El roce de la piedra en la entrada sobresaltó a Tarscenio y disipó su modorra en el acto. Cuando el semielfo, Gaveley, apareció en la guarida se encontraba ya en pie, con todos los sentidos alerta. Mynx permanecía sentada junto a la mesa con expresión inescrutable.
Gaveley iba vestido a la manera de un noble, con una camisa de blanca seda inmaculada, estrechos calzones verdes de piel y botas de cabritilla. Al ver a Tarscenio, se paró en seco. Sus rasgados ojos de color avellana, estudiaron un segundo a Mynx antes de posarse de nuevo sobre el alto forastero.
Detrás de Gaveley había dos humanos, varones, con un porte y presencia diametralmente distintos al suyo. Uno de ellos era casi tan alto como Tarscenio, pero mucho más fornido. Sus orejas y su aplastada nariz indicaban a las claras que participaba con cierta frecuencia en riñas de taberna. El otro era bajo y delgado, de un aspecto tan ordinario que habría podido pasar inadvertido prácticamente entre todo tipo de gentes… lo cual debía de serle muy útil seguramente, pensó Tarscenio.
Mynx se levantó para presentar a Tarscenio y, luego, refirió con brevedad lo ocurrido aquella tarde.
—Quiere trabajar con nosotros. Yo diría que tiene ciertas cualidades. Ha engañado con ingenio al sumo sacerdote y a los guardias del templo en el barrio de los refugiados, Gaveley. Deberías haber estado allí. Mira.
Sacó el anillo de Dahos de un bolsillo y lo entregó al semielfo, que lo recogió con un esbozo de sonrisa.
—De todas maneras, te has excedido al traerlo aquí por decisión propia —señaló con aspereza.
Mynx murmuró una disculpa, pero Gaveley ya se había puesto a caminar rodeando a Tarscenio. Éste se giraba, siguiendo sus movimientos, con la mano en la empuñadura de la espada, sin dejar de observar la posición de los otros ladrones.
De repente, Gaveley desenvainó la espada y la acercó a la garganta de Tarscenio.
—Sois algo viejo para entrar en nuestra banda, forastero —susurró—. ¿Seguro que no sois un espía del Sumo Teócrata? Le encantaría meter sus manos regordetas en nuestras arcas, de eso no me cabe duda. —Inclinó la cabeza hacia sus dos acompañantes—. Xam, Snup… mirad si hay secuaces de Hederick por los alrededores.
Los dos individuos se fueron sin hacer el menor comentario. El más corpulento, Xam, atravesó la estancia y desapareció por una salida posterior. El otro se fue por el mismo sitio por donde habían llegado.
—Comprenderéis que toda precaución es poca, anciano —susurró Gaveley.
—Me llamo Tarscenio.
Volvió a sonar el roce de la piedra. En ese momento, Gaveley se distrajo y Tarscenio lo aprovechó para reaccionar.
Con mano firme, levantó la espada y la descargó contra la de Gaveley. Un instante después, el arma de Gaveley se encontraba en el suelo, y era él quien tenía a unos centímetros la amenaza de una hoja.
—Concedo que soy viejo, Gaveley —dijo Tarscenio con patente furia en la voz—, pero he aprendido mucho con los años.
Xam y Snup se quedaron paralizados al entrar. Gaveley, inmóvil, con la punta de la espada de Tarscenio al cuello, desplazó la mirada hacia el más bajito.
—No hay nadie —anunció éste.
Xam asintió con la cabeza.
Entonces, Gaveley dejó escapar un suspiro, retrocedió distanciándose de la punta de la espada y recogió con soltura la suya y la envainó. A la luz de la linterna que iluminaba el escondrijo, observó a Tarscenio con un atisbo de sonrisa.
La nueva actitud de Gaveley fue como una señal para Xam, Snup y Mynx, que se sirvieron vino y tomaron cómodamente asiento a la espera de lo que pudiera ocurrir a continuación.
—Ya veremos, Tarscenio —le dijo tan sólo Gaveley al recién llegado.
