15

—¡Marchaos de aquí! ¡Estos árboles son sagrados!

A medio camino entre Solace y Erodylon, cinco centauros se arremolinaban, inquietos, en torno a diez corpulentos individuos que empuñaban hachas. Los aludidos siguieron riendo y bromeando mientras descargaban hachazos contra la base de un vallenwood, que los protegía contra el inclemente sol de mediodía.

—Caballo —vociferó uno de ellos—, si no cortamos este árbol, Hederick no nos pagará, y nosotros tenemos familias que mantener.

—Y yo también, humanos —replicó uno de los centauros, el de ojos violeta, al que uno de sus compañeros había llamado Phytos—. Pero a mí no me veredes dando muerte a los hijos de la natura para lograr alimento para los míos.

El leñador respondió con un despreciativo gesto.

—Qué encantadora manera de hablar tienen, ¿eh? —comentó con soma a su compañero, que se echó a reír con él, antes de volver a concentrar sus esfuerzos en la tala.

—¡Deteneos!

Los centauros, dos hembras y tres machos, llevaban garrotes y arcos, pero no los utilizaron. Abriéndose paso hasta el interior del círculo de leñadores, empujaron a tres de ellos, haciéndolos caer.

—Esos vallenwoods han florido aquí desde los tiempos de los antiguos dioses —gritó Phytos mientras los hombres se ponían en pie y recogían sus hachas—. Quedad avisados, humanos de mentes descarriadas. ¡No os atrevierais a hacerles daño, so pena de incurrir en nuestra ira!

—¿Y nuestra ira, qué, caballo? —contestó uno de los humanos.

Empuñando las hachas, los diez leñadores se abalanzaron sobre los centauros.

Los hombres caballo pusieron en acción sus garrotes demasiado tarde. Un centauro macho, golpeado de pleno entre los ojos con el lado romo del hacha, se desplomó y ya no volvió a levantarse. Una de las dos hembras acababa de preparar una flecha en su arco cuando el hacha de un leñador se le hundió en el cuello. Cayó, chillando, agitando las patas mientras la sangre brotaba a chorros de su cuerpo y la flecha iba a clavarse, inservible, en la corteza del vallenwood.

—¡Retirada! —gritó Phytos.

Los centauros retrocedieron hasta la sombra de otro vallenwood. Los leñadores reemprendieron el trabajo.

—¡Qué manía tienen con los árboles esos condenados! —espetó uno de ellos, mientras hincaba la hoja en el vallenwood con renovada energía—. Si el Sumo Teócrata dice que hay que talar un árbol para su nuevo pabellón, pues lo hacemos. ¿No es ésa nuestra obligación?

La hembra centauro agitó débilmente las patas, exhaló un grito entrecortado y quedó inmóvil.

—Phytos, hacedme la merced de dejarme dar muerte con flechas a estos malandrines —gritó la otra hembra, que a juzgar por sus ojos lila y el color plateado del pelo debía de tener un estrecho parentesco con el cabecilla centauro—. Sería muy fácil desde aquí. Ellos nada más que esas hachas tienen. Será cosa rápida.

—No, Feelding —rehusó Phytos—. Los Buscadores inventan desde hace mucho excusas para mandar sus secuaces contra la comunidad de centauros. Nosotros no hemos causado todavía daño a la gente de Hederick, no les hemos dado motivo para acosarnos. Mejor es que las cosas sigan así.

—¡Pero matado han a dos de los nuestros! —protestó Feelding.

Phytos cerró los ojos e inclinó la cabeza para formular una muda oración. Al cabo de un momento, los otros dos centauros siguieron su ejemplo. Cuando acabaron, en sus angulosos rostros había una expresión decidida.

—Iremos a ver a Hederick de los Buscadores en persona —anunció Phytos—. Quizá no sepa lo que hacen sus hombres en su nombre.

—A fe mía que lo sabe —afirmó con rabia la hembra—, y lo fomenta.

Phytos la miró con tristeza.

—Es posible. Pero nosotros no provocaremos la guerra si podemos evitarlo. Miedo me daría ver a nuestra pequeña comunidad que vive entre los árboles enfrentada a toda una ciudad de humanos. Feelding, Salomar —dijo a sus compañeros—, no puedo daros órdenes como a criados. ¿Querréis, amigos, acompañarme a ese Erodylon para presentar nuestra petición al Sumo Teócrata, o preferís esperar aquí, o tal vez volver a casa?

—Iremos con vos, por supuesto —respondieron ambos.

Los tres volvieron grupas a la vez para marcharse.

Justo entonces, las hachas segaron una parte crucial del tronco del vallenwood. Los hombres se dispersaron, gritando y el monumental árbol se balanceó, crujiendo, sin que los leñadores supieran de qué lado iba a caer. Tras un instante de expectación se decantó, de forma vacilante primero y después con velocidad creciente, hacia el este.

