16

—¡El kender tenía el Dragón de Diamantes, y se lo ha devuelto! —se lamentaba, colérico, Tarscenio mientras recorría con Mynx las pasarelas en dirección a la guarida de Gaveley—. ¡Por los antiguos dioses, Mynx, se lo ha devuelto!

—Si lo han robado una vez, se puede robar de nuevo —sentenció con estoicismo Mynx—. Cojead un poco más. No quedáis muy convincente como mendigo andando con el porte de un rey que regresa a su palacio, anciano.

—Sí, lo que me faltaba —espetó Tarscenio, que aun así redujo el paso y encorvó la espalda, atrayendo la mirada de sorpresa de una mujer que vendía pañuelos de seda en la intersección de dos pasarelas—. ¿Tenías que colocarme el pelo en la cabeza a mechones? ¡Por los dioses, parece que estuviera afectado por una enfermedad contagiosa!

—¿Cuántos mendigos creéis que disfrutan de un perfecto estado de salud?

La contestación dejó sin argumentos a Tarscenio, pero al cabo de un poco volvió a arreciar en sus quejas.

—Lo tenía casi. ¡Por el yelmo de Paladine, casi lo tenía! Ahora Hederick va a extremar las precauciones. Ya va la segunda vez que está a punto de perderlo.

Los vallenwoods comenzaban a mudar de color. Parecía como si estuvieran a comienzos del otoño, pensó Mynx mientras se detenían un poco más allá de la solitaria casa del anterior alcalde de Solace, Mendis Vakon.

—Debéis admitir que este disfraz funciona muy bien. Nadie os ha reconocido todavía —observó Mynx—, ni siquiera entre la multitud del templo. —Tarscenio emitió un gruñido de conformidad—. Supongo que los goblins con los que nos hemos cruzado no están tomando el sol para mejorar su salud. Los goblins detestan la luz del día. Deben de haber puesto precio a vuestra cabeza, anciano.

—Hederick me odia.

—Eso es seguro. ¿Queréis contarme por qué?

—Yo abandoné su religión —contestó, malhumorado, Tarscenio—, me fugué con su hermana maga y he pasado las últimas cinco décadas con ella, intentando robarle su más preciada posesión.

Mynx enarcó las cejas mientras pasaban junto a dos goblins que charlaban en la pasarela.

—Tiene su lógica, supongo.

Continuaron en silencio. Tarscenio cojeaba y, de vez en cuando, se paraba para tender con desaliento su escudilla de mendigo a algún transeúnte. Mynx caminaba con paso seguro, enfundada en su armadura y yelmo y de tanto en tanto se detenía para permitir que Tarscenio le diera alcance.

—Si es tan alta la recompensa por mi cabeza, ¿por qué no me has entregado? —preguntó Tarscenio después de que el sexto viandante hubiera dado, para evitarlo a él y a su escudilla, el máximo rodeo que permitía el ancho de un puente suspendido a quince metros por encima del suelo.

—Gaveley me lo haría pagar caro —explicó sin inmutarse Mynx—. Sería socavar su autoridad. No estoy de humor para fundar mi propia banda de ladrones…, ni para buscar un trabajo decente así que tengo que obedecer.

—¿Y si Gaveley te ordenara entregarme?

Mynx miró con mala cara a otra pareja de goblins, que no parecieron percatarse de la ferocidad de su expresión.

—No lo hará —aseguró—. Gaveley os permitió quedaros en su guarida anoche. Eso significa que ha contraído una obligación de honor por la que debe trataros como amigo. Gaveley valora mucho el honor; dice que le viene de su origen aristocrático. —Lanzó un bufido—. Sea como sea, Gav odia a Hederick. Odia a todo el mundo que tiene dinero, pero sobre todo a los fanáticos religiosos con dinero. Y yo también —añadió.

Habían llegado al extremo suroriental de Solace, de modo que bajaron hasta el nivel del suelo por una escalera que descendía rodeando el tronco de uno de los árboles. Un ruido inquietante interrumpió entonces el susurro de las hojas de los vallenwoods y los pinos. Los sonidos de pena y miedo los hicieron detenerse en mitad de la escalera, pero no alcanzaron a ver nada.

—Dioses del cielo —musitó Mynx—. ¿Qué es eso?

