18

El balanceo del trote del centauro adormeció a Mynx, que estaba instalada en cuclillas en el interior del Dragón de Diamantes.

Cuando el centauro se detuvo, no obstante, la ladrona se despertó y se incorporó. Las paredes del Dragón de Diamantes despedían un resplandor violeta a su alrededor. Al otro lado de ellas, pese a que sabía que estaban hechas de un material impenetrable, veía el contenido del bolsillo de Kifflewit: unos cuantos botones, tres monedas, un pedazo de piedra caliza y una manzana. También estaba allí el rubí que el kender había robado de la guarida de Gaveley.

El talismán parecía emitir un zumbido y pronto Mynx tuvo la sensación de tener una avispa en la cabeza. A pesar del escaso espacio que ocupaba, el aire era frío.

Aguzó el oído.

—Hora es de detenernos y recobrar fuerzas, pequeño. Bajad de mi espalda. Compartiremos el vino y el rico queso que llevo en mi bolsa.

—Yo no quiero tomar nada, gracias. Ah, sólo un poco de vino, por favor —respondió, con su voz cantarina, Kifflewit Cardoso—. Ah, y un poco de queso tal vez. ¿No tendréis pan, Phytos?

El centauro debía de tener alguna hogaza, porque Mynx oyó un «Mmmm, gracias», que le indicó que el kender había encontrado algo de su gusto. A ella tampoco le habría venido mal una rebanada de pan, por no mencionar el vino y el queso. Si permanecía mucho tiempo dentro del dragón, quizá se moriría de hambre.

—¡Eh! —gritó—. ¡Eh, vosotros! ¡Kifflewit! ¡Phytos! ¡Ayudadme!

Aguardó en vano; nadie la oía.

—¿Querríais un poco más de queso, kender? Es de una clase bastante buena, qualinesti, lleno de vigor élfico. Lo troqué por una bolsa entera de grano de primera.

—Mmmm… Gracias. —Kifflewit se puso a toser.

Enojada por el movimiento, Mynx descargó una palmada en el Dragón de Diamantes. El golpe agravó el zumbido, convirtiéndolo en una especie de tañido que le puso los pelos de punta.

—¡Eh, vosotros! ¡Socorro! —gritó.

Intentó gritar lo más fuerte que pudo, pero las paredes absorbieron su grito y lo devolvieron multiplicado por diez.

Mynx, llevada por la impotencia, deseó gritar hasta echar los pulmones por la boca. Estaba claro: no podían oírla. Quizás hubiera algún otro modo de advertirles de su presencia. El kender debía de tener conciencia de que estaba allí, pero no podía fiarse de él. Sus esperanzas se cifraban en el centauro.

Apoyó las manos en el dragón y se ladeó hacia un costado. Se bamboleó un poco. Animada por el resultado, Mynx empujó con más ímpetu hacia el otro lado, de tal forma que el Dragón de Diamantes se inclinó tanto que ella perdió el equilibrio en su resbaladizo fondo y acabó dando una voltereta que la dejó de rodillas.

—¡En el Abismo tendrías que hundirte, maldito! —chilló, y entonces tuvo que volver a taparse los oídos a consecuencia del eco.

A continuación, una mano enorme —¿de veras pertenecían a un pequeño kender aquella monstruosa palma, aquellos gordos dedos y aquellas imponentes uñas?— entró en el bolsillo y, tras colocarse debajo del Dragón de Diamantes, lo sacó al exterior. Mynx se levantó de un salto y se puso a moverse de un lado a otro, con mayor brío que antes. El centauro tenía que advertir algo raro, que la figura se movía por cuenta propia.

—¿Queréis ver lo que tengo, Phytos? —dijo alegremente el kender, que sujetaba el objeto entre los dedos. Pese a su tremendo enojo, Mynx no cejaba en sus esfuerzos. Phytos, no obstante, volvió a guardar las cosas en su bolsa y no levantó la vista.

—Hora es de que prosigamos, pequeño. No hemos salido siquiera de los vallenwoods. Tenemos muchas leguas… ¡Por los dioses! —El centauro irguió de repente la cabeza, con los violáceos ojos alerta—. ¿Qué es eso que tenéis en la mano, kender? ¡Brilla como los relámpagos! ¡Es mágico! ¿Es maligno?

—Era de Hederick, Phytos. Él me lo dio, en el templo.

—¿De veras, kender? —inquirió, con una risotada, Phytos—. ¿Sería posible que el Sumo Teócrata no tuviera conocimiento de que os hizo entrega de tan valiosa prenda?

