En su recorrido de regreso por Solace, Tarscenio se iba deteniendo a veces para tender la escudilla a los transeúntes.
—Una limosna… —pedía con voz trémula desde las profundidades de la capucha, detestando el lastimero tono que debía adoptar.
La lentitud de su paso lo reconcomía también. Ansiaba desprenderse de la capa de mendigo, arrancarse los mechones de pelo de la cabeza y correr hasta Erodylon con la espada desenvainada para retar a Hederick.
—De manera franca y directa —murmuraba.
Los habitantes de Solace esquivaban al hosco mendigo sin dirigirle la palabra ni ofrecerle ayuda.
El disfraz estaba funcionando bien. Los goblins y guardias de Hederick no le prestaban mayor atención. Cuando pasó con disimulo junto a unos cuantos hobgoblins armados con espadas, se enteró de que la caravana de esclavos había partido de Solace sin más incidentes. Luego, procuró concentrarse en la labor que tenía por delante: localizar a Hederick, que raras veces salía de Erodylon, y robarle el Dragón de Diamantes o morir en el intento. El problema era entrar en el templo.
En dos ocasiones Tarscenio sintió un repentino desasosiego, como si alguien lo observara. En ambas, se paró para palpar debajo de la capa, murmurando y agitando la mano como alelado o aquejado por alguna dolencia. Aunque desde las honduras de la capucha sus grises ojos no se perdían apenas nada, no percibió que hubiera guardias, goblins o cualquier otra clase de individuo espiándolo. Había sólo los refugiados y exaltados peregrinos, lo habitual a esa hora de la tarde: sacerdotes de túnicas marrones, vendedores de ofrendas para el templo y decenas de personas normales. Más abajo vio campesinos que descargaban barriles y unos cuantos pescadores y mujeres que pregonaban su mercancía de percas y carpas del lago Crystalmir, exhibidos en toneles que transportaban en carros.
Se detuvo para recobrar el aliento. Experimentaba síntomas de creciente fatiga. A veces parecía como si la cabeza le diera vueltas. No había tenido tiempo para estudiar lo poco de magia que sabía, y los hechizos que había utilizado el día anterior se habían esfumado hacía tiempo de su memoria.
Tarscenio enarcó las cejas y realizó un esfuerzo de voluntad para despejar los sentidos. No le costó nada ponerse a caminar aún más encorvado que antes.
Divisó una escalera que rodeaba el vallenwood más cercano. Y precisamente a los pies de ésta, entre los pescadores, se encontraba Dahos, el sumo sacerdote de Hederick, observándolo todo con aires de propietario. No fue sólo el alto sacerdote lo que llamó la atención de Tarscenio, sino el anillo que llevaba en la mano derecha. Forzó la vista, inclinado sobre la barandilla de la pasarela.
Dahos llevaba el anillo con la calavera.
«Yo se lo robé. Mynx entregó anoche a Gaveley el anillo de Dahos, y ahora éste lo luce de nuevo».
De aquello sólo se podía extraer una conclusión: el semielfo no se había limitado sólo a rechazar su propuesta. Gaveley lo había vendido a las fuerzas de Hederick.
Miró a sus espaldas y se disponía a volver sobre sus pasos cuando, con un brusco movimiento de cabeza, Dahos llamó a un capitán de uniforme azul con el que habló en voz baja. El capitán asintió y le dedicó un rígido saludo marcial antes de encaminarse a toda prisa hacia un par de goblins.
Tarscenio se paró entonces y se puso de rodillas, fingiendo buscar algo en el suelo. En realidad introdujo la mano bajo la capa para coger algo de una bolsa.
—Deprisa, deprisa —se apremió a sí mismo.
Al cabo de poco dibujaba en las planchas de la pasarela, con arena roja como la sangre, el perfil de un pez. Otro pez, del tamaño de su mano, fue a sumarse al primero, seguido de otro más.
