22

Unos minutos más tarde, Tarscenio subió a toda prisa las escaleras de la cocina para salir a otro pasillo. Era pasada la medianoche. Hederick era viejo y lo más probable era que se hallara en sus habitaciones a esa hora, descansando o durmiendo.

El problema radicaba en que ignoraba por dónde quedaban los aposentos del Sumo Teócrata. Tarscenio se maldijo para sus adentros. Helda había regresado a la cocina antes de que a él se le ocurriera consultarle, y si entonces volvía sobre sus pasos para preguntárselo perdería aún más tiempo… Suponiendo, claro, que las mujeres encargadas de la limpieza supieran siquiera dónde estaba el dormitorio de Hederick.

Sonaron unos pasos…, unos pasos furtivos. Tarscenio se ocultó en el umbral de una puerta, cerciorándose de que llevaba aún escondida la daga en la manga de la túnica.

Un novicio de hábito marrón dobló la esquina y subió por las escaleras de la cocina, con un pedazo de salchicha en una mano y media barra de pan moreno en la otra. Masticaba con fruición. Evidentemente, no esperaba encontrarse con nadie a esa hora. Tarscenio trató de recordar lo que pudo de las normas de los Buscadores antes de abandonar su escondrijo para saludar al novicio.

—¡Eh hermano, aguardad un momento!

El joven se detuvo, con una expresión de horror en la cara. Al principio, intentó esconder la comida detrás de sí, pero enseguida desistió.

—Ay, señor, es que tenía hambre. El ayuno ha durado tanto… Lo siento. Sé que robar es pecado. No se lo digáis al sumo sacerdote, por favor…

—Sí, sí. —Tarscenio atajó con un gesto las disculpas del joven—. Olvidaos de eso. No os preocupéis. Necesito vuestra colaboración. Le llevaba un importante mensaje a Hederick y he perdido el equilibrio y me he caído en este duro suelo. Me he golpeado la cabeza y ahora, qué cosa más rara, no recuerdo dónde están los aposentos de Hederick. ¿Podríais indicarme por dónde debo ir?

Con los ojos todavía desorbitados, el joven señaló hacia la derecha.

—Cruzad el distribuidor principal y tomad el corredor del centro. La puerta del Sumo Teócrata es la tercera a la izquierda. —El joven volvió a tomar un bocado—. ¿No vais a castigarme? —preguntó con tono esperanzado.

—¿Por qué iba a hacerlo, muchacho? —contestó Tarscenio, que ya se había puesto a caminar—. Pareces famélico. Nadie puede estudiar bien con el estómago vacío. Come. Pero date prisa en volver a tu habitación, y no se lo cuentes a nadie. —Tarscenio se despidió con un gesto del joven, que le correspondió agitando la mano con la que sostenía la salchicha.

El templo estaba solitario. Montaban vigilancia sólo unos cuantos guardias apostados fuera de las puertas principales. En cuestión de un momento, Tarscenio se halló junto a la habitación de Hederick. La puerta, de recia madera, estaba cerrada con llave, por supuesto. Tarscenio llamó discretamente.

—¿Ilustrísima? —susurró.

—¿Quién es? —La voz de Hederick estaba impregnada del sopor del sueño—. ¿Dahos? ¿Sois vos?

—Soy… —Tarscenio murmuró algo que sonó a un nombre—. Traigo un mensaje.

—Pasad, pues.

Tarscenio oyó un rumor de pasos y luego los cerrojos de la puerta.

Tras esperar a que se alejaran los pasos, Tarscenio entró en la habitación. Vio la figura de Hederick, acostado de nuevo, recortada sobre la cama, a la luz del fuego que ardía en la chimenea pese al calor del verano.

—¿Qué mensaje traéis, sacerdote? —inquirió, con actitud soñolienta, el Sumo Teócrata.

—Es…, es un mensaje escrito. Lo han dejado en la puerta. Como no sabía si era urgente… —Tarscenio rebuscó en sus bolsillos como si de veras llevara un pergamino con un mensaje para el Sumo Teócrata.

—Dejadlo en mi escritorio y marchaos. Cerrad vos mismo la puerta al salir.

—Sí, Ilustrísima.

Tarscenio fingió dejar algo en la mesa. Después se encaminó a la puerta, la abrió, la volvió a cerrar en silencio, y se quedó dentro. Permaneció inmóvil en la penumbra agitada por los movimientos de las llamas. La luz de Solinari penetraba por las rendijas de los postigos.

Pronto, la respiración de Hederick se tornó pausada.

Tarscenio se aproximó a la cama. El Teócrata tenía la cara abotargada por el sueño, los rollizos brazos relajados a ambos costados… y de su cuello pendía el cordel con el tesoro protegido en su envoltura de cuero.

Entonces Tarscenio alargó la mano hacia el Dragón de Diamantes.

Sintió la punzada de una lanza en la espalda al tiempo que se encendía de modo repentino una lámpara. Hederick se incorporó, riendo, y Tarscenio se vio rodeado de media docena de guardias, además de Dahos. Al cabo de un momento estaba desarmado y maniatado.

