick —afirmó en voz bien alta—. Ni tampoco es un milagro. Algunas plantas pueden llevar a efecto ciertas curas… de dolencias de poca gravedad. Y los únicos dioses que pueden atribuirse el mérito por ello son los antiguos dioses, que crearon las plantas y sus maravillosas propiedades.
Hederick exhaló un bufido, provocando otra oleada de risas contenidas entre los asistentes.
—Esos dioses desaparecieron hace mucho, doña Crealora Senternal. Sólo existen los dioses de los Buscadores ahora. Y si vos decís poder curar sin pertenecer a los Buscadores, la única explicación es que sois una bruja.
—¡Vos matasteis a los Bayard, vos, Hederick!
Los presentes dejaron escapar exclamaciones de asombro al oír la acusación de Crealora.
—Sethin Bayard se quejó sin reparos porque cortasteis los vallenwoods que él tanto amaba. Teníais un sinfín de motivos para querer verlo muerto. Yo digo que vos enviasteis a los arqueros que eliminaron a los Bayard en plena noche. Vos sois el responsable de las flechas que atravesaron los corazones de la pequeña Elia Bayard, de cinco años, y de sus padres. ¡Y porque yo también os he criticado, utilizáis este remedo de juicio para libraros también de mí! Y ¿quién sabe si no tuvisteis algo que ver asimismo en la muerte de mi marido? Todo Solace sabe que Kleven no tenía una gran opinión de vos.
Hederick se puso pálido y luego enrojeció. Apretaba con tal fuerza la barandilla que se clavó las uñas en las palmas de las manos.
—¿Osáis hablar de este modo a un ministro de los Buscadores? ¡Esto no hace más que probar vuestra herejía!
Crealora se encaró a los asistentes y trató en vano de alzar sus manos encadenadas para dirigirse a ellos.
—¿Para qué querría yo la muerte de los Bayard? —gritó—. Eran mis vecinos. ¡Como lo sois la mayoría de vosotros! —Su voz retumbó sobre el creciente ruido de la sala—. ¿De veras creéis que yo os haría daño?
Un silencio sepulcral se adueñó de la multitud. Nadie le sostuvo la mirada. Demasiado tarde, Crealora se acordó de la escena con los Domroy. Por haber cedido un momento al miedo y a las ansias de venganza, ahora reaccionaban así todos. ¡Cómo no iban a tenerle miedo! ¡La habían «visto» echar el mal de ojo a un niño en el seno de su madre! Para cuando éste hubiera nacido, sano y robusto, ella estaría muerta y ya no tendría importancia lo que pensaran o lo que hubieran creído ver. Con lágrimas en los ojos, se volvió de nuevo hacia Hederick, con la cabeza bien alta.
—Ha quedado demostrado ampliamente ante este tribunal que vos, Crealora Senternal, matasteis a los Bayard con relámpagos mágicos. Os condenamos a morir. —Hederick esbozó una sonrisilla al tiempo que se inclinaba sobre la barandilla para hacer una indicación a los guardias.
Uno de los hombres le ató una mordaza en la boca. Hederick siguió declamando con tono triunfal, pero Crealora apenas lo oía.
—Atadla al tocón de vallenwood, en el patio… hasta que muera.
La sacaron con malos modos de la sala hasta el patíbulo, bañado por el sol, mientras la multitud se trasladaba entre empujones y codazos tras ella.
Cuatro guardias se subieron a una pequeña tarima dispuesta delante del tocón de vallenwood. Ataron los pies de la mujer a dos estacas que sobresalían más de un metro del suelo y las manos a unas argollas de hierro fijas al tocón, a una altura de unos dos metros. Era tan bajita que los pies apenas le llegaban a las estacas. Esperaba ver yesca o ramas secas a sus pies, pero no había nada. ¿Cómo pretendía quemarla Hederick sin yesca?
En el patio central quedó sólo un puñado de los asistentes. A los demás los habían obligado a retroceder hasta detrás de una pared, tan alta como el tocón, tras la cual se elevaban unos escalones que les permitían mirar el espectáculo.
