27

La explosión desarzonó a Tarscenio, que fue a parar de espaldas al suelo. De soslayo, vio el arco de luz que desprendía el Dragón de Diamantes, inundado de sol. Despedía chispas doradas, amarillas y blancas.

La estatuilla flotaba en el aire. Tarscenio cayó en la cuenta de que sus finísimas aletas se movían, de que las batía al tiempo que movía la cabeza hacia un lado y hacia otro. Hederick lanzó un grito y Tarscenio advirtió que también el Teócrata tenía la mirada fija en el Dragón de Diamantes.

El diminuto dragón de acero posó sus ojos de rubí en Tarscenio y bajó en picado para detenerse en su hombro, provocando una profusión de reflejos de sol. Hederick profirió un grito de furia. Entonces, Tarscenio desenvainó la espada y de nuevo se abalanzó sobre el Teócrata.

Hederick no lo miraba a él precisamente. Se mantenía pendiente de algo situado más allá de su enemigo, con el semblante alterado por la rabia y el horror. Tarscenio se volvió para ver de qué se trataba.

El tocón había desaparecido. En su lugar surgía Ancilla en forma de la Presencia, la imagen combinada de una mujer y un dragón. Tenía los ojos de una serpiente y la aureola de un poder mágico de alcance inimaginable.

Superaba dos veces en estatura a los muros de Erodylon y la lanza que brotaba de su tronco tenía nueve metros de largo.

Con un grito inconfundible de júbilo, el minúsculo dragón posado en el hombro de Tarscenio se fue volando hacia Ancilla. Enseguida se acomodó en el hombro de ésta, aunque su tamaño impedía que desde el suelo se viera de él algo más que los ocasionales destellos amarillos, azules o rojos lanzados por sus gemas.

Tarscenio había llegado ya casi hasta Hederick.

Varias docenas de guardias se habían agrupado junto al Sumo Teócrata en el estrado, de tal forma que se combó tanto a causa del peso que, de repente, se vino abajo; pero Hederick consiguió evitar la caída y corrió a refugiarse al interior del templo. Tarscenio lo descubrió atisbando por un resquicio de sus puertas, intentando ver a Ancilla, al tiempo que prodigaba con histerismo órdenes a los capitanes de su guardia, a sus goblins y a todo aquél que quisiera prestarle oídos.

Sus arqueros arrojaron una auténtica lluvia de flechas sobre Ancilla, pero la Presencia las repelió como si fueran granos de arena.

Entonces, tomó su imponente lanza y, describiendo un círculo con su punta, gritó:

¡On respayhee vallenntrayna! —Con un coletazo, derribó parte del muro interior.

»On respayhee vallenntrayna. ¡Acudid, hermanos míos!

La voz de la Presencia surgía de todas partes, de tal forma que más que oírla, la gente la captaba. Las copas de los vallenwoods de los alrededores temblaron y se agitaron.

On respayhee vallenntrayna. —Sobre la estampida de ocupantes del templo cayó una profusión de hojas, que un repentino viento puso a girar en torbellino por el patio—. On respayhee vallenntrayna.

»Valerosos magos Túnicas Blancas, yo os devuelvo vuestros poderes. ¡Que su fluir esté al servicio del Bien!

Reaccionando a la llamada de Ancilla, más de tres docenas de troncos de vallenwood se pusieron a brillar. Los que luchaban en lo alto de los muros de mármol de Erodylon se quedaron parados, mirando los árboles.

—Yo os reclamo para que salgáis de vuestros protectores. Os doy las gracias, venerables árboles, por dar cobijo a quienes combaten por los antiguos dioses. ¡Ahora, sin embargo, necesitamos aquí a esos hechiceros!

»¡Carosanden tyhenimus califon!

De improviso, el patio se llenó de magos. Con un revuelo de túnicas blancas, los treinta y nueve hechiceros comenzaron a entonar sus encantamientos, esparciendo sus polvos y hierbas mágicas. Con sus blancos ropajes, como una congregación de barcos de vela en el mar, los magos formaban sin cesar hechizos.