Aquello sonaba más intenso que el lamento de un alma solitaria con el corazón roto, o que diez almas incluso. Mynx y Tarscenio se miraron con desasosiego. Ella ya había desenfundado la daga. Tenía la palma sudorosa. Tarscenio había apoyado la mano en la empuñadura de su espada, bajo su sucia capa de mendigo.

—Deberíamos investigar —propuso Tarscenio en voz baja.

—No es asunto de nuestra incumbencia, anciano —replicó Mynx con una vehemencia sorprendente.

—Alguien necesita ayuda —insistió Tarscenio.

Mynx sacudió la cabeza. Apenas podía hablar, debido al castañeteo de sus dientes.

—A mí nunca me ha ayudado nadie, anciano. Y yo no ayudo a nadie si no me pagan.

—A mí me ayudaste.

—Porque me lo dijo Gaveley —replicó—. No me concedáis el mérito a mí.

Entonces Tarscenio desapareció. Bajó a toda prisa los escalones, atravesó a la carrera un claro, se coló por una brecha en el sotobosque y se alejó por un ancho sendero flanqueado de pinos.

Mynx se quedó inmóvil e indecisa. El graznido de un cuervo la indujo, no obstante, a salir corriendo en pos de Tarscenio.

Lo alcanzó en el borde de un claro, rodeado por unos delgados troncos a la manera de un cercado. En su interior no había, sin embargo, caballos sino unas cincuenta personas. Mynx reconoció a algunas de ellas, a la esposa y los cuatro hijos del alcalde, por ejemplo.

Era de aquel grupo de cautivos de donde partía el coro de sollozos apagados, súplicas y gritos. Una docena de hobgoblins montaban guardia fuera de la cerca y otra docena controlaba dentro a la gente, a la que obligaban a mantenerse apiñada en un círculo.

Mynx y Tarscenio se ocultaron a mirar detrás de las matas de madreselvas y retoños de arce.

A diferencia de sus parientes, los goblins, que raras veces pasaban de metro veinte de altura, los hobgoblins medían metro ochenta e incluso más. Aquéllos eran unas bestias de color gris, con caras rojas y ojos y dientes amarillos. Llevaban espadas, lanzas, látigos y escudos y se protegían los hombros, brazos y espinillas con piezas disparejas de armaduras metálicas, mientras que el torso se lo cubrían con un peto de cuero.

La mayoría de los hobgoblins se comunicaban entre sí mediante una jerigonza incomprensible. Dos de ellos, sin embargo, que iban armados con arcos, hablaban un rudimentario abanasiniano.

—Sargento —dijo—. Preparados para mover.

—Vamos cuando yo digo —contestó el superior—. No haber bastantes aún. Esperar a más.

—Pero hace tarde —recordó el otro—. No llegar lejos antes de que sol baje, preparar campamento.

Esa vez el superior contestó con un lenguaje gestual, apuntando con una daga al respondón, que se fue murmurando hasta la otra punta del cercado.

Un joven prisionero se separó de la piña de humanos y goblins e intentó saltar la valla de troncos. Sin inmutarse, el sargento lo apuntó con el arco y le disparó al pecho.

—Haber pagado impuestos, tonto —comentó el sargento—, y no estarías aquí. —Abarcó con un ademán a los goblins, que enseguida se arracimaron en torno al cadáver.

Mynx se tapó la cara con las manos y Tarscenio posó un brazo consolador sobre sus hombros.

—Tenemos que ayudarlos, Mynx —susurró.

—¿Nosotros dos contra dos docenas de goblins y hobgoblins? —replicó, levantando con brusquedad la cabeza—. ¿Habéis perdido el juicio?

—Lo único que hicieron estas personas fue negarse a pagar los impuestos exigidos por Hederick —señaló Tarscenio en voz baja.

—Y a mí ¿qué más me da? Los ladrones no pagan impuestos.

—¿Es que no ves lo que ocurre? ¡Los venden como esclavos, Mynx!

—Ninguno de ellos movería un dedo por mí. Además, estamos en inferioridad numérica, anciano.

—En ese cercado hay cincuenta personas, de las cuales treinta por lo menos son hombres y mujeres fuertes. Aparte, nosotros vamos armados. Eso no es estar en inferioridad.