—Pesqui djarmotage, oberit getere —murmuró mientras abajo sonaba un grito—. Getilin ornest gadilio dehist —se apresuró a terminar.
—¡Está allí! ¡Allí arriba! —gritó un hombre desde abajo.
—Pesqui djarmotage, oberit getere. ¡Getilin ornest gadilio dehist!
Así completado el encantamiento, Tarscenio utilizó ambas manos para borrar las figuras de arena. Abajo, los gritos de los guardias se convirtieron en maldiciones, al tiempo que el hechizo hacía volcar seis carros llenos de resbaladizos peces y agua que se interpusieron en el camino de los soldados.
La mayoría de los hombres de Dahos cayeron y redoblaron sus juramentos. Unos goblins, que no tenían el impedimento del calzado, llegaron a la escalera. Tarscenio, sin embargo, se había levantado ya y corría a toda prisa en dirección norte.
Después de varios meses de dominio Buscador, los habitantes de Solace se habían acostumbrado a ver pasar frente a sus casas arbóreas a fugitivos que huían a la carrera, y permanecían invisibles tras sus puertas, sin ayudar a nadie.
Aquella pasarela conectaba con otra. Tarscenio eligió la que seguía en dirección noroeste, hacia el lago. Aquélla era una zona sin tiendas ni mercados al aire libre, solitaria a esa hora. Entre las ramas había tendidas cuerdas, de las que en muchos casos colgaba ropa.
Tarscenio se volvió a mirar hacia atrás. Tenía un hobgoblin a veinticinco metros de distancia y dos goblins un poco más allá.
Por delante, a unos cuarenta metros, tres guardias del templo lo aguardaban en la pasarela con las picas preparadas y anchas sonrisas bajo las viseras de los yelmos. Lo tenían acorralado, a quince metros del suelo.
Desde allí divisaba el sol poniente reflejado en las aguas del Crystalmir. El lago quedaba cerca; pero, por lo que le servía entonces hubiera dado igual que estuviera a mil leguas.
Para acabar de complicar las cosas, alguna matrona de Solace había tendido la colada de través encima de la pasarela, de tal forma que Tarscenio se vio obligado a apartar chorreantes camisas, calcetines y ropa de cama mientras percibía cómo sus perseguidores acortaban la distancia. Las sábanas le golpearon la cara como enormes alas.
—¡Alas! —exclamó de improviso Tarscenio, planteándose si conocía algún encantamiento para volar. Entretanto, desenvainó la espada para imponer un margen de distancia a sus enemigos—. Un hechizo para volar —musitó—. ¡Piensa, Tarscenio! ¡Por los antiguos dioses, si por lo menos Ancilla estuviera aquí!
Concentró todo su ser en el recuerdo de la maga de blanca túnica. De haberse tratado de una diosa, su llamada habría sido una oración.
—¡Ancilla!
En su cerebro se insinuó un murmullo burlón, que se disipó enseguida.
—¡Ancilla!
En caso de que lo oyera, ¿podría transmitirle un encantamiento?
De nuevo había tenido la misma sensación de burla, como si en su mente se agitara un animal que invernara en ella.
—¡Ancilla!
¿A… amor mío?
—Ancilla, estoy atrapado. Me capturarán a menos que…
Los guardias y los goblins estaban a pocos metros. El hobgoblin golpeaba en la cabeza a uno de los goblins con una mano acorazada con guantelete como si practicaran un tipo de broma habitual entre ellos.
—¡Ver! El viejo loco, loco irse —carcajeaba el hobgoblin—. Hablar y hablar, y ahora no poder escapar. Recompensa recompensa. —Retocándose la posición del yelmo, el goblin prosiguió su avance, agachado detrás del otro.
—Ancilla…
Tarscenio… no… —La voz se apagó y luego volvió a sonar como si la comunicación consumiera hasta la última pizca de energía de la maga—. No tengo… no… no puedo…
El hobgoblin se abalanzó contra él.
