Tarscenio buscó los peldaños que había visto acoplados a la pared, detrás de las cascadas de agua, y trepó por ellos. Como medida de precaución, apagó la mágica luz de la lanza antes de levantar la trampilla.
Ésta daba a un pasillo al que salió, pegándose a la pared. Demasiado tarde, cayó en la cuenta de que dejaba un escandaloso rastro de agua. «¿Por qué no pintar una flecha en el suelo que diga “Fugitivo, por este lado”?», pensó con disgusto.
Captó un olor a comida y jabón. Aquélla debía de ser pues la zona de la cocina y la lavandería. Y donde había lavandería, había ropa seca.
Siguió adelante, al amparo de la pared. Las estancias del corredor no tenían puertas. En los umbrales, sólo unas cortinas impedían la visión de su interior. Asomó la cabeza en la primera, donde ardía una lámpara. Vio escobas, bayetas, cubos de madera y estantes con innumerables orinales, pero ninguna pieza de ropa.
La sola excepción era un delantal, que cogió a toda prisa antes de retroceder por el pasillo para borrar con él las huellas de su paso.
Justo entonces, sonaron unas estridentes risotadas. Se quedó petrificado. No se dio cuenta de que no lo habían descubierto hasta que oyó un vozarrón femenino que provocó otro coro de carcajadas.
Unos rápidos pasos se acercaban, sin embargo, de modo que se precipitó hacia el otro lado del pasillo, detrás de una cortina.
Se vio inmerso en un ambiente cargado de vapor. La tenue luz dejaba entrever tan sólo una hilera de algo parecido a las asas de los ataúdes. Tarscenio agarró una y dio un tirón, pensando que tal vez fuera la puerta de un pasadizo secreto.
Un artilugio, semejante a un cajón, salió rodando sobre unas diminutas ruedas. Dentro, unas clavijas de madera sujetaban unos rollos de tela blanca. De debajo del suelo subía aire caliente.
—Una habitación para secar la ropa —murmuró Tarscenio, intrigado—. Muy ingenioso.
—¡Hola, cariñito!
Tarscenio se volvió, sobresaltado, y vio a una sonriente y atractiva joven pelirroja. Llevaba el pelo alborotado y por su ropa y expresión parecía bastante descocada. Iba descalza: seguramente por eso no la había oído aproximarse.
—¿Eres una de las nuevas chicas, cariño? —preguntó, riendo—. ¡Vaya, vaya! ¡A Hederick le ha dado por contratar mujeres bien feas!
—¿Qué pasa, Helda? —Otra mujer corrió la cortina—. ¿Hablas sola…? ¡Ah, mira quién está aquí!
Por segunda vez en pocos días, Tarscenio se quedó sin habla delante de una mujer. Aferrado a su lanza, esperó.
—¿Qué? —inquirió una mujer de cabello moreno—. ¿Eres uno de los prisioneros de Hederick?
—Mmmm, todavía no —respondió Tarscenio—. Aunque podría pasar a serlo de un momento a otro.
Las mujeres se echaron a reír como si hubiera dicho algo graciosísimo. Entonces comenzó a sospechar que estaban algo achispadas. La mayoría de ellas parecía haber tomado más de dos copas.
—¿Trabajáis aquí, señoras? —les preguntó Tarscenio.
En la húmeda estancia resonó una nueva oleada de risitas.
—¡«Señoras»! ¡Nos ha llamado «señoras»! Qué salado, ¿eh? Hacía veinte años por lo menos que no me llamaban «señora». ¿Estás casado, ricura?
Al ver que, tras una breve vacilación, Tarscenio asentía con la cabeza, adquirieron una expresión grave, un instante, antes de reanudar su charla. La pelirroja que lo había encontrado, agitando un abanico imaginario, dedicó una profunda reverencia a la morena. Las demás estallaron en carcajadas y pronto todas se abanicaron, prodigándose reverencias unas a otras.
Quizá los Buscadores habían abierto una casa de acogida para locos o dipsómanos, aventuró para sus adentros Tarscenio. Quizás había ido a parar al dormitorio principal. Al fin y al cabo, ignoraba cuánta distancia había recorrido en los túneles subterráneos.