—¿Y creéis que esos borregos de dos piernas os apoyarán y lucharán contra los hobgoblins? —Mynx se echó a reír en voz alta.

El monstruo más cercano se volvió a mirar hacia la maleza con expresión de extrañeza, irguiendo sus puntiagudas orejas.

—Sólo hay una manera de averiguarlo.

Tarscenio salió, raudo, de detrás de las matas con la espada desenvainada y, sin previo aviso, hundió la hoja en las costillas del hobgoblin. La criatura se desplomó con un bramido, agitando brazos y piernas.

—¡Hejami, Tycom, Gret! —llamó el sargento a tres de sus inferiores—. ¡Atacar!

El resto se quedó vigilando a los esclavos. Al cabo de un momento, Tarscenio estaba rodeado por tres hobgoblins que lo amenazaban con lanzas. Mynx miraba desde su refugio, conteniendo la respiración. Pensaba quedarse allí; al fin y al cabo no le debía nada a aquel estúpido anciano.

El hobgoblin de nariz azul llamado Hejami fue el primero en llegar junto a Tarscenio. Los otros dos se quedaron atrás, dándose codazos, muy sonrientes. No creían que la lucha fuera a ser gran cosa —un hobgoblin adulto contra un mendigo al que se le caía el pelo a puñados— aunque el mendigo manejaba la espada con bastante seguridad. El tal Hejami arremetió contra el hombre con la lanza.

Tarscenio se hizo a un lado para esquivar al hobgoblin, que se lanzó tras él con un salto, se dobló hacia el otro lado y atacó, Hejami cayó sin vida al suelo, tiñendo la tierra de rojo con la sangre que manaba de la brecha abierta en su cuello.

En el mismo instante, los otros dos se precipitaron contra Tarscenio, que los contuvo antes de girar sobre sí. Mientras los mantenía a raya, arengó a gritos a los prisioneros.

—¡Uníos a mí! ¡Podemos vencerlos!

Ninguno de los cautivos se movió. Es más, se pegaron unos contra otros con mayor ahínco que antes.

—¡Podrían hacernos daño! —adujo una de las mujeres.

—No le hagáis caso —aconsejó un hombre a sus compañeros—. No es más que un mendigo. A los hobgoblins les interesa más tenernos sanos. No nos harán daño si cooperamos con ellos.

—¡Para vos es muy fácil reclamar que os ayudemos, anciano —contestó una mujer—, pero nosotros tenemos hijos en los que pensar!

Aunque blandía la espada como si formara parte de él, en el semblante de Tarscenio se hizo patente el horror.

—Viejo idiota —susurró Mynx detrás de la madreselva—. Ya os he dicho…

De pronto, se vio colgando en el aire, agarrada por la cintura por el hobgoblin más descomunal que había visto nunca, que se reía enseñando una dentadura amarilla y una lengua roja y viscosa. El monstruo farfulló algo y se la cargó al hombro, aullando, lleno de contento.

—¡Gigante deforme…!

Mynx lanzaba furiosas patadas, con la esperanza de darle a la bestia en la cara. Colgada boca abajo, disponía de una excelente visión de la daga que se le había caído, pero de escaso espacio para maniobrar.

—¡Nueva esclava! —anunció la criatura a sus congéneres.

Los brazos que la retenían por la cintura se tensaron de improviso, al tiempo que su captor lanzaba un chillido. Después cayó. Durante sus años de experiencia como ladrona, Mynx había saltado por muchas ventanas, a menudo perseguida por furiosos propietarios, y sabía cómo aterrizar de pie. Apoyándose apenas con las manos, efectuó un salto mortal y se alejó rodando del hobgoblin moribundo.

Tras retirar la espada del costado de la criatura, Tarscenio cogió a Mynx del brazo y la ayudó a levantarse. Echaron a correr, esquivando los cadáveres de los otros hobgoblins y dejando atrás el mercado de esclavos.

Un par de hobgoblins y tres goblins se pusieron a perseguirlos por el camino. Después de doblar una curva, Tarscenio empujó a Mynx a un lado y comenzó a canturrear algo.

—¿Qué hacéis? —protestó la mujer, tratando de soltarse.