Tarscenio descargó un golpe con la espada pero, en lugar de segar el cuello del hobgoblin, la hoja cortó la cuerda de la ropa que había entre ellos. Entonces, Tarscenio se precipitó hacia ella y, tras aferrarla con la mano izquierda, se elevó con un balanceo por encima de la pasarela.
—Quiera Paladine que esté bien atada del otro lado —rogó mientras descendía.
Tarscenio trazó una curva por encima del espacio despejado que separaba los límites de Solace de unos cuantos pinos achaparrados que crecían al borde del lago, acompañado de una cascada de sábanas, fundas de almohadas y calcetines.
El capitán de la guardia lo esperaba en el suelo, flanqueado por seis hombres, todos armados de lanzas y espadas.
—¡Por los antiguos dioses! —gritó Tarscenio, haciendo girar con frenesí la espada.
Los guardias se echaron al suelo cuando su atacante aterrizó directamente encima de ellos. Reaccionaron un poco tarde, sin embargo, de modo que Tarscenio consiguió amputarle el brazo a uno y la mano a otro. Un tercero cayó inconsciente a consecuencia del golpe que le habían propinado las botas del guerrero en la cabeza.
Luego Tarscenio comenzó a ganar altura, más y más, hasta que tuvo la impresión de tener el lago casi al alcance de la mano. Recordó una vez, de niño, en que había saltado de un columpio en el punto más alto de su trayectoria y había salido disparado por el aire como la pantera que jugaba a ser. Se acordó, también, del tobillo roto que lo retuvo en cama durante semanas después de aquella proeza.
—Que salga bien, Paladine —rezó.
Volvió a aproximarse al suelo. El hobgoblin estaba allí entonces, animando a los otros a atacar a aquel péndulo humano provisto de una espada. Tarscenio golpeó a uno de los goblins, una criatura de color rojo anaranjado con brillantes ojos amarillos, que cayó tambaleante encima de otro goblin. Uno y otro se precipitaron sobre el hobgoblin, que los apartó con la misma facilidad que si fueran muñecos de trapo.
Luego Tarscenio reanudó el ascenso. A toda prisa, se esforzó por envainar la espada, lo que le resultaba arduo estando aferrado a una cuerda. Con la mano derecha ya libre, abrió el cierre de la capa y la mantuvo sobre los hombros.
El hobgoblin hizo a un lado a los otros guardias para esperar a Tarscenio a solas. La empuñadura de su espada descansaba en el suelo, con la reluciente punta encarada al humano.
Tarscenio percibió una mezcla de triunfo y consternación en los diminutos ojos rojos de la criatura. Casi alcanzó a oír lo que pensaba: ¿Por qué ha envainado la espada este tonto humano?
Entonces, justo cuando estaba a punto de chocar con el hobgoblin, Tarscenio se quitó la capa y neutralizó la espada. La fuerza de su arremetida hizo que la hoja se clavara en el cuello de aquélla. En el claro resonó un berrido que siguió al anciano en su balanceo hacia el lago.
Entonces se soltó de la cuerda y salió volando sobre los pinos en dirección al agua. Formó un ovillo para amortiguar la caída que sería su salvación o su muerte.
El agua, azulísima y helada incluso en verano, lo rodeó. El peso de la espada le hizo de lastre, pero no se atrevió a deshacerse de ella. Por fin, logró emerger a la superficie y procuró relajarse y sosegar la respiración, tumbado de espaldas. Después, se alejó de la orilla con vigorosas brazadas.
El capitán de la guardia ordenó a los goblins y hobgoblins que se zambulleran en el agua para ir tras él. Tarscenio oyó las estridentes protestas de los goblins y el estentóreo grito del hobgoblin.
—Agua. Hobgoblin. No. Lago hobgoblin. Esperar, ver, jefe de guardia.
