2

La hermana de Hederick tenía treinta años casi, pero se la veía joven y espléndida. Sus delgados dedos se curvaban en torno a la nudosa y gastada empuñadura de un bastón de madera.

Los aldeanos la observaban, mudos de asombro.

—Cilla —dijo por fin Hederick en un susurro, que resonó como un grito en medio del silencio.

Ella cerró los ojos y movió los labios como si hablara para sí y, luego, se volvió hacia él. Entonces a su cara asomó una sonrisa que el chico conocía bien.

—Te dije que volvería por ti, Hederick —dijo en voz baja—. Lo que no pensaba era que mi hermanito se habría convertido en un hombre durante mi ausencia.

Cuando Ancilla comenzó a caminar hacia él, Venessi le clavó las uñas en el brazo. Hederick permaneció quieto en su asiento y no realizó ningún movimiento para estrechar la mano que le tendía Ancilla.

Tras un carraspeo, Tarscenio medio se levantó y habló con voz aún enronquecida.

—Sois Ancilla, deduzco. —Pronunció su propio nombre—. Yo soy un sacerdote de los Buscadores.

La hermana de Hederick dirigió sus fríos ojos verdes hacia él, pero no tuvo tiempo para responder, porque Venessi recobró en aquel instante el habla.

—¡Es una bruja, Tarscenio! —espetó con un resto de su antigua actitud autoritaria—. Yo la condené hace años. Echadla de aquí. Es malvada.

Por el atractivo semblante de Tarscenio pasó una sombra de enojo.

—Señora —dijo, irguiéndose en toda su estatura, al lado de Venessi—, esta mujer es vuestra hija. Parece que habéis adoptado la mala costumbre de expulsar a vuestros hijos.

—Utiliza la magia —declaró, gesticulando con nerviosismo, Venessi—. ¡No hay más que verla! ¿Es, ese atuendo, propio de una mujer decente?

Tarscenio observó a Ancilla como miraría una fuente un hombre acosado por la sed.

—Tal vez —contestó por fin. Su voz recuperó su resonancia habitual—. Venessi, aquí os toleramos únicamente porque sois la madre de Hederick. Guardad silencio.

Venessi asestó a Ancilla una mirada de odio descarnado y hundió aún más las uñas en el brazo de Hederick.

—Podría destruiros fácilmente —advirtió a Tarscenio Ancilla, que no había dejado de observarlo ni un momento—. Vuestros poderes son poca cosa comparados con los míos.

—Vuestra túnica blanca me indica que militáis en las filas del Bien —replicó Tarscenio sin inmutarse—. Por lo que he estudiado, una persona así no mata a ciegas. Además, yo cuento con mis dioses para protegerme, Ancilla.

Mantuvieron las miradas clavadas durante un momento que pareció una eternidad.

—Los Buscadores están en un error —afirmó ella.

—Siempre existe esa posibilidad con los humanos.

—Los dioses de los Buscadores son pura ficción.

—Mucha gente cree en ellos, Ancilla.

—He visto a muchos como vos —dijo con calma—. Ofrecéis esperanza a los pobres y después los abandonáis. Los desposeéis de todo cuanto tiene un valor material y ellos no se dan cuenta hasta que os habéis ido. Sois un charlatán.

—La gente que tiene esperanza no es pobre.

—¡Pero esa esperanza es vana! —gritó Ancilla, con un brillo airado en la mirada—. ¡No existen los dioses de los Buscadores!

—Yo creo en ellos —repitió Tarscenio.

—Claro —replicó Ancilla—. Ellos os están haciendo rico, sacerdote.

Los incultos aldeanos observaban, fascinados, sin comprender gran cosa de la argumentación. Sí se daban cuenta, no obstante, de que aquella bruja condenada había desafiado a su hombre santo y preveían por ello que en breve la propia Omalthea se manifestaría para dar cuenta de la hechicera.

—¿Y vuestros dioses, Ancilla? —contraatacó Tarscenio—. ¿Dónde están ellos mientras desfallece el espíritu del mundo? Vuestros antiguos dioses son los causantes últimos de esta miseria. —Ancilla guardó silencio y Tarscenio añadió, en voz baja—: ¿Sois maga?

—Sí —confirmó ella con la cabeza bien alta—. He estudiado durante diez años y he superado por fin la Prueba.

—¡La Prueba! —susurró una mujer.

Los demás exhalaron exclamaciones ahogadas.

—¡Matadla! —vociferó otra mujer.

Otros, animados por Venessi, corearon el grito.

Tarscenio los acalló con un imperioso gesto.

—Esta mujer está bajo mi protección…, por el momento.

»Ancilla —prosiguió, sin hacer caso de la queda carcajada proferida por ésta—, lleváis de manera ostensible esa túnica blanca, cuando tal vestimenta podría costaros, hoy en día, la vida en la mayoría de las poblaciones. Como los Caballeros de Solamnia, los magos de Kiynn faltaron a su promesa de salvar al mundo del Cataclismo. El pueblo tiene razones de sobra para querer vengar esa traición. La mayoría de los magos son más prudentes en la actualidad.

—¿Adónde queréis ir a parar? —inquirió Ancilla, arqueando las cejas.

—¿A qué habéis venido, Ancilla?

—Lo mismo podría preguntaros yo.

Se miraron fijamente a los ojos durante un momento. Venessi apretaba con tal fuerza el brazo de Hederick que había dejado con las uñas unos semicírculos rojos por los que manaba la sangre. Él reparó vagamente en ello, como si se tratara de la sangre de otra persona.

Ancilla alargó la mano derecha y en su palma apareció un montoncillo de polvo azul mezclado con hierbas.

Bhazam illorian, sa oth od setherat —susurró.

Luego, cerró la mano y la volvió a abrir. El polvo se había esfumado y en su lugar reposaba un dragón de contornos perfectos, de cuyo cuerpo parecía brotar la fina asta de una lanza. Las gemas transparentes que le recubrían la espalda lanzaban destellos de luz. Al principio, Hederick pensó que aquella figura de ojos de rubí era una estatua, pero entonces ésta cambió de postura y, desplegando unas membranosas alas, miró en torno a sí.

Ancilla volvió a repetir las mismas palabras y movimientos con la mano izquierda. Sobre ésta se materializó una diminuta réplica de Tarscenio, de la mitad del tamaño del dragón, que desenvainó una espada tan minúscula como una astilla, mucho más corta que la lanza del dragón. Al ver aquella reproducción de Tarscenio, el pequeño dragón emitió un chirrido y, alzando el vuelo, se abalanzó sobre ella con las garras extendidas.

—¡No, Ancilla! —gritó Hederick.

Bhazak círik —dijo de inmediato Ancilla, y las dos figuras desaparecieron. Dirigió a su hermano una mirada compasiva en la que se advertía, empero, la frustración por no poder dar rienda suelta a su poder—. ¿Proteges a este «sacerdote», Hederick? ¿Qué te ha ocurrido para que cambies así?

Hederick zafó el brazo que tenía apresado Venessi.

—Tarscenio me salvó la vida. —Le expuso con brevedad su encuentro con el lince y todo lo que había sucedido desde la llegada de Tarscenio a Garlund—. Nos ha enseñado la religión de los Buscadores. Yo… yo quiero aprender de él, Cilla.

—Pero he venido a buscarte, Hederick —le recordó Ancilla—. Hace tiempo que sueño con este día. Yo te formaré en la verdadera religión. Mis dioses, a diferencia de los de este sacerdote impostor, son auténticos. Ve por tus cosas, Hederick.

La tentación de escapar de Garlund era grande, y más cuando Hederick volvió a notar la mano de Venessi que se cerraba de nuevo como una tenaza en torno a su brazo. Pero Ancilla había estado fuera demasiado tiempo. Hederick había encontrado un nuevo paladín, y Ancilla había hablado mal de él.