—¡Quieta! —le ordenó Tarscenio—. Yessupot siagod idea. —Haciendo revolotear las manos, perfiló la silueta de Mynx de arriba abajo. Luego, la empujó hacia un arbusto y aplastó una hoja de álamo entre los dedos, antes de gritar—: ¡Nila ur’sht, yjod wraren, sarytakrerit!

A continuación, se precipitó tras la auténtica Mynx mientras una réplica de ésta continuaba corriendo por el sendero justo cuando sus perseguidores aparecían tras el recodo.

—¡Tú coger la hembra! —gritó uno de los hobgoblins, señalando a la Mynx creada con magia que desaparecía por el camino.

El otro hobgoblin y uno de los goblins salieron tras ella. Con ello quedaron un hobgoblin y dos goblins batiendo la maleza de las proximidades.

Tarscenio puso la empuñadura de su daga en la mano de Mynx.

—Esta vez —le advirtió en un susurro— intenta que no se te caiga.

Después se fue y se lanzó contra sus enemigos con una energía inusitada para su edad. Liquidó a uno de los goblins sin darle tiempo a chillar, pero su compañero consiguió dar la alarma.

—¡A él, imbécil! —le gritó el hobgoblin—. ¡Obedecer, gusano!

El último goblin se abalanzó contra Tarscenio. Inesperadamente, se topó con dos armas: la espada de Tarscenio y la daga de Mynx. Con un espasmódico parpadeo de sus ojos anaranjados, miró primero a Mynx, luego el cadáver de su camarada y después el sendero por donde había desaparecido la otra Mynx falsa.

De repente, retrocedió dejando el campo libre al jefe hobgoblin. Viéndolo blandir una espada con la mano derecha y una lanza con la izquierda, Tarscenio comprendió que tendrían que habérselas con una criatura ducha en combate.

—¿Cuánto falta para la guarida de la banda? —preguntó a Mynx, deformando ex profeso las palabras para que el hobgoblin no lo entendiera, al tiempo que lo rodeaban entre ambos.

—Corriendo es un momento —respondió Mynx, imitando su hablar pastoso—. Si queréis, podemos ir en una carrerilla.

—No. A esta bestia no podremos ganarla corriendo. Ve a buscar a los otros ladrones y trae ayuda. Ese Xam es lo bastante forzudo para…

—Ni lo soñéis, anciano. No vendrán.

—¿Y de qué sirve esa pandilla de ladrones —se indignó Tarscenio, pálido a causa del esfuerzo— si no están dispuestos a ayudar cuando uno lo necesita?

—Gav decide las jugadas —explicó, jadeante, Mynx—, y nosotros jugamos. No creo que vaya a arriesgar a los otros por uno nuevo… Por alguien que ni siquiera forma parte de la banda aún.

—¿Y por ti?

Mynx se desvió para esquivar una raíz.

—Yo puedo irme cuando quiera, Tarscenio. ¿No veis que esa fiera os persigue a vos?

Tarscenio observó los diminutos ojos amarillos del hobgoblin, que agitaba de manera obsesiva la espada, con expresión codiciosa.

—Gran dinero —decía—. Gran recompensa por viejo de aspecto raro. Hederick enfadadísimo contigo, humano.

En ese instante, Mynx se le colgó del cuello y le bajó el yelmo, impidiéndole la visión. Rápidamente le clavó la daga en los hombros y el cuello. Aunque cegada, la criatura continuó hostigando a Tarscenio con la espada en una mano y la lanza en la otra, formando un remolino de aceradas puntas.

Tarscenio trató de retirarse hacia un lado, pero la criatura, guiada seguramente por un agudo oído, lo seguía hacia donde quiera que se moviera.

Entonces, Mynx halló con la daga una arteria vital en su cuello.

—¡Por los antiguos dioses! —gritó Tarscenio, pasando al ataque al mismo tiempo.

Al cabo de un momento, el hobgoblin yacía en el suelo, perdiendo sangre por dos heridas, una en el cuello y otra en el costado.

Poco después, Tarscenio y Mynx entraban, presurosos, en la guarida de los ladrones. La mujer se echó, jadeante, en el diván verde.

—¡Por los dioses, Gav, Solace está atestada de hobgoblins! —exclamó.

—Veo que habéis salido bien parados —comentó el semielfo, demostrando sólo su sorpresa por sus disfraces con un enarcamiento de cejas.