Una vez que los guardias del templo hubieron acabado de distribuir a la gente en su sitio, cinco individuos permanecieron junto a Crealora. Eran los cinco que habían reído cuando ella había ridiculizado al Teócrata Supremo.
Sonó un chirrido de metal. Crealora y los hombres volvieron la mirada hacia el templo. Desde una plataforma elevada detrás de la barricada, Hederick dio instrucciones a varios novicios. Los aprendices de sacerdotes tiraron de las cadenas que abrían un portalón contiguo a las puertas del templo. Al patio salió una abultada forma, y el portalón se cerró con estrépito.
—¡Por los dioses! ¿Qué es? —exclamó uno de los individuos atrapados.
Crealora podría habérselo dicho. Había oído describir los materbill a Kleven: le había parecido entrever a uno una semana antes de su muerte tan sólo. Era dos o tres veces mayor que un león, le había dicho. Tenía unas garras retráctiles tan largas como un brazo y una melena leonina del color de las llamas, anaranjada, dorada, roja y negra a la vez. Y, cuando el materbill rugía, de su boca brotaba fuego de verdad.
La razón dictaba que era imposible que de repente pudiera haber dos de aquellas criaturas tan escasas en las proximidades de Solace. Crealora tuvo de improviso la certeza de que aquella fiera era la misma que había matado a Kleven y que, en ese momento, iba a matarla a ella. Intentó gritar, pero la mordaza casi se le atragantó. Los cinco hombres corrieron hacia el muro dando alaridos e implorando a los amigos que tenían del otro lado que los rescataran.
El monstruo se detuvo justo al lado de la puerta del patio y, a la manera de un gato, miró en torno a sí con expresión de tedio. Luego se lamió una de sus enormes patas delanteras, después la otra y a continuación se pasó la lengua por el hocico.
Los cinco condenados redoblaron sus súplicas.
Hederick, con la túnica de color marrón y oro ondeando bajo el impulso de la brisa de la tarde, miraba confiado desde su estrado. El resto de los espectadores se distanciaron lo más posible del muro interior. Varias personas trataron de abrirse camino hasta las puertas principales para salir fuera, pero los guardias y los goblins se lo impidieron.
—¡Gentes de Solace! —gritó Hederick con potente voz que resonó en los muros de piedra. Hablaba con un tempo pausado, que adaptaba a los ecos—. Ved qué lección. —El Sumo Teócrata apuntó al monstruo—. Esto es un materbill. —Algunos presentes lanzaron gritos de asombro—. Sí, una criatura legendaria, que han hecho surgir del mito los nuevos dioses, los dioses Buscadores, para ayudarnos a encontrar el camino de la verdad.
Aguardó a que cediera un poco la estupefacción antes de continuar.
—Sauvay, dios del poder y la venganza, me ha ofrecido este regalo, esta prueba de su aprobación para con mi misión en Solace. Voy a erradicar a todos aquéllos que flaqueen en su adhesión a los Buscadores. ¡Voy a mantener una comunidad protegida a favor de los que permanecen puros de corazón, fieles a los nuevos dioses!
Se llevó la mano al pecho y palpó algo que tenía bajo la túnica. De la muchedumbre no se elevó ni un susurro. Incluso los cinco hombres parados en el extremo opuesto del patio parecían hipnotizados. Crealora sintió que la abandonaba su fuerza de voluntad como si la bestia —o lo que era más probable, el propio Hederick— la hubiera absorbido.
El materbill rompió el hechizo. Atravesó el patio en tres saltos y se abalanzó contra los cautivos. Dos de ellos huyeron chillando. Los otros tres quedaron inmovilizados en el suelo bajo las inmensas patas de la fiera. Uno de ellos murió de forma instantánea, pero los otros dos se retorcían de miedo y de dolor. Entonces el materbill desplegó lentamente sus garras, largas como los brazos de una persona y afiladísimas, tal como había explicado Kleven. Con ellas traspasó los cuerpos de los infortunados, causándoles heridas de las que manó en abundancia la sangre. Crealora oyó un lamento surgido de entre los espectadores… Una nueva viuda, sin duda.
