El retumbar de golpes y gritos fuera, en la puerta de su mansión de los árboles de Solace, arrancó a la familia Vakon de sus camas justo después de medianoche. Jeffers, el criado, fue el primero en acudir a la puerta, pero Ceci Vakon, señora de la casa, lo siguió a corta distancia.
—¿Está el amo en casa? —preguntó en voz baja Jeffers a Ceci. Empuñaba un hacha pequeña, de las que usaban normalmente para astillar la leña.
—¡Muerte a los herejes! —vociferó del otro lado de la puerta cerrada una voz estentórea y grave que Ceci reconoció como la del sumo sacerdote del templo de los Buscadores en Solace.
—¡El sumo sacerdote Dahos! —susurró—. Y los goblins de Hederick. ¿A qué habrán venido?
En el pálido rostro juvenil de Jeffers apareció una expresión desafiante.
—Yo soy el único hombre que hay en la casa —observó con aplomo—. Yo os protegeré.
—No, esto tiene que ser un error —contestó Ceci—. El Sumo Teócrata nos prometió protección. Abre la puerta. Yo hablaré con ellos.
El joven sirviente obedeció sus órdenes, pero mantuvo el hacha a corta distancia y no quiso separarse ni un instante de su ama. Cerrándose con una mano el cuello del camisón de encaje, la dama examinó al alto Hombre de las Llanuras, ataviado con una túnica, y a la media docena de goblins colocados en fila en la pasarela, detrás. Bajo ésta, el suelo del bosque quedaba a más de diez metros. Como la mayoría de las viviendas de Solace, la casa de los Vakon estaba construida en las ramas de un vallenwood y se comunicaba con las demás por medio de sinuosas pasarelas de madera y cuerda.
—¿Qué queréis? —inquirió Ceci—. Es medianoche, Dahos. Habéis asustado a mis criados y a mis hijos.
—El Tribunal Supremo de los Buscadores de los nuevos dioses en Solace os ha declarado a vos y a vuestra familia culpables de herejía, señora Vakon —anunció, inclinando la cabeza. Pese a su tono formal, no alcanzaba a disimular el sentimiento de triunfo que delataban sus oscuros ojos—. Hemos venido para poneros bajo custodia de la iglesia. Salid.
—¡No pienso hacerlo! —replicó Ceci—. Ha habido un error. Nosotros gozamos de la protección del Sumo Teócrata de Solace. Mi marido se ocupará de solucionar este malentendido mañana por la mañana. ¡Marchaos!
Luego, dio media vuelta, despidiendo con un airado movimiento de cabeza al sacerdote de oscuro hábito. De ese modo, no advirtió la señal que éste dirigió a los goblins, que pusieron a punto sus mazas y lanzas.
Sí lo vio, sin embargo, Jeffers que, tras impulsar con el hombro a Ceci para echarla al suelo de la pasarela, puso en alto el hacha.
No tuvo oportunidad de usarla.
De la oscuridad brotó una lanza, orientada de lado, como ciertas espadas, y no con la punta en primer lugar como una lanza ordinaria. Aquél era un movimiento particular de la tribu de los Hombres de las Llanuras a la que pertenecía Dahos. El arma pasó volando por encima de las mazas de algunos goblins y rebanó el cuello del criado como una cuchilla. Los hijos menores de Mendis Vakon acudieron a la sala justo a tiempo para ver cómo la cabeza del leal sirviente caía rodando hasta el borde de la pasarela mientras su cuerpo se desplomaba en el umbral de la puerta. Ceci Vakon y sus hijos lanzaron chillidos de terror.
Unos meses atrás, al oír el estrépito habrían acudido en su ayuda decenas de vecinos, pero esa noche no apareció ni uno. Todo Solace se escondía, amedrentado, bajo el tacón de la bota de Hederick, nuevo Sumo Teócrata del pueblo arbóreo.
—Ojos Amarillos, llévate dos goblins y vacía la casa —ordenó Dahos a uno de los goblins, que agitaba las aletas de su ancha nariz olisqueando la sangre de Jeffers—. Es posible que haya más criados dentro. Si oponen resistencia, mátalos. Si no, tráelos: representarán más dinero para las arcas de Erodylon. Busca a la hija y reúnelos en la pasarela, junto al pasamanos, de espaldas al vacío.
—¡Gentes de Solace! —gritó—. ¡Tenedlo bien presente! ¡Ésta es la manera como recompensa Hederick, Sumo Teócrata de Solace, a los herejes y pecadores de diversa calaña!
Ceci Vakon, sus hijos varones, su hija adolescente y sus doncellas permanecían en hilera en la pasarela, mientras los goblins revolvían la vivienda, cogiendo los candelabros de platino, las copas con incrustaciones de gemas, las bandejas de acero bruñido y cuanto consideraban de valor. El resto del mobiliario lo destrozaron.
—Estos preciosos objetos tendrán un mejor uso en los sagrados recintos del templo de Erodylon que en esta guarida de herejes —proclamó Dahos—. Primero, los consagraremos, por supuesto.
—¡Mi marido vengará esta afrenta! —espetó Ceci—. ¿Qué vais a hacer con nosotros? ¿Vais a arrojar de la pasarela a una mujer y a unos niños, como el cobarde santurrón que sois? —La hija de Ceci se echó a llorar, pero la madre continuó con su valiente y temeraria provocación—. Mi marido hará rodar vuestra cabeza por esto, sumo sacerdote. ¡Recurriremos al Consejo de los Supremos Buscadores de Haven! ¡Nosotros gozamos de la protección de Hederick, os digo!
—¡Silencio! —tronó Dahos.
Ojos Amarillos hizo ondear una espada corta delante de la cara de Ceci. Desconcertada tanto o más por el rancio hedor de su aliento que por la violencia de su gesto, la mujer cerró la boca de golpe y observó a la pestilente criatura. Sus hijos se arremolinaron en torno a ella, pero los goblins los obligaron a volver a colocarse en hilera.
Entonces Ceci oyó los graznidos en la distancia. «Somorgujos», pensó al principio. Los únicos somorgujos de Solace debían de tener, empero, los nidos en el lago Crystalmir, que se encontraba mucho más al norte. Junto con aquella especie de chillidos se oía también el inconfundible sonido de un batir de alas, cada vez más próximo.
Ceci Vakon perdió su actitud retadora mientras su hijo menor giraba sobre sí.
—¡Mami! —gritó—. ¡Son murciélagos gigantes!
—¡Murciélagos cazadores nocturnos! —musitó.
Se abalanzó hacia sus hijos, con intención de llevarlos al interior de la casa, pero Ojos Amarillos y los suyos retuvieron sin dificultad a los cautivos.
Había ocho murciélagos gigantes, de dos metros y medio de largo. Sus ojos, algunos rojos y otros violeta, como su pelo, relucían en la oscuridad de la noche. Podían matar deprisa con las garras que coronaban sus membranosas alas; podían matar también con igual destreza con sus afiladísimas colas triangulares; y naturalmente, como cualquier murciélago de Krynn, los cazadores nocturnos tenían unos colmillos mortíferos.
—¡Muerte a los herejes! —rompió el silencio de Solace Dahos—. Acudid a mirar a las ventanas, gentes pecadoras. ¡Presenciad el final de quienes rehúsan llevar una vida de santidad consagrada a los nuevos dioses!
Cada uno de los murciélagos tomó a un humano en sus garras. Sosteniéndolos por la ropa, a la altura de la nuca, los murciélagos lanzaron agudos chillidos mientras se alzaban en el aire con sus despavoridas víctimas.
—¡Llevadlos al tratante de esclavos, Arabat! —gritó Dahos entre la algarabía—. Está esperando en el extremo sur de la ciudad.
Sin reparar en las consecuencias que podría sufrir si el murciélago la dejaba caer, Ceci se retorció para mirar al sumo sacerdote, con el camisón hinchado.
—Mi marido… —gritó.
—… está muerto, señora —acabó por ella la frase Dahos—. O si no, lo estará pronto.
Agazapado en la oscuridad, ante la puerta de hierro forjado de Erodylon, Mendis Vakon oyó unos gritos apagados. Él se encontraba al norte de Solace, y lo que emitía aquellos chillidos se movía en dirección contraria, lo que suponía una pequeña bendición, porque sólo de oírlos se le ponía la carne de gallina. Enderezando la espalda, se quedó inmóvil delante de los largos y macizos muros blancos del templo.
Para erigir su sagrado templo, Hederick había elegido las pacíficas orillas del lago Crystalmir, situado a más de cinco kilómetros de la ciudad de Solace y de su bullicio. Él detestaba la suciedad y las ciudades, y hasta las comunidades arbóreas como Solace generaban mucha suciedad. También odiaba el ruido…, a menos que fuera él quien lo provocara, pensó con amargura Mendis Vakon. En Solace había, además, un gran ajetreo, sobre todo en los últimos tiempos, con la afluencia diaria de refugiados que referían las increíbles experiencias que les había tocado vivir.
Aquel sitio, rodeado de árboles tenía, en cambio, la quietud de una cripta. No era una quietud agradable, sin embargo. Mendis trató de convencerse de que su corazón no latía fuera de control, como el de un ratón aterrorizado.
Las lunas roja y plateada de Krynn proporcionaban cierta luz, que no mitigaba, empero, su desasosiego. La humedad, incluso a medianoche, le resultaba opresiva, y le provocaba un sudor que captaba con el olfato. Como era habitual en la época de canícula, los mosquitos volaban agresivamente, y su zumbido no hacía más que aumentar la tensión de Vakon. Dando manotazos para ahuyentarlos, miró con nerviosismo a ambos lados. ¿Dónde estaba Hederick? El mármol del templo despedía un tenue resplandor en medio de la oscuridad.
Las macizas puertas de madera, situadas justo detrás de las de hierro, que servían sólo de ornamento, permanecían cerradas. No se advertía ni rastro de guardias. Todo estaba tal como había prometido Hederick.
El roce de unos pasos en los adoquines del interior del recinto provocó un sobresalto en Vakon, que se maldijo por ello. «Pronto estaré bien lejos de aquí —se dijo—. Dispondré de dinero para vivir el resto de mis días, y no tendré que volver a mantener tratos con este loco ni con cualquier otro Buscador».
Las puertas interiores oscilaron con lentitud, y después se abrieron las de hierro. Vakon, que no alcanzó a ver la mano que controlaba el mecanismo, entró. La puerta de metal se cerró enseguida tras él.
—¡Por aquí, idiota! —le reclamó alguien en un susurro—. ¿Queréis que os vea alguien?
Mendis Vakon escrutó las sombras contiguas a la pared e identificó al individuo bajito y rechoncho que suscitaba temor en todo Solace. A pesar del bochornoso calor, el Sumo Teócrata llevaba una capa oscura encima de su túnica marrón ornada con ribetes dorados. Viendo su tupido pelo, inusitadamente oscuro, Vakon cayó en la cuenta de que Hederick llevaba la ridícula peluca con la que a veces se tocaba para los actos solemnes. Como siempre, le causó asombro que una persona de estampa tan poco agraciada pudiera inspirar semejante terror en la gente. Hederick, que pasaba de los sesenta, tenía los mismos ojos saltones de antaño, ya sin brillo, una nariz de patata, el cabello ralo y la piel plagada de manchas que sobrevenían como consecuencia de años de excesivo consumo de hidromiel.
Mendis adoptó un porte militar al aproximarse. Él era más alto y le causaba regocijo el que eso le produjera malestar.
—Habéis tardado en abrir la puerta —se quejó—. Cualquiera podría haberme visto allá fuera.
—¿A medianoche? —replicó Hederick—. La he abierto a la hora convenida, ni antes ni después.
Indicó a Vakon que lo siguiera y comenzó a andar por el corredor que formaban la muralla exterior y la interior, más baja. Aquél era el lugar desde el que el pueblo contemplaba las ejecuciones de los herejes y otros enemigos de la fe.
Tras un breve momento de vacilación, Mendis se decidió a hablar.
—Quiero mi dinero. ¿Adónde me lleváis?
—Voy a buscarlo, necio. ¿Creíais que abriría la puerta y os lo tiraría por el hueco, sin más?
—¿Dónde está, pues? —Vakon se rezagó unos pasos, por si acaso.
Hederick dejó el corredor exterior y abrió un portón que daba al patio central de Erodylon. Con un entrechocar de llaves, franqueó el acceso por una sencilla cancela de madera, situada a un lado de la monumental entrada principal del templo. Luego siguió por un pasillo, oscuro como la boca del lobo. Vakon se quedó justo fuera.
—¿Por qué no usamos el acceso principal, Hederick?
En el túnel resonó la misma voz mesurada, de modulación calculada, que el Sumo Teócrata había empleado para adormecer a miles de conversos Buscadores a lo largo de décadas.
—Mendis Vakon, tenéis el sentido común de un topo. ¿Por qué no habéis venido, ya puestos, a recibir vuestra recompensa a mediodía en el centro del patio del templo, bajo la mirada de cientos de personas? Debemos ser precavidos, amigo mío. Sigamos.
Vakon emitió un gruñido de disconformidad, pero de todos modos se adentró en el oscuro túnel en pos de Hederick.
—¿No habíais ordenado a todos que permanecieran en sus celdas? —objetó—. ¿Tanto a sacerdotes como a guardias? ¿Quién podría entonces rondar por aquí?
El suelo estaba resbaladizo, marcado con profundas acanaladuras que Vakon notaba a través de la fina suela de sus zapatos de tela. El túnel parecía descender gradualmente.
—Por supuesto, maniático —replicó Hederick—. He declarado una noche de oración y ayuno para sacerdotes y novicios por igual. Les he ordenado permanecer en sus aposentos a todos.
—Entonces no hay peligro, ¿no?
—Eso significa que estarán recluidos, pero despiertos, necio. Así que guardad silencio.
Vakon se disponía a replicar y, entonces, se acordó de las riquezas que pronto serían suyas y se contuvo. Mendis Vakon no creía en dioses, ni en los antiguos, ni en los de los Buscadores ni en ningún otro. Los Buscadores eran manipuladores, astutos y codiciosos, eso era bien cierto, pero también adolecían de los mismos defectos la mayoría de los movimientos religiosos que habían florecido durante los últimos tiempos en Krynn. Lo que a él le interesaba era que los Buscadores eran el grupo más numeroso… y el más rico.
«Y el más ruin», añadió para sí, felicitándose por haber introducido una daga en uno de los bolsillos de sus calzones cuando se había vestido para acudir a la cita.
De improviso, Vakon tropezó con Hederick y soltó un juramento. Alargó una mano a ambos lados y palpó tan sólo el aire rancio.
—¿Dónde estamos? —preguntó con aprensión.
—Justo fuera de la cámara del tesoro. No hagáis ruido.
—Del manojo de llaves de Hederick brotó un tintineo.
«Será cuestión de un rato tan sólo —se dijo Vakon—. Es que está oscuro a más no poder. ¿Por qué no encenderá Hederick una antorcha para abrir la puerta? Estamos debajo del templo. Todos están en las celdas de arriba. Nadie lo vería. Nadie…».
Mendis Vakon giró sobre sí y echó a correr por donde había venido.
Sus zapatos resbalaron en la pendiente. Unas manos aferraron por la espalda la cuerda trenzada que ceñía su camisa y lo precipitaron con brusquedad hacia adelante. Vakon aterrizó de rodillas. Después, cayó de cabeza y notó el choque contra la piedra rezumante de agua. Luego otra piedra le golpeó la sien. Entonces se ovilló, llevándose la mano hacia la daga.
—La tengo yo —le informó, riendo, Hederick—. Algo tuve que aprender durante los años que pasé por los caminos.
El sacerdote tenía una fuerza asombrosa. Vakon sintió que lo arrastraba rodando por una leve cuesta. De repente, notó el aire no sólo rancio sino fétido. Aterrizó sobre unas losas irregulares mientras tras él, a cierra altura, se cerraba el mecanismo de una cerradura, tras lo cual oyó el silbido apagado de la respiración de Hederick, como si estuviera al otro lado de una puerta.
Algo se movió en la oscuridad. ¿Ratas?
—¡Una mazmorra! —protestó Vakon—. ¡No podéis retenerme en una mazmorra! ¡Soy el alcalde de Solace!
Hasta él llegó una risa amortiguada.
—Ya no. Yo gobierno Solace ahora… en parte, gracias a vos, Vakon. —Sonó otra risita—. Irónico ¿eh?, teniendo en cuenta que os negasteis a abrazar la fe de los Buscadores.
Vakon se puso en pie trabajosamente y comenzó a aporrear la puerta revestida de acero. Vislumbró apenas una pequeña ventana con barrotes e intuyó que el Sumo Teócrata estaría mirándolo por ella. Después, el lado de la puerta de Hederick se iluminó con la llama de una antorcha y Mendis Vakon pudo ver de frente al Buscador.
—La religión de los Buscadores es un puro embuste —susurró—. Milagros falsos y revelaciones engañosas protagonizados por charlatanes. Vuestra religión es una farsa, Hederick.
—Sabía que opinaríais así, Mendis Vakon —contestó Hederick—. De hecho, cuento con varios testigos que os oyeron hablar en estos términos anoche en la posada de El Ultimo Hogar.
—¡Yo no estuve en ninguna taberna anoche, ni en la posada ni en ningún otro local!
—Mis testigos aseguran que sí. Es una blasfemia, como sabéis, criticar a los dioses de los Buscadores, Vakon. Así lo dictamina la Praxis, y la Praxis guía mi vida al igual que la de todas la personas verdaderamente piadosas.
Detrás de Mendis Vakon, un gruñido quebró el silencio de la celda, y Hederick se echó a reír. Vakon dio media vuelta, sobresaltado, al tiempo que el extraño gruñido cavernoso resonaba en las paredes de piedra. Fuera cual fuese la criatura que aguardaba en la oscuridad, se encontraba peligrosamente cerca.
—Sois un hereje, Vakon —musitó Hederick desde el otro lado de la puerta—. Los herejes merecen morir.
—Sometedme entonces a juicio —espetó Vakon, aterrorizado. ¿Qué era lo que lo acechaba? Oyó una especie de roce y palpó con cuidado la sucia paja que cubría el suelo en busca de algo, cualquier cosa, que pudiera utilizar como arma—. Tengo amigos en Solace, Hederick —advirtió—. La gente se extrañará si desaparezco.
—¿Amigos? Ya no, ex alcalde —replicó el Sumo Teócrata—. Algunos de vuestros amigos son los mismos que estaban con vos cuando realizasteis aquellos comentarios sacrílegos en la posada.
—¡Os repito que no estuve allí! —insistió Vakon—. No podéis demostrar que estuve. ¡Exijo un juicio!
—El caso es que yo soy el juez y jurado de Solace.
El gruñido sonó más próximo.
Hederick siguió hablando como si él y Vakon sostuvieran una conversación normal.
—Os he considerado culpable de herejía hace unas horas —dijo—, justo antes de que ordenara trasladar a vuestra amada familia a un campamento de esclavos. —Abrió una pausa, que remató con una carcajada contenida—. La sentencia es del agrado de mi dios Sauvay y de la diosa madre Omalthea, no hay duda. Basta con escuchar los alegres murmullos del animalillo predilecto de Sauvay.
—¡No! —gritó Vakon.
Algo rugió a corta distancia, y una lengua de fuego iluminó la mazmorra. Las chispas incendiaron la paja acumulada cerca de la puerta. Vakon se desprendió de su capa, que había comenzado a arder.
Entonces vio lo que lo aguardaba: una especie de león, pero de un tamaño dos o tres veces superior al de esa bestia. Tenía unos ojos enormes y una gruesa lengua que tendía hacia el aterrorizado alcalde. Sacaba y retraía sus tremendas garras mientras observaba a su presa.
—¿Un materbill? —dedujo con incredulidad Vakon—. ¡Pero si no existen!
—Ahora sí —susurró Hederick a través de la puerta—. Sauvay envió uno. Fue una especie de regalo de cumpleaños. ¿Sabíais que yo cumplo años en verano, Vakon?
Las llamas perdieron fuerza hasta desaparecer, engullidas por la humedad. La oscuridad volvió a enseñorearse del lugar, dejando sólo la pavorosa imagen del materbill impresa en el cerebro de Vakon. Luego, sonó el roce de las garras sobre la piedra. Un nuevo rugido interrumpió el silencio.
La criatura vomitó más fuego al abalanzarse sobre Mendis Vakon. El antiguo alcalde de Solace no tuvo tiempo de gritar siquiera.
Una vez tuvo la certeza de que su antiguo compañero de conspiraciones estaba muerto, el Sumo Teócrata se encaminó a una columna de piedra cercana. Entonces, alzó la antorcha para examinar una hilera de marcas. Luego, con la afiladísima punta de la daga que le había quitado a Vakon, añadió una raya más encima de las otras, antes de ponerse a contarlas todas.
—Cincuenta y seis, cincuenta y siete, cincuenta y ocho —murmuró con aire satisfecho—. Qué apetito más feroz tiene el materbill. —Esbozó una sonrisa afectada, recordando el terror que se había instalado en la cara impenitente de Mendis Vakon—. Es una suerte que en Solace haya herejes de sobra para alimentarlo.