Cerca del materbill muerto estalló un goblin. Otro cayó dando alaridos bajo una pared que se desmoronó sin previo aviso. Los esclavos liberados mataron a un hobgoblin, y la multitud a otro.

Con el brazo derecho malherido, Mynx se abrió paso entre el gentío hasta el lugar donde había visto por última vez a Kifflewit Cardoso. Encontró sólo unas cuantas bolsas chamuscadas y la pequeña capa del kender.

No había tiempo para entregarse a duelos por él, sin embargo. Un goblin se precipitó contra Mynx blandiendo una maza con una promesa de muerte en los ojos. La mujer empuñó la espada con la mano izquierda. Nunca había luchado a la zurda, pero prefería morir probándolo.

¡Cantihgnas f’ir wermen pi!

Un relámpago fulminó al goblin, segando su cuerpo por la mitad.

Anton mrok mon midled alt’n.

Otro relámpago, verde esa vez, cayó sobre Mynx. Su brazo derecho quedó recubierto de un fuego verdoso. Cuando se disipó, tenía el brazo vendado, libre de dolor. La Presencia de Ancilla bajaba justo las garras, concluido el encantamiento, cuando Mynx se volvió a mirar. Se tocó el yelmo con la punta de la espada y bajó la cabeza en señal de reconocimiento. La Presencia le correspondió asintiendo con grave ademán. El Dragón de Diamantes resplandecía sobre su hombro.

De improviso, ante la presión de los centauros y los magos, los goblins y los hobgoblins se dieron a la fuga. Los pocos guardias del templo supervivientes imitaron su ejemplo también.

Las murallas de Erodylon se derrumbaron, convertidas en escombros.

La imagen de la Presencia se desdibujó y, en cuestión de un momento, Tarscenio pudo ver a una mujer, luego un lagarto, una serpiente, después un dragón y a continuación a una mujer de nuevo.

—Hederick. Mírame. Soy Ancilla. Ven conmigo.

El lugar donde estaba Ancilla lo ocupaba entonces un dragón.

Hederick se quedó detrás de las puertas del templo. Ancilla exhaló un suspiro, provocando un remolino de hojas en el patio, y su imagen se transformó en la de una serpiente.

—Hederick, te conmino a que salgas. Yo tengo el poder. Ya no posees el Dragón de Diamantes. Lo he recuperado. ¡Te lo ordeno!

»Cariwon velvacka om tui rentahten-hederick.

La puerta del templo se abrió y el orondo sacerdote apareció en el umbral, con la túnica manchada de polvo. Mientras lo cruzaba con paso indeciso, Ancilla, convertida entonces en mujer, pero con una estatura que doblaba la del templo, apuntó con el dedo la entrada. El dintel se desplomó tras él.

—Reconoce tu dolor, Hederick. Afróntalo, acógelo. Y después, deshazte de él. Tus dioses no son más que una invención salida de ese dolor. Reconoce a los antiguos dioses, los dioses verdaderos, y aún tendrás posibilidad de salvación. Pueden perdonarte, incluso con la ira que les han provocado tus actos.

De nuevo se había transmutado en dragón.

—¡Bruja! —chilló Hederick, alargando una mano hacia su hermana.

—El Dragón de Diamantes ya no está en tu poder, hermano. Ha vuelto a mí, su legítima propietaria. Ya no puedes seguir utilizándolo para encandilar y engañar a la gente.

Después de transformarse sucesivamente en serpiente, mujer y lagarto, la imagen señaló hacia Solace con la lanza.

—Mira cómo te han abandonado, Hederick. Incluso tu sumo sacerdote ha huido a la ciudad. Solace no te necesita ya. Hasta tus guardias y ayudantes se han ido. ¿Dónde están tus goblins y tus otras inmundas criaturas? Mis hermanos magos han dado cuenta de ellos.

Hederick se acercó al colosal lagarto que decía ser su hermana.

—Yo soy el Sumo Teócrata de Solace —gritó—. Seré el más glorioso Buscador de Krynn. ¡Nadie puede detenerme! ¡Seré un dios! Y tú no puedes impedirlo, Ancilla.

Ancilla lo miró con sus rutilantes ojos de dragón.

—Tú mismo serás tu traba, Hederick. Yo no tendré que intervenir.

