Los sacerdotes y guardias del templo recibían a la multitud de habitantes de Solace y de refugiados que acudían en tropel a Erodylon para el servicio del amanecer y, a pesar de su sorpresa, los conducían al patio oriental, a la zona de los espectadores situada entre los muros interior y exterior.
No se veía a Hederick por ninguna parte, pero Tarscenio estaba atado al tronco del vallenwood. Solo, en el centro del patio, transmitía una paradójica sensación de paz.
«¿Y ahora, qué? —murmuraba la gente—. ¿Os enterasteis de lo que pasó ayer con el mago Túnica Negra?». «Oh, sí». «Mi prima estaba allí. ¡Dijo que el brujo le arrancó a Hederick el corazón del pecho!». «Aun así, sus dioses lo salvaron». «Los dioses de los Buscadores actúan de una forma misteriosa». «Como ayer no estuve, no me he atrevido a faltar hoy. ¿A qué pecador van a castigar?». «Al anciano que estaba con la maga que desafió a Hederick hace dos días».
Las voces se apagaron mientras los novicios circulaban entre la muchedumbre, advirtiendo de que la ceremonia estaba a punto de comenzar.
Dos hileras de guardias de uniforme azul entraron en el patio por la puerta principal. Detrás de ellos, caminaba con empaque Hederick, vestido con una túnica de terciopelo azul, con la papada erguida y el semblante resuelto. No pudo reprimir una mueca triunfal mientras observaba a su enemigo de tantos años, allá, indefenso, en el tocón del vallenwood.
No había mandado amordazar a Tarscenio, porque a su juicio no era un mago de suficiente categoría para resultar peligroso. Además, desde hacía mucho el Sumo Teócrata acariciaba el sueño de saborear los gritos que exhalaría al morir el falso sacerdote de los Buscadores. En ese momento, cuando faltaba poco para que se hiciera realidad aquella expectativa, Hederick se permitió una sonrisa antes de volver a su habitual impasibilidad.
Tras girar sobre sí, Hederick subió con elegancia los escalones del estrado, erigido bajo la protección de una pared de mármol. Luego, frente a un atril envuelto en terciopelo pronunció, con la cabeza inclinada, la invocación a los dioses con que se iniciaban todas las ceremonias de los Buscadores.
Después, se dirigió directamente a la multitud.
—Este amanecer es el heraldo de un día especial —anunció—, un tiempo sagrado, de bendiciones redobladas, de renovación, en el que se purificará lo que se ha mancillado.
«¿Qué? —susurraron algunos de los presentes—. ¿Qué ha ocurrido?». «Unos centauros entraron en el templo». «¡Ay, no!». «Es verdad. El mismo sumo sacerdote les dio paso». «¿Se volvió tonto, o qué?». «Parece que pretendía honrar a Hederick sacrificándolos dentro del propio Erodylon». «Qué necio».
—Benditos Buscadores de Solace —gritó—. Os presento a uno de los peores pecadores que hayáis visto nunca. Peor que cualquier hechicera, que cualquier mago; sí, porque… —Hederick aguardó a que disminuyeran los murmullos de la gente—. Porque este hombre rechazó la oportunidad por la que morirían con gusto otras personas piadosas. Tarscenio, al que veis aquí, tenía todo el reino de los dioses Buscadores ante él. Lo habían bendecido los dioses y las diosas de los Buscadores. Era un sacerdote de los Buscadores.
«Ah —musitaron algunos espectadores—. Ése es el hombre. Había oído que Hederick buscaba a alguien». «Los goblins han estado ocupados estos últimos días. Yo no dejé salir para nada a mis hijos, por miedo a ellos».
—Este hombre, Tarscenio, abandonó la fe de los Buscadores —declaró Hederick—. Renunció, ¡arrojó a un lado, las santas túnicas marrones de los sacerdotes de los Buscadores! Y, no contento con ese pecado, fue en busca de un nuevo altar donde rendir culto…, el altar profano de los antiguos dioses.
La gente lanzó exclamaciones de asombro. Hederick alzó las manos y mantuvo las palmas encaradas a ellos hasta que callaron.
—Y aún no satisfecha con ello, esta alma malvada entabló una inmunda relación… ¡con una hechicera! Los dos dedicaron sus vidas a entorpecer la labor de los Buscadores. Llevan años intentando ponerme trabas, sin resultado, por supuesto. La mujer murió a consecuencia de mi santa inquisición —Tarscenio alzó la cabeza, sorprendido por aquella explicación—, pero el hombre, Tarscenio, escapó.
Hederick alargó el brazo hacia el anciano atado al tronco del árbol.
—¡Este hombre, gentes de Solace, os habría arrebatado vuestra única esperanza de salvación! ¡Estaba dispuesto a hacer desaparecer del mundo a los Buscadores, y con ellos el consuelo que presta su sagrada orden!
De nuevo se produjo una oleada de exclamaciones.