—Eh… no me acuerdo —dijo, indeciso, Kifflewit, aunque enseguida se recuperó—. El caso es que yo se lo guardo, hasta que vuelva a necesitarlo.

—Dejadme verlo.

El kender abrió la mano. Mynx contuvo la respiración. Unos nuevos dedos, delgados y fuertes, asieron el amuleto. El rostro anguloso del centauro, animado por sus penetrantes ojos, apareció en su campo de visión. Mynx saltó, se bamboleó, ladeó el Dragón de Diamantes y gritó el nombre de Phytos hasta quedarse ronca. Al final, los esbeltos dedos se cerraron con firmeza en torno al tembloroso artefacto.

—¡Por los dioses, kender, brilla tanto que casi me ha deslumbrado! Parece que tuviera un temblor mágico. Volved a ponerlo en el bolsillo y guardadlo bien. Si es de Hederick, sernos útil podría en la guerra que se avecina.

—¿Una guerra? —En la voz de Kifflewit se traslució un renovado interés mientras devolvía el Dragón de Diamantes al bolsillo y Mynx se dejaba caer, desconsolada, en su fondo.

—Las fuerzas de Hederick cometieron una atrocidad contra mi especie —explicó Phytos al kender—. Sus secuaces dieron muerte a cuatro de mis compañeros. Es muy probable que mi tribu decida desquitarse, pequeño.

—¿Los centauros van a entrar en guerra con los humanos? —preguntó, con voz aún más aguda por la excitación, Kifflewit—. ¡Ahí va! ¿Ha habido otra así antes, Phytos? Es ésta…

—Ni lo sé ni me importa, pequeño —respondió, tajante, el centauro—. Vamos, Kifflewit Cardoso —añadió con tono más suave—. Hora es de irse. Mi claro queda fuera de los vallenwoods y todavía falta un buen trecho.

Dentro del Dragón de Diamantes, que a su vez reposaba dentro del bolsillo del kender, Mynx se dio un puñetazo en las rodillas y lanzó un alarido de frustración.

—Las revelaciones se han desarrollado bien esta noche, Ilustrísima —observó Dahos.

Hederick emitió un gruñido neutro mientras ordenaba los pergaminos en sus aposentos. Había mandado llamar al sumo sacerdote para después negarse a dirigirle la palabra o a darle permiso para retirarse. De Venessi, su madre, había aprendido una importante lección: que el silencio es el peor castigo que pueda imaginarse.

Hederick esbozó una media sonrisa. Que el sacerdote sufriera por miedo a ser decapitado, pensó. El Hombre de las Llanuras había cometido dos errores el día anterior. Primero con los centauros, y después había dejado escapar de nuevo a Tarscenio. ¿Acaso tenía él que supervisarlo absolutamente todo para que las cosas se hicieran de manera correcta?

El Sumo Teócrata no abrigaba dudas de que si él, Hederick, hubiera dirigido la guardia contra Tarscenio esa tarde, para entonces el viejo necio habría sido ya ejecutado y no supondría ningún estorbo.

De todas formas, el semielfo Gaveley le había proporcionado una valiosa información. Tarscenio planeaba vengarse de él, le había dicho, aunque había declarado ignorar de qué manera concreta. Hederick le había pagado bien por el aviso.

—Como si existiera alguna duda de que Tarscenio continúa persiguiéndome —murmuró Hederick—. Tarscenio no descansará hasta verme muerto. Tiene unos celos atroces de mí.

—Ilustrísima… —inquirió Dahos, con un amago de esperanza en la voz.

Hederick no respondió nada. Tras un momento de tensa espera, el sumo sacerdote se encogió, abatido.

El Sumo Teócrata reprimió una risita. De improviso, sintió una punzada en el pecho. Se llevó una mano al esternón y, haciendo a un lado su amada bolsa de cuero, se palpó con cautela. Se había sentido raro de forma intermitente desde la tarde, cuando había ordenado la ejecución del mago Túnica Negra.

El hechicero lo había herido, pero el dios Sauvay lo había curado delante de cientos de personas. Hederick trataba de recordar qué había ocurrido exactamente, pero le fallaba la memoria. De todos modos, había visto y sentido la presencia de los testigos de su milagrosa revitalización. No podía haber otra prueba mayor del favor de que gozaba ante los ojos de los dioses Buscadores.

Por un instante, se planteó abrir la bolsa para admirar el Dragón de Diamantes. Pero, no, había estado casi a punto de perderlo una vez… y después otra más, aquella tarde, según le habían explicado sus ayudantes. No había forma de prever cuándo llevaría a cabo su fechoría Tarscenio. Era mejor que mantuviera su tesoro tapado, cerca de sí.