—Quiero estudiar con Tarscenio —dijo con terquedad. Entonces oyó cómo el sacerdote de los Buscadores exhalaba un prolongado suspiro, y volvió a soltarse de la mano de Venessi—. Tiene mucho que enseñarme.

Ancilla guardó silencio un momento. Su mirada iba de su hermano a Tarscenio, sin posarse ni una sola vez en Venessi.

—Seguro que sí —musitó por fin—. Esto se merece una oración. Estaré en la arboleda, Hederick, por si cambias de parecer.

Ancilla se volvió con un revuelo de la falda que hizo asemejar su túnica a un par de alas blancas.

—Gentes de Garlund, escuchadme —reclamó—. Sabed que dispondré guardas alrededor de la arboleda. No intentéis interponeros en mi camino si apreciáis en algo vuestro bienestar.

—¡Bruja! —la insultó un hombre, arrojándole una jarra llena de cerveza a la cabeza.

—¡Esherat! —Gritó Ancilla, levantando una mano.

La jarra chocó contra una invisible barrera y se hizo añicos. Los pedazos se desparramaron a su alrededor sin tocarla.

—Maga, bruja, qué más da —dijo con un encogimiento de hombros—. Me valgo de la magia. Pero la aplico para buenos fines.

—¡Buenos según vuestra opinión, bruja! —espetó el mismo hombre.

—Desde luego —confirmó con sorpresa Ancilla—. ¿Qué esperabais, si no?

Dio una palmada y, tras susurrar una orden, desapareció en medio de un torbellino de nieve plateada. En el mismo instante, sobre la arboleda se hizo visible un resplandor que se introdujo al poco rato entre los árboles.

Los aldeanos guardaron silencio un momento y, luego, el aire se llenó de juramentos y parloteos.

—¿Vamos tras ella, sacerdote? —consultó el individuo que había arrojado la jarra—. Si fuéramos todos…

—¡Matad a la bruja! —gritó Venessi. Estaba medio de pie, con los puños apretados, apoyada sobre la mesa como una gallina gordezuela.

—Ancilla no ha hecho daño a nadie —aseguró con aplomo Tarscenio—. Y no olvidéis que ella también es de este pueblo. Todavía es pariente vuestra.

—Pero ¿y el dragón? ¿Y la figura que era como vos?

Tarscenio soltó un bufido, pero estaba más pálido que de costumbre.

—Pura ilusión. Cualquier artista de segunda fila puede hacerlo. Sedelon talimen overart calo.

El sacerdote abrió la mano y en ella aparecieron recostados, uno al lado de otro, un minúsculo dragón y un Tarscenio en miniatura. Era estatuas y no figuras animadas. El sacerdote cerró la mano y, cuando volvió a abrirla, ya no estaban.

No tuvieron más noticias de Ancilla. Pese a ello los aldeanos dirigían de vez en cuando instintivas miradas de aprensión hacia la arboleda. Al cabo de dos días, a medianoche, Hederick fue a la casa de oración de Tarscenio y encontró vacío el templo de los Buscadores. Lo mismo sucedió la noche siguiente, y la otra y durante varias noches sucesivas. Tal vez, aventuró para sí el muchacho, Tarscenio fuera a rezar a la pradera después de oscurecer. Durante el día volvía a estar en Garlund, sin embargo.

Con el fin de mitigar su creciente inquietud con respecto al hombre que había llegado a idolatrar y apaciguar a los dioses que había aprendido a adorar, Hederick redobló en sus esfuerzos para erradicar la blasfemia. Había adquirido gran experiencia en entrar en las casas sin hacer ningún ruido. Desde el fallecimiento de Kel’ta y de los Synd, algunos garlundeños habían adoptado la precaución de cerrar la puerta tras la puesta del sol. Hederick era, sin embargo, pequeño y podía introducirse por ventanas y aberturas que no se les ocurría cegar.

Mezclaba el veneno de macaba con albahaca u otro condimento. Como se trataba de una sustancia bastante insípida, el infortunado pecador no la detectaba hasta que ya era demasiado tarde, cuando lo aquejaba un violento paroxismo que le permitía tan sólo un momento de conciencia, que normalmente invertía en una desesperada negación de su inminente muerte. Bastaba una pequeña cantidad de macaba para matar a la víctima y su efecto era tan fulminante que ésta no tenía tiempo para dar la voz de alarma.

Era un veneno perfecto.

Cuatro personas más perecieron esa semana. Los aldeanos achacaron las culpas a la bruja, a la que no habían visto desde su llegada, unos días atrás. Por el momento, no obstante, el miedo les impedía atacarla en su refugio.

Hederick prosiguió con su campaña de limpieza todas las noches y sólo dormía unas cuantas horas antes del alba. Durante el día, con Tarscenio, estudiaba el credo de los Buscadores y antiguos pergaminos de la religión como la Praxis. De este modo, tomaba conciencia cada día de un nuevo pecado que los nuevos dioses le habían ordenado extirpar. Los aldeanos violaban alegremente las leyes divinas, como si se tratara de meras recomendaciones venidas de unos dioses joviales e indulgentes.

Así se lo comentó un día a Tarscenio.

—Fijaos en Fridelina Bacque —señaló—. Ayer mismo la vi preparando una pasta con harina de avena, maíz y leche que se aplica en la cara para suavizar las arrugas. Y lo hace pese a que la Praxis condena, aquí mismo, la vanidad del cuerpo como un pecado.

Esperaba que el sacerdote se levantara de un salto y corriera a pedir cuentas a la mujer, pero éste se limitó a encogerse de hombros.

—Hederick, tiene cuarenta años casi. Sólo intenta ganarse el corazón de Peren Volen. En caso de que sea un pecado, es un pecado inofensivo. De todas formas, dudo que Fridelina esté al corriente de este pasaje concreto de la Praxis. Son pocos los que saben leer en el pueblo, y todavía no he llegado aquí en las predicaciones de la tarde.

—¿Y eso es una excusa? —se indignó Hederick—. ¡Está violando la ley de los Buscadores! ¿Y no merece Peren Volen también castigo por refocilarse en los extremos en que incurre Fridelina para atraer su atención? Todo el pueblo se ríe con eso. ¿No son importantes todas y cada una de las normativas sagradas? ¿Y qué es un «pecado inofensivo», Tarscenio?

Hederick estaba tan alterado que tuvo que callar para recuperar el aliento. El sudor humedecía su pelo castaño rojizo.

El sacerdote tenía los ojos enrojecidos y, bajo éstos, la piel aparecía traslúcida y arrugada. Tras exhalar un suspiro, tomó un sorbo de la hidromiel que había sido su compañera casi constante desde la llegada de Ancilla.

—Hederick —explicó con tristeza—, yo diría que no todas las palabras de la Praxis poseen una importancia equiparable… o un grado de verdad idéntico. Este documento tiene cientos de años, chico. Ha sido copiado muchas veces por clérigos de aptitudes no siempre iguales. ¡Qué fácil sería que se hubieran filtrado errores o malas interpretaciones en los conceptos!

—¿Errores en la Praxis? —replicó Hederick con voz estrangulada—. ¿Cómo os atrevéis a decir tal cosa?

A Tarscenio le pesaban los párpados.

—Estoy cansado, chico. Serías capaz de pasar horas y horas machacando lo mismo. Déjame solo.

Hederick insistió, con el pulso acelerado.

—Pero ¿cómo pueden permitir los nuevos dioses que se formen errores en la Praxis, Tarscenio? ¿Estáis diciendo que los dioses son falibles? Si los dioses de los Buscadores no protegen todas las palabras de sus pergaminos sagrados, ¿cómo va a saber un principiante como yo qué frase es correcta y cual no? Tenéis que estar equivocado.