El materbill levantó entre sus fauces a uno de los cadáveres y lo zarandeó en el aire. Al otro lo husmeó casi con actitud amorosa y lo lamió del esternón a la cabeza. Los despojos del tercero no despertaron su interés.
Después, la bestia volvió a mirar en derredor y esa vez reparó en Crealora. A ella se le secó la boca y el sudor le empapó la ropa. A punto estuvo de desmayarse a causa de los desbocados latidos de su corazón y el pavor. Pese a ello, miró de frente al materbill mientras pronunciaba en silencio una plegaria.
«Amado Paladine, estoy dispuesta a morir por ti y los antiguos dioses, pero te ruego que si conservas algún poder en Krynn, si te queda un poco de compasión para tus pocos devotos seguidores, haz que mi muerte sea lo más rápida e indolora posible. No permitas que muestre mi miedo a los herejes y que me humille a mí misma y a los demás que aún rezan por mí».
Abandonando los tres cadáveres y sin hacer caso al par de supervivientes que permanecían encogidos detrás del tocón, el materbill se encaminó decidido hacia Crealora. Tenía los ojos del color verde del mar y las enormes pupilas verticales negras como la obsidiana. La criatura se detuvo, agitando la larga cola, sus patas ensangrentadas dejaban manchas rojas en el suelo. Hedía a sangre y a muerte.
Crealora cerró los ojos y, luego, volvió a abrirlos, consciente de que aquello sería lo último que viera de ese mundo. La gente se apiñaba, asustada, entre el muro interior y el exterior, pero sólo eran visibles las cabezas de unos cuantos curiosos, en cuyos semblantes se alternaban el horror y la fascinación.
En todos menos en un hombre y una mujer.
La pareja se hallaba de pie, cerca de la puerta principal, a la vista de todos. La mujer era casi tan alta como el hombre y, como él, vestía la tosca túnica de los viajeros. Serían unos refugiados tal vez. Ambos parecían tener una edad muy avanzada. La mujer, con una mata de ondulados cabellos grises que le llegaba por debajo de la cintura, asía un chal plateado que le tapaba las manos y parte del cuerpo. Tenía los ojos cerrados y movía los labios. Bajo la sencilla capa asomaba un largo pergamino blanco.
La mirada del hombre se cruzó con la de Crealora.
Tenía un aspecto normal, con una barba cana y la cabeza casi calva. Llevaba un bastón que no tenía nada fuera de lo común, un simple blusón de áspero algodón verde, calzones remendados y botas estropeadas. Él y su anciana compañera debían de haber llegado justo antes de que atrancaran las puertas; Crealora no los había visto en la Gran Sala. El hombre mantenía los brazos cruzados sobre el pecho, con pose enérgica, pese a que aun desde aquella distancia Crealora percibía que no era joven, que era tal vez más viejo incluso que Hederick.
«No tengas miedo —pareció transmitirle con la mirada aquel anciano—. No estás sola».
—Crealora Senternal, pagarás la pena por brujería y herejía —declamó Hederick.
Completamente concentrada en la mirada del desconocido, Crealora se sobresaltó al oírlo, e incluso entonces le costó dejar de observar a aquellas dos personas apostadas junto a la puerta.
—Oh, diosa Omalthea —prosiguió Hederick—, que la muerte de esta mujer malvada sea prueba de que nuestros corazones y nuestras almas están sólo contigo. Que la muerte de este lastimoso ser apuntale, Omalthea, la determinación de quienes vacilan frente al pecado. Que la muerte de esta pagana impenitente sirva de advertencia, oh diosa madre, para quienes se arriesgan a atraer la ira de los nuevos dioses incumpliendo la Praxis.
»Los antiguos dioses se fueron, y tú, Omalthea, has venido a sustituirlos con tus bendiciones —finalizó Hederick—. Que así sea.