Mynx llevó a Gaveley una copa de vino y sirvió otra a Tarscenio. Éste la rehusó con un mudo gesto. A diferencia de los ladrones humanos, que engullían el vino como si fuera agua, Gaveley lo tomaba a pequeños sorbos. Apoyado en un taburete, miró con gravedad a Xam y Snup.
—Vosotros dos, las novedades —reclamó con voz áspera.
—Sé dónde encontrar a Von Falden —informó Xam—. Espero poder traerlo mañana.
Aquello debía de tener algún significado para Gaveley, a juzgar por su ademán de satisfacción.
—Estupendo. Pantrev subió la gratificación a doscientas monedas de acero ayer —dijo con su voz ronca—. Es una suma considerable. Buen trabajo, Xam.
—Son años de práctica —contestó el hombre antes de apurar lo que le quedaba de vino.
—Snup… —inquirió Gaveley, volviéndose hacia el anodino individuo bajito.
—Todavía estoy espiando —respondió el aludido, con un encogimiento de hombros—. Sé que hay algo entre esa joven dama y el presidente del gremio de tejedores, pero no hay una prueba…
—Sigue con el asunto —le indicó Gaveley—. Podría reportarnos una suma muy sustanciosa, el chantajear a uno y a otra. Si no consigues algo palpable, siempre podemos hacer creerles lo contrario, pero se tiene más fuerza cuando hay detrás una prueba irrefutable.
»¿Y tú? —preguntó a Mynx.
La mujer le dirigió una sonrisa displicente. Por la soltura que había en el trato entre ambos, Tarscenio dedujo que tal vez en un tiempo habían sido algo más que colegas.
—Yo he cumplido lo que me encargaste, Gav —respondió con tono malicioso—, como ya bien sabes. Y… —Se desató una bolsa que llevaba prendida a la cintura y derramó su contenido en la repisa— tengo dos bolsas, una pulsera de cobre decorada con amatistas, diría, tres anillos… contando el del sumo sacerdote, aunque supongo que ése no me corresponde a mí… y un pasador de pelo de acero pulido realmente bonito. ¿Puedo quedármelo, Gav? —solicitó, acariciándolo.
—¿Y correr el riesgo de toparte con su propietaria? —Gaveley rió con ganas y alargó la copa para que se la volviera a llenar—. Además, Mynx, nada podría domar esa melena de leona que tienes.
—Pues un par de horas con un peine no le vendrían mal —terció el espía llamado Snup.
Mynx le asestó un puñetazo en el brazo y después miró, expectante, a Gaveley.
—Ya conoces las reglas, Mynx. Hay que deshacerse de todo. No podemos correr el riesgo de que nada de lo robado aparezca en Solace. Es mejor venderlo en Haven, Porticada o Caergoth.
Mynx aceptó sin rechistar el dictamen de Gaveley, y Tarscenio advirtió que el intercambio de chanzas era una vieja costumbre entre ambos.
—¿Y vos, Tarscenio? —lo interpeló entonces el jefe—. Ahora os toca rendir cuentas a vos. ¿Por qué estáis aquí?
—Quiero que me ayudéis a robar algo —respondió concisamente Tarscenio.
El semielfo se inclinó hacia adelante. Con el movimiento, se le separaron las mechas de oscuro pelo, con lo que quedaron al descubierto las orejas puntiagudas que proclamaban que su madre o su padre fue un qualinesti. Gaveley se relamió como quien está a punto de hincarle el diente a un suculento manjar.
—¿Algo valioso? —consultó.
—Bastante —se limitó a responder Tarscenio.
No tenía dinero para ofrecer a la banda. No lo ayudarían a menos que supieran que el artefacto tenía valor; pero, aun así no tenía intención de revelar el inmenso valor mágico que poseía el Dragón de Diamantes, de modo que lo describió como una joya, haciendo hincapié en su valor material.
—De acero, decís —murmuró Gaveley.
—Con docenas de diamantes —agregó Tarscenio—. Y ojos de rubí.
—Demasiado especial —objetó Mynx.