—Sí, claro, pero hemos tenido que matar a… ¿cuántos eran, Tarscenio? ¿Media docena de goblins y hobgoblins?

—Más o menos —contestó, sin darle mayor importancia, Tarscenio.

Aunque le temblaban las piernas por el agotamiento, se mantuvo de pie a pura fuerza de voluntad, con una respiración pausada y profunda, fingiendo que no estaba más afectado de lo que estaría una persona más joven.

—Ya ha pasado —zanjó con un encogimiento de hombros—. Ahora querría que Gaveley me diera una respuesta. ¿Me ayudaréis a robarle el Dragón de Diamantes al Sumo Teócrata Hederick?

El semielfo observó a Tarscenio a través del cristal de una copa de vino. Iba vestido con su estilo habitual: con calzones de piel rojos, camisa de seda negra y un pañuelo blanco de seda atado en torno a su delgado cuello. Aunque sonreía, en sus rasgados ojos de color avellana se adivinaba el peligro.

—He estudiado vuestra oferta, anciano —respondió con voz ronca—. Pero creo que vamos a desestimarla.

Se produjo una breve pausa antes de que Mynx expresara su vehemente protesta.

—¿Por qué, Gav? ¡Despojarle de ese objeto sería una manera estupenda de fastidiar a Hederick! Tú lo odias, y los demás también. Está acabando con nuestro negocio. Con unos impuestos tan altos, a nadie le queda ya nada de valor que podamos robar. ¿Por qué no nos aliamos con Tarscenio? Yo lo ayudaría a conseguirlo, y todos sabemos que yo soy el mejor ladrón de cuantos hay aquí. ¡Ese talismán de dragón vale una fortuna! —Miró, uno tras otro, a los tres ladrones—. Prácticamente nos podríamos retirar —concluyó, tratando de adoptar un tono jocoso.

—Soy yo quien decide, Mynx —le recordó, ceñudo, el jefe—. Si no te gusta, te vas.

Xam y Snup asintieron unánimemente mientras Tarscenio observaba con expresión preocupada a Gaveley y a Mynx.

—¿Que me vaya? —contestó, perpleja, ésta—. Pero si yo me crié en esta banda, Gav.

—Y yo te enseñé desde el principio que en la banda de Gaveley…

—… y lo que dice Gaveley es la ley —concluyó Mynx. Se quitó el yelmo de la cabeza y se pasó la mano por su flamante cabello rubio—. Lo siento —dijo a Tarscenio—. No voy a ir en contra del grupo. No me atrevo.

—Igual que los esclavos —señaló en voz baja Tarscenio con semblante inmutable—. ¿Cómo los has llamado tú, Mynx, borregos?

—Eso no es justo —replicó, ofendida—. ¡No es lo mismo!

—¿No?

Sin añadir palabra alguna, Tarscenio dedicó una somera reverencia a Gaveley; después, movió la estatua del arpista tal como había visto hacer a los otros y se fue, adoptando un aire de dignidad pese a su enojo y a su disfraz de mendigo.

—Sal por la parte de atrás —ordenó Gaveley a Snup—. No lo pierdas de vista, pero procura que él no te vea. Si los guardias del templo lo abordan dentro de Erodylon, haz como si lo estuvieras llevando a Hederick para entregárselo. Entonces tendríamos al menos la recompensa, aunque no el Dragón de Diamantes, que siempre podemos robar después.

—¿Y si él se hace con el Dragón de Diamantes?

—Róbaselo —susurró Gaveley—. Después mátalo y presenta su cabeza a Hederick. De esa forma recibiremos de todos modos la recompensa.

—¡Gaveley! —exclamó Mynx, levantándose como un resorte para agarrarlo de la manga—. ¿Qué ha pasado con tu honor? Siempre te enorgulleciste de ser más honorable que los ricos. ¿Te acuerdas, Gav?

—Yo soy un ladrón —contestó, rechazándola, el semielfo—. Además, no soy humano. ¿De qué me sirve a mí una idea humana como el honor?

—Pero… pero los elfos tienen también honor —adujo, indecisa, ella.

—Ni los elfos ni los humanos reconocen mi nobleza de linaje —espetó—. Me conviene más aliarme con alguien que al menos me dará dinero, ya que el respeto no lo recibo de nadie.

