24

La celda de Tarscenio estaba al lado de la del materbill. Aun cuando hubiera querido dormir, el ruido de los pasos y gruñidos de la criatura se lo habrían impedido.

El calabozo tenía, al menos, un ventanuco de un palmo de ancho y dos de largo que, aunque encarado al oeste, le permitió predecir la inminencia del amanecer.

—De esta manera va a acabar pues, Gran Paladine —musitó—, con mi amada agonizando en el tronco de un vallenwood y los magos que comprometieron su ayuda condenados a morir también. Los Buscadores, y las gentes de la misma calaña de Gaveley, han ganado. Ruego por que lleguen valientes héroes capaces de vencer a los que abrazan el Mal.

»Los años venideros me causan horror, oh, dios —prosiguió tras una pausa—. No sé qué van a traer, pero sí sé que será realmente espantoso, y que no viviré para verlo. Tengo el corazón destrozado por el dolor de este mundo.

»Tú, Paladine, cuentas con toda mi lealtad. De ti emanan todas las bendiciones.

Tarscenio permaneció sentado un rato en silencio después de terminar la oración.

Se sentía extenuado a más no poder.

Sabía, también, que estaba a punto de morir.

El alba había llegado.

—Me complace sobremanera haber sido llamado a vuestra presencia, Sumo Teócrata. Es un honor para mí.

Gaveley efectuó una profunda reverencia mientras decía estas palabras con su voz ronca característica. Paseaba con deleite la mirada por la sala de recepción de Hederick, apreciando y evaluando frescos de las paredes, las incrustaciones del suelo y las estatuas de acero y de plata de los dioses de los Buscadores que adornaban los rincones.

—Estoy muy complacido, sí señor —reiteró.

Rozó el brazo de una ninfa de mármol que podría haber sido la diosa Ferae. No estaba seguro de quién era quién entre los dioses de los Buscadores; había tantos…

—Seguro que sí, amigo Gaveley —murmuró Hederick, prometiendo para sus adentros que mandaría limpiar más tarde la estatua.

¡Por los nuevos dioses, qué atuendo llevaba aquel infiel!: unos calzones azules ceñidísimos, indecentes, con unas botas de color a juego, un jubón naranja y un sombrero blanco con una pluma verde. Aquello era suficiente para producir dolor de cabeza a un hombre piadoso como el Sumo Teócrata.

Hederick tomó un sorbo de la copa, la copa de hidromiel que tomaba a primera hora de la mañana.

—Me advertisteis contra Tarscenio y me ayudasteis a atraparlo. Os estoy agradecido por ello.

—Como yo a vos —correspondió Gaveley—. Sé que los Buscadores son reacios a admitir en sus templos a quienes llevan sangre élfica. —Gaveley inclinó la cabeza, pero no pudo ocultar del todo la amargura ni el sentimiento de triunfo que impregnaron su voz.

Hederick sonrió tan sólo. Era preferible que Gaveley no supiera que la norma que limitaba el acceso a los humanos se aplicaba en Erodylon tan sólo. De todas formas, el templo sería reconsagrado pronto y con ello quedaría limpio de la mácula de la presencia de Gaveley.

—Vamos a ser unos socios formidables —prosiguió con entusiasmo Gaveley—. Con mis espías ladrones y con vuestra riqueza, Hederick… —Lanzó un silbido—. Vos ya tenéis la red montada. Necesitáis tan sólo alguien como yo que organice las cosas. Alguien con dotes para este tipo de negocios.

El Sumo Teócrata murmuró algo poco comprometedor, y el semielfo pareció caer en la cuenta de que había traspasado algún límite en el protocolo.

—Perdonadme, os lo ruego, Ilustrísima —susurró, halagüeño, el ladrón—. La veneración en que os tengo y la alegría de que me hayáis llamado me aturullan un poco, me temo. —Regaló a Hederick la rutilante sonrisa con la que indefectiblemente desarmaba a Mynx.

Hederick hizo una mueca a modo de respuesta.

—Es comprensible —dijo.

—¿Tenéis trabajo para mí, pues? —inquirió el semielfo—. Vuestro mensajero me ha dado a entender…

—Ah, sí —murmuró el Sumo Teócrata—. Un trabajo. Pero, antes, debemos hacer un brindis por nuestra… ¿cómo la habéis llamado, amigo?… nuestra «sociedad». —Hederick señaló la botella posada en una mesa contigua a Gaveley—. Bebed conmigo.