—Sí —convino el semielfo—. Habrá que fundirlo. Aunque los diamantes solos valdrán una fortuna.
Tarscenio guardó silencio. Tendría que encontrar la manera de impedir que los ladrones se quedaran con el dragón; pero, por el momento, lo más prudente era fingir que lo movía, igual que a ellos, la pura codicia.
—¿Qué queréis sacar de esto, Tarscenio?
—La parte que me corresponda.
Gaveley lo miró con aire dubitativo.
—Y ¿dónde está esa pieza de orfebrería? —preguntó.
—Colgada del cuello de Hederick. —Tarscenio contuvo la respiración, esperando una reacción contraria.
Se equivocó. Gaveley, Xam y Stup siguieron sentados como si nada. Sólo Mynx se levantó de un brinco, con los ojos brillantes.
—¡Qué ocasión para ajustarle las cuentas a esa vieja cabra! —se regocijó—. ¿Y decís que ese colgante tiene una importancia especial para el Sumo Teócrata?
Quizá fuera la venganza y no la codicia el sentimiento que convenía explotar, pensó Tarscenio.
—Tremenda —confirmó—. Hace décadas que lo tiene en su poder. Cree que es un don de los dioses.
—Ésta es nuestra oportunidad para vengar al kender —dijo con entusiasmo Mynx.
—Pero ¿robar algo que el Sumo Teócrata lleva siempre encima? —objetó Snup—. ¿Con todos esos guardias y goblins que siempre hay a su alrededor? Mynx, tienes talento suficiente para hacerlo, pero…
—Déjame intentarlo, Gav —rogó Mynx.
—Bueno… —Gaveley calló un momento. En su semblante se reflejaron emociones contrapuestas, hasta que al final adoptó una expresión inexcrutable—. Necesito tiempo para reflexionar sobre esto. Mynx, acompaña al anciano a su hospedería.
Mynx miró a Tarscenio, que se encogió de hombros.
—Acabo de llegar a Solace. No tengo dónde alojarme. Dormiré en el bosque.
—No podéis hacer eso —le previno Mynx—. Los goblins ven por la noche, y seguro que os estarán buscando. Sé dónde esconderos.
Kifflewit Cardoso se apartó de la puerta trasera de la guarida de los ladrones y se puso a reflexionar. Primero, había tenido que esquivar a ese tipo tan alto y al bajito, parecido a una comadreja, cuando habían salido en busca de posibles espías. ¡Como si Kifflewit fuera a permitir que hubiera espías cerca! Después, había tenido que habérselas con un sistema de cerraduras especialmente creado por ladrones para mantener a raya a otros ladrones. Habían dispuesto un pestillo armado con una clavija embadurnada de un veneno que el kender adivinaba de efectos fulminantes.
Los kenders, sin embargo, se criaban aprendiendo a forzar cerraduras. Uno de los primeros dichos que les enseñaban era:
«Las cosas más interesantes están siempre detrás de puertas cerradas, de modo que hay que prepararse». Si algo distinguía a los kenders del resto de las criaturas de Kiynn era su curiosidad desbordante. Eso y su total ignorancia del miedo.
Huelga pues decir que Kifflewit Cardoso no había tenido escrúpulos para ponerse a escuchar a escondidas.
En ese momento, no obstante, estaban a punto de salir Mynx y Tarscenio. Kifflewit no sabía si quedarse en la guarida y seguir escuchando aquella apasionante conversación o seguir los pasos de Mynx y Tarscenio. Antes había sido muy emocionante estar con ellos y cabía la posibilidad de que la experiencia se repitiera. No lo había pasado tan bien desde hacía tiempo, como cuando subía por la cuerda, en el sector de refugiados.
Además, tal vez Tarscenio dejara caer algún otro dato sobre el Dragón de Diamantes. ¡Aquel objeto merecía de buen seguro que le echara una mirada más de cerca!
Ya decidido, dejó que se deslizara la puerta. Con un silencio absoluto, desde luego.
Pocas criaturas pueden superar en sigilo a los kenders.