Crealora volvió a mirar a la pareja de la puerta. La anciana se había quitado la gastada capa y había dejado caer el chal. Su túnica blanca atraía todas las miradas.
—¡Una maga! —gritó uno de los novicios.
La mujer extendió los brazos hacia el cielo. El viento ondeó en torno a su delgada figura. Evidenciaba la fuerza de una persona mucho más joven, de una mujer de una edad tres veces inferior a la suya.
—¡Hederick! —gritó—. ¡Basta ya de patrañas!
El Sumo Teócrata giró la cabeza y se quedó mirando a la mujer. Movió los labios, sin que brotara sonido alguno de su boca, y se agarró al borde del atril, con los ojos azules tan desorbitados como los de un ídolo pagano tallado en piedra.
—Ancilla —dijo en voz baja—. Ancilla. En carne y hueso, por fin.
—Acaba con este pecado, Hederick.
—Debí adivinar que no te habías dado por vencida, Ancilla —susurró Hederick—. Durante todos estos años me has perseguido, desde que te derroté en Garlund. Has enviado un sinfín de criaturas mágicas para que me acosaran, pero nunca has aparecido en persona. —El Sumo Teócrata inclinó de hecho la cabeza, con una sonrisa burlona en el semblante—. Siempre supe que eras tú la causante de ese acoso, Ancilla. Supongo que debería considerar un honor que hayas acudido tú misma a importunarme por fin, bruja.
—Esta vez te voy a neutralizar, Hederick —afirmó Ancilla—. Ahora tengo el poder para ello.
Hederick se echó a reír y luego, con porte autoritario, señaló a la anciana.
—¡Hermanos Buscadores! —gritó con estentórea voz que se propagó entre el espacio que mediaba entre ellos como si fuera capaz de abatirla sólo con sus palabra—. ¡Ante vosotros tenéis a otra bruja! Que muera también aquí con la bruja de Zaygoth. Sauvay reclama su muerte. ¡Guardias!
Mientras lo escuchaba, Ancilla se volvió un instante hacia Tarscenio. Entonces, el Sumo Teócrata pareció advertir que no estaba sola y observó con desconcierto a aquel barbudo de gran estatura.
—¿Tarscenio? —dijo, dubitativo. Después su voz se hizo de nuevo atronadora—. ¡Falso sacerdote! ¡Guardias! ¡Arrestadlo!
El materbill emitió un gruñido. Tarscenio apartó la vista de la mujer a la que Hederick había llamado Ancilla para fijarla en los ojos de Crealora, inmovilizada, abajo, al otro lado del patio. La fiera lanzó un llameante rugido y Crealora notó el olor que desprendía su cabello al quemarse. El fuego lamió el borde de su chal al tiempo que se le incendiaba la falda. Ella lo vivía, sin embargo, desde una gran distancia, como si le estuviera ocurriendo a otra persona. Alzó la cara hacia el cielo, donde se elevaba ya una voluta de humo. Pronto, su esencia subiría por esa espiral hacia el plano de los antiguos dioses.
El materbill volvió a rugir. El fuego arreció, pero Crealora no sintió dolor apenas. Con los ojos húmedos por la irritación, tenía la vista pendiente, a través del humo, de Tarscenio y Ancilla.
La anciana gesticulaba, recitando algo. De sus dedos habían surgido unos rayos que se desplegaban con estruendo sobre el patio. Los guardias del templo que habían rodeado a la pareja parecían haber quedado inmovilizados al ir a capturarlos.
El monstruo gruñó. Crealora oyó vagamente los gritos de los dos individuos que todavía pretendían esconderse detrás del tronco de vallenwood. Entonces, el hombre llamado Tarscenio volvió a detener la mirada en Crealora y la mantuvo prendida de ella. Él también entonó algo mientras arrojaba un puñado de polvo al suelo.
Crealora sintió que la invadía una nueva calma. Debía de haberle llegado, pues, el final.
El materbill volvió a rugir.
La bruja de Zaygoth cerró los ojos y expiró.