Hederick se sentó envarado como un palo y tiró al sacerdote de la manga.

—¿Es esto una prueba para comprobar mi fe? ¿Me estáis poniendo a prueba, verdad?

Hederick observaba esperanzado a Tarscenio, pensando que no sería raro en él sondear hasta qué punto podía enfurecerlo, con objeto de calibrar su devoción para con los Buscadores. Esperaba que le dedicara una sonrisa y una palmada en la espalda, pero el sacerdote se limitó a apurar su jarra.

—Tarscenio…

—¡Déjame tranquilo!

Volvió a llenar la jarra, derramando hidromiel sobre la alfombra. No hizo nada para limpiar la mancha, pese a que la ley de los Buscadores especificaba sin sombra de duda que había que mantener la disciplina en el propio entorno con el mismo rigor que en los pensamientos y emociones.

—La Praxis aconseja prudencia en el consumo de alcohol —reprobó Hederick.

—Eso es para los de condición inferior —espetó Tarscenio—. La Praxis también dispone que no llevemos ciertos tipos de lana en determinadas estaciones, y a mí me parece que, en caso de que existieran, los nuevos dioses no perderían el tiempo preocupándose por tales nimiedades.

—¿En caso de que existieran…? —A Hederick le latía el corazón con tal violencia que pensó que iba a expirar allí mismo.

—Coge ese maldito pergamino —indicó sin inmutarse Tarscenio— y vete a estudiar a otra parte, muchacho. Me estás dando un dolor de cabeza de proporciones colosales con tanto parloteo.

Luego se fue cojeando hasta un sillón y se dejó caer en él, dando la espalda a Hederick.

Herido y con la sensación de verse traicionado, el muchacho obedeció ciegamente la orden. Pasó el resto del día detrás de la casa, encorvado sobre el pergamino. Examinó cada palabra, solicitando la guía divina, con el deseo de que fuera él quien estuviera equivocado y no Tarscenio. Tan absorto estaba en el estudio que ni siquiera atendió la llamada para la cena.

Localizó el pasaje que hablaba de las prendas de lana y lo llenó de regocijo el que los nuevos dioses se preocuparan por los más mínimos detalles de las vidas de sus devotos. Revisó las partes dedicadas a la glorificación del cuerpo por encima de la mente y llegó a la conclusión de que Fridelina y Peren —y la mayoría de los habitantes de Garlund— habían cometido más pecados de lo que creía antes. Tenía una gran labor que realizar.

Hederick estuvo indagando en las palabras de la Praxis, que venían copiándose a mano desde hacía siglos, hasta que fue incapaz de seguir leyendo. Por fin, justo cuando el sol prestaba sus últimos rayos de luz antes de ponerse, encontró un pasaje que le resultó inspirador y aterrador a un tiempo.

No permitáis que viva el que usa hechizos —decía la Praxis—. La magia corrompe y contagia. La magia proviene de los antiguos dioses traidores. La magia, si no se la ataja, mancilla hasta a los mejores fieles. La magia y la creencia en ella es maligna. Los que buscan a los nuevos dioses no tienen necesidad de magia.

Tarscenio estaba cambiado desde que había llegado Ancilla, caviló el muchacho recordando el abundante consumo de hidromiel y las palabras irreverentes del sacerdote. ¿Lo habría hechizado su hermana desde el primer momento? ¿Acaso no lo había incitado, ese primer día, a utilizar encantamientos, con su demostración con las miniaturas de dragón y de hombre? ¿Y no acechaba todavía en esos momentos la bruja, igual que un ave rapaz, a corta distancia de Garlund? Había dedicado diez años a estudiar las artes de la magia, ¡diez años que debería haber dedicado a cuidar de él!

Como si la misma Omalthea le hubiera insuflado directamente aquel pensamiento, Hederick supo de pronto dónde pasaba las noches Tarscenio. Ancilla lo había corrompido. De ello se desprendía que él era entonces el único auténtico creyente en una ciudad de pecadores. Pero ¿qué podía hacer? Hederick se arrodilló para rezar hasta que los dioses le enviaran una señal.

Y así lo hicieron. Le enviaron una maravillosa, sagrada y terrible señal.

En Garlund era más de medianoche. Hederick llevaba horas oculto en la hierba de la pradera, al oeste del pueblo, rezando a los nuevos dioses con la vista fija en la luna roja.

Al principio, había tomado conciencia de todos y cada uno de los sonidos que se producían entre las plantas a su alrededor. Las arañas de la pradera, pese a tener sólo un tamaño como el de su puño, construían unas telarañas tan grandes que un enano tenía pocas posibilidades de escapar.

Las garrapatas de Southlund, aun sin ser mayores que su pulgar, eran capaces de chuparle la sangre a un ciervo adulto en medio día, y era muy difícil desprenderlas una vez se habían agarrado a su presa. A veces ocurría que los elementales de la tierra, disfrazados de pequeños montículos, afloraban a la superficie de la pradera y engullían todo cuanto se hallara en ella.

Pasó, con todo, un rato, hasta que se apagaron todas las lámparas de Garlund salvo una. Hederick sintió como si estuviera solo con los nuevos dioses. En la pradera aún había murmullos, pero ningún sonido de pasos quebraba el silencio de la noche.

Después, la última lámpara —la de la vivienda de Tarscenio— se apagó también. Sonó el crujir de una puerta y, a continuación, una alta figura salió con paso vacilante de la casa de oración. Tarscenio se detuvo a observar con detenimiento la pradera en dirección a la Arboleda de Ancilla y, tras mirar un instante la luna Lunitari, se puso a andar hacia el norte.

El chiquillo lo observaba con el corazón encogido por la desilusión. Con la ayuda de la magia, la bruja había destruido a un devoto sacerdote en menos de una semana. No cabía duda, los Buscadores no podrían alcanzar ninguna posición de poder en el mundo hasta no haber erradicado la magia.

Tal vez el único objeto de la vida de Tarscenio había sido convertir a Hederick a la religión de los Buscadores. En ese momento dicho objeto estaba cumplido y los dioses de los Buscadores no tenían ya necesidad de él. Quizá se había reducido a una bestia idiotizada, consciente sólo del hambre y la sed… y del bajo instinto que lo llevaba a ir a ver a Ancilla en el corazón de la noche.

Mientras se fijaba en la ruta que tomaba el sacerdote para atravesar la pradera, Hederick oyó una voz —proveniente de los dioses, estaba seguro—, que lo urgía, Síguelo. No podía negarse. En ocasiones Hederick se acercaba a Tarscenio, pero el avispado espadachín que él había conocido no sospechaba nada. En ningún momento tocó siquiera el arma. Su cuerpo alto y musculoso se movía como el de un muerto resucitado. Su mirada tenía un único foco de atracción: la arboleda.

Cuando todavía quedaba un trecho hasta los árboles, la misma voz interior avisó a Hederick, Detente. No te aproximes a la bruja. Ha puesto guardas. Reza. Hederick se hincó de rodillas.

Tarscenio siguió adelante solo.

—Omalthea —invocó Hederick—, mándame una señal que me indique cuál es tu deseo. En todo Garlund soy el único que es realmente devoto. Tu sacerdote ha perdido la fe. Sé que mi destino es continuar sin él. Hazme digno, te lo imploro, divina diosa. Mándame una señal.

Con el cuerpo dolorido hasta el alma, los puños apretados, los llorosos párpados cerrados con crispación y la cabeza postrada, Hederick solicitó la gracia y sabiduría de Omalthea.

En ese momento el muchacho advirtió una intensa luz.

—¡Por los nuevos dioses! —musitó.

