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Casi sin transición, Mynx pasó de cabalgar a toda velocidad a lomos del centauro a verse inmersa en un mar de gritos de humanos, goblins y hobgoblins.

—¿Qué es esto? —gritó el kender desde su propia montura mientras todos los centauros trataban de enterarse de lo ocurrido.

—Es la caravana de esclavos —dedujo Mynx, que había reconocido a varias personas—. Deben de haberse parado a pasar la noche aquí.

—¿Pero qué hacen al norte de Solace? —preguntó, extrañado, Kifflewit mostrando una inusitada capacidad reflexiva—. ¡Si por aquí arriba no hay nada! A ver, tengo unos mapas donde así consta… —Se dispuso a rebuscar en los bolsillos.

—Creo que lo sé —contestó Mynx, a voz en cuello también—. Quizá se dirijan al estrecho de Schallsea.

Cabía asimismo la posibilidad de que fueran ciertos los rumores que afirmaban que los ejércitos se estaban desplazando hacia el norte, pensó. La ubicación de los esclavos estaba relacionada con los movimientos militares. No le sorprendería nada que Hederick estuviera colaborando con las huestes de infectas criaturas que arrasaban todo a su paso, mandando todas aquellas oleadas de refugiados a Solace.

Sin embargo, no tuvo tiempo de seguir desarrollando aquellos pensamientos: los centauros se habían enzarzado en una refriega con los goblins y los hobgoblins que custodiaban a los esclavos humanos. Al cabo de un momento, Mynx se vio obligada a luchar para preservar la vida, empuñando la espada corta del centauro sobre el que iba montada. Éste, entretanto, descargaba garrotazos con mortífera precisión y ya le había abierto la cabeza a más de un goblin.

Los hobgoblins iban bien armados, con mazas, lanzas y espadas largas y aunque los superaban en número, a aquella corta distancia que imposibilitaba el uso de los arcos, los centauros sólo podían recurrir a los garrotes.

Igual que en la ocasión anterior, los esclavos se arracimaron suplicando piedad. Finalmente, una mujer se separó del gentío. Ceci Vakon no iba vestida precisamente para una batalla. La viuda del alcalde llevaba todavía el delicado camisón que vestía la noche en que Dahos y los guardias del templo la habían obligado, junto con su familia, a abandonar su hogar. En su enredado pelo castaño quedaba, caída, una cinta amarilla, pero en sus ojos relucía una determinación inconfundible.

—Oídme —gritó—, ya perdimos una oportunidad de recobrar la libertad por culpa del miedo. ¿Vamos a desperdiciar también ésta?

Los cincuenta humanos se apiñaron aún más. Ninguno respondió hasta que la hija de la propia Ceci tomó la palabra.

—¿Y si nos hacen daño, mamá? —planteó en voz baja la adolescente.

—¡Yo lucharé! —exclamó uno de los hijos varones de Ceci, de diez años—. ¡Dadme una espada!

Enseguida, los otros dos hijos de Ceci se pusieron a reclamar armas.

Mientras a su alrededor proseguía en toda su violencia la refriega, los demás niños del grupo se sumaron a su demanda de armas. Los hobgoblins estaban demasiado ocupados esquivando los garrotes de los centauros para reparar en la insurrección que se gestaba en ese flanco.

Un hombre dio un paso adelante, avergonzado.

—Que no se diga que mis hijos van a pelear por su libertad y yo no —declaró.

Luego se adelantó otro hombre y una joven, que apoyaron a Ceci Vakon en su exhortación a los esclavos de Hederick.

—¡Nosotros estamos con la esposa del alcalde!

—¿Quién más está de mi parte? —gritó Ceci.

Aquella vez todos se pusieron en pie con un clamor unánime, tomando todo cuando pudiera servir de arma. En bloque, desde un niño de cinco años que utilizaba piedras como proyectiles a una anciana que esgrimía una aguja de hacer punto, provocaron el asombro de sus captores con su ataque.

Acostumbrados a la pasividad de los esclavos, los hobgoblins y goblins perdieron el aplomo. La misma Ceci hizo caer de un golpe al sargento hobgoblin, al que luego remató Mynx con la espada.

Al poco rato, los centauros y los esclavos habían acabado con todos los hobgoblins y goblins, que sumaban como mínimo dos docenas. También habían muerto seis humanos y varios centauros.

—Nosotros nos dirigimos a Erodylon, para plantarle cara a Hederick —informó Phytos a aquella gente—. Libres sois vosotros ahora de ir a donde queráis.

—¡Yo os acompaño, centauro! —gritó con ardor Ceci Vakon—. Me he quedado viuda a causa de la codicia de Hederick. ¡Tengo mucho de lo que pedirle cuentas al Sumo Teócrata!

Su hija la secundó al instante. Con la exaltación de la victoria, el resto de los esclavos expresó a gritos su apoyo.

En cuestión de minutos, los esclavos estaban montados sobre los centauros. Otros se quedaron a pie, con la promesa de seguir a la fuerza atacante con la mayor celeridad posible.

A la orden de Phytos, se pusieron en marcha con un estrépito de cascos por el sendero del bosque.