Con una risueña expresión en los ojos saltones observó cómo el semielfo se servía una generosa cantidad de bebida. Parte de ésta se derramó por el borde del cristal, provocando una mancha en la mesa; pero, incluso entonces, Hederick mantuvo su placentera actitud.

—Un brindis —proclamó al tiempo que levantaba su copa, llena también a rebosar—. Por una nueva asociación. —Luego, cuando Gaveley se llevaba la copa a los labios, gritó—: ¡Aguardad! No, debemos brindar este tributo al día que comienza. Ésta es la norma de los Buscadores. —Acompañó al semielfo a la ventana y abrió de par en par los postigos—. En el nombre de Sauvay, dios del poder y la venganza, yo bendigo esta alianza de mentes.

Después de tomar un sorbo de su hidromiel, dejó la copa en una mesa, mientras Gaveley bebía a grandes sorbos el líquido que se había servido de la botella.

El semielfo murió deprisa…, más deprisa de lo que merecía, concluyó Hederick.

El Sumo Teócrata tomó al ladrón por las axilas y lo tiró por la ventana. Había poca distancia hasta el suelo. Ojos Amarillos y uno de sus congéneres se acercaron discretamente para llevarse el cadáver.

Hederick dio cuenta de su propia hidromiel —que, por supuesto, no estaba envenenada— y estuvo mirando hasta que el azul y el naranja de la vestimenta de Gaveley desaparecieron por encima del muro de mármol del norte.

—Erais demasiado ambicioso para mi gusto, Gaveley —susurró—. Demasiado ambicioso. Y nadie me trata con esa familiaridad.

Observó con satisfacción la hidromiel que Gaveley había derramado.

—Raíz de macaba —dijo—. Nunca me ha fallado.

Los centauros aminoraron el paso y volvieron a detenerse. La montura de Mynx se había quedado de las últimas y no había forma de ver lo que pasaba delante.

—¡Kifflewit! —gritó—. ¿Por qué hemos parado?

—¡Hay alguien herido! —repuso el kender, que estaba más cerca de los centauros de primera línea.

—¿Uno de los centauros? ¿De la batalla? Creía que ya habían atendido a todos los heridos.

—No, es una niña —precisó el kender—. La verdad es que se ha espesado mucho la niebla de repente —comentó, mirando en derredor.

¿Una niña, sola en el bosque en plena noche?, se extrañó Mynx. ¿Y esa niebla? Miró la bolsa donde llevaba el Dragón de Diamantes para cerciorarse de que estaba a buen recaudo.

Una vez hecha la comprobación, bajó del centauro y se abrió paso entre la masa de cuerpos hasta que vio lo que los había detenido.

Un niño yacía inconsciente ante ellos, con la cabeza hacia atrás y la boquita abierta. Una hermosa campesina que debía de ser su madre lo tenía en su regazo, llorando desconsoladamente. A poca distancia, una arrugada vieja gemía y se retorcía las manos, sentada en un árbol caído. Al parecer, había perdido el juicio, pues hablaba sin parar para sí y, de cuando en cuando, imploraba ayuda al cielo, a los vallenwood y a diversas rocas.

Entre Mynx y los desconocidos se interpusieron unos jirones de densa niebla que casi la impidieron verlos. Sin pensarlo, apretó el Dragón de Diamantes. La niebla se disipó de pronto.

—¿Qué ocurre, joven? —preguntó con afabilidad Phytos a la madre.

La mujer miró con sus grandes ojos al centauro. Tenía una tez de una palidez y delicadeza asombrosas.

—¡Os lo ruego, señor, no nos hagáis daño! —imploró—. ¡No volváis a enviarnos allí! ¡Mi niñito se muere!

Phytos pestañeó varias veces.

—¿Enviaros adónde, mujer? ¿Huís de algún lugar? ¿Erais un esclava?

Consultó con la mirada a Ceci Vakon y los demás, pero éstos sacudieron la cabeza para indicarle que no iban en su caravana.

—Hemos huido de Hederick, señor.

La mujer volvió a posar los ojos en la palidísima cara de su hijo y le acarició las mejillas antes de continuar, sacudida por violentos sollozos que hacían difícil entenderla.