Aquella iluminación no podía provenir de Solinari ni de Lunitari, pues ni la luna roja ni la plateada estaban tan llenas como para irradiar aquel resplandor. La luz, difusa al principio, se concentró al poco rato en un altozano que tenía justo enfrente, hasta formar una rutilante columna en cuyo interior danzaban chispas de color verde, azul y púrpura. El súbito rugido atronador del viento le llegó a los oídos.

—Omalthea, ten piedad —gritó.

¿Era aquello una señal de los nuevos dioses? ¿O tal vez Ancilla había detectado su presencia y había recurrido a la fuerza de su magia?

El olor de una forja le asaltó el olfato, haciendo asomar nuevas lágrimas a sus ojos. Hederick creyó notar en la lengua el sabor del metal, calentado casi hasta el grado de fundición. El vendaval le barría el pelo. Sollozando, sin ver nada, se tumbó boca abajo en la hierba.

El viento cambió, adoptando el tono de un lamento fúnebre. Engullido por la luz, los sonidos y el olor, Hederick temblaba como un azogado.

—Ferae, hija de los dioses, acude en mi ayuda —suplicó—. ¡Cathidal, Zeshun, Sauvay, Omalthea, os lo imploro! Mi único deseo es serviros. No eliminéis…

Entonces cesó todo, el rugido, el lamento y los gemidos del viento.

Hederick permaneció en el suelo, aquejado de espasmos, en medio de un resplandeciente círculo, bañado en un fuego que no quemaba. El corazón le latía, desbocado, en el pecho. Sus manos y pies habían perdido todo rastro de calor.

Hedderrrick.

No podía abrir los ojos.

Hedderrrick.

Lanzó un gemido, convencido de que se quedaría fulminado, ciego o se volvería loco si levantaba la cabeza. Aunque rezaba para que aquello fuera la prueba de que estaba predestinado para un futuro de grandeza, el miedo lo paralizaba de tal modo que era incapaz de despegarse de la aplastada hierba, ni siquiera para aceptar la distinción de la excelencia.

Hedderrrick. Te ordeno que te levantes.

—Me voy a morir —susurró Hederick.

Teeengo planes para ti. Debbes ser mi sacerrdote, Hedderrrick. Tee necesito. Leeevántate.

Hederick respiró hondo y luego espiró muy despacio el aire, tratando de expulsar el miedo. Los dioses lo llamaban, ¿o no? ¿Era eso lo que había sentido Venessi cuando experimentaba las visiones de Tiolanthe? No podía ser lo mismo, porque su madre era una perturbada, una víctima de su imaginación desaforada.

Aquello era, por el contrario, real.

Recobrando la compostura, se puso en pie en el centro del círculo de luz.

Abreee los ojosss.

Hederick obedeció.

Al principio, sólo distinguió una borrosa forma ante él. Después, vio un musculoso torso que pareció surgir del suelo de la pradera. Sobre unos hombros cubiertos con una vaporosa camisa, se erguía una altiva cabeza orlada de cabellos amarillos. La mandíbula era ancha y severo el arco de la boca. Una diadema trenzada de iridiscentes hilos rodeaba la frente del dios, lanzando diminutos rayos dorados y púrpura. Sobre Hederick llovieron las chispas, que no disiparon sin embargo su frío.

Bajo la reluciente corona, los ojos, fijos en él, arrojaban fuego.

Hedderrrick.

—¿Señor? —respondió Hederick, esforzándose por mantener la voz firme. Aquel ser no toleraría a los pusilánimes; no podía mostrar el menor signo de debilidad.

—¿Sabeees quién soy, puesss? Me agrada. Di mmmi nommmbre, Hedderrick de Garlund. Sssalúdamme como convieneee.

El muchacho sintió una corriente de calidez. ¡Aquel ser magnífico estaba satisfecho con él!

—Os honro y os doy la bienvenida. Sois Sauvay, dios supremo del poder y la venganza, padre de todos los dioses menores.

—¿Yyy…?

—En un tiempo consorte de Omalthea, diosa madre de los dioses. Y padre de la diosa Ferae.

Y ahora degraddaddo por dddebajo de mmmi propia hija, Hedderrrick. —El fuego se avivó en aquellos ojos despiadados.

—Así es —convino Hederick, midiendo las palabras.

—Tú serásss mi seervidor favorito, Hedderrrick. Estarásss a mi ssservicio, porque yo sssoy Sauzzay, dios de la veeenganza, y tu tieeenes mmmucho que vengarrr, joven Hedderrrick de Garlund.

—¿Yo?

—Es mmmucho el mmmal que aquí se ha commmetido en nommmbre de una falsa justiciaa, Hedderrrick. Tu hass comenzadddo a corrrregir esasss faltasss. Yo lo veo y lo apppruebo. Debesss continuar. Intenssszfica esta guerra sssanta. Dessstruye a todos los pecadoreees, aunque te lleve toooda la vidaaa.

—Haré lo que me ordenáis.

—Debesss destruirrr a la bruja que está en los árbolesss.

Hederick asintió sin titubeos.

—¿Y Tarscenio?

El olor a metal fundido se intensificó. A Hederick se le anegaron los ojos mientras el viento lanzaba un suspiro.

—Él era un sssacerdote de los Bussscadores, Hedderrrick. Él ha commmetido el peorrr pecado. Si la fe de Tarsssceenio fuera fuerte, Hedderrrick, la magia nno tennndría efeecto sobre él. Él ha tommmado ya su decisssión. Ten preseeente, Hedderrrick, que si mmme eres fiel, essstaré a tu lado sieeempre.

—Haré lo que me pedís, señor —prometió, postrándose, Hederick.

Entonces el ser se esfumó.

Hederick se precipitó por entre la hierba como un antílope y, en cuestión de minutos, se encontraba ya agazapado junto a la arboleda. Unos pájaros gorjeaban con aire soñoliento, pese a que aún faltaban varias horas para el amanecer. La ropa del muchacho se iba empapando de una molesta humedad, producto del rocío, mientras esperaba.

Sabía que Sauvay estaba observando. Sabía que cuando llegara el momento de aniquilar a su hermana y a su traicionero amante, Sauvay se personificaría en todo su esplendor y que, durante unos momentos, el poder de Sauvay sería suyo.

Ancilla y Tarscenio morirían.

No necesitaba del sigilo, pues contaba con la protección de Sauvay.

—¡Ancilla! ¡Tarscenio! —gritó en medio del oscuro follaje.

El silencio absorbió sus palabras. Ningún mágico ser carnívoro ni ningún emisario de los no muertos acudió a atacarlo. ¿Tendrían la bruja y el blasfemo sacerdote el buen juicio de estar asustados? ¿Estarían escondidos? Hederick ansiaba darles caza a la manera como lo había perseguido a él el lince unos meses atrás, cuando era sólo un chiquillo de doce años. Ahora tenía trece y era prácticamente un hombre, un siervo del dios de los Buscadores de la venganza.

Algo centelleó a la altura de sus ojos. Una esfera, roja y plateada, del tamaño de un bejín, permanecía suspendida, alejándose y retrocediendo alternativamente. El mensaje era claro: Hederick debía seguirla.

Aquella esfera podía haberla enviado tanto Ancilla como Sauvay, pero a él le tenía sin cuidado. Uno estaba de su lado y la otra estaba indefensa frente a él.

Al cabo de un momento, Hederick se halló delante de una cabaña de piedra con tejado de paja —creada con magia, pues nunca hubo ningún edificio en la arboleda— y la esfera desapareció. La puerta estaba abierta y había luces en el interior.

—¡Ancilla! —gritó—. ¡Tarscenio! ¡Tus guardas no tienen poder ante mí!