Mynx lo observó un instante y luego miró a Xam, que seguía el diálogo desde la puerta trasera.

—¿Te has aliado con Hederick, Gav? —preguntó con tono de repulsa—. ¿Es eso? ¿Después de que decidiéramos no hacerlo?

—Tú decidiste que no, Mynx —puntualizó Gaveley—. Los demás…

Mynx se volvió hacia Xam, que reaccionó con un encogimiento de hombros.

—Es un trabajo como otro —adujo—. Hederick no es peor que cualquiera de las personas para las que hemos trabajado, Mynx. —El fornido cazarrecompensas la observaba con la mirada suplicante de un perro—. Te hablo en serio, Mynx. Es mejor que vayas con nosotros en esto.

—Pero Hederick está loco —susurró—. Tarscenio es… bueno.

—¿Desde cuándo tienen los ladrones en consideración la bondad? —replicó Gaveley.

Luego hizo un gesto a Xam, que se encaminó hacia Mynx.

—Lo siento, Mynx —se disculpó—. Hay también una recompensa por ti. No es muy grande, pero en estos tiempos todo sirve.

—¿Una recompensa? —dijo con voz quebrada. Dio un paso atrás y se encontró con el semielfo que le cerraba el paso.

—A Hederick no le gusta que nadie rechace sus ofertas —le esperó Gaveley al oído—. Xam, tenemos trabajo que hacer. Ocúpate de ella.

Su cerebro le reclamaba a gritos que luchara, que echara a correr, pero el cuerpo no la obedecía. Se quedó mirando, aturdida, cómo Xam levantaba su manaza. Era un cazador de recompensas, acostumbrado a doblegar a sus presas. El golpe le dio en el cuello. Doblando las rodillas, Mynx se desplomó, inconsciente, en el suelo.

Poco después, Kifflewit entró a hurtadillas por el acceso posterior de la guarida de los bandidos. Volvió a guardar con sus ágiles manos las ganzúas en los bolsillos.

—«Pues sí que está oscuro aquí dentro —murmuró para sí—. Quizá Mynx esté dormida».

Había visto entrar en la guarida a Gaveley, luego a Xam y a Snup y finalmente a Mynx y a Tarscenio. Todos habían vuelto a salir excepto Mynx. Kifflewit quería echar un último vistazo a los esplendores de la cueva de Gaveley antes de irse de Solace. Los guardias del templo, sin demostrar todavía el menor sentido del humor, habían estado siguiéndole los pasos. Había conseguido mantenerse alejado de ellos, pero incluso los kenders llegaban a cansarse de ciertos juegos.

Mynx le había dicho muy claramente que no entrara en la guarida, recordó. Pero si estuviera dormida… Quizá podría dar una miradita sin despertarla.

—Seguro que una luz pequeñita no le alterará el sueño —se dijo.

Todavía en el umbral, se palpó los bolsillos en busca de mecha y pedernal. Tras el primer roce de piedra, oyó enseguida un gruñido procedente de la oscuridad que le produjo un sobresalto. El pedernal cayó con estrépito al suelo. Sonó otro gruñido. ¿Habría despertado a Mynx?

Kifflewit registró todos sus bolsillos por si tenía más pedernal. No encontró nada útil hasta que sus dedos toparon con un objeto del que salió una luz chispeante.

—¡Qué bonito! —musitó.

Sus incansables dedos extrajeron el Dragón de Diamantes. Tenía justo el tamaño de su mano. No lo había visto en la oscuridad hasta entonces. Apenas distinguía la forma del dragón a causa del brillo tan intenso que despedían los diamantes.

—¡Tiene que ser mágico! —exclamó en voz baja.

En la caverna resonó otro gemido. Bañado en la luz desprendida por el Dragón de Diamantes, que llevaba en alto, Kifflewit se internó con cautela en la guarida.

—Quizá no sea Mynx —se dijo—. Quizá sea un monstruo muy interesante.

Había oído hablar de muchas bestias que vivían bajo tierra. Se preguntó qué sensación le produciría si se lo comieran vivo. Si la criatura se tragaba el Dragón de Diamantes junto con él, a lo mejor podría ver sus entrañas. ¡Aquello sería toda una experiencia!

—¿Mmmmmnnnfff?

—¡Eh! ¿Eres un reptil de las cavernas? —gritó.

—¿Mmmmmnnnfff?

—¿Mynx?

—¡Mmmmmnnfff!

Si algún «Mmmmmnnfff» era capaz de expresar rabia, frustración y miedo a la vez, se trataba de aquél. Cada vez sonaba menos a un reptil de las cavernas, concluyó Kifflewit mientras seguía adelante, manteniendo encima de su cabeza el Dragón de Diamantes que proyectaba un círculo de luz.

Entonces apareció en su campo de visión una melena rubia revuelta, unos ojos castaños cargados de furia y una boca amordazada.

—¡Mynx! ¿Por qué tienes esa pinta? ¿Por qué llevas el pelo amarillo? A mí me gustaba más oscuro. ¿Y por qué llevas armadura? ¿Es que ya no eres una ladrona? ¿Eres un mercenario ahora?

—¡Mmmmmmnnfff!

—¿Lo ves? —dijo, aproximando el Dragón de Diamantes a la cara de colérica expresión—. Lo he encontrado en el templo. ¿No es precioso?

Mynx sacaba chispas por los ojos.

—¿Qué pasa? —preguntó con tono de inocencia el pequeño kender.

—¡MMmsssátammme, dddioooota! —transmitió la mujer a través de la mordaza.

—Cuesta mucho entenderte con ese trapo… —Kifflewit se puso manos a la obra para aflojar la tela mientras Mynx seguía intentando destrozarla con los dientes—. El Sumo Teócrata no debe de tenerle mucho aprecio a este dragón —parloteaba mientras tanto el kender— porque si no, no lo habría dejado por ahí. Yo creo que le estoy haciendo un favor quedándome con él, ¿no te parece?

—¡Imbécil! —gritó Mynx, ya libre de la mordaza—. ¡Eso es el Dragón de Diamantes!

—Ah, claro —concedió, pestañeando, el kender.

—¡Tarscenio cree que Hederick lo tiene todavía!

—Ah. Bueno, no hay de qué preocuparse. Ahora está a salvo conmigo.

—Desátame, tonto —le exigió.

—No tienes por qué ser tan brusca. Después de todo…

Alargó la mano hacia la cadera de Mynx, desenfundó la daga de Tarscenio y, sin dejar de charlar animadamente, cortó la cuerda que le sujetaba las caderas y los tobillos.

Mynx intentaba ajustarse a la nueva realidad. Tarscenio no sospechaba que los ladrones iban por él y, por supuesto, no tenía ni idea de que el Dragón de Diamantes estuviera en poder del kender.

Kifflewit Cardoso seguía parloteando, al tiempo que hacía oscilar el talismán ante la cara de Mynx como si se tratara de una mera baratija. El brillo que despedía atrajo la atención de la mujer que, por un momento, se olvidó de todo salvo del resplandor irradiado por las piedras preciosas. De improviso todo encajó. Tarscenio no quería hacerse con aquel objeto para venderlo, concluyó. Iba a utilizar sus poderes mágicos para combatir a Hederick.

Tenía que llevarle el artefacto antes de que tratara de entrar en el templo. Sólo entonces tendría alguna oportunidad frente a las fuerzas del Sumo Teócrata y la banda de Gav.

—¡Dame eso, kender! —gritó, abalanzándose hacia el Dragón de Diamantes.

—¡Es mío! —chilló Kifflewit—. ¡Yo lo he encontrado!

Las manos humanas y las de kender se enzarzaron en un forcejeo por la posesión de la figura.

—¡Tarscenio lo necesita!

—¡Pero lo he encontrado yo! —protestó con voz atiplada el kender.

—¡Él podría vencer a Hederick!

—¡No es justo! ¡Es mío!

Rodaron por la alfombra. Oscilando de un lado a otro, el dragón proyectaba diminutos rayos de luz por toda la guarida, dejando agujeros en los tapices. Luego comenzó a emitir un zumbido. Ni la mujer ni el kender se dieron cuenta de que el objeto por el que se peleaban se había transformado en una reluciente bola de fuego, fría como el acero.

—¡Tarscenio lo necesita!

—¡Yo lo he encontrado!

—¡Podría destruir a los Buscadores!

—¡Es mío!

¡Szzzezmetoffff algolorum!