—Sauvay me ha sonreído hoy —dijo de improviso Hederick, abandonando por el momento su propósito de incomodar al sumo sacerdote.

—Sí, Ilustrísima —se apresuró a corroborar Dahos—. Es realmente…

—¿Cómo van vuestros preparativos para la ceremonia de reconsagración, Dahos? —lo interrumpió Hederick.

—Van… bien —repuso con prudencia Dahos—. En principio se podrá llevar a cabo la ceremonia dentro de tres o cuatro días. He enviado un comunicado al Consejo de los Supremos Buscadores para…

—¡Al infierno con él, idiota! —espetó Hederick—. Éste es mi templo. No necesito que ese hatajo de viejas y pecadores husmeen en Erodylon. Puedo dirigir la ceremonia yo solo.

—Pero la Praxis dice…

—Yo soy el juez que dicta aquí lo que dice la Praxis, Dahos —replicó, con tono agresivo, Hederick—. No os extralimitéis. Podría ser un error fatal.

—Yo…

—¿Sí, sumo sacerdote?

Dahos tragó saliva y enderezó la espalda.

—Nada, Ilustrísima.

Snup maldecía su mala suerte mientras exploraba la orilla con un catalejo en una mano y un puñal en la otra. Estaba oscureciendo, y él apenas conocía la zona donde la tierra daba paso al lago Crystalmir.

A Snup le disgustaba el campo, lleno de bichos, hiedra ponzoñosa y criaturas de feroces dentaduras desprovistas del menor sentido de la civilización. Las bucólicas gentes que frecuentaban la zona de las afueras de Solace disfrutaban de hecho persiguiendo animales y pájaros para matarlos, ¡y sólo para comérselos, no por una sustanciosa recompensa! Y en cuanto a la pesca… El día en que alguien lo encontrara a él intentando hacer picar un fangoso pez en un anzuelo para poder despellejarlo, quitarle las tripas, cocinarlo y comerlo, sería el día en que… Bueno, el día en que comería tierra.

No, a él que le dieran la vida de ciudad todos los días. Solace era un poco pequeña para su gusto, desde luego, pero Gaveley había hecho que valiera la pena su estancia allí…, durante aquellos últimos años, por lo menos. Snup se había cansado de todos modos.

Con el Dragón de Diamantes, sin embargo, tenía la esperanza de poder organizar su propia banda de ladrones. Lo haría en algún lugar, lejos de Gaveley, seguro, pero eso no le importaba. Había oído hablar de muchas ciudades repletas de riquezas que serían ideales para la pandilla de listos bandidos que pensaba organizar.

Sería un mentecato si se conformara con la ínfima parte que le correspondía en el botín de Tarscenio. No, cuando lograra tener bien agarrado el Dragón de Diamantes, sería suyo y de nadie más.

Snup tropezó con una piedra a causa de la oscuridad creciente y profirió una sonora maldición. El último plan ideado por Gaveley no tenía sentido. ¿Por qué le había ordenado a él seguir a Tarscenio cuando todos los de la banda sabían que iba a ir directo al encuentro de Hederick? La pregunta se repetía una y otra vez, corrosiva, en su cabeza hasta amenazar con volverlo loco. Era una sensación extraña aquélla. Hasta entonces nunca había puesto en tela de juicio los métodos de Gaveley.

—Ahora mismo podría estar acostado en la hierba, detrás de un árbol, observando ese templo infernal con el catalejo —se lamentó—. Y en vez de ello me están comiendo vivo los mosquitos y me encuentro empapado hasta las rodillas, intentando no perder de vista a un loco que da vueltas por el lago en una barca agujereada. ¡Maldita sea mi suerte! —No tenía ninguna necesidad de bajar la voz, allí en medio del bosque—. Aquí sólo pueden escucharme los bichos y los conejos, de todas formas.

Encaró el catalejo… y ahí estaba Tarscenio, sentado tranquilamente en la condenada canoa.

—¡Ni siquiera está remando, por todos los dioses! —murmuró Snup—. Ni tampoco está matando mosquitos, que yo vea. No es justo. Maldición, ¿cómo puede ir a tal velocidad esa canoa? Si tanto Gaveley como Xam saben adónde va, ¿por qué tengo yo que seguir…?

De repente paró de rezongar. Se le había ocurrido una excelente razón por la que Gaveley podía haberlo enviado a aquella excursión campestre.