—¿Y por qué no agarramos al viejo ahora y lo entregamos a Hederick? —preguntó Snup en cuanto se hubieron marchado Mynx y Tarscenio—. ¡Quinientos aceros de recompensa! No es la clase de persona que dejaría que se paseara libre por ahí, habiendo como habrá tantos dispuestos a hacerse con semejante dinero.
—Mynx lo esconderá bien.
—Pero ¿cuándo lo entregaremos y recogeremos el dinero, Gaveley?
El semielfo tardó un poco en responder.
—Quizá no lo entreguemos —dijo por fin.
—¿Cómo? —preguntaron al unísono Xam y Snup.
Gaveley agitó el vino en la copa, contemplando las evanescentes formas que dejaba en sus paredes de cristal.
—No de inmediato, en todo caso —susurró—. Quiero tener más información sobre ese Dragón de Diamantes.
—Pero…
—Tenemos que ser flexibles en este negocio —los atajó—, ya lo sabéis.
Xam y Snupinter cambiaron una mirada y se encogieron de hombros.
—Tú eres el jefe —reconoció Snup con una sonrisa—. Y, además, sueles tener razón.
—¿Y Mynx? —inquirió Xam—. ¿Todavía tienes intención de entregarla también a ella? Es una buena ladrona, de las mejores que hemos tenido.
—Ella se lo ha buscado —replicó Gaveley—. Podría haber aceptado la oferta de Hederick, pero la rechazó de plano.
—No puede perdonarlo por haber matado al kender —arguyó Xam.
—Era un kender tan sólo —dijo Gaveley, clavando una dura mirada al fornido ladrón—. Y Hederick lo sorprendió merodeando a escondidas por su templo, tenlo presente. Si Hederick considera que los kenders no deben entrar en Erodylon, no seré yo quien le lleve la contraria. El Sumo Teócrata nos ofreció una buena cantidad por llevarle a Tarscenio. —Depositó la copa en la repisa, junto a la estatuilla que accionaba el mecanismo de la puerta—. Mynx se negó a ayudar por un estúpido sentimentalismo. En este negocio no hay espacio para las emociones.
—Pero lleva con nosotros mucho tiempo… —adujo Snup.
—Ella tomó su decisión —insistió Geveley—. No podemos fiarnos. Tiene que irse.
Snup torció el gesto, pero acabó asintiendo. Xam, sin embargo, seguía mirando fijo a Gaveley.
—Pero… —quiso objetar.
—Basta —lo interrumpió con enojo Gaveley—. Los entregaremos a los dos… después de que roben ese Dragón de Diamantes. Si no estáis de acuerdo… ¿No sería una ironía que un cazador de recompensas acabara con una recompensa puesta sobre su propia cabeza?
Mantuvieron un pulso con la mirada. Al final Xam encogió sus fornidos hombros y los dejó caer.
—Está bien —concedió con un suspiro—. Pero la echaré de menos.
Sin decir nada, Mynx caminaba en la oscuridad dejando atrás, uno tras otro, los accesos a las escaleras. Tarscenio alzó la vista hacia la red de pasarelas que se entrecruzaban debajo del ramaje.
—Prefiero mantener los pies en el suelo siempre que puedo —explicó Mynx, contestando su muda pregunta—. Es demasiado fácil tender una emboscada en los puentes. —Se detuvo y se pasó los dedos por los cabellos, con expresión turbada—. Tarscenio, todo lo que habéis dicho sobre ese dragón, ¿era verdad? ¿Es tan valioso para Hederick?
Tarscenio asintió con la cabeza. Todo cuanto había dicho era cierto; solamente había omitido algunos detalles.
—Yo podría ayudaros —dijo Mynx—. Si Gav está de acuerdo.
—Gracias.
—No me las deis —espetó—. No lo haría por vos. Lo haría por el dinero… y por el kender.
Siguieron caminando un rato, en silencio. El dosel de vallenwoods no dejaba pasar la menor luz de las lunas ni de las estrellas. Tarscenio identificaba cuando pasaban debajo de una vivienda arbórea sólo por la leve acentuación de la oscuridad.