Hederick se frotaba las manos de contento.

—Hace décadas que espero este momento —afirmó con regocijo—. Queríais robar el regalo de Sauvay, ¿verdad, Tarscenio? ¡Por los nuevos dioses, pienso utilizar ese mismo regalo para destruiros!

El Sumo Teócrata abrió la bolsa de cuero.

Entonces soltó un grito de desconcierto. El y Tarscenio observaron consternados la vulgar piedra gris expuesta en su mano.

Fue Tarscenio quien primero se acordó de la figura de un kender inclinado sobre el cuerpo de Hederick en el patio occidental. Allí fue donde creyó que el kender le había devuelto el amuleto. Comenzó a reír entre dientes y luego a mandíbula batiente, descontrolado.

—Os mataré por esto, pecador —espetó Hederick, antes de ponerse a impartir órdenes—. Dahos, reconsagraremos el templo mañana por la mañana, en el servicio del amanecer. —Continuó hablando, sin hacer caso de las protestas de Dahos, que aducía la falta de tiempo—. El plato fuerte de la ceremonia será la ejecución de un falso sacerdote de los Buscadores.

—Por los dioses, Tarscenio está perdido —susurró Olven—. De acuerdo, Marya. Cooperaré contigo.

La escriba se bajó del taburete y corrió a su lado, pero el moreno aprendiz la contuvo levantando la mano.

—Lo haré yo, Marya, no tú.

—¿Por qué quieres asumir tú la responsabilidad? —le preguntó—. Ha sido idea mía.

—Tú la has expresado primero, pero yo ya lo tenía en la cabeza desde la primera atrocidad de que he dejado constancia. Ese hombre es malvado.

—Pero…

Marya no supo qué añadir ¿Qué importaba quién alterara la historia de Hederick, pensó, con tal de que lo hiciera alguien?

Olven respiró hondo antes de volver a tomar la pluma. En ese momento, no obstante, por la puerta de la Gran Biblioteca entró Eban para encaminarse, fresco y pletórico de energías, al escritorio que compartían.

Marya torció el gesto, pero reprimió el gruñido que pugnaba por salir de su garganta.

—He pensado que te convendría un descanso —le dijo a Olven el joven aprendiz—. Estoy impaciente por sumergirme otra vez en esta historia para ver qué pasa. ¿Ha sido vencido por fin Hederick?

Olven y Marya intercambiaron una mirada, con expresión cansada, que contrastaba con el juvenil entusiasmo de Eban.

—Tengo que escribir un trozo más —adujo Olven—. Después puedes ocupar mi lugar.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Eban, reparando por fin en sus sombríos semblantes.

—Han capturado a Tarscenio —se limitó a explicar Marya—. Deja que acabe Olven.

Olven cerró los ojos, como si fuera a entrar en trance. Después los abrió, y sólo Marya pudo percibir que su estado de sopor era fingido. Eban se situó entre los dos para ver las palabras que surgían bajo la pluma de Olven.

«De pronto, Hederick se llevó la mano al pecho y se desplomó con un grito —escribió Olven—. Cuando sus ayudantes llegaron hasta él, el Sumo Teócrata estaba muerto».

—¡Por los dioses! —murmuró Eban—. ¿Hederick ha…?

Los tres contemplaron las palabras de Olven. De improviso, con lágrimas en los ojos, Marya se adelantó para posar la mano sobre el hombro de Olven, aquejado por un visible temblor.

—Olven —dijo—, creo que hemos cometido un…

En ese instante, Olven exhaló una exclamación. La pluma se deslizaba sobre el pergamino, pero, a juzgar por la atormentada expresión del escriba, lo bacía sin obedecer a la voluntad de éste. Con rapidez, la pluma retrocedió, eliminando palabras y frases hasta que el pergamino quedó tal como estaba antes del falso trance de Olven. La larga pluma blanca cayó flotando al suelo de la biblioteca, pero ninguno de ellos le prestó atención.

Marya fue la primera en hablar.

—¿Te encuentras mal, Olven?

Con la cara surcada de lágrimas, el aprendiz negó con la cabeza. Con afectuoso gesto, Marya lo animó a ponerse en pie y, sosteniéndolo en parte, lo llevó fuera de la biblioteca. Eban los miraba con ojos como platos. El aprendiz pelirrojo dudó un poco antes de instalarse en el lugar de Olven y tomar una nueva pluma.

En su celda, en el corazón de la Gran Biblioteca, Astinus asintió para sí mientras leía el nuevo pasaje en la página de su propia historia.

«Y en ese momento, dos aprendices de escriba de la Gran Biblioteca de Palanthas trataron de alterar el curso de la historia. Pronto aprendieron, sin embargo —como les sucediera a un sinfín de aprendices de la Gran Biblioteca antes de ellos— que uno sólo puede cambiar la historia viviéndola, pero no simplemente con desearlo».