—Imposible.

Sauveha deitista, wrapaho yt vontuela.

De los escombros del recinto del templo se elevó una espiral de niebla y, luego, otra más. Hederick se giró y soltó una exclamación. La niebla tomó cuerpo, representando a un hombre fornido, que aumentó de tamaño hasta igualar el de Ancilla. Era cuadrado de hombros, ancho de cara y despiadado. Hederick se postró de rodillas.

—¡Sauvay! —rogó—. Castiga a esta bruja.

Ancilla siguió lanzando palabras al aire.

La aparición levantó los brazos por encima de la cabeza y abrió la boca. Una nueva voz retumbó por el patio, profunda, acorde con los movimientos de la representación del dios.

—Hederick, Erodylon es impuro. Has desparramado suciedad sobre mi nombre.

—¿Cómo, mi señor Sauvay? —contestó, con un tartamudeo, Hederick—. El templo es un monumento erigido en vuestro honor. Lo hice levantar sólo para glorificaros.

—No, Hederick. Los construiste sólo para gloria tuya. Y ahora debes destruirlo.

—¿Destruir Erodylon? —musitó Hederick.

La Presencia de Ancilla comenzó a cambiar más deprisa de forma. Mynx miró a Tarscenio.

El anciano, con la cara macilenta de fatiga, asintió, como si comprendiera el motivo.

—Se está debilitando. Está perdiendo el control. —En el escaso tiempo que ocupó su explicación, Ancilla adoptó la forma de un lagarto, de una serpiente y de una mujer para volver a la de lagarto—. No puede controlar la aparición del dios y la suya propia a la vez.

—Quema Erodylon —ordenó el falso Sauvay—. Destrúyelo ahora mismo, o de lo contrario, yo mismo te destruiré junto con él.

Los otros magos seguían formando sus conjuros a los pies de Ancilla. Los secuaces de Hederick habían muerto o huido. Mientras las voces de los magos aumentaban de volumen en el patio, el edificio tembló varias veces con estrépito. Uno de los pilares se desplomó entre la Presencia y Hederick.

Hederick dio media vuelta y se refugió dentro de Erodylon. Al cabo de un momento, una nueva explosión hizo vibrar el templo. De la parte posterior del edificio, ocupada por la Gran Sala, brotaron llamas.

—¡Está recurriendo a los polvos especiales! —dedujo Tarscenio—. Los que utilizan los sacerdotes para impresionar a los fieles.

—¿Serán suficientes para destruir el edificio? —preguntó Mynx.

—Más que de sobras.

—Tarscenio, amor mío.

—Dime, Ancilla.

—Estoy perdiendo fuerzas. El templo va explotar pronto. Tienes que sacar a Hederick de allí.

—¡Dejad que muera, Ancilla! —gritó Mynx—. Ha causado la muerte de cientos de personas.

—De miles tal vez —precisó con calma Tarscenio, aunque con resignación en la mirada.

—Mantendré en pie las paredes todo lo que pueda, Tarscenio. Ve a buscarlo. Hederick puede retractarse aún. No permitiré que mi hermano muera como un hereje ante los antiguos dioses. Hice un juramento.

La imagen de Ancilla comenzó a cambiar tan deprisa que sólo era visible como una columna de luz. Tarscenio corrió hacia el interior de Erodylon, seguido de cerca por Mynx.

Sorteando columnas y arcos derrumbados, llegaron a la mitad de lo que quedaba de corredor cuando Mynx dio un grito y señaló hacia arriba.

—¡Cuidado, Tarscenio!

De la pared se desprendía cayendo, directamente hacia ellos, un tapiz en llamas. Se guarecieron en el umbral de una puerta mientras el fuego invadía el pasillo.

Ancilla llamaba a Hederick desde el patio, animándolo a salir de Erodylon una vez que había desparramado el polvo que iba a destruirlo.

—¡Jamás! —replicó la voz del Sumo Teócrata entre el humo—. ¡Eres malvada!

—Soy lo único bueno que has conocido.

Sonó una carcajada de Hederick.

—Morirás a manos de las fuerzas del Mal si no reconoces a los verdaderos dioses, Hederick.