—Háblame de Gaveley —solicitó por fin.
—Ya lo habéis visto —contestó la mujer con un bufido—. Le gusta la ropa fina y va por ahí vestido como un noble… ¡Como si la aristocracia tuviera algún sentido desde el Cataclismo! Pero su madre era la hija de un hombre rico de aquí, de Solace, que es lo más parecido que hay en esta ciudad a la nobleza. Tuvo un desliz con un comerciante elfo que estaba de paso, y su familia se desentendió de ella.
Intentó desenredar el pendiente de lapislázuli y plata del pelo mientras caminaba, pero sólo consiguió empeorar el nudo.
—Ya sabéis cómo trata la mayoría de la gente a los semielfos, no como humanos del todo, ni tampoco como elfos —prosiguió—. Y la madre de Gav lo crió transmitiéndole un desprecio hacia los ricos. Le encanta, por encima de todo, robar a los ricos. No es que quede mucha gente en Solace que encaje en esa categoría. —La ladrona quedó en silencio.
—¿Y tú?
Mynx lo miró con dureza.
—Aunque no sea asunto de vuestra incumbencia, forastero, os diré que soy ladrona hasta donde yo recuerdo. Entré en la banda de Gav a los diez años. Antes, trabajaba por mi cuenta. Él cuidó de mí y me enseñó el oficio. Eso es algo de agradecer cuando una no tiene familia… o al menos no es reconocida por ella.
Tarscenio captó un quedo gruñido, muy breve, y se detuvieron en el acto. En un abrir y cerrar de ojos, él tenía desenvainada la espada y Mynx empuñaba una daga. Siguieron adelante, con cautela, dando rodeos para evitar los vallenwoods y las escaleras.
Como llevaban recorrido un trecho sin contratiempos, Mynx se relajó un poco.
—Quizá hayan sido imagin…
—¡Cuidado! —gritó Tarscenio.
Giró sobre sí y se abalanzó contra el suelo justo cuando una maza se precipitaba contra su cabeza. Oyó una maldición proferida por Mynx cuando cayó al suelo, a su lado.
La mujer se puso en pie en unos segundos. Los atacaba algo que no podían identificar en la oscuridad.
—¿Qué es? —preguntó, jadeante, Mynx escudriñando los alrededores—. ¿Un oso, en Solace? ¿Y con una maza?
—Es una pesadilla —respondió Tarscenio, al tiempo que se movía con cautela para interponerse entre el monstruo y Mynx—. No es un oso en realidad, aunque tenga un aspecto similar. Es más bien un goblin, más listo de lo que parece a simple vista, aunque no demasiado. Ve en la oscuridad… Un poco, al menos.
—¿Es mágico?
—No que yo sepa.
—Perfecto.
El monstruo se materializó de repente ante ellos en toda su descomunal estatura, con un martillo en una mano y una lanza en la otra. Tenía los ojos claros y la pelambre oscura y áspera, unas orejas achatadas y unos largos colmillos que enseñaba mientras gruñía, atacándolos con la lanza.
De pronto, con un rugido, descargó su martillo contra Mynx. Aprovechando que tenía adelantada la pata, la mujer saltó y le abrió con la daga un tajo del codo a la muñeca.
Con un chillido, la bestia guareció el miembro herido bajo una de las capas de cuero que la protegían. Su dispareja armadura produjo con el roce un ruido de chatarra en el silencio de la noche. Se volvió a toda velocidad, obligándolos a hurtar el cuerpo a la afiladísima punta de su lanza. Mientras tanto, no paraba de rugir.
—Pronto atraerá los guardias sobre nosotros, si no nos mata antes —previno Tarscenio.
—En ese caso tendremos que matarlo nosotros —contestó con calma Mynx.
Sin la menor vacilación, sorteó la lanza que se movía, y se aproximó a la bestia. Luego, volvió a saltar y hundió hasta la empuñadura la daga en su costado. El monstruo reaccionó con rapidez, no obstante, y le propinó un zarpazo en el abdomen que la lanzó, volando, por encima de Tarscenio.