—¿Pensabas que iba a disponer guardas contra mi hermanito? —respondió la cálida voz de Ancilla—. ¿Después de haber trabajado durante tanto tiempo para volver a liberarlo? —Apareció en el umbral, con la silueta recortada por la luz anaranjada del fuego de la chimenea—. Las guardas eran para la gente del pueblo.

—¿Pero no para Tarscenio? —indicó con la voz rebosante de desprecio.

—Tarscenio no vino a la arboleda para hacerme daño. Vino para aprender. —Ancilla se hizo a un lado, y la luz del fuego arrancó destellos de los bordados de su blanca túnica y de las onduladas cascadas que formaban sus rubios cabellos—. Entra, hermano. Tenemos mucho de que hablar los tres.

Tarscenio estaba sentado con las piernas cruzadas, en el suelo, frente a la chimenea. No miró a Hederick para nada. Tenía la vista fija en un diminuto objeto reluciente. Hederick pensó en un primer momento que era una versión más pequeña de la esfera que lo había conducido hasta allí, pero cuando se encontró más cerca reconoció el dragón de acero y diamantes que había mostrado Ancilla en la palma de la mano, en el pueblo. Entonces pareció que se movía; en ese momento estaba inmóvil, reducido a la condición de estatua.

Aunque era bonito, Hederick no veía por qué razón ejercía tal fascinación sobre Tarscenio… de no ser por el influjo de la brujería. Era una dolorosa evidencia que Ancilla tenía al sacerdote bajo su poder.

Hederick permaneció de pie delante del fuego mientras Ancilla tomaba asiento en una cómoda postura en el suelo.

—Hederick está aquí —anunció ésta con voz suave a Tarscenio.

El sacerdote alzó despacio la cabeza, como si el Dragón de Diamantes lo liberara con renuencia de su hechizo. En sus ojos grises asomó un atisbo de reconocimiento.

—Por fin has venido —dijo con voz ronca—. Es mucho el mal que he cometido, hijo. Me alegra que estés aquí. Tenemos mucho que expiar, tú y yo.

—He estado instruyendo a Tarscenio en relación a las enseñanzas de los antiguos dioses —explicó con tono apaciguador Ancilla.

—Los traidores —espetó Hederick.

—No, Hederick —negó con vehemencia Tarscenio—. Yo estaba equivocado. Los Buscadores están equivocados. Los antiguos dioses no nos traicionaron con el Cataclismo. Fue el género humano el que lo infligió sobre sí. Pretendimos convertirnos en dioses, hará casi tres siglos. —Con voz cada vez más excitada, tendió la mano para tomar la del muchacho—. Los dioses de los Buscadores no existen, Hederick —afirmó—. Omalthea, Sauvay y los demás son seres ilusorios, igual que el dios de Venessi, Tiolanthe. ¡Debes creerme, chico!

—¡No! —lo contradijo el muchacho con ardor, retrocediendo—. Los dioses de los Buscadores son los verdaderos. Tengo pruebas de que es así.

—¿Qué clase de prueba puedes tener de la existencia de algo que no existe? —preguntó Tarscenio.

—Sauvay se me ha aparecido esta noche —declaró con expresión triunfal y la voz estrangulada por la emoción—. ¡Me ha hablado, Tarscenio! ¡Sauvay, dios del poder y la venganza, me ha hablado, a mí! Estaba esperando que yo abrazara la religión de los Buscadores. ¡Mi misión será castigar a los pecadores! He sido elegido especialmente para ello.

Tarscenio miraba con estupor a Hederick, que redobló en sus esfuerzos para convencerlo.

—Convertirme a mí, ése era el objetivo de vuestra vida, Tarscenio. Para eso condujeron vuestros pasos a Garlund. Puede incluso que Sauvay enviara a ese lince gigante para hacer que nos conociéramos. Ya habéis cumplido con vuestro cometido.

»No agravéis vuestro pecado —prosiguió, enardecido— negando vuestra fe y traicionando a los dioses. ¡Rezad conmigo! ¡Si os prosternáis, podéis lograr el perdón antes de morir!

Ancilla observaba en silencio, sin manifestar ninguna emoción en el semblante. Su mirada, impasible, se posaba ora en su hermano, ora en Tarscenio.

El falso sacerdote recuperó su normal energía con un sobresalto.

—Que tú… has visto… a Sauvay —dijo, meneando la cabeza con incredulidad—. ¿Que un dios se te ha aparecido… a ti, Hederick?

—Sí —respondió ansiosamente Hederick, aumentando la presión sobre la mano de Tarscenio—. Fuera de la arboleda. Le…

—¿Le retumbaba la voz? Venessi siempre dice que la voz de su dios retumbaba como el trueno.

—No, era más bien como si hablara el viento… como un susurro, aunque más alto. Y…

—¿Ha habido explosiones? ¿Llevaba una túnica, Sauvay? ¿O se te ha aparecido como Tiolanthe a Venessi, medio desnudo a la manera de un herrero Caergoth?

—Le he visto sólo la mitad del cuerpo, Tarscenio. Ha salido del suelo. Tenía el torso cubierto con una camisa holgada. Podría haber sido una túnica, supongo…

Hederick calló, sintiendo cómo lo abandonaba la fuerza.

¡El sacerdote renegado se estaba riendo!, y, con lágrimas en los ojos, se echaba sobre la alfombra, ahogado de risa.

—¡Por los dioses verdaderos! —se carcajeó—. ¡Está igual de loco que su madre!

Ancilla se interpuso entre ambos y posó con ademán consolador la mano sobre el hombro de Hederick.

—Es posible que hayas visto un dios que no existe, hermanito —murmuró—. Estás histérico. Perdona a Tarscenio; lleva una semana sin dormir. Cálmate. Tal vez cuando hayas descansado podrás comprender, como lo ha hecho Tarscenio…

Hederick agarró la figurilla del dragón y se levantó de un salto. Ancilla quiso arrebatársela, pero él la alejó con una mirada furibunda.

—¡Os digo que he visto a Sauvay! —tronó—. Me ha prevenido contra ti, bruja. He visto a Sauvay y me ha hablado sólo a mí. Me ha elogiado, Ancilla. ¡Me ha elogiado a mí! Tanto si lo reconocéis como si no, los antiguos dioses han quedado atrás. Yo me pondré al frente de los seguidores de los nuevos dioses y, juntos, erradicaremos la magia y purificaremos el mundo. ¡Así está ordenado!

Alarmado por las palabras del muchacho, Tarscenio paró de reír y se incorporó.

Apretando el dragón en la mano izquierda, Hederick se abalanzó contra su antiguo mentor. Oyó que Ancilla recitaba algo y, por el rabillo del ojo, advirtió que arrojaba unas hierbas secas al fuego y movía las manos componiendo un hechizo. Sauvay guió su golpe: el puñetazo echó atrás al sacerdote, obligándolo a apoyarse en los codos.

A Tarscenio le manaba por la comisura de los labios un hilo de sangre que no pareció notar.

—¿Y la magia? —preguntó con aprensión a Ancilla al tiempo que se levantaba.

—Lo he intentado, querido —respondió, desconsolada, la hermana de Hederick—. Y nada…

—¡La magia no surte efecto contra los verdaderos creyentes, necios! —tronó Hederick.

Los dos retrocedieron un paso, sorprendidos por su vehemencia.

—¿Qué vamos a hacer, Ancilla? —planteó Tarscenio.

—Hederick tiene el dragón —respondió ella en voz baja—. ¡Tenemos que recuperarlo!

—¡Sauvay! —llamó a voz en cuello Hederick, mirando a los cielos—. ¡Mátalos!