De improviso, el claro que había permanecido al abrigo de su sombra quedó inundado por la cegadora luz del mediodía. Los tres centauros observaron la escena apenados, moviendo los labios en muda plegaria. Los diez humanos, en cambio profirieron vítores mientras lanzaban con regocijo sus pañuelos al aire.

Cuando el tronco del vallenwood chocó contra el suelo, un grito desgarró el aire. Los leñadores cesaron en sus demostraciones de júbilo, paralizados por el asombro.

—¿Qué es? —preguntó el centauro Salomar.

—El árbol, me parece —contestó, consternado, Phytos—. No mueren fácilmente.

En ese instante, ante las miradas de hombres y centauros, del árbol agonizante ascendió una nebulosa forma, una pálida imagen, que quedó flotando como un fantasma. Los leñadores dejaron caer las hachas y retrocedieron, con el miedo pintado en las caras.

Después, del vaporoso árbol surgió una figura desdibujada, como un cadáver que se incorporara en un ataúd. Los hombres huyeron despavoridos, pero los centauros siguieron en el mismo lugar e inclinaron las cabezas.

—Honrado seas, espectro del árbol —murmuró Phytos—. Testigos y partícipes somos de tu dolor.

La figura tenía la cara desfigurada y se tapaba el pecho con las manos con ademán torturado. De repente, alzó unas temblorosas manos al cielo, como si dirigiera un ruego a una invisible fuerza. En el claro resonó un gemido. Feliton kay… El espectro se quedó sin voz. Entonces se llevó la mano a la frente y lo volvió a intentar. Yo, Calcidon… Feliton kay

Luego la aparición crispó los puños y cayó de bruces. Entonces se disipó, junto con la bruma instalada encima del vallenwood caído.

—Phytos, ¿qué era eso? —volvió a preguntar Salomar. Phytos sacudió la cabeza tan sólo.

—Tenía cara de elfo —señaló Feelding en voz baja— y llevaba una túnica. ¿Sería un mago? Pero ¿qué haría un mago dentro de un…? —Calló de repente y los tres se miraron con inquietud antes de que volviera a tomar la palabra—. Amigos, me embarga un nuevo temor.

Los otros no dijeron nada, pero de común acuerdo giraron sobre sí y emprendieron un rápido trote. Iban hacia el norte, hacia Erodylon.

A la sombra de un vallenwood, frente a las puertas de Erodylon, Kifflewit Cardoso se planteaba qué le convenía más hacer. En aquellos momentos ya no gozaba precisamente de las simpatías de los guardias del templo. La noche anterior se había divertido de lo lindo haciendo que lo persiguieran por todo Solace durante una hora, hasta que se cansó del juego y los despistó sin mayores problemas.

Tarscenio había hablado con tanta pasión del Dragón de Diamantes… Kifflewit ardía en deseos de verlo. «Sólo una mirada —se prometió a sí mismo—, y después lo volveré a dejar donde estaba. De verdad».

A menos, claro estaba, que el sitio donde lo hubiera encontrado ya no fuera accesible o se hubiera vuelto peligroso. En algunos casos los artefactos como aquél estaban más seguros con alguien que los guardara con celo, alguien como Kifflewit Cardoso.

Pero ¿cómo podía entrar en el templo? Todavía rumiaba la cuestión y se pasaba distraídamente los dedos sobre el moño cuando llegaron los tres centauros a la puerta. Los miró con interés y ladeó la cabeza, aguzando el oído.

—Hemos venido a ver a Hederick —anunció con firmeza Phytos al guardia—. Soy Phytos, jefe de los centauros de Fyr-Kenti, y éstos son mis ministros. Dejadnos paso e informad de nuestra presencia directamente al Sumo Teócrata.

—Hederick preside el juicio contra las brujas —contestó, sin moverse, el guardia—. Está ocupado. Y, además, nunca he oído hablar de ningún Fyr-Kenti ni nada parecido.

—Es el claro donde vivimos, al norte de aquí —explicó Feelding.

—Sólo los humanos trasponen estas puertas —espetó el guardia—. El templo de Erodylon es un lugar sagrado.

—Traemos unas nuevas que debe oír Hederick —añadió Salomar.

—¿Y qué noticias podrían traerle tres criaturas como vosotros al Sumo Teócrata de Solace? Aunque, bien pensado, yo podría encontrarle alguna utilidad a esta hembra.

El guardia señaló con lascivia a Feelding, que, como la mayoría de centauros, no veía más necesidad de cubrirse su torso humano que de taparse con prendas de ropa su cuerpo de caballo. Los centauros llevaban sólo las anchas fajas en las que iban sujetas sus aljabas y las bolsas de piel con las que transportaban productos adquiridos en los mercados de Solace.

El guardia volvió a señalar a Feelding y estalló en estruendosas risotadas. Dos compadres suyos, que se habían quedado junto a la puerta, se pusieron a reír también.