Tarscenio acusaba el peso de la espada. A ese ritmo, sucumbiría al cansancio y se ahogaría antes de alcanzar la orilla occidental.
—Paladine, por favor —rezó, jadeante—. Ancilla aún está viva. Déjame salvar… Déjanos salvar… Tenemos que… —De repente calló, maravillado.
A su mente había acudido un hechizo, olvidado hacía mucho. Haciendo acopio de aire, alzó los brazos y con los dedos, trazó unos dibujos en la superficie del agua hasta que sintió la amenaza del agarrotamiento en los músculos. Mientras, repetía el cántico que había aflorado a su memoria.
—Fotatol aerifon hexicadi pfeatherlit. Fotatol aerifon hexicadi pfeatherlit. Fotatol aerifon hexicadi pfeatherlit.
Hizo una pausa para respirar y tragó agua. Tosiendo y escupiendo, prosiguió de todas maneras con el encantamiento.
—Fotatol aerifon hexicadi pfeatherlit.
Notó que la improvisada peluca de su disfraz comenzaba a desprenderse de su cabeza al tiempo que lo asaltaba un calambre en el costado y se apresuró a concluir el hechizo.
De repente cesó la tensión en los músculos. Iba por el agua como si viajara en el cuenco de la mano gigantesca de un dios. La espada ya no le pesaba ni le molestaba la ropa mojada. Miró hacia Solace y no vio a sus perseguidores.
De improviso, ante él apareció flotando una embarcación.
—¿Una canoa? —murmuró—. No recuerdo esta parte del hechizo.
Se aproximó a ella. Parecía de corteza de abedul y se deslizaba con ligereza en el agua. En su parte más ancha, una plancha servía de asiento. Había otro asiento más en la popa, marcado con una estrella roja.
Tarscenio pataleó en el agua mientras se desataba el cinto y depositaba la enfundada espada en la barca. Después, se agarró a su costado para subir a bordo.
De repente la canoa se ladeó. Tarscenio la soltó a toda prisa y volvió a nadar esperando a que recuperara la posición. Por lo visto, aquello de subir a una canoa desde el agua no era tarea fácil. Él era persona de tierra adentro, para quien revestían un gran misterio la mayoría de cuestiones acuáticas.
Tras llenarse los pulmones de aire, se sumergió bajo el agua y, moviendo los pies con el mayor brío posible, se impulsó por encima de la superficie para agarrarse a la propia plancha.
Por un instante, la técnica pareció funcionar; pero Tarscenio profirió una maldición al verse precipitado de nuevo en el agua, mientras la canoa se volcaba despacio hacia él. Una vez más, se hundió en el lago.
De nuevo lo intentó. Fue descargando poco a poco el peso de su cuerpo sobre la barca hasta que el agua entró en ella. La embarcación descendió de nivel y, cuando estuvo medio llena, bajó lo bastante para permitirle subir por el lado.
Al poco rato estaba sentado en la plancha del medio, con el agua hasta la espinilla. No tenía nada con qué achicar.
Pronto sus perseguidores le alcanzarían. Resolvió remar a pesar de la carga de agua y entonces realizó otro descubrimiento.
—¡No hay remos, por los antiguos dioses! —juró.
Entonces rebuscó en las bolsas que llevaba. Todo estaba empapado. Sacó mejorana, tomillo, pimienta y hoja de pino.
Tenía todo lo que necesitaba. Esparció las hierbas en el otro asiento, la plancha con la insignia en forma de estrella, y pasó las manos por encima, recitando un encantamiento.
—Elvi nahan teta, d’a min didyang. Bidiang d’a mina.
Volvió las manos del revés y las levantó muy despacio. Aunque había transcurrido mucho tiempo desde la última vez que practicó un hechizo de levitación, la barca comenzó a elevarse por encima del agua.
La canoa ascendió, pero unos centímetros tan sólo, combada en el centro. Por un momento Tarscenio temió que la pesada carga que componían él y el agua la hiciera reventar, de modo que tomó la espada y franqueó una vía de salida a un lado de la embarcación.