—Pero yo… —Hederick esbozó una siniestra sonrisa, mientras esperaba que se aquietara la multitud—. Yo, guiado por la mano de mi dios Sauvay y el resto de los benditos dioses, vencí en astucia a este seguidor de los dioses traidores. El propio Sauvay me advirtió de la conspiración y le tendí una trampa… ¡una trampa en la que, esta noche misma, ha caído el impenitente Tarscenio!
Hederick tendió una mano a Dahos, que había estado esperando, en silencio, al pie del estrado. El sumo sacerdote subió los escalones para situarse junto al Sumo Teócrata con semblante pálido y tenso.
—Este sacerdote ha pecado también —decretó Hederick—. Dejó entrar al sagrado templo de Erodylon a unas criaturas que lo mancillaron con su sola presencia. Cometió un gran pecado, pero ha implorado perdón por ello, y yo, con mi generosidad, se lo he concedido.
El Sumo Teócrata inclinó con gravedad la cabeza frente al sumo sacerdote, que le correspondió con el mismo gesto, aunque sin mirarlo a los ojos.
—De todas formas, aun con el perdón, es necesario volver a consagrar el templo —prosiguió Hederick—. Nos hemos reunido aquí, hoy, para pedir a los dioses de los Buscadores que lo purifiquen con sus santas bendiciones. A tal fin actuáis de testigos esta mañana y, a tal fin, la sangre de un pecador manchará las losas del patio de Erodylon.
»Soltad el materbill —ordenó Hederick a Dahos.
El sumo sacerdote se fue hasta la polea que controlaba la puerta de la prisión del monstruo y la accionó. Al cabo de poco, éste apareció con su ardiente melena, rugiendo, en el umbral de la salida de las mazmorras.
De improviso, otro ruido se superpuso a los rugidos del materbill. Los espectadores se volvieron a mirar a uno y otro lado, extrañados por el fragor de los cascos que cabalgaban a toda velocidad hacia el muro septentrional del patio.
—¿Quiénes son? —gritó una mujer—. ¿Más hobgoblins?
Enseguida la gente se puso a chillar de terror, observando, encogida, cómo la primera docena de centauros, capitaneados por Phytos, se precipitaba sobre el muro exterior y de éste saltaba al interior. Enseguida, irrumpieron en la arena, donde se encontraba Tarscenio. Otra docena de centauros, montados por los esclavos liberados, siguió a la primera y, luego, llegó otra más.
—¡Alto! —ordenó Phytos.
Los esclavos desmontaron entonces y se dirigieron en tropel al muro interior, desde donde se mezclaron con los espectadores. Mientras los humanos arremetían sin hacer distingos contra guardias del templo y goblins, los centauros formaron una piña y se aproximaron a Tarscenio.
Se produjo un nuevo alboroto cuando los últimos esclavos liberados, que habían viajado con más lentitud por no tener centauros, entraron descolgándose de los árboles y ayudaron a subir la pared a sus compañeros. Dos de ellos se abalanzaron contra un hobgoblin. Cuando lo tenían reducido, otros dos le quitaron la espada para eliminarlo mientras otros esclavos saltaban por encima de las paredes.
Muchos, hombres y mujeres por igual, llegaron sin vida a las losas del patio, traspasados por espadas y lanzas. Los supervivientes pudieron armarse arrancándolas de sus cuerpos para presentar batalla a los goblins y los guardias.
—¡Por Solace! —gritaban algunos.
—¡Tarscenio! —gritó Mynx, montada a lomos de un centauro, manteniendo el porte más erguido y altivo que le permitía la armadura—. ¡Tengo el Dragón de Diamantes!
Se quitó el cordel del cuello y alzó el reluciente talismán, exponiéndolo al sol de la mañana. La multitud lanzó un murmullo de asombro al ver el puro fulgor que irradiaba.
Los centauros formaron un escudo viviente en torno a Mynx mientras ésta dirigía su centauro hacia el prisionero.
—¡Ponlo contra el vallenwood! —le indicó Tarscenio—. ¡Ancilla está dentro!
Aunque no acababa de entender el sentido de sus palabras, Mynx puso en contacto el cálido objeto con la áspera corteza del vallenwood.
—Ancilla, aquí está, el objeto de una búsqueda de décadas —gritó Tarscenio—. ¡Ya tenemos el Dragón de Diamantes!
El tronco del vallenwood comenzó a brillar y, entonces, Mynx oyó el mismo sonido susurrante que la había atormentado cuando se hallaba atrapada en el interior del dragón. La mujer retrocedió, sorprendida y, en cuanto el artefacto dejó de estar en contacto con el árbol, el resplandor se desvaneció.
—¡Mantenlo allí, Mynx! —le ordenó Tarscenio—. ¡No dejes que nada te separe del árbol, ocurra lo que ocurra!
Mynx obedeció las instrucciones y de nuevo advirtió la incandescencia y el murmullo.
Cerró los ojos, expectante, pero no sucedió nada. Entonces dirigió una mirada interrogante al anciano. Uno de los centauros le había cortado las ataduras y estaba montado sobre uno de los hombres-caballo de más estatura.
—Algo va mal —dictaminó—. A estas alturas debería haber funcionado ya. Quizás Ancilla esté muerta, después de todo —apuntó con desánimo.