—No podíamos pagar los impuestos. El Sumo Teócrata pretendía vender a mi marido… al hijo de esta anciana…, hacer de él un esclavo y hacernos prisioneros a mí, a mi hijo y a mi suegra. Ved cómo está la pobre mujer, señor. No está en sus cabales desde que se llevaron a rastras a mi querido esposo.

—Comprendo —dijo, anonadado, Phytos—. Mujer, nosotros nos dirigimos a Solace. Supongo que podemos llevar a tres personas más, pero tenemos que trasladarnos con celeridad…

—¡Ay, no, amable centauro! —declinó, con renovados sollozos, la mujer—. Mi hijo está demasiado débil para cabalgar. ¡Ved cuánta sangre ha perdido!

Se apartó un poco del pequeño y entonces los centauros y los esclavos emitieron a la par un coro de exclamaciones contenidas.

Del brazo derecho del niño quedaba sólo un tocón renegrido. Los centauros dieron rienda suelta a su indignación.

«¡Por los dioses!». «¿Habéis visto eso?». «¿Qué monstruo le haría eso a un niño?».

—¿Cómo ocurrió eso, mujer? —tuvo que gritar Phytos para hacerse oír.

—El niño, que es un chico muy valiente, salió corriendo a defender a su padre cuando los goblins vinieron para llevárselo al mercado de esclavos. Uno de los hobgoblins de Hederick le cortó el brazo. Mi marido luchó contra ellos y así nos dio tiempo para escapar, pero me temo que ahora esté muerto. —La mujer volvió a prorrumpir en llanto y abrazó al pequeño, provocando involuntariamente una nueva hemorragia—. ¡Oh, mi pobre y valiente niño huérfano!

De repente sus lágrimas cesaron. La joven se palpó el bolsillo y sacó una pequeña gema de un color amarillo turbio, de escaso valor, que tendió a Phytos.

—Esto es todo lo que tenemos. Os daré esta gema a cambio de que nos prestéis vuestra protección para huir. ¡Por favor, amable centauro, ayudadnos!

Phytos le aseguró que no tenían intención de abandonarlos allí.

Mynx, no obstante, los observaba con suspicacia. Había algo en el relato de la mujer que le sonaba a falso. ¿Un hombre solo, capaz de contener a una tropa de los expertos secuaces de Hederick el tiempo suficiente para que su mujer escapara con un niño herido de gravedad y una vieja chocha? Mynx reparó también en que alrededor de los centauros flotaba la niebla, pero dondequiera que ella dirigiera la mirada, no la había. Con un gesto instintivo, volvió a apretar el Dragón de Diamantes.

Sus pensamientos tenían una lucidez extraordinaria, advirtió. Tenían la misma claridad que los diamantes que decoraban el lomo del artefacto.

Los centauros estaban muy conmovidos por la situación de aquella familia, pero era sabido que los centauros eran especialmente sensibles en ciertas cosas. Al estar dotados ellos mismos de una belleza asombrosa, tendían a confiar en aquello que presentaba una perfección física. Y lo cierto era que la apenada y joven madre era realmente preciosa.

Los esclavos, recién liberados de su yugo, se compadecían también de aquella gente que parecía haber sufrido la crueldad de Hederick.

Mynx, con todo, intuía algo mágico.

—Joven —intervino, después de adelantar a un centauro de piel negra y ojos verdes—. ¿Dónde vivíais en Solace?

La joven madre alzó la cabeza. En sus ojos se produjo un brevísimo relampagueo cuando miró a Mynx y el Dragón de Diamantes, pero mantuvo el mismo tono de voz dulce, constreñida por la pena.

—Encontramos una habitación en el centro de la ciudad, buena señora, cerca de la plaza.

—O sea que estabais cerca de la posada El Último Hogar.

La mujer dudó un instante antes de asentir.

—Siendo refugiados, debéis de haber disfrutado de la hospitalidad de Otik en la posada. Otik es muy bondadoso con los necesitados.

La niebla se intensificó. Mynx volvió a apretar el Dragón de Diamantes y ésta se disipó. La mujer lanzó una mirada a la vieja, que asintió de modo casi imperceptible.

—Sí —confirmó la joven—. Así es. Otik es muy bueno.