Arrancó el mantel de una mesa y lo acercó al fuego. No bien hubo tocado las brasas con el borde, se puso a hacer ondear como una bandera la ardiente tela. Las cortinas se encendieron y también la manga de la túnica de Tarscenio, pero a la seda del vestido de Ancilla parecía no afectarle las llamas.

—¡El fuego purifica! —gritó Hederick.

El tejado de paja rezumaba humo.

—¡Tenemos que salir, Tarscenio! —gritó Ancilla—. El juramento que le hice me ata. No puedo hacer daño a mi hermano. ¡No puedo hacer nada!

—Por supuesto que no puedes, bruja —se refociló Hederick. Entones le tocaba a él reír—. Yo soy el virtuoso aquí. Has seducido a Tarscenio y lo has descarriado. Lo has condenado a él y te has condenado tú. Eres…

Ancilla arrojó más hierbas a la hoguera.

Ranay nansensharn —recitó con desesperación, trazando volutas con los dedos—. Ranay nansensharn.

Hederick se precipitó sobre Tarscenio y Ancilla.

Por espacio de un segundo, los dos traidores se mantuvieron abrazados, rodeados de llamas. Después se esfumaron y Hederick se encontró tumbado en la chamuscada alfombra, delante de la chimenea. Huyó de aquella maligna morada justo antes de que el techo comenzara a desmoronarse.

Parecía como si el tiempo no hubiera transcurrido en absoluto cuando Hederick regresó al pueblo de Garlund, que seguía sumido en el sueño. El resplandor del incendio que devoraba la cabaña y la arboleda de Ancilla iluminaba el cielo. Las lunas se habían puesto ya. Hederick encendió una linterna y la depositó en la parte trasera de un carro, en el patio.

—¡Gentes de Garlund, despertad! —gritó.

Sauvay cuidaba de él; su voz no había sonado nunca tan profunda ni impregnada de tanta confianza. Se subió al carro y así pudo observar desde arriba a los soñolientos garlundeños que fueron saliendo de sus casas para concentrarse en el patio.

—¡Ha llegado un gran momento! —anunció—. ¡Los nuevos dioses están a punto de presentarnos un valioso regalo!

En todas las caras, desde las más jóvenes a las más viejas, Hederick detectó el descreimiento. ¿Cómo podía haber estado tan ciego para introducirse a hurtadillas, una por una, en la casas con el fin de hallar pruebas de delitos individuales? Habría valido más que buscara sólo a los que no habían pecado.

—¡Un regalo! —volvió a gritar.

A su alrededor se produjo un revuelo de voces. «¿Para qué nos despierta el chico a estas horas?». «¿Qué ocurre?». «¿Hay alguien herido?». «¿Ya está alborotando otra vez el hijo de Venessi?». «¿Dónde está el sacerdote? El chico se comporta como él ahora». «Tarscenio se ha ido. La casa de oración está vacía. Se ha llevado sus cosas».

—El falso sacerdote nos ha abandonado —anunció Hederick, elevando las manos—. Nos ha traicionado uniéndose a la bruja Ancilla.

«¿De qué habla ese idiota?». «Tarscenio era igual de devoto que yo». «Mandad otra vez a la cama al chico». «¿Dónde está su madre?». «¡Que Venessi se encargue de él!». «¿Pero dónde está el sacerdote?». «¿Le habrá hecho algo Hederick?». «¿Cómo va a hacerle daño a alguien esa comadreja?». Las voces rodearon a Hederick, reafirmándolo en su determinación.

Al final su madre se abrió paso entre la multitud, propinando desconsiderados codazos.

—¿Qué haces, Hederick? —tronó con mal genio—. ¿Es que no has pecado bastante aún? ¿Debo expulsarte para siempre? ¡Mira adónde nos ha llevado tu terquedad! ¡Tiolanthe te castigará! —Alargó la mano hacia el carro, pero Hederick la esquivó sin problema.

—Venessi —replicó Hederick. Ya no pensaba volver a llamarla «madre» nunca más, pues ahora los dioses de los Buscadores eran su familia—, Tiolanthe es una invención. —La miró desde lo alto, contento de que por fin se hubieran trastocado los papeles. Ella estaba debajo y ya no podía causarle daño alguno—. Tú lo imaginaste, para conducir al pecado a esta gente y complacer tu codicia. Pero Tiolanthe no existe, y no ha existido nunca.

—¡Baja de ahí, Hederick! —le ordenó Venessi—. No eres más que un chiquillo. Ese sacerdote pagano te ha llenado la cabeza de delirios de grandeza. ¡Baja, te digo!

—No.

—Tarscenio ha huido como un estafador y un ladrón —continuó con patente satisfacción—. Sabía que así lo haría. Tiolanthe te perdonará, Hederick, si desistes de una vez. Incluso yo te perdonaré. Retráctate ahora mismo.

De nuevo, Hederick se negó a obedecer.

—Entonces morirás —declaró con suficiencia—. No pienso permitir tal perversidad, y menos cuando puedo impedirla con facilidad. —Venessi señaló a tres de los hombres más corpulentos del pueblo—. Peren Volen. Willad Oberl. Jerad Oberl. ¡Coged a este inútil hijo mío!

Los aludidos se apresuraron a cumplir los deseos de Venessi.

—Sauvay, dios de la venganza, ayúdame —rezó Hederick. Esperaba que Sauvay los fulminara a los tres, pero siguieron avanzando hasta el carro en toda su estatura, con los puños dispuestos. Era evidente que les encantaba aquella misión—. Sauvay, tu siervo espera —susurró—. Acude a mí.

No hubo ningún susurro de viento ni círculo de luz. Sauvay había dicho que estaría con él mientras se mantuviera fiel, pero ahora no daba señales. ¿Se habría debilitado su fe? ¿Estaría enojado por algún motivo Sauvay con él? Quizás aquello estuviera destinado sólo a poner a prueba su perseverancia.

—Me mostraré digno de ti, Sauvay —murmuró.

Hederick rebuscó en sus bolsillos en busca de alguna arma. No tenía nada salvo el reluciente dragón que le había quitado a la bruja. Los garlundeños eran gente simple, pensó, quizás aquel llamativo objeto los distraería como cuervos, justo el tiempo suficiente para que pudiera escapar.

Apoyó el dragón en la mano, notando su tibio contacto.

—¡Deteneos! —gritó. Alzó un brazo para arrojar el dragón y de repente se paró, perplejo.

Todos los aldeanos, incluida Venessi, lo miraban como si hubieran caído en un estado de trance. Aquella chuchería estaba bañada de un resplandor sobrenatural. ¡Un milagro!

—¡La señal! —musitó Hederick—. ¡Sauvay está conmigo! Loados sean los dioses de los Buscadores —declamó, elevando la voz—. ¡Gentes de Garlund!

Lo miraban embobados. Algunos incluso sonreían como necios.

—Mirad —dijo una mujer que lo había reprendido antes—. Es el joven Hederick. ¡Cómo ha crecido! Venessi debe de estar muy orgullosa.

—Por supuesto, Marta —confirmó, con expresión beatífica, Venessi—. Hederick es la alegría de mi vida. Todas mis penalidades se disipan en nada cuando veo su triunfo. Todo lo que he hecho, lo he hecho por él. Es una bendición para mí.

Todos se pusieron a hablar, señalándolo, radiantes. «¡Qué joven más piadoso!». «Está destinado a cumplir grandes actos». «Somos afortunados de tener a un santo entre nosotros». «Siempre me pareció un chico muy prometedor». «Ha sido elegido para un alto cometido». «¡Alabados sean los dioses de los Buscadores!».

Lanzaron vítores, y el muchacho, que permanecía en lo alto del carro, sintió el poder de su aclamación. Sauvay había sido más generoso de lo que se había atrevido a imaginar. Acarició al dragón y, con un suspiro de satisfacción, murmuró una oración de gracias.