Mynx examinó el Dragón de Diamantes.
—Le falta una piedra —señaló—. ¿Podría ser ésa la causa?
—Sí —confirmó Tarscenio—. ¿Dónde está? —preguntó con ansiedad.
—No lo sé. Estaba entero cuando nos han atacado las brujas. Quizá se haya perdido durante la refriega…
El abatimiento invadió la cara de Tarscenio.
En ese momento, el materbill, que había quedado relegado al olvido con los últimos acontecimientos, se abalanzó con un rugido hacia los centauros, que se dispersaron entre los gritos de los espectadores.
—¡Mata al infiel! ¡Mata a Tarscenio! —ordenó Hederick a uno de los guardias que lo flanqueaban en el estrado.
Al cabo de un momento, el hombre tenía el arco cargado y encarado. Un instante después, la flecha partió en dirección al vallenwood.
Intuyendo su proximidad, el centauro de Mynx arremetió contra la montura de Tarscenio. Y fue Mynx, y no Tarscenio, quien se vio en el suelo, desorientada entre las patas de los centauros, tapándose la sangre que manaba de su brazo derecho, con el que aún sostenía el Dragón de Diamantes.
Un centauro ofreció a Tarscenio la espada de un guardia muerto.
—¡Asesino! —gritó el anciano al Sumo Teócrata—. ¡El infiel sois vos!
A continuación se precipitó entre la multitud hacia Hederick, abriéndose paso entre decenas de guardias. Los centauros soltaron una andanada de flechas, y el materbill aulló de dolor. El aire se llenó de humo y llamas, de gritos de guardias, de centauros moribundos y de chillidos de los aterrorizados espectadores. Los esclavos liberados luchaban cuerpo a cuerpo contra los goblins. Algunos presentes los animaban y cuando un goblin perecía se precipitaban con júbilo a destrozarlo, arrancándole las piernas y brazos.
Kifflewitt soslayó aquellos obstáculos para llegar al lado de Mynx. Fue él quien, mal que bien, logró levantar a la ladrona herida y, ora empujándola, ora arrastrándola, la alejó del tumulto hasta la relativa calma del tronco del vallenwood.
—Le pasa algo raro al Dragón de Diamantes —se lamentó con la mirada vidriosa—. Hemos perdido uno de los diamantes. Por los dioses, ¿cómo he podido ser tan estúpida?
El kender levantó la cabeza como un resorte.
—¿Qué lo hemos perdido? Pero si lo tengo yo, Mynx —confesó, con una seriedad poco habitual en él—. El diamante estaba suelto. Yo… lo he encontrado. Tenía miedo de que se perdiera. ¡Ha sido una suerte! —exclamó, más animado—. Está en mi bolsa. ¡Todo saldrá bien! Yo lo tengo.
Por enésima vez, Mynx tuvo que controlarse para no estrangular al kender.
—¿Dónde está pues?
El kender escrutó la marea de cuerpos de humanos y de centauros, goblins y hobgoblins que peleaban a su alrededor. De cuando en cuando, las llamaradas arrojadas por el materbill moribundo iluminaban el patio.
—He dejado caer mis bolsas cuando he venido a rescatarte… ¡Están allí! ¡En ésa está la gema! Me acuerdo de que era la bolsa roja con el cordón azul. —Señalaba con gesto triunfal, sin dar no obstante señal alguna de querer moverse del lado de Mynx.
—¡Ve por el diamante, kender!
Kifflewit se escabulló entre el tumulto sin mirar atrás.
Phytos luchaba a corta distancia, guardando la espalda de Tarscenio. Mynx gritó hasta que el centauro de ojos violeta se volvió hacia ella.
—Ayudadme a ponerme en pie, Phytos —le pidió.
Tras depositar el Dragón de Diamantes en la mano del centauro, subió con esfuerzo a su espalda, con la mano derecha colgando inservible a un lado, y desde allí trató de localizar con la mirada a Kifflewitt Cardoso.
Al principio no percibió más que polvo y cuerpos entremezclados. Luego lo vio, corriendo por el patio, en medio del caos reinante, raudo como una liebre. El materbill se retorcía a tan sólo unos palmos de la bolsa azul y roja del kender, pero aun así éste corrió a recuperarla y saludó con la mano a Mynx.
—¡Tírala, Kifflewit! —le gritó ésta, alzando su mano izquierda.
Aunque seguramente no oyó las palabras, el kender entendió el gesto y arrojó el diamante que faltaba.
Mynx lo atrapó hábilmente con la mano izquierda y se apresuró a reponerlo en la estatuilla del dragón.
Luego, mientras Phytos la alentaba con gritos, apretó el reluciente artefacto contra el vallenwood. Aquella vez, el zumbido y el resplandor superaron con creces lo que habían percibido antes. Mynx se volvió con una expresión de triunfal hacia Kifflewit… justo cuando el materbill lanzaba un postrer rugido antes de morir.
Lo último que vio Mynx de Kifflewit Cardoso fue que observaba con perplejidad cómo se encendía su ropa.
—¡Kender! —gritó.
Entonces el vallenwood estalló.