Aquel extraño sonido, perfectamente audible, surgía del propio Dragón de Diamantes. El kender lo soltó y retrocedió con los ojos como platos. Con un grito de triunfo, Mynx se acercó al pecho su trofeo y lo acarició, exultante. Iría en busca de Tarscenio…

¡Szzzezmetoffff algolorum!

Aquella segunda emanación de sonido y de luz acabó con el entusiasmo de Mynx. ¿Acaso esa magia… salía del…? De repente, el terror se apoderó de ella e intentó arrojar el objeto bien lejos.

El Dragón de Diamantes se resistió.

Se mantenía pegado a sus manos, emitiendo un zumbido cada vez más sonoro. No le producía dolor, sólo una sensación de frío que le subía por las muñecas hasta los codos.

Luego, cayó en la cuenta de que tenía las manos dentro del amuleto. Ante sus propios ojos, éste seguía absorbiendo centímetro a centímetro su cuerpo. Primero vio sus manos, después sus muñecas y antebrazos, moviéndose frenéticamente en su interior. Aunque mantenía el control de sus movimientos, se le estaban encogiendo las extremidades. Entonces apoyó las botas contra el dragón para tirar de él y liberarse las manos.

Sus pies quedaron engullidos también.

—¡Kifflewit! ¡Ayúdame! —gritó.

El kender seguía mirándola pasmado.

El frío aumentó rápidamente, ascendiendo por sus brazos y piernas hasta helarle el tronco y alcanzar la cabeza.

Después, Mynx se encontró ya dentro del Dragón de Diamantes.

El cristal trazaba lisas curvas a su alrededor, invulnerable a sus puñetazos y patadas. Mynx rabiaba allá dentro, delante de la mirada del kender. Se había reducido hasta tal punto que podía caber en la mano de Kifflewit. Seguro que él debía ver su minúscula figura moviéndose dentro del Dragón de Diamantes.

Ella lo podía oír, aunque no sabía si él también.

Lo llamó, pero él se dedicaba sólo a observar el Dragón de Diamantes desde todos los ángulos posibles. Luego lo cogió, lo agitó —haciendo caer de rodillas a Mynx— y volvió a depositarlo en el suelo.

—¿Adónde habrá ido? —se preguntó el kender en voz baja—. ¡Qué truco más estupendo! —Miró en derredor, como si esperara ver asomar a Mynx por debajo de una mesa o un diván.

De manera inevitable, la atención de la criatura pasó del artefacto posado en la alfombra a las numerosas gemas y rutilantes objetos que había en la guarida de Gaveley y que acabaron yendo a parar a sus bolsas y bolsillos.

Luego, Mynx y el artefacto que la mantenía prisionera pasaron a engrosar el botín. El movimiento le indicó que Kifflewit se dirigía corriendo a algún sitio, de modo que se sentó en el curvado fondo del Dragón de Diamantes para no volver a caerse.

—Ay, Tarscenio —se lamentó, apoyando la cabeza en los brazos—. Corréis hacia el peligro por nada.

Allí estaba ella, atrapada dentro del único objeto capaz de salvarlo, y no podía hacer nada.

Continuó así un rato, en el bolsillo de Kifflewit, oyendo sólo los ruidos amortiguados del mercado y de vez en cuando algún grito airado de los guardias. En un par de ocasiones el kender se puso a correr y no paró hasta que se alejaron los gritos.

Después percibió otra voz distinta, bastante cerca.

—Ah, sois vos pequeño. ¿Qué querríais de mí? Debo irme presto. No tengo tiempo para charlar con vos, aunque salvasteis me la vida en el templo.

Mynx cayó en la cuenta de que era el centauro que había visto en el sector de los refugiados.

—Me persiguen los guardias —respondió Kifflewit—. Necesito que me llevéis fuera de Solace.

—Pequeño, eso concedéroslo puedo, en gratitud por vuestro servicio. Iba al claro donde vivo, a avisar a los míos de la eminencia del peligro.

Mynx se agarró a la cara interna del Dragón de Diamantes mientras Kifflewit Cardoso montaba a lomos del centauro. Luego, el hombre-caballo partió con el oscilante trote con el que aquellas criaturas eran capaces de cubrir muchas leguas sin aparente esfuerzo.

El centauro y Kifflewit pronto dejaron atrás Solace.