El agua salió a chorros, y la barca se elevó hasta quedar a unos treinta centímetros del lago.
—Perfecto —murmuró—. Ahora, si pudiera ponerla en movimiento…
Miró en dirección norte, hacia Erodylon. El sol estaba a punto de ocultarse. Tenía una idea de cómo entrar en el templo, pero necesitaría un poco de luz para encontrar el camino. No había tiempo que perder.
—Ebal gi entoknoken ty wrent. —La barca no se movió—. Ebal gi entoknoken ty wrent. —La barca siguió inmóvil.
—Estupendo —musitó—. Magnífico. —Dio una palmada—. Quantenol sina fit.
El sol se posó en el horizonte, proyectando una profusión de rayos rosados y rojos. ¿En qué se había equivocado?, se interrogó Tarscenio. Miró a su alrededor y entonces reparó en la estrella roja de la madera.
—Vale la pena intentarlo —se dijo con expresión burlona. Se desplazó al otro asiento y se sentó directamente encima de la estrella. Luego, cerró los ojos y se concentró.
—Ebal gi entoknoken ty wrent. Ebal gi entoknoken ty wrent. Quantenol sina fit.
Volvió a dar una palmada. La barca se elevó un poco más por encima del agua.
Tarscenio imaginó la canoa surcando a toda velocidad el agua, en dirección norte. Imaginó la brisa golpeando su calva cabeza, sintió el rocío de las gotas levantadas al superar una ola. Imaginó Erodylon a la vista y mentalmente vio pararse la barca justo al lado de los muros que se prolongaban hacia el mar. Vio los recintos de Erodylon solitarios, el templo vacío después de las revelaciones del atardecer.
Cuando abrió los ojos, la lisa pared de mármol blanco se erguía ante él. Todo era tal como lo había imaginado. El sol había bajado sólo un milímetro en el cielo, pero él había llegado a Erodylon.
—La magia ha funcionado —susurró, sonriendo.
Pero ¿dónde debía buscar? Tarscenio se acordó de la Praxis y de que Hederick se había aprendido de memoria ciertos pasajes de ésta. «La pureza moral es imposible sin limpieza física», enseñaba la Praxis.
Debía de haber túneles para evacuar los desperdicios del templo. ¿Y cuál sería el lugar más lógico para dejar la mugre? Tarscenio supuso que Hederick querría que los desechos fueran a parar lo más lejos posible de sus habitaciones.
Observó los muros que se prolongaban frente a sí. Se inclinó para echar un vistazo bajo el agua.
De improviso, de debajo de la barca saltó algo que la hizo añicos, mandándolo de paso al agua. Mientras regresaba a nado a la superficie, vio cómo su espada desaparecía, dentro de su funda, en el lodo del fondo. Los componentes de su encantamiento flotaban en el agua.
Una sombra lo avisó de una presencia. Se echó atrás, justo a tiempo para esquivar una lanza, rematada con un arpón.
Al principio pensó que el hobgoblin de Solace lo había alcanzado, pero la criatura que entonces lo rodeaba tenía agallas. Unas manos palmeadas sostenían la lanza y un escudo. Tarscenio advirtió que tenía también palmeados los pies.
Hizo memoria. «Un koalinth», eso era: un hobgoblin acuático. Hederick, naturalmente, no había tenido escrúpulos en emplear a toda la familia de goblins.
El koalinth manejaba con eficiencia su lanza a través del agua. Tarscenio le había dado su daga a Mynx y acababa de quedarse sin espada. Tenía que salir al exterior para tomar aire. Cada aspiración lo dejaría expuesto a aquella criatura que respiraba en el agua.
«No he llegado hasta aquí para dejarme vencer por un pez deforme», pensó.
Entonces, la criatura dejó de rodearlo y atacó.