El semielfo pretendía llegar hasta Hederick antes y robar él mismo el Dragón de Diamantes.

El ladrón transmutado en espía puso en orden sus pensamientos.

—Los guardias no dejarían entrar a un semielfo en el templo, claro está. Gaveley no podría obtener acceso por sí mismo a menos que…

Snup siguió reflexionando. A su memoria acudieron un sinfín de ejemplos de ocasiones en las que Gaveley había logrado sin problema que le franquearan el paso a lugares que tenía expresamente prohibidos. Gaveley, además, contaba con un fornido individuo como Xam, que le servía de apoyo, mientras que él, Snup, no tenía a nadie.

A nadie salvo el hombre al que le habían ordenado seguir, para ser exacto. El hombre que sabía más cosas sobre el Dragón de Diamantes que cualquier otro, incluido, sin duda, el sitio donde lo guardaba Hederick.

Snup echó a correr en dirección a Erodylon. Se merecería ir a parar a las profundidades del mar de Sirrion si permitía que Gaveley le ganara por la mano.

Cuando llegó, sudado y jadeante, se agazapó cerca de unos árboles en el lado sur del templo. Los últimos fieles salían charlando por una puerta del muro meridional, que luego cerró de un portazo un sacerdote. Snup oyó cómo echaba tres cerrojos antes de que reinara el silencio. El ladrón se apoyó sin resuello en un tronco y enfocó su catalejo hacia poniente.

Allí, allí estaba Tarscenio, llegando justo al muro del templo que daba al agua. Snup aguzó la vista. El anciano se limitaba a mirar al agua como si estuviera inmerso en reflexiones. ¿Por qué no se daba prisa, por el amor de dios? ¿Acaso no sabía, el muy idiota, que pronto anochecería? Snup volvió a proferir un juramento.

Observó, horrorizado, cómo el agua rebullía en torno a la pequeña canoa y estallaba, lanzando a Tarscenio a las turbulentas aguas; ¡a Tarscenio, el único que podía conducirlo a él hasta el Dragón de Diamantes!

Sin pensarlo dos veces, el ladrón echó a correr por la orilla, despreocupado por primera vez en su vida, de quien pudiera verlo. Tarscenio tenía que sobrevivir para que lo guiara hasta el talismán, se decía, furioso. Después, tenía previsto acabar con él de una puñalada, pero hasta entonces…

Snup sacó una cuerda acabada en un rejón, la arrojó a lo alto de la pared y trepó por ella hasta arriba. De un vistazo se cercioró de que el recinto estaba solitario: no había nadie para descubrirlo. No todo estaba perdido aún. Después de retirar el rejón, corrió por el muro, esquivando hábilmente las láminas de aguzado metal y pedazos de vidrio que Hederick había mandado poner encima del mármol para disuadir a los intrusos.

Al llegar al final de la pared meridional, Snup torció hacia el norte. Tras una breve carretilla, se halló por encima de Tarscenio, o cuando menos, de las aguas donde éste estaba seguramente ahogándose. Escrutándolas con la última luz del día, Snup percibió una criatura parecida a una rana que, incansable, atacaba al hombre con algo punzante. ¿Un pez con un arpón?

Snup enganchó la cuerda en un abultado cristal y la dejó caer de tal forma que el rejón quedara a ras del agua. Tarscenio lo vio enseguida y se abalanzó hacia él, seguido de la pisciforme criatura.

Aquello no difería mucho de estrangular a alguien en una callejuela de Haven, pensó Snup mientras enganchaba al koalinth justo debajo de las agallas. El hobgoblin acuático se agitó de dolor y con sus espasmos hundió aún más el rejón en su cuerpo. Después se elevó con un salto por encima del agua, presa del pánico. Snup dio una vuelta más a la cuerda en torno al saliente de la pared.

Tras una brusca sacudida, el koalinth quedó colgando de sus ensangrentadas agallas justo encima de la superficie.

Snup descendió un trecho por la cuerda hasta donde Tarscenio pataleaba en el agua y aguardó con él a que la bestia acabara de morir.

—Creía que Gaveley no participaba en esto —señaló Tarscenio después de recoger la lanza de la criatura muerta.

—No, no participa —confirmó Snup—. Ahora trabajo por mi cuenta, y he decidido asociarme con vos, forastero.

Tarscenio lo observó con semblante impasible.

—Como queráis —dijo por fin.

Snup asintió con la cabeza.

—Vamos pues —lo urgió Tarscenio—. Sé cómo entrar en el templo.