—Gentes de Garlund —repitió, adoptando a propósito una voz grave. Los aldeanos tendrían que guardar silencio para no perderse ni una palabra—. Esta noche nos encontramos en una santa encrucijada. Venessi nos ha conducido a todos por un camino falso. Durante largo tiempo hemos adorado a sus dioses de impostura, pero los dioses auténticos, los dioses de los Buscadores, reclaman justicia. Venessi merece ser castigada. Ella no tiene estima por ninguno de nosotros.

Sus rostros radiantes se ensombrecieron como lámparas vacilantes al tiempo que comenzaban a murmurar. «El chico tiene razón». «Venessi preferiría antes vernos en el infierno que reconocer que es sólo una mujer como cualquier otra». «Es demasiado orgullosa». «¡Asesinó a su propio marido!». «¡No hay más que ver su lujosa casa, mucho más bonita que las nuestras!». «La alimentamos, la servimos, y total ¿para qué?». «Debe de pensar que somos tontos». «¡Expulsémosla! ¡Desterrémosla!».

—¡Pueblo! —intervino Hederick cuando los ánimos llegaron a un grado máximo de exaltación.

Todas las cabezas se volvieron en dirección a él. Venessi se distanció del carro, pero dos mujeres la agarraron del brazo, impidiéndole retroceder más.

—¡Esta mujer os engañó y os hizo caer en la doblez y en el pecado! —gritó, señalando a la mujer que había sido su verdugo durante trece años.

—Es verdad —vociferó un hombre—. Escuchad todos a Hederick.

—¡Esta mujer utilizó vuestra piedad para aprovecharse de vosotros!

—Tiene razón —aprobó otro hombre.

—¡Esta mujer os robó!

—Sí.

—¡Os hizo pasar hambre a vosotros y a vuestras familias!

—Mala bruja.

—Esta mujer puso en peligro vuestras almas al haceros venerar una deidad que ella sabía que era falsa… ¡y al despreciar a los mismos dioses que podían redimiros!

—Es mala —afirmó Peren Volen, detrás de él.

—¡Esta mujer condujo a su propia hija a la brujería, la mandó lejos para que estudiara las artes negras!

—Es mala —apoyó Jerad Oberl.

—¡Esta mujer mató a su propio marido!

—Es mala —terció Willad Oberl.

—¿Y lo único que haríais sería expulsarla? —Con los ojos como brasas, Hederick dirigió los brazos al cielo delante de la multitud.

—¡Hay que matarla! —gritaron Peren y los Oberl.

—¿La dejaríais vivir para que hiciera caer a otros en la blasfemia?

—¡Matémosla!

—Los dioses de los Buscadores os observan, gentes de Garlund, para ver si les demostráis la firmeza de vuestra fe. ¿Amáis a los nuevos dioses, habitantes de Garlund? ¿Los teméis y adoráis?

La gente se puso a dar chillidos y gritos, a bailar y saltar en plena noche como si el éxtasis los obligara a moverse con vigor so pena de morir si permanecían quietos.

—¡Matad a la pecadora! —gritó Hederick, alargando la mano en dirección a Venessi.

Ésta forcejeó para soltarse de las mujeres y después se encogió cuando unas manos decididas le retorcieron los brazos y unos dedos malintencionados la pellizcaron y le dieron tirones.

—Que no quede viva una malvada tal para contagiaros a vosotros y a vuestros hijos. ¡Matadla!

Con un rugido, la multitud se precipitó sobre Venessi, ahogando los alaridos de ésta con gritos de indignada rabia. Hederick percibió un último atisbo de la cara aterrorizada de su madre antes de que la engullera, igual que una hoja en medio de un torbellino, una masa de manos y pies, ávidos como garras.

Al final, la gente retrocedió. Algunos parecían perplejos, como si acabaran de despertar y se hubieran encontrado a Venessi inexplicablemente muerta por linchamiento a sus pies.

—Gentes de Garlund. —Con el dragón en alto, Hederick ofreció una oración a Sauvay—. Ved lo que habéis hecho —les reprochó, sereno—. Esta mujer vivió sólo para vosotros. Arriesgó su vida sacándoos de la decadencia de Caergoth para traeros a esas ricas llanuras. Venessi renunció a su amado marido por vosotros, porque había pecado y ya no podía daros el ejemplo que necesitabais. Envió a su hija lejos por el mismo motivo: para protegeros. Fue a través de sus acciones que vosotros, gentes de Garlund, llegasteis hasta el altar de los nuevos dioses. Ella intentó con todas sus fuerzas preveniros contra el falso sacerdote, y vosotros tenéis tan poco amor en vuestros corazones que habéis…

Hederick lanzó un suspiro, señalando el cadáver. Apretó con tal fuerza el dragón que los diamantes le cortaron la mano; las lágrimas se acumularon en sus ojos. Dejó que unas cuantas gotas rodaran por sus mejillas.

—Era mi madre, no lo olvidéis nunca. —Forzó la salida de más lágrimas, y varias personas comenzaron a llorar. Todos rehuían mirar el cadáver de Venessi.

—Esto ha sido un asesinato —declaró Hederick en un susurro tan penetrante que todos alcanzaron a oírlo—. Habéis pecado, gentes de Garlund. Sabéis bien que un acto tan execrable no puede expiarse mediante el ayuno y la oración, ni por sacrificios y donativos a los dioses y a sus sacerdotes. Sólo hay un castigo posible para tamaño crimen. Willad, Jerad, Peren, prestad atención. —Los tres hombres enderezaron el cuerpo, como hipnotizados—. Os ordeno, en nombre de Sauvay, dios del poder y la venganza, que ejecutéis a los pecadores de este pueblo. —Luego se dirigió a todos los aldeanos—. Os ordeno, en nombre de Sauvay y los dioses de los Buscadores, que aceptéis vuestro merecido castigo.

La gente se quedó quieta, aguardando su destino con actitud contrita. Hederick se regocijó para sus adentros dando gracias a Sauvay.

Los tres hombres se pusieron a trabajar en silencio. Ni una sola persona trató de huir o de oponer resistencia. Los hermanos Oberl y Peren Volen los estrangularon uno tras otro. Fridelina Bacque, que se había esforzado tanto por seducir a Peren Volen, no pestañeó siquiera cuando éste la mató.

Cuando ya no quedaban más que los tres forzudos individuos, Hederick mandó a Peren que acabara con los Oberl. Después, obedeciendo sus indicaciones, Peren Volen se encaminó al río y se ahogó en él, con lo que ya no quedaron con vida más habitantes de Garlund que Hederick.

El muchacho no tardó en enganchar el mejor caballo de los Oberl al carro. Al cabo de poco tiempo, lo tenía ya cargado con diversos artículos para sus viajes, tras lo cual prendió fuego a Garlund.

—El fuego purifica —murmuró, deleitándose con el calor y poder limpiador de las llamas.

Una vez más, las llamas iluminaron el camino a Hederick mientras dejaba atrás un lugar pecaminoso. Pronto se halló con el carro y el caballo a kilómetros de distancia, al tiempo que el sol se levantaba en el horizonte.

—¡Piensa en los conversos que puedes brindar a los Buscadores y a Sauvay! —se decía entre dientes.

Envolvió la estatuilla del dragón en un retal de cuero, al que ató un cordel que se colgó del cuello, debajo de la camisa.

Hederick se enfrentaba solo al mundo, pero sabía que contaba con el amparo de un dios.