—¿Recordáis su especialidad? —prosiguió Mynx en voz alta, audible para los centauros y los esclavos humanos—. Otik es famoso por sus salchichas con pimienta y especias, que fríe hasta que están bien crujientes y deben comerse calientes, que quemen los dedos casi. Yo me acuerdo muy bien. ¿Os invitó a probarlas, mujer? Suele hacerlo con los refugiados. Como decíamos, es una persona generosa.

—Eh…

La mujer miró con ojos rebosantes de lágrimas a su hijo. La niebla se hizo más densa aún que antes, excepto donde se encontraba Mynx.

—¿Qué es esto? —preguntó, escandalizado, un centauro situado justo detrás de Mynx, que asomó la cabeza entre la niebla—. Estáis interrogando a estas pobres criaturas cuando cualquiera puede ver que lo que necesitan es reposo y comida y que alguien le cure el brazo a ese niño. ¡Deberíais avergonzaros, Mynx!

Mynx se volvió ligeramente, con cuidado para no perder de vista a la vieja, la mujer y el niño.

—Estas tres personas no son lo que dicen ser —gritó a los centauros—. ¡Pretenden hacernos perder tiempo! ¡Mirad! —Señaló hacia el norte, donde justo entonces comenzaban a hacerse visible los esclavos que se habían quedado sin montura—. ¡Ya hemos perdido un tiempo valiosísimo, si quienes no tenían centauros que los llevaran nos han alcanzado ya!

Mynx observó las caras de perplejidad de los centauros.

—No sé quién ha enviado a estas tres personas para demorarnos, pero es alguien cuyos intereses coinciden con los de Hederick. ¿No veis que son impostores?

—¿Querríais que abandonáramos a su suerte a esta pobre gente, Mynx? —intervino Phytos, acudiendo a su lado—. Están desamparados, como puede ver cualquiera.

—¿Abandonarlos? ¡Matarlos es lo que hay que hacer!

Los centauros y los esclavos montados sobre ellos expresaron con fervor su desacuerdo. Las dos mujeres permanecieron inmóviles junto al camino, aunque lanzaron miradas como puñales a Mynx.

—Dejad que les haga una pregunta más —pidió Mynx.

—Una pregunta, pues —accedió Phytos.

—¿Cuál es el condimento de la especialidad de Otik, el que da carácter a sus salchichas fritas? Si de veras las habéis comido en la posada El Ultimo Hogar, lo sabréis. Es una pregunta fácil. Responded deprisa pues.

—Eh… —Las dos mujeres se miraron. La vieja frunció el entrecejo antes de que la joven se volviera de nuevo hacia Mynx—. ¡Pimienta. La especia es pimienta! ¿Y ahora podéis socorrernos, o vais a tenernos hablando toda la noche hasta que se muera mi hijo?

—¿Y bien? —inquirió Phytos.

—¡Falso! —dictaminó Mynx—. No es pimienta. De hecho, no se trata siquiera de salchichas. Otik es conocido en todo Solace por sus patatas aliñadas con especias. Todo el que haya estado, aunque sea en las afueras de la ciudad, lo sabe. Además, la posada no está cerca de la plaza, tal como dice esa mujer. ¡Os han hechizado, centauros!

Por un momento, los centauros se removieron inquietos.

Algunos aprestaron sus arcos, otros llevaron las manos a los garrotes y otros se mostraban partidarios aún de la paciencia. Los esclavos, incluida Ceci Vakon, parecían igual de confusos.

Entonces la niebla se disipó.

En ese instante, los tres refugiados se esfumaron. En su lugar aparecieron tres viejas demacradas. Dos de ellas, de la misma estatura de Mynx, tenían la piel verduzca, mientras que la tercera, que superaba en varios palmos en altura a las demás, presentaba una tez azulada. En sus arrugadas caras, enmarcadas de tiesos cabellos, abundaban las verrugas y los lunares. Aparte, tenían los dientes negros y las puntas de sus dedos no acababan en uñas sino en garras que parecían duras como el hierro.

—¡Hechiceras! —gritó uno de los centauros—. Hermanos, Mynx tiene razón. ¡Nos habían embrujado! ¡Ataquemos a las hechiceras!

El centauro, un esbelto macho que llevaba sobre su grupa a un joven, pasó a la carga. Sin inmutarse, la anciana más alta alargó las manos y, rodeándole con ellas el pecho, lo aplastó. Con una carcajada, arrojó a un lado el cadáver y cogió a su jinete para infligirle el mismo final.

—¿El siguiente? —los provocó, apestando el aire con la fetidez de su aliento.