—Esto es Erodylon, ¿verdad? —consultó a la mujer que tenía más cerca—. El templo.
Evidentemente, había logrado superar los niveles de hilaridad con aquella pregunta. La mujer estuvo riendo hasta que una de sus compañeras resbaló, mientras practicaba una reverencia, y fue a parar con un alarido al suelo. Entonces, la jovencita pelirroja se volvió hacia Tarscenio.
—¿Qué tal, cariño? Yo me llamo Helda —se presentó—. No vas a llegar muy lejos corriendo por el templo con esa ropa. —Mandó salir al pasillo a todas las mujeres salvo a una—. Es mío. Yo lo he visto primero, así que volved al trabajo, «señoras» —añadió, provocando otra oleada de carcajadas. Tarscenio adivinó que les había proporcionado material de diversión para varios días.
Con la ayuda de la mujer morena, Helda tiró del asa de otro tendedero de ropa. Aquél contenía túnicas marrones.
—Quedaréis muy bien como sacerdote, aunque sois más alto que la mayoría —comentó mientras rebuscaba entre las prendas—. Qué sois pues, ¿un prisionero que ha huido? ¿Un asesino? Ay, me encantaría que fuerais un asesino. Yo misma le clavaría un cuchillo a Hederick si no fuera porque paga puntualmente. No mucho, pero no se retrasa. De todas formas, no me duraría mucho la tristeza si otra persona lo matara. ¿Qué os parece éste? —preguntó, mostrando una túnica, sin esperar a recibir una respuesta de Tarscenio.
—Le va a ir demasiado justa en los hombros —dictaminó la mujer morena.
—Es el de mayor talla que hay aquí. Tendrá que servir.
—Seguro que irá perfecta —se apresuró a aprobar Tarscenio, tomando la prenda—. ¿No bajan aquí los guardias en sus rondas de vigilancia?
—A veces —repuso Helda—. Cuando están cociendo pasteles, vienen a veces a hacernos una visita. A mí no me pagan para provocarlos, así que siempre hacemos pasteles de más. Pero sólo bajan cuando se hornea, no cuando hay colada, como es el caso ahora.
—¿No es ésa la manera de comportarse de todos los hombres? —observó, con un suspiro, la morena—. Aparecen cuando hay dulces y luego…
—Querría probarme esto —la interrumpió Tarscenio.
—Probadlo pues. —Las dos mujeres lo miraron como si tuviera monos en la cara.
—¿Podrían, señoras, ehm, salir…, bueno, dejarme cierta intimidad?
Helda y su amiga intercambiaron codazos y risitas.
—Ésta es una señal segura de calidad, Helda —dijo la morena mientras lo dejaban solo—. El pudor extremo. Yo, la verdad, nunca he tenido esa clase de remilgos. ¿Te conté lo de aquella vez que…?
Por fin dejó de oír la voz. La morena debía de haber vuelto a la cocina. Tarscenio se puso la túnica. Le iba un poco estrecha, pero estaba seca y tenía una capucha.
Asomó la cabeza por la cortina y vio a Helda, fuera, apoyada en la pared. Tenía una daga en la mano, que le ofreció con la empuñadura por delante.
—Es mía —dijo en voz baja—. Nunca se sabe cuando los guardias del templo se van a propasar, y yo mantengo ciertas normas. —Sacudió las manos para impedir que le diera las gracias—. La vais a necesitar. Esa lanza no combina mucho con una túnica, y supongo que no pretendéis llamar la atención. —Aceptó la lanza de Tarscenio a cambio de la daga y la guardó en una pila de sábanas—. ¿Seguro que estáis casado?
—Seguro —corroboró, con una sonrisa, Tarscenio.
—Una pena —contestó la joven.
—No tengo forma de pagaros la daga.
—Hacedme un favor entonces. —Helda inclinó la cabeza, se quitó la cinta que ceñía su blusa y le enseñó a Tarscenio la espalda: un laberinto de verdugones, antiguos y recientes—. Hacedlo sufrir —susurró, dirigiendo una ardiente mirada a Tarscenio—. Haced que pague.
Tarscenio dudó un instante antes de asentir. Helda giró sobre sí y se encaminó a la cocina sin añadir nada más.