Al hacerlo, dejó expuesto el vientre. En un instante, Tarscenio le había clavado la espada y torcido su hoja a un lado. La criatura permaneció de pie un momento, mientras sus entrañas se derramaban en el suelo, antes de desplomarse con un horrible alarido.
Tarscenio se volvió y vio que Mynx, sentada detrás de él, se frotaba la cabeza con la mano y se recomponía la falda y la blusa.
—¡Vamos! —la apremió—. ¡Antes de que lleguen los guardias! —Tiró de ella para levantarla, sin tomar en cuenta las heridas que hubiera podido sufrir.
Mynx sacudió la cabeza para disipar el aturdimiento.
—La próxima vez que vaya a cazar uno de ésos, no llevaré faldas —murmuró.
Después se acercó, rauda, a la criatura muerta y, tras recuperar su daga, se alejó entre los árboles. Tarscenio la siguió a corta distancia. Oía ya los gritos de los guardias que se acercaban.
Corrieron por el sotobosque de vallenwoods hasta que se quedaron sin aliento y, luego, se escondieron debajo de los enormes árboles hasta que hubieron pasado los guardias vestidos de azul y oro. Pese al ruido, las pasarelas seguían desiertas encima de ellos; nadie se atrevía a abandonar la seguridad de sus casas.
Tarscenio se detuvo frente a una intersección del camino. Mynx patinó, realizando una brusca parada.
—¿Qué pasa? —musitó.
—Vienen de ese lado —indicó Tarscenio, señalando a la izquierda—. Y también del otro, y asimismo por detrás.
Se apartó del camino de un salto y se internó entre la espesura de helechos, confiando en que la mujer tuviera el buen juicio de seguirlo y ocultarse como él.
Los tres grupos de guardias estuvieron a punto de chocar entre sí en la encrucijada. Enseguida proliferaron los juramentos mientras todos se acusaban mutuamente de haber dejado escapar a la presa. Finalmente, una autoritaria voz impuso el silencio.
—Podrían estar escondidos en cualquier sitio por aquí cerca. —El cabecilla ordenó a los guardias, unos veinte según calculaba Tarscenio, que se desplegaran—. Batid la maleza.
—¿A quién buscamos?
—Al que ha matado al monstruo, idiota.
—Ya, ¿y quién ha sido?
El capitán respondió con una imprecación. Tarscenio lo oyó murmurar mientras se adentraba con sus compañeros entre los helechos. Era cuestión sólo de minutos el que alguno de los guardias topara con ellos. Tendrían que presentar batalla.
Sus perseguidores estaban cada vez más cerca y Tarscenio se preparaba para levantarse y enfrentarse a ellos cuando sonó una especie de silbido. Había escuchado ese sonido en otra parte. ¿Era una jupak?
—¡Eh, pandilla de memos inútiles! —Era una voz aguda, sarcástica—. ¿Se os ha perdido algo?
—¡Es el kender! —gritó uno de los guardias.
—¡Olvidaos del kender! —replicó el capitán—. Estamos buscando al que ha matado…
—¡… a la fiera! —lo interrumpió Kifflewit—. Ese soy yo. Aquí arriba me tenéis.
Tarscenio alzó despacio la cabeza hasta quedar protegido sólo por unos centímetros de helechos y miró hacia lo alto.
Allá estaba Kifflewit, apoyado en el borde de una pasarela, agitando la cabeza y saludando alegremente a los guardias. Llevaba en la mano una daga que le resultó familiar: era la que le había querido vender la mujer de Throtl. Seguramente, el kender la había «encontrado» durante la aventura que habían vivido en el mercado del sector de refugiados unas horas antes. Tarscenio oyó una contenida exclamación a su izquierda y dedujo que Mynx había percibido también al kender.
El capitán ordenó a sus hombres que hicieran oídos sordos a las provocaciones de Kifflewit.
—Ningún kender podría matar a esa bestia —se mofó.
—Pero este kender tiene una daga mágica —aseguró Kifflewit—. ¡Ha sido genial! No he tenido que apretