Unos cuarenta hombres y mujeres permanecían inmóviles entre la niebla, con las blancas túnicas pegadas al cuerpo a causa de la humedad. Podría haber sido de día o de noche, podrían haberse encontrado en el norte o en el sur, en una planicie o en un altozano. La niebla lo reducía todo a una masa sin color.
En el centro del círculo se hallaba el único de los presentes que no iba vestido con la túnica de los magos. Era, además, el único que llevaba espada. Una camisa de punto, un blusón oscuro, unos calzones remendados y unas polvorientas botas componían el atuendo de aquel alto individuo, que parecía haber cumplido ya más de setenta años. Erguido y lleno de energía a pesar de su edad, tenía en los brazos a una mujer tan delgada y débil que un observador no avisado podría haber sospechado que estaba ya muerta.
Ella debía de tener ochenta años, como mínimo. Aun así, incluso en su estado de fragilidad extrema, era evidente que en un tiempo estuvo dotada de una gran hermosura. Vestía, como los demás, la túnica blanca de los magos del Bien.
Tarscenio sostenía a Ancilla, observando en silencio el corro de magos que lo rodeaban. Cuando por fin tomó la palabra, la niebla amortiguó el sonido de su voz.
—Ancilla estuvo tres días tratando de persuadir al Cónclave de Hechiceros para que la ayudaran —explicó— y al ver que seguían negándole su colaboración, se vino abajo. Está débil. —Abrió una pausa, reacio a pronunciar las palabras que concretaban el peor de sus temores—. Se está muriendo.
Los otros magos sabían que Ancilla había pasado varias décadas intentando impedir que el fanático Hederick cumpliera su objetivo de ponerse al frente de la religión de los Buscadores, y, a la postre, de conseguir el mando de todo Krynn. Se había investido a sí mismo sumo Teócrata de Solace y centraba sus ambiciones en impresionar a los dioses para que lo admitieran en su panteón como una deidad. Se autodenominaba el Elegido y se consideraba el predilecto del dios de los Buscadores, Sauvay.
—Hederick tiene el Dragón de Diamantes de los Túnicas Blancas —dijo Tarscenio.
Los presentes bajaron la cabeza. Ancilla había recibido el Dragón de Diamantes cuando superó la Prueba que la convertía en una maga de túnica blanca. Hederick se lo había arrebatado. Era una triste ironía que el talismán de los Túnicas Blancas protegiera entonces a un ser como Hederick de su magia.
—Sin duda habréis intentado volver a recuperar el artefacto —observó el mago elfo Calcidon.
Tarscenio asintió con la cabeza.
—Ha sido en vano. Por eso Ancilla quería procurarse la ayuda del Cónclave de Hechiceros, incluidos los hechiceros de la Neutralidad y los hechiceros del Mal.
—Los Túnicas Blancas tenían una postura bastante favorable —refirió Tarscenio—. Los Túnicas Rojas neutrales estaban indecisos, y los Túnicas Negras del Mal eran totalmente contrarios a emprender acción alguna.
Unos jirones de bruma se desplazaron alrededor de Tarscenio y sus acompañantes, como si la niebla quisiera expresar algo de su desasosiego.
—¿Qué interés podían tener los Túnicas Negras en apoyar a un hombre que los vería, con gusto, arder a todos en la hoguera? —planteó Calcidon—. Ellos son magos, al fin y al cabo. Como nosotros, están a favor de los antiguos dioses.
El mago Benthis tomó a continuación la palabra.
—Del remoto norte están llegando refugiados que hablan de extraños ejércitos, mercenarios e infames criaturas —informó—. Minotauros, y goblins, hobgoblins y otros seres peores. No existe ninguna explicación lógica para esos rumores, a menos que tamaña empresa militar tenga su origen en un mal sin precedentes. —Benthis miró a Calcidon a los ojos—. Un mal a la escala de una deidad.
—Insinuáis… —infirió, frunciendo el entrecejo, el elfo.
—La misma Takhisis.
—¡La Reina Oscura! —se mofó Calcidon—. Bah, ninguno de los antiguos dioses interferiría en Krynn…
El elfo calló de repente, sobrecogido por los serios semblantes de los otros magos. La última vez que los antiguos dioses habían intervenido en Krynn, habían desencadenado un desastre que había estado a punto de destruir el mundo.
Tres siglos antes, el Cataclismo había desecado mares, creado océanos y desiertos nuevos, y matado a cientos de miles de humanos, elfos, enanos, kenders y otros seres. Y todo porque un humano, el sumo sacerdote de una remota ciudad, había aspirado a erigirse en dios.
Con apariencia de élfica serenidad, Calcidon se volvió hacia Tarscenio.
—El Cónclave ha rehusado ayudaros; pero, en estos momentos, cuarenta magos de túnica blanca os escuchan. ¿Qué queréis de nosotros?
—Hederick está diezmando a los magos —respondió Tarscenio—. Todos vosotros habéis perdido a alguna persona querida a manos de la Inquisición de Hederick.
Era cierto. Los magos asintieron mudamente. Durante los tres meses previos, Hederick había arrasado docenas de vallenwoods. Los árboles de Solace, sagrados para los seguidores de los antiguos dioses, no eran más que una vulgar reserva de leña para los Buscadores. Hederick empleaba globlins y hobgoblins como espías y asesinos. Los goblins por su parte habían recabado para tales quehaceres la asistencia de otras criaturas del mal.
En los terrenos antes ocupados por vallenwoods, justo al norte de Solace en las orillas del lago Crystalmir, Hederick había construido un suntuoso templo. El Sumo Teócrata lo bautizó con el nombre de templo de Erodylon, que significaba «azote de la herejía» en abanasiniano antiguo. Allí había montado Hederick la sede central de su Inquisición.
Todo aquél a quien se sorprendiera haciendo uso de la magia era declarado hereje, de acuerdo con la fe de los Buscadores, y era por consiguiente reo de ejecución, la cual le sobrevenía sin demora mediante despiadados métodos.
Benthis, que observaba las caras de los Túnicas Blancas congregados, advirtió la expresión melancólica del mago elfo.
—¿También vos, Calcidon? —murmuró—. Creía que vos y los vuestros nunca os aventurabais fuera de vuestro acogedor nido élfico de Qualinost. ¿A quién habéis perdido vos por causa de la Inquisición de Hederick?
—A un primo —repuso, comprimiendo los labios, el elfo—. ¿Y vos, Benthis?
—A mi hermana —repuso el aludido, suavizando la dureza de su semblante.
«Hederick ejecutó a mi hermano», explicó otro. «A mí a un amigo que conocía desde hacía veinte años», intervino otro más. «A mí, a mi compañero», informó un tercero.
—¿Qué es lo que queréis de nosotros, Tarscenio? —repitió Calcidon.
—Ancilla me dio instrucciones antes de plantear su petición al Cónclave —repuso Tarscenio—. Temía fracasar, una vez más, en su intento de persuadirlos, y le preocupaba no tener después las fuerzas suficientes para convocaros ella misma.
Tarscenio eligió con cuidado sus siguientes palabras.
—Ancilla descubrió una forma de concentrar los poderes de magos dispuestos a ello y canalizarlos a través de su propia fuerza de voluntad. Creía que, contando con una fuerza tan insólita, podría por fin arrebatar el Dragón de Diamantes a Hederick. A cambio, se proponía utilizar el talismán para acabar con él.
—¿Desprendernos de nuestros poderes? —exclamó Benthis—. Eso es inaceptable. ¿En qué situación nos colocaría eso? ¡Desprovistos de magia en un momento en que Hederick desparrama espías y secuestradores por todo Krynn para capturar a todos los hechiceros! ¿Nos dejaríais desprotegidos frente a ese tirano?
—Ancilla encontró una manera de protegeros —explicó Tarscenio—. Si consentís en transferirle vuestros poderes, los vallenwoods darán cobijo a vuestros cuerpos y os alimentarán hasta que el Dragón de Diamantes os libere.
Entre los congregados se elevó una oleada de protestas, encabezada por Benthis. No obstante, cuando Calcidon y el resto de los magos se pusieron a detallar los nombres de los seres queridos que habían perecido por culpa de la Inquisición, los oponentes perdieron terreno.
—Si Ancilla fracasa —planteó, como último argumento, Benthis—, ¿qué será de nosotros? ¿Qué sucederá si muere pese a disponer de nuestros poderes juntos?
—No puedo precisarlo —reconoció Tarscenio—. Seréis parte de los vallenwoods, pero no puedo prever si moriréis o permaneceréis en los árboles durante años, o para siempre.
Benthis observó a los presentes y sólo topó con miradas inflexibles.
—¿Y debemos todos prestarnos a esto? —inquirió.
—Todos los que se encuentran aquí ahora —respondió Tarscenio—. De lo contrario el hechizo no dará resultado.
Benthis cerró los ojos. Al cabo de poco los abrió y esbozó una débil sonrisa.
—Si la cuestión se reduce a morir por orden de Hederick o a perecer dentro de un vallenwood, supongo que la diferencia es poca —admitió. Después se enjugó con la manga la humedad de la frente—. Yo amaba a mi hermana. Contad conmigo.
Durante el resto del día, Tarscenio los inició en los pasos que Ancilla le había obligado a aprender de memoria. Cuando todos hubieron aprendido los hechizos y movimientos, extendió su capa en el suelo en el centro del círculo y puso encima a Ancilla. Luego, dado que él era más bien mediocre invocando encantamientos, retrocedió, dejando que los magos hicieran su trabajo.
Calcidon se encargó de dirigir el encantamiento.
—Shiriff íntoann ejjítt —recitó.
—Borumtalcon —respondieron los magos.
Movieron arriba y abajo las manos, siguiendo los movimientos prescritos. Cada uno de ellos inscribió en la niebla una parte distinta de las combinaciones mágicas, dejando con sus dedos unas líneas azules, verdes y rojas. Ancilla había insistido en la importancia crucial de cada parte del conjuro; pero, para Tarscenio, lo que hacían los hechiceros no parecía más que un vagaroso recorrido.
La niebla comenzó a brillar y las túnicas blancas adquirieron el resplandor de la plata bruñida.
—Bilum merít ayhannti —entonó Calcidon con voz de tenor.
—Achet shiral pescumi. Relaquay —contestó el grupo. Las voces de los hombres sonaban profundas y las de las mujeres, etéreas como plumas.
De improviso, las cuarenta túnicas relumbraron como diamantes. Era tan intensa la luz que irradiaban que provocaron un lagrimeo en los magos. Ancilla había sido tajante: éstos debían permanecer con los ojos abiertos, resistiendo su inclinación a cerrarlos para protegerlos del fulgor.
—Ayhannti, shiral livvix xhalots —prosiguió Calcidon—. Polopeque.
El resplandor que había transformado las túnicas abandonó de manera repentina la tela, como dotado de vida propia, desprendiendo reflejos de color blanco y plata. En la ondulante niebla apareció un frío tono azul y las líneas que habían trazado los magos se materializaron en diversas figuras: un árbol, un dragón, una lanza y una corona, que enseguida se disiparon.
La niebla se evaporó en torno al corro de magos y se intensificó sobre la forma inmóvil de Ancilla. El aire se llenó con un repicar de campanas.
—¡Shiral livvix trassdív dhelli! —vociferó con voz aguda Calcidon. Sin embargo, los otros magos apenas lo oyeron, a causa del ruido que producían los jirones de niebla al retorcerse.
La bruma envolvió a todos los magos. La luz de un millar de estrellas estalló en el interior del círculo al tiempo que sonaba un repicar de campanas, cascabeles de plata y címbalos de acero. Algunos de los magos comenzaron a sangrar por las orejas. Otros lanzaban exclamaciones de dolor haciendo ademán de protegerse los ojos con las manos.
Luego, todos desaparecieron. La niebla se esfumó junto con ellos, dejando visible, a la luz de la última hora del día, una cumbre pelada donde no vivía ningún árbol ni bestia.
Todo quedó en silencio.
En ese momento, Ancilla se despertó con un estremecimiento y contempló a Tarscenio por espacio de un momento.
—¿Estoy viva? —musitó por fin—. ¿Han aceptado ayudarnos?
Viendo que Tarscenio asentía, la anciana aceptó su mano y se puso en pie. Aunque al principio le temblaban las piernas, enseguida pudo caminar sin ayuda y se desprendió del brazo que la sostenía.
—¡Por los antiguos dioses, no te necesito, Tarscenio! —exclamó en un susurro—. Tengo el poder de cuatro decenas de magos dentro de mí.
Su compañero aguardó mientras Ancilla se acostumbraba a su nuevo estado. Cerró los ojos y movió los labios, pero Tarscenio no pudo adivinar si pronunciaba un hechizo o una plegaria. Al cabo de un momento, Ancilla pareció adquirir cierto grado de control sobre las fuerzas mágicas que la inundaban.
—Ésta es nuestra última oportunidad, Tarscenio —dijo con aire resuelto, mirando al que había sido su amigo y compañero durante décadas—. Iremos ahora mismo a Erodylon, a desafiar a mi hermano.