Hederick pasó más de tres décadas viajando por diversas tierras como sacerdote de los Buscadores errante, llevando la palabra de los nuevos dioses a la gente. La Praxis, su compañera constante, le servía de inspiración y le confirmaba a la vez que su cometido estaba predeterminado por los mismos dioses. Según crecía en edad y en experiencia en el funcionamiento del mundo y sus gentes, aumentaba en igual medida su don para la oratoria. Al poco tiempo fue capaz de congregar una multitud y, en cuestión de momentos, detectar cual era la mejor manera de ganarse su voluntad. Algunos necesitaban fuego y pedernal, otros sólo una sutil persuasión.

Y del mismo modo que se valía de sus facultades para hablar, también hacía uso de los trucos de prestidigitador que le había enseñado Tarscenio muchos años atrás.

La fama lo precedía. Hederick, el santo del norte, convertía a cientos de miles de personas a la religión de los nuevos dioses.

Los devotos lo recibían con vítores cuando entraba en sus ciudades. En tales ocasiones siempre tenía buen cuidado en mantener apretado contra la palma de la mano el Dragón de Diamantes. En todas las poblaciones la gente rivalizaba para ofrecerle alojamiento durante todo el tiempo que lo deseara, le presentaba refinadas ropas y le daba para comer lo mejor que podía permitirse en sus mesas. Vivía bien, tal como correspondía a un profeta de los dioses. Después de todo, era el favorito de Sauvay.

Siempre, tras instalarse en una localidad, Hederick se dedicaba a identificar a los pecadores irrecuperables. El Dragón de Diamantes, la raíz de macaba y Sauvay lo ayudaban a eliminarlos de este mundo. No hacía distingos entre pobres y ricos, entre jóvenes y viejos ni entre personas de elevada o baja condición.

Nadie se hallaba por encima de la doctrina de los Buscadores.

Finalmente, cuando Hederick se encontraba en la plenitud de la madurez, Sauvay envió al Supremo Buscador Elistan para convencerlo de que se trasladara a Haven a fin de engrosar la alta jerarquía de los Buscadores. Elistan no parecía tener conciencia de que en su misión era palpable la mano de Sauvay, lo que Hederick interpretó como una prueba de que Elistan había recibido un reconocimiento inmerecido. Elistan comunicó al sacerdote errante lo que éste ya sabía: que el Consejo de los Supremos Buscadores de Haven necesitaba sus capacidades para la oratoria.

El piadoso y hábil Hederick escaló pronto en la jerarquía de los Buscadores. Conocía bien las leyes de los Buscadores y era por lo tanto muy sencillo para él eliminar a sus superiores por transgresiones que muy pocos habían detectado. Los que no podía hacer a un lado por medio de la calumnia o el chantaje, sucumbían sin problema al veneno de la raíz de macaba.

Durante todo este tiempo, Hederick gozó del beneplácito de Sauvay.

—Toma —dijo Eban, depositando el voluminoso pergamino en el escritorio de la Gran Biblioteca frente al que se hallaba sentado Olven, pluma en mano, encarado a un pergamino en blanco—. Ya he acabado mi parte, ¡y tan sólo en medio día! El comienzo de la andadura de Hederick —Eban acarició con afecto el papel curvado—, consignado en negro sobre fondo blanco. Podría haber producido un texto el doble de largo. ¡Ah, deberíais ver los pergaminos que hay allá! Y los pergaminos encuadernados… ¡Por los dioses! —Eban emitió un silbido—. Hay más libros allí de los que he visto en toda mi vida, juntos en una sala. Es asombr… ¡Eh!, ¿qué pasa?

Olven miraba con mala cara al joven pelirrojo y Marya, apoyada en una estantería, estaba también ceñuda.

—Tu entusiasmo juvenil es estupendo, hijo —dijo con tono sarcástico—, pero me parece que tenemos un problema.

—¿Tenemos? —quiso precisar Eban—. ¿Yo también?

—Trabajamos juntos los tres —le recordó con acritud la mujer—. Mira.

Eban siguió con la mirada su gesto y por fin reparó en el pergamino que estaba blanco frente al que permanecía el infortunado Olven.

—¿Nada? —exclamó, provocando un dueto de siseos de los otros dos aprendices que le hizo bajar la voz—. ¿Lleváis cuatro horas aquí y no habéis escrito nada? ¿Ni una palabra? ¿Qué habéis hecho?

—Bueno, yo he afilado todas las plumas —murmuró Olven.

—Y yo he ido a buscar más tinta —agregó con hosquedad Marya—. Nosotros no hemos tenido el lujo de escribir cosas que ya están bien asentadas en el pasado y registradas. Los tres hemos compuesto muchísimos textos de investigación, Eban; cualquiera puede hacer eso. A Olven y a mí nos han encargado escribir el presente… y el presente tal como discurre en un sitio que no está cerca de Palanthas. Eso es bastante más difícil, diría yo. —Dio un respingo.

—¿Y qué…? —replicó Eban—. ¿Qué ocurre?

—No ocurre nada —respondió, sombrío, Olven. Luego, apoyó la cabeza en el pergamino y arrancó una pelusa blanca de la pluma—. Astinus dijo que nos sentáramos aquí, que la historia vendría a nosotros, pero no ha sido así. Yo pensaba que era magia. Ahora ya no lo creo. Es sólo una prueba, y he fracasado.

—¿Y tú? —preguntó Eban a Marya.

—Lo mismo que él. Nada. Hay algo que no funciona.

—Quizás el escritorio está defectuoso —apuntó con desánimo Olven—. O la silla.

—¿Y os habéis concentrado en Hederick, los dos? —inquirió Eban—. ¿Todo el tiempo?

Eban observó el pergamino y después la larga pluma de grulla que caía desmayada, de la mano sudorosa de Olven. En su agitación, había arrancado de la quilla buena parte de las ramificaciones.

—Quizá sea eso —sugirió el joven Eban, al tiempo que daba una palmada a Olven en el hombro, como si él fuera el mayor de los dos—. Déjame probar.

—El y yo tenemos años de experiencia a nuestras espaldas —bufó Marya—. Tú eres prácticamente un niño todavía. ¿Qué podrías probar que no hayamos intentado ya nosotros?

—Déjalo, Eban —repuso Olven—. Tu disposición para ayudar es loable, pero estamos condenados sin remisión. —Se frotó los ojos antes de proseguir con sus lamentaciones—. Voy a acabar de vuelta a casa, vendiendo patatas calientes y salsa con un carrito, seguro.

—Y yo tendré que regresar y casarme con el carnicero —abundó Marya—. Tiene seis hijos. —Con una repentina palidez, cerró los ojos un instante—. ¡Por los dioses, no tendré ni un minuto para volver a leer un libro! —Dejó resbalar el cuerpo por el canto de la estantería basta quedar sentada con desaliento en el suelo.

Eban no se dio por vencido y tiró del brazo de Olven hasta que éste dejó libre el asiento al benjamín de los aprendices. Un par de ojos negros y otro par de color castaño observaron sin entusiasmo cómo el joven se instalaba sobre los cojines, respiraba hondo, echaba atrás la cabeza y parecía sumirse en una especie de trance, aunque sin cerrar los ojos. La voz de Eban los desconcertó, pues no tenía la menor nota ni atisbo de somnolencia.

—Quizás os habéis concentrado en un marco demasiado restringido —aventuró—, pensando sólo en Hederick. La historia, aunque sea la historia de una única persona, se compone de algo más que los acontecimientos que le suceden directamente a alguien. Quizá deberíamos ampliar el campo de indagación.

Mientras los otros dos lo miraban con pesimismo, el miembro más joven del trío se inclinó y tomó una pluma nueva. Eban mojó la punta en un recipiente de cerámica lleno de tinta negra, la situó justo encima del papel y esperó, No hizo ningún ruido. Olven y Marya contuvieron el aliento.

Al poco rato la pluma comenzó a arañar el pergamino.