—Yo soy la encarnación del Bien. Moriré aquí, en mi sagrado templo —contestó Hederick, casi como si lo embriagara la perspectiva—. Sauvay me llevará hasta él.

Tarscenio se aventuró a salir al pasillo y raudamente cruzó las llamas. Mynx partió tras él.

La Gran Sala revestida de madera de vallenwood estaba llena de humo, pero la dura madera resistía aún al fuego. Las estatuas de Omalthea y el resto de las de los otros dioses se fundían con el calor. Mynx y Tarscenio advirtieron los cajones de polvo rojo y amarillo que el Sumo Teócrata había apilado en torno a cada una de ellas.

Hederick se encontraba en lo alto del púlpito. Gesticulaba y movía los labios, pero de su boca no salía ningún sonido. Después, concluida ya la silenciosa bendición, inclinó la cabeza hacia las solitarias hileras de bancos, sonriendo como un monarca que recibiera enfebrecidas manifestaciones de fervor de sus súbditos.

Después, comenzó a descender las escaleras con paso lento y regio, sin dejar de inclinar la cabeza a un lado y a otro, como si se marchara despedido por atronadoras ovaciones.

—¡Tarscenio! No puedo mantener mucho más tiempo el edificio en pie.

Espoleados por el aviso de Ancilla, el anciano y Mynx echaron a correr escalera arriba. Entre los dos redujeron al rollizo Sumo Teócrata y, tras cargarlo sobre los hombros de Tarscenio, se dirigieron a toda prisa a la puerta del lado del lago.

En cuanto salieron a la intemperie, Erodylon explotó como un volcán, escupiendo piedra, fuego y ceniza. Mynx y Tarscenio atravesaron corriendo el patio occidental, cuya hierba había aplanado la multitud el día antes. Después, se pararon a descansar junto a un sector de pared que aún seguía en pie y que les ofrecía amparo.

Cuando terminó la explosión, ambos alzaron la cabeza.

No había rastro de Hederick.

Rodearon lo que quedaba del humeante edificio. De vez en cuando, se producía algún estallido en el fuego, de forma tan repetida, que pronto los recibieron sin pestañear siquiera.

—¿Qué buscáis? —preguntó Mynx a Tarscenio, viendo que éste escalaba con cuidado todos los bloques de mármol que encontraban a su paso.

El alto anciano escrutó el patio abarrotado con los cadáveres de los secuaces de Hederick. También había los de unos cuantos magos entre donde se encontraban y la columna que indicaba la antigua situación de la puerta principal.

—Allí. Allí está.

Tarscenio señaló a una persona acurrucada, vestida con túnica blanca. A su alrededor, las llamas ennegrecían las losas pero sin tocar el cuerpo, la túnica ni la rizada cabellera gris.

Mientras miraban, algo brillante trepó hasta el hombro de la figura. El resplandor de un diamante iluminó el campo de batalla.

Con un grito metálico, el diminuto dragón alzó el vuelo.

Tarscenio abatió la cabeza.

—No la habría abandonado si estuviera viva —dijo en voz baja, con la mirada perdida—. Jamás lo habría hecho por iniciativa propia.

El Dragón de Diamantes revoloteaba como un colibrí plateado sobre aquella desolación. De vez en cuando bajaba en picado al suelo, tocaba las losas con sus garras y de nuevo remontaba el vuelo. Repitió veinte veces el mismo comportamiento. Después, salió del antiguo recinto del templo y reinició el ritual.

En cada lugar donde había descendido, apareció un brote verde. Bajo la mirada de Tarscenio y Mynx, todos ellos se transformaron en recios tallos que pronto fueron arbolillos. Los arbolillos crecieron rápidamente y, en sus troncos, Mynx reconoció la corteza de los vallenwoods.

El Dragón de Diamantes trazaba círculos en el cielo y tan pronto bajaba para observar su obra como subía por encima de las cada vez más poderosas ramas de los árboles. Descendió una vez más hasta el cuerpo de Ancilla y se acomodó en el ángulo de su cuello, acariciando con el hocico la masa de pelo.

La metálica criatura emitió un último grito y, después, se esfumaron a la vez ella y la mujer.