Phytos, Salomar y Feelding dieron un paso hacia la puerta en el mismo instante, aprestaron flechas en los arcos y apuntaron. Las risas de los guardias cesaron en el acto. Uno de ellos desenvainó la espada. Los dos de atrás prepararon las lanzas.

La multitud de peregrinos que esperaban cerca de la puerta retrocedió, interponiéndose en el campo de visión de Kifflewit Cardoso. El kender abandonó su escondite detrás del árbol y, tras camuflarse entre ellos, asomó la cabeza por detrás de la voluminosa falda de una viajera.

Kifflewit advirtió que Dahos había llegado a la puerta e indicaba a los centauros que se fueran.

—¡Criaturas paganas! —gritó—. Éste no es vuestro sitio. ¡Volved a vuestros prados del bosque con vuestros retoños y vuestros ritos bestiales y primitivos si no queréis ser juzgados por herejía!

—Traemos una importante información para el Sumo Teócrata —dijo, sin arredrarse, Phytos—. Nuevas que debe saber si evitar desea una guerra.

Los guardias se echaron a reír, pero Dahos dedicó una renovada atención a los centauros. No parecía inquieto porque éstos estuvieran apuntándolo con una flecha.

—Quizás a Su Señoría le interese —señaló con expresión calculadora el sumo sacerdote—. Dadme la noticia y yo se la transmitiré a él cuando haya acabado de dictar sentencia esta tarde.

—Le presentaremos la nueva en persona —declinó Phytos—. Queremos verlo ahora. Llamad a Hederick para que salga de la sala del tribunal.

Dahos se negó.

Phytos, Feelding y Salomar dispararon al mismo tiempo.

La trayectoria de las flechas estaba calculada para que pasaran rozando junto a los guardias. Uno de ellos se apartó de un brinco y, con un juramento, se llevó la mano a la oreja, el otro al brazo y el tercero al cuello. Acto seguido se precipitaron hacia los centauros.

Dahos los contuvo. Miraba a los centauros con afabilidad, como si no le hubiera impresionado su demostración.

—Venid conmigo —dijo para contrariedad de los guardias antes de adentrarse en el recinto.

Extrajo del bolsillo un incensario; el incienso limpiaría el aire y reduciría la magnitud del sacrilegio de permitir el acceso a Erodylon a seres no humanos. En cierto momento se detuvo para hablar con un novicio de túnica amarilla, que se fue a toda prisa para anunciar la noticia.

Kifflewit vio llegada su oportunidad. Pasó como una centella entre el gentío y se introdujo de un salto en la bolsa de cuero que llevaba Phytos en la espalda. No le sobró tiempo, sin embargo, porque ya el centauro se ponía en movimiento.

El kender se agazapó entre tres garrafas de vino, otras tantas tajadas de queso blanco y un puñado de lisas piedras. Examinó la costura de la bolsa hasta encontrar un hilo suelto y con los dedos abrió un orificio que le permitió tener una visión aceptable de cuanto ocurría.

El agujero le proporcionaba, aparte, una renovación de aire muy conveniente, pues el queso era más bien oloroso.

—Huele a botas viejas —murmuró Kifflewit.

Se planteó la posibilidad de deshacerse de un par de tajadas, pero previendo que seguramente Phytos lo advertiría, desistió.

El kender había oído hablar del esplendor de Erodylon, por supuesto, pero ver el templo de cerca y con sus propios ojos era una experiencia muy distinta. Aunque en su imaginación había recreado todo aquello muchas veces, entonces vio realmente el renegrido tronco de vallenwood del patio y el doble muro que permitía a los espectadores que observaran las ejecuciones diarias. También vio el portón lleno de arañazos por el que entraba el materbill.

Entonces, llegaron al interior de Erodylon. Kifflewit pestañeó, maravillado. ¡Qué tapices! ¡Qué estatuas cargadas de gemas! En el suelo de mármol había incrustadas piedras preciosas. Los cristales suspendidos en las puertas devolvían la luz fraccionada en una decena de colores distintos, y se ponían a girar haciéndose eco de cada movimiento de los visitantes, de suerte que en todos los rincones lucía un arco iris. ¡Y los colores! Boquiabierto de asombro, el kender suspiró… aspirando de pleno el aire fragante a queso.

Kifflewit contuvo la tos y enseguida volvió a pegar el ojo al agujero.

Había más tapices. Cubrían las paredes del techo hasta el suelo y abarcaban una altura de cuatro individuos de considerable estatura; cada uno representaba un hecho destacado de la historia de los Buscadores. Un musculoso dios miraba con lascivia a una atractiva diosa. Una diosa temible arrojaba fuego por los ojos apuntando con ademán acusador a un alma temblorosa. Sobre una montaña de monedas y joyas, un demacrado dios dejaba caer dinero de su mano abierta. Una diosa de aire inocente, rodeada de ciervos y animalillos miraba con cara de adoración al demacrado dios, tendiendo la mano hacia las monedas de acero que éste derramaba.