En ese instante tres centauros dispararon sus arcos. La mujer se apartó con un brinco.

—¡Por los dioses! —juró Phytos—. ¿Y la velocidad? ¿Y la fuerza?

Media docena de centauros armados de garrotes se abalanzaron contra las hechiceras que los esquivaron con habilidad para atacarlos con sus garras en el instante propicio. Al poco rato, dos esclavos y tres centauros más yacían en el suelo, víctimas de las arpías. Mynx, sorprendida sin montura en medio de la refriega, intentaba apartarse del tumulto. Finalmente, Phytos la tomó del brazo y la ayudó a salir de la maraña de cuerpos.

Los otros centauros seguían luchando, pero sus adversarias eran demasiado rápidas y siempre conseguían esquivar los garrotes.

Las hechiceras cedieron por fin terreno. Otro centauro disparó una flecha, pero las verdes se limitaron a desaparecer mientras la azul desviaba el proyectil con una mano.

—No tienen necesidad de pelear —constató Phytos—. Por lo visto sólo quieren hacernos perder el tiempo. Teníais razón, Mynx. Debe de haberlas mandado Hederick.

—¡Pero Hederick detesta la magia! —objetó Kifflewit.

—Siempre y cuando no le sea de utilidad —murmuró Mynx. Intentó recordar algo sobre magas, alguna manera de contenerlas—. ¿Dónde están las dos de color verde? —preguntó de improviso.

Un grito sirvió de respuesta a la pregunta. Uno de los centauros que Mynx tenía a la izquierda se llevó de repente la mano al cuello, donde unas manos invisibles le habían quebrado la tráquea. Mientras la criatura se desplomaba dando las últimas bocanadas, la mujer que lo estaba montando bajó al suelo.

—¡Phytos! —gritó Mynx—. ¡La gema!

Phytos no pareció comprender.

—La gema que os ha dado. Es un ojo de hechicera. Es mágica. ¡Destruidla!

Phytos miró la palma de su mano, en la que aún conservaba la piedra de color turbio. La arrojó al suelo y la pisoteó con sus cascos.

En el bosque resonaron tres alaridos. La maga azul crispó las manos en torno a sus ojos.

—¡Hermanas, me he quedado ciega! —gritó.

Entonces reaparecieron sus dos compañeras verdes, protegiéndose también las cuencas de los ojos. Bastaron tres centauros armados con garrotes para dar cuenta de ellas.

Mynx localizó a la centauro hembra con la que viajaba.

—¡Deprisa! —los urgió—. ¡Es posible que ya sea demasiado tarde!

Se llevó inconscientemente la mano al cuello, donde había puesto el Dragón de Diamantes.

Sus dedos no hallaron nada. Inmediatamente se puso a gritar, dando una orden contraria a la anterior.

Los centauros se detuvieron con protestas mientras Mynx se palpaba el cuerpo bajo la armadura buscando el dragón, con la esperanza de que se hubiera deslizado allí. Advirtiendo su expresión de pánico, Phytos comprendió de inmediato.

—¿Acaso lo habéis perdido? —consultó—. ¿El mágico talismán?

—No lo sé —respondió Mynx—. Durante la refriega he recibido empellones y codazos. Quizá se haya caído.

Humanos y centauros perdieron un valioso tiempo buscando el Dragón de Diamantes.

Finalmente, Kifflewit Cardoso lo encontró, incrustado en el barro.

—¡Aquí está! —anunció, muy contento.

Se acercó a Mynx y se lo entregó con una reverencia. Con manos temblorosas, ésta se lo ató al cuello.

—¡Deprisa! —gritó—. No hay tiempo que perder.

Los esclavos volvieron a montar y los centauros partieron al trote para emprender enseguida el galope. Los árboles pasaban, raudos, a su lado. Por el este, un resplandor amarillento anunciaba la llegada del día. Mynx bajó la vista; el Dragón de Diamantes reposaba serenamente sobre la gorguera de su armadura.

Mynx puso cara de extrañeza: faltaba uno de los diamantes. Hizo votos por que su ausencia no alterara el poder del artefacto, puesto que de todas formas no había tiempo para retroceder a buscarlo.

—¡Deprisa! —repitió—. ¡Apresuraos, por favor!

Por primera vez en su vida, la ladrona murmuró una oración.

Mientras tanto, a lomos de otro centauro, Kifflewit Cardoso se palpaba uno de los bolsillos. Sí, el diamante seguía allí. Ya estaba suelto, claro, cuando había recogido el artefacto. ¡Qué suerte que él hubiera estado allí para recuperar la joya del fango y mantenerla a salvo! Quién sabía qué complicaciones habrían tenido si se hubiera perdido, pensó.

Fuera de la celda de Tarscenio sonó un arrastrar de pasos. Sería un guardia del templo.

El anciano se puso en pie, de cara a la puerta. Los pasos se detuvieron. Unas manos manipularon el hueco del ventanuco para abrirlo.

Hederick miró a su prisionero. Inclinando la cabeza, éste aguardó a que el Sumo Teócrata tomara la palabra.

—He venido a ofreceros clemencia —dijo Hederick.

—Ah, ¿pero a qué precio, Hederick?

—Decidme dónde está el Dragón de Diamantes —ordenó el Sumo Teócrata—. Si lo hacéis, os dejaré libre.

Por lo que Tarscenio sabía, el mágico objeto se encontraba, probablemente, dando rumbos por Krynn dentro del bolsillo de un alocado kender, pero prefería morir antes que decírselo a Hederick.

—No lo sé.

—Por supuesto que lo sabéis —espetó Hederick.

—Si lo supiera, ¿para qué me habría arriesgado a venir al templo, y a vuestras habitaciones en concreto? —razonó Tarscenio.

Miró a los ojos a Hederick y no percibió vestigios del niño asustado que fue antaño.

—¿Os acordáis del lince gigante, Hederick? —preguntó en voz baja—. ¿Os acordáis de cómo le plantamos cara juntos? Hubo un tiempo en que luchasteis sin trampa.

—No os desviéis del tema —contestó el Sumo Teócrata—. Si vinisteis al templo, debe de ser porque el Dragón de Diamantes está escondido en algún sitio del recinto. ¿Es eso, verdad? Decidme dónde está y tomaré las medidas para que os trasladen con toda seguridad fuera de Erodylon.

—En forma de cadáver, sin duda —apuntó, con un encogimiento de hombros, Tarscenio.

—¡Os mataré despacio, falso sacerdote! —exclamó Hederick, descargando un puñetazo en la puerta—. Os torturaré, os lo juro. Tardaréis días en morir. Nadie se me resiste. Todo Solace será testigo de vuestra humillación.

Tarscenio siguió en silencio.

—Si creéis que vendrán a rescataros vuestros amigos, estáis equivocado —espetó Hederick—. En estos momentos, tres hechiceras los están devorando en el bosque.

—Ay, Hederick, rebajándoos a emplear la magia —señaló—. ¿Qué van a pensar los dioses?

Esa vez fue Hederick el que guardó silencio.

—Estoy dispuesto a morir, Hederick —le dijo Tarscenio—. Mi deseo es unirme con Ancilla.

—Entonces está muerta.

El antiguo sacerdote rehusó admitir que no estaba seguro. Todavía guardaba la esperanza de un milagro, de algo que permitiera que Ancilla escapase del tronco del patio.

—Sí, está muerta.

—¿Dónde está el Dragón de Diamantes, Tarscenio?

—No lo sé, ni me importa.

—Haré que os aten al tronco del vallenwood —anunció con voz meliflua Hederick— y que el materbill os destroce poco a poco, desgarrándoos a trozos.

Tarscenio recibió con un encogimiento de hombros aquellas amenazas.

—¡Por los nuevos dioses, suplicaréis piedad antes de que os llegue el final!

—Los nuevos dioses no existen, Hederick. Os lo dije hace mucho, allá en Garlund. Sólo existen los antiguos dioses, y a ellos regresaréis… antes quizá de lo que suponéis. Y entonces, Hederick, sufriréis por lo que habéis hecho.

Hederick reaccionó con un bufido.

—Os doy una última oportunidad. ¿No pensáis decirme dónde está el Dragón de Diamantes?

Tarscenio negó con la cabeza.

—¡Por los nuevos dioses, entonces levantaré hasta la última piedra de Erodylon para encontrarlo! ¡Yo he construido este templo, y puedo destruirlo si es preciso!

—Como queráis, Hederick.

El Sumo Teócrata cerró con un golpe el ventanuco.

Al poco rato, los guardias del templo llegaron para llevarse al prisionero.