—¡Qué bárbaro! —murmuró Kifflewit.

Si Tarscenio estaba en lo cierto, el Dragón de Diamantes superaría en magnificencia incluso a todo aquello. De todos modos, tal vez se tomaría un poco más de tiempo para observar más de cerca los detalles en el trayecto de salida.

El fuerte incienso que hacía quemar Dahos se coló en la bolsa y creó una combinación poco afortunada con el olor del queso, lo que sumado al balanceo que imprimían las zancadas del centauro, produjo en el kender una sensación de mareo. Tragando saliva, se apresuró a asomar la nariz por el orificio para respirar aire fresco. Lo único que consiguió aspirar fue una bocanada de humo con reminiscencias a gardenia y muguete, por lo que levantó prudentemente la tapa de la bolsa para ver si se le presentaba una oportunidad de escapar.

Habían entrado por una puerta doble a un amplio corredor inclinado, iluminado por antorchas dispuestas en las paredes y estaban bajando.

—La Gran Sala está ahí abajo —informó Dahos—. Enviaré un mensajero para que solicite la presencia de Su Ilustrísima.

Kifflewit frunció el entrecejo. Repasó la distribución del templo que él había formado en la cabeza, a base de los relatos y retazos de conversaciones escuchados.

—¿Qué acuda a un pasillo? —bufó Phytos—. Sumo sacerdote, exigimos ser recibidos con toda formalidad, como si fuéramos emisarios humanos.

—Me temo que ello no sea posible —contestó, sonriente, Dahos.

Phytos, Feelding y Salomar avanzaron sin tener en cuenta al sumo sacerdote, que se interponía en su paso. Salomar y Feelding llegaron a las pesadas puertas de roble al mismo tiempo. Dahos retrocedía por la pendiente en dirección a la entrada principal del templo justo cuando Kifflewit saltó de la bolsa de Phytos.

—¡Mandadlos parar! —gritó el kender al oído del jefe centauro—. ¡Ésa es la puerta de la mazmorra del materbill!

El portazo que sonó a sus espaldas confirmó la huida de Dahos. Kifflewit oyó cómo se corría un cerrojo y luego otro.

Las puertas habían comenzado a abrirse. Por el resquicio salió una descomunal zarpa dorada que desgarró el torso de Salomar. Mientras Phytos retrocedía frenéticamente, del hueco de la puerta brotó una llamarada que alcanzó a Feelding en plena cara. Los dos centauros dejaron caer los garrotes y los arcos. Phytos, con el kender aferrado a su espalda, se abalanzó hacia sus compañeros heridos, con el arco a punto.

—¡No! ¡Huid, Phytos! —exclamó, jadeante, Salomar—. Nosotros dos estamos perdidos. Volved al claro de Fyr-Kenti. Contádselo a los otros. Preparaos para la guerra.

Phytos dudaba. De la puerta salió otra lengua de fuego que hizo caer a Feelding y Salomar. El materbill arremetió contra ellos rugiendo y los despedazó a zarpazos y dentelladas.

Phytos dio media vuelta y se alejó por el pasillo. Ya cerca de la puerta, se irguió y golpeó la madera con las patas delanteras. Después la aporreó con el garrote y a continuación giró sobre sí y descargó una andanada de coces con las patas posteriores.

Kifflewit cayó de la espalda de Phytos.

Entonces el centauro abrió brecha. Sacudiéndose las astillas, salió al opulento vestíbulo revestido de tapices y al trasponer la entrada principal, lo recibió la luz del sol.

Escondido detrás de la puerta rota, Kifflewit lo vio saltar a lo alto del muro interior y, superando un breve titubeo, precipitarse por encima del muro exterior.

Un gruñido hizo cobrar conciencia al kender de lo apurado de su situación. El materbill, que devoraba los centauros, levantó la cabeza y observó el pasillo. Sin dejar de masticar, vigilaba al kender y la vía de salida que tenía. Luego dio un paso hacia la puerta.

Entonces, entró al pasillo un grupo de guardias del templo, armados con lanzas y escudos. El materbill pareció sopesar la fuerza de aquel nuevo enemigo. Los guardias siguieron adelante, protegidos con sus enormes escudos. El materbill retrocedió, hasta detrás de los despojos de los centauros. Los guardias se acercaron más. La leonina criatura se agazapó, y la primera hilera de guardias adelantó las lanzas y desplegó los cadáveres de los centauros hacia el materbill. Éste se fue, caminando de espaldas, despacio, hasta su guarida, momento que aprovecharon los guardias para cerrar las puertas y atrancarlas sin dilación.

Kifflewit Cardoso se escabulló detrás de las puertas destrozadas justo cuando el Sumo Teócrata aparecía en la entrada del pasillo, acompañado de Dahos. Tras ellos, se apiñaba una decena de sacerdotes de inferior categoría.

—¿Qué es esto? —tronó Hederick—. ¿Criaturas impuras en mi Erodylon? ¿Siguiendo órdenes de mi propio sumo sacerdote? ¿Habéis perdido el entendimiento, Dahos?

—Yo quería deshacerme de los centauros, Su Ilustrísima —adujo Dahos—. Sé que os…

—¿A costa de incurrir en sacrilegio? —chilló Hederick—. ¡Tendremos que volver a consagrar todo el edificio! Por los nuevos dioses, Dahos, debería…

Dahos aguardó, aquejado por una súbita palidez.

—Pero he utilizado incienso… —se aventuró a objetar.

Luego tragó saliva de forma visible, mientras los guardias observaban en silencio, alerta.

Hederick suspiró con un jadeo entrecortado.

—No —susurró—. Os necesito, sumo sacerdote. Sois una persona valiosa para mí…, por el momento, al menos. —Se mordió el labio inferior y alzó la voz—. Veremos si podéis expiar la falta.

—Lo procuraré, Ilustrísima —murmuró Dahos.

—Supervisaréis la ceremonia de reconsagración. Poneos a trabajar en ello de inmediato.

Dahos dedicó una reverencia al Sumo Teócrata antes de alejarse con paso presuroso.

Hederick observó a sus sacerdotes. Kifflewit se asomó, sin ser advertido, por la pila de tablones astillados.

—El templo está mancillado —declaró—. No volveremos a la Gran Sala. Reanudaremos ahora mismo la sesión en las orillas del lago. Sacerdotes, trasladad a los espectadores a la explanada de atrás. Guardias, traedme los prisioneros aquí.

Los guardias se fueron, marcando el paso, y los sacerdotes produjeron un revuelo de faldones y túnicas, mientras se iban a toda prisa a cumplir las órdenes de Hederick.

Con la confusión, nadie reparó en un pequeño kender. Al poco rato, Kifflewit Cardoso se encontraba a plena luz del día, sobre la hierba. Las paredes de mármol se prolongaban desde el edificio hasta el lago. Más allá de éstas, por el norte y el sur, los vallenwoods y los pinos se alzaban, erguidos como centinelas. El suave viento agitaba sus hojas, produciendo un sonido que semejaba el susurrar de mil personas.

Alrededor de Kifflewit se concentraban en torno a un centenar de humanos. Aunque algunos no le quitaban el ojo y protegían con las manos sus bolsas de dinero, ninguno se escandalizó por la presencia de un kender. Después de todo estaban fuera del templo propiamente dicho y la norma de los Buscadores que prohibía la entrada a los kenders y otras criaturas impuras sólo se aplicaba al edificio en sí.

Kifflewit Cardoso se abrió paso entre la multitud para tener una mejor vista. De camino, se hizo con tres monedas, una pulsera de cobre y un espejo de mano, que se guardó en el bolsillo para más seguridad. Al hacerlo, cayó en la cuenta de que también llevaba varias de las piedras que Phytos había escondido en su bolsa.

—No pueden ser muy importantes, para haberse marchado dejándolas de ese modo —se dijo—. Es una suerte que las haya encontrado. Si algún día me topo con él…

Hederick subió una pequeña escalera. Se había puesto una nueva túnica de gala, considerando que la marrón había quedado mancillada por la presencia de los centauros. En ese momento llevaba una, de terciopelo azul, con ribetes de color carmín y plata en el cuello.

—¡Qué túnica más bonita! —susurró Kifflewit—. Aunque parece un poco calurosa para el verano.

Otras cuestiones de mayor peso reclamaban su atención. Por ejemplo, ¿dónde estaba el Dragón de Diamantes? Tarscenio había dicho que Hederick lo llevaba colgado del cuello, pero sobre el terciopelo azul no se veía ningún cordel ni cadena.

—Debe de llevarlo por dentro —dedujo Kifflewit, inclinándose hacia adelante cerca de un gordo individuo vestido de negro.

Sí, resolvió, debajo de la tela se adivinaba una V, con algo abultado en la punta.

—Benditos Buscadores —declamó Hederick—, os animo a disfrutar del sol de la diosa Ferae mientras anuncio las últimas novedades y dicto justicia contra un pecador impenitente.

La multitud aguardó expectante.

—En primer lugar —prosiguió Hederick—, sabed que el terreno donde os encontráis será pronto la sede del Pabellón Ceremonial de Erodylon, un espléndido recinto nuevo, creado para adorar a los nuevos dioses al aire libre.

Entre la muchedumbre se elevó un murmullo. Hederick alzó la mano y esperó hasta que se mitigó el ruido.

—Con tal piadoso objetivo en el horizonte, no dudo, mis fieles seguidores, que os regocijará contar con la oportunidad de aportar las monedas de cobre necesarias para la construcción.

—¿Qué significa eso? —preguntó en voz baja una mujer a su marido.

—Que va a volver a subir los impuestos —respondió, con un susurro, el hombre.

Los murmullos se hicieron de nuevo audibles y esa vez no cesaron cuando Hederick levantó las manos.

—La madera para el sagrado pabellón será del más fino vallenwood, por supuesto.

—¿Van a talar más árboles? —exclamó un individuo en el centro de la multitud.

Dos guardias lo maniataron de inmediato y se lo llevaron al interior del templo. Varias personas los siguieron con la mirada.

—Me alegra ver —continuó, sonriendo, el Sumo Teócrata— que ahora sois unánimes en vuestro amor a los nuevos dioses. Tened por seguro que los dioses os colmarán doblemente de bendiciones por vuestros últimos donativos.

—La única bendición que han traído hasta ahora los dioses a mi familia ha sido un pobreza absoluta —se lamentó una voz de mujer.

Esa vez, cuando los guardias se abrieron paso hacia el lugar de donde había surgido la queja, no pudieron identificar a la detractora y la gente no les dio ningún indicio.

—¿Quién ha hablado? —preguntó el capitán, posando la vista sobre un grupo de cuatro mujeres apiñadas unas contra otras. Éstas le devolvieron la mirada bajo los abigarrados pañuelos con que iban tocadas, pero no dijeron nada—. ¿Quién ha hablado? —repitió el capitán.

Al cabo de un momento, Hederick tomó la palabra.

—Ya está bien, capitán. Tomadlas en custodia a todas.

—¡He sido yo! —gritó una mujer de aire fatigado, que iba vestida con una falda bordada y una sencilla blusa negra—. ¡Dejad en paz a los otros!

El capitán y sus subalternos miraron indecisos a la mujer y luego al Sumo Teócrata.

—He dicho que las hagáis prisioneras a todas —reiteró éste—. Obedeced pues, si no queréis sumaros a ellos.

Las mujeres entraron a rastras, gritando, en Erodylon. Hederick observó con expresión airada a los congregados.

Kifflewit se refugió detrás de un corpulento individuo.

—¿Alguien más desea blasfemar contra los nuevos dioses? —los desafió el Sumo Teócrata.

Entre el gentío se abrió un espacio, y Kifflewit vio por un instante a un par de personas que le resultaron extrañamente familiares. La mujer rubia iba ataviada como un guerrero. El hombre, que aparentaba ser un mendigo, tenía unas matas de pelo dispersas en la cabeza y en sus mejillas y barbilla se advertían unos cortes recientes. La multitud volvió a arremolinarse enseguida, de forma que Kifflewit no pudo ver nada más.

En ese momento, desde Erodylon llegó otra distracción. Los guardias llevaban en vilo entre la multitud a un hombre, atado y amordazado, que dejaron frente a Hederick.

—¡Un mago del Mal! —musitó el fornido individuo que tenía delante Kifflewit.

Extasiado, el kender se adelantó unos pasos para poder ver mejor. ¡Un mago Túnica Negra! En aquellos tiempos no se veían muchos magos confesos, que desafiaran con sus comportamientos a todos, y un mago de la facción del Mal era un espécimen aún más raro.

Hederick miró con serenidad a aquel hechicero de negro atavío.

—Tenéis las manos atadas y la boca tapada, para impedir que lancéis un nefando conjuro entre estos creyentes. Yo prefiero consentir que mis prisioneros pronuncien unas últimas palabras antes de dictar una sentencia de muerte, pero estoy seguro de que estaréis de acuerdo conmigo en que eso sería un error en vuestro caso. —Dejó escapar una risita.

El hombre, cuyas severas facciones y penetrante mirada apuntaban a su adscripción a las filas del Mal, logró esbozar una mueca de desdén.

—¡Eso no es justo, Sumo Teócrata! —dijo Kifflewit—. Debería disponer de la oportunidad de hablar, como todo el mundo.

En un abrir y cerrar de ojos, el kender había desenfundado un cuchillo y se hallaba al lado del mago. Un segundo después, le había soltado la mordaza y las cuerdas. El mago se enderezó, frotándose las muñecas.

Hederick y sus guardias se quedaron pasmados un momento. La multitud entretanto retrocedió tan deprisa como pudo.

—Arrepentíos, mago —articuló finalmente el Sumo Teócrata—. Encomendad el alma a la gracia de los nuevos dioses.

El hechicero se echó a reír y, de repente, se puso en pie.

Los guardias se precipitaron hacia él. El mago Túnica Negra dispersó el polvo sacado de una bolsa que llevaba oculta en una bota y trazó en torno a sí un círculo con el brazo.

¡Anelor armida na refinej!

Los guardias doblaron el cuello como si los hubieran desnucado.

El Sumo Teócrata se llevó una mano temblorosa bajo la túnica para extraer una bolsa de cuero. ¡El Dragón de Diamantes! ¡No podía ser otra cosa! —concluyó, alborozado, Kifflewit.

—¡Hederick! —gritó el mago—. ¡Me tachas de malvado a mí y sin embargo no puedes ver el mismo defecto en ti! ¡Centriep ystendalet trewykil! Mira, pues, lo que has atraído sobre ti. ¡Gantendestin milsivantid!

Hederick desató el cuello de la bolsa y el Dragón de Diamantes apareció, resplandeciente, en la palma de su mano.

—¡Ahí está! —exclamó Kifflewit—. ¡El Dragón de Diamantes! ¡Tengo que verlo más de cerca! —Comenzó a subir por la escalera.

Cariias povokiet wrekanenent res —gritó en ese preciso momento el mago.

El kender alargó el brazo y notó el contacto del dragón en la mano. De improviso, una explosión lo lanzó con violencia al suelo. Oyó gritos y percibió el olor a hierba quemada y a algo peor, mientras rodaba hasta quedar debajo de la escalera, a recaudo de la multitud que huía en estampida. Levantó la cabeza y vio que la puerta posterior estaba cerrada con llave. Había sólo dos maneras de salir: subir el muro que daba al lago, para quienes sabían nadar, y retroceder pasando por el templo de Erodylon. La muchedumbre se desplazaba de un lado a otro, indecisa sobre cuál era la dirección que debían tomar.

Del mago no se veía ni rastro.

Kifflewit salió a rastras de debajo de la escalera, con el Dragón de Diamantes en la mano.

—¿No ha sido emocionante? —preguntó, sin dirigirse a nadie en concreto—. ¿Adónde habrá ido el mago? ¿Ha desaparecido? ¿Se habrá convertido en pájaro? ¿Se ha ido volando? ¿Qué…?

Al volverse, vio el cadáver en lo alto de la escalera. La mano todavía estaba cerrada en torno al cordel y la bolsa de cuero que antes contenía el Dragón de Diamantes. La cara gordezuela tenía una expresión relajada y la túnica azul había quedado chamuscada.

En el centro del pecho del Sumo Teócrata había un agujero renegrido del tamaño de un puño: el corazón de Hederick había desaparecido.

Aquella visión era tan insólita como para dejar sin palabras incluso a un kender. Kifflewit Cardoso se puso a subir la escalera.

—Oye, lo siento —dijo al muerto—. Ya sé que le tenías mucho cariño a esto. —Tendió el Dragón de Diamantes—. Seguramente te hubiera gustado tenerlo cuando murieras. Bueno, puedes quedártelo ahora, si quieres. —Se lo ofreció, con un suspiro, alargando la mano con el Dragón de Diamantes hacia la palma inerte del Sumo Teócrata.

—¡No, Kifflewit! —gritó alguien.

Esa voz… ¿Era Tarscenio? El kender miró por encima del hombro justo cuando dejaba caer el objeto en la mano de Hederick. No era sin embargo Tarscenio, sino el mendigo. ¡Qué lío!

En ese momento, la mano de Hederick se cerró sobre la muñeca del kender.

Kifflewit soltó un chillido. Hederick no cedió para nada en la presión, de modo que el kender pudo sólo observar, fascinado, cómo le volvía el color a las fláccidas mejillas. Luego, los pálidos ojos azules se abrieron… y se cerró la herida en el pecho del Sumo Teócrata.

—¡Pero no podéis vivir sin corazón! —objetó Kifflewit, al tiempo que se soltaba.

Hederick se incorporó, con semblante inexpresivo. Kifflewit le tendió el cordel y la bolsa de cuero.

—Me parece que lo habíais perdido —señaló, como excusándose.

Sin decir nada, Hederick aceptó el regalo.

Acto seguido, Kifflewit se escabulló como un rayo entre la gente y, tras trepar por la pared, se zambulló en el lago. Estuvo nadando hasta que la variación en la luz le indicó que se encontraba más allá de la sombra de los muros de Erodylon. Entonces, salió a la superficie y se fue en dirección al sur, hasta que la silueta del templo desapareció detrás de los arboles.

Por fin, Kifflewit Cardoso se subió a una piedra redondeada. El sol transmitía un agradable calor y en el cielo no había ni una nube. Una tibia brisa prometía secarle la ropa en breve. Aquél era un día perfecto, desde luego.

Perfecto para examinar con detenimiento el Dragón de Diamantes, pensó, al tiempo que extraía el talismán del bolsillo.

Vagamente, hizo votos por que Hederick no tuviera la misma intención, porque, si no, en su preciada bolsa de cuero no encontraría más que una de las piedras de Phytos.

Astinus, historiador de la Gran Biblioteca de Palanthas, miró las palabras que acababa de escribir. La tinta no se había secado aún.

La frase había acudido a su mente a mitad de su trabajo cotidiano sobre los acontecimientos de los reinos septentrionales de Kern. El dirigente de ese reino mostraba signos inquietantes de querer seguir los pasos de su difunto tío, cuya campaña para conquistar el mundo había sido contenida a duras penas hacía poco tiempo.

Y entonces la mano de Astinus había escrito las palabras que ahora resaltaban en la página como si estuvieran firmadas por llamas: «Y en ese momento, dos aprendices de escriba de la biblioteca de Palanthas, trataron de alterar el curso de la historia».

Aun cuando la expresión del jefe de los historiadores permaneció inmutable, un ayudante lanzó una mirada por encima de su hombro y exhaló una exclamación ahogada. Astinus no dio señal alguna de haberla oído.

El historiador se limitó a observar la frase y a esperar pacientemente.

—Esto tiene que ser ilegal —murmuró Olven desde su asiento frente al escritorio—. O quizá constituya un pecado. No, no pienso moverme de esta silla y dejarte intervenir. Sé lo que te propones. ¿Has perdido el juicio, Marya?

—Pues vete —replicó la mujer—. Di que te fuiste cuando yo entré y que supusiste que me tocaba a mí, y no a Eban, sustituirte. Dile que te mentí, que te dije que él estaba enfermo. Me da lo mismo, Olven. Alguien tiene que parar a Hederick. ¡Imagínate! —exclamó, entusiasmada, casi en un susurro—. Imagina el bien que podría hacerse si alguien tuviera la posibilidad y la voluntad de combatir el mal desde aquí… ¡desde el corazón mismo de la historia!

—Pero Astinus… —Olven levantó un brazo, conteniendo las tentativas de Marya de arrebatarle la pluma.

—Escucha —insistió la mujer—, si yo escribo algo aquí, va a formar parte de la historia, ¿verdad? Y cuando algo ocurra tal como yo lo he escrito, ¿quién va a saber si no estaba predestinado de ese modo? En ese caso no es realmente una mentira, ¿no? ¿Y si estuviera de hecho predestinado que tú y yo hiciéramos esto, que introdujéramos un cambio? ¿Y si nosotros fuéramos una pieza en los planes de los dioses? Tú crees en los dioses, ¿verdad, Olven?

—Por supuesto. Trabajo aquí, ¿no? Algunos dicen que fueron los nuevos dioses quienes crearon esta biblioteca. Otros incluso afirman que Astinus es… —Olven advirtió que se estaba desviando de tema—. Bueno, sea como sea, yo aún no he decidido hacer nada, Marya.

El aprendiz miró con aprensión en torno a sí. En la biblioteca nadie había prestado atención a aquella acalorada, aunque circunspecta, discusión. Los otros escribas estaban enfrascados, como de costumbre, en su trabajo.

Faltaba aún una hora para que Eban llegara para relevarlo, pensó Olven. Había tiempo para hacer lo que Marya proponía.

—¡Imagínatelo! —insistió Marya, ignorante de la batalla que libraba la conciencia del muchacho—. Sólo tenemos que escribir una sencilla linea: En ese momento, Hederick murió. Nadie se enterará. ¡Si el mago Túnica Negra le quemó el corazón esa tarde! ¿A quién le sorprendería que el Sumo Teócrata muriera? Podemos incluso hacer que sea una muerte pacífica, si quieres. Hederick puede morir mientras duerme. No es que se lo merezca, pero si tus escrúpulos…

—Pero el Dragón de Diamantes lo ha curado.

—Sólo sabemos que se le ha cerrado el agujero del pecho —se apresuró a puntualizar Marya—. Quizás el destino tiene deparado que Hederick muera ahora. Y quizá seamos nosotros quienes debamos hacer que ocurra. Podríamos llevar a cabo la labor de los dioses. ¡Podríamos salvar Krynn!

Olven levantó la vista hacia Marya. Observando la cara del joven aprendiz, la mujer vio cómo la indecisión cedía paso a la determinación para volver a ganar terreno de inmediato.

—Olven, tenemos que darnos prisa —lo apremió—. Ya sabes que Eban nunca se plantearía siquiera hacer una cosa así… y ¿quién sabe lo que podría ocurrir en Solace mientras Eban deja constancia de los acontecimientos? ¡No intervendrá para ayudar, lo sabes muy bien!

—Eban tardará aún un rato —contestó con inusitada calma el escriba—. Cállate y déjame pensar.

Por un instante, pareció que Marya iba a replicar, pero asintió y se instaló en un taburete cercano. Cuando Olven volvió a ponerse a escribir; se inclinó hacia el pergamino, dominada por una súbita excitación. Su compañero, sin embargo, anotaba tan sólo la continuación de la historia de Hederick. Regresó pues al taburete a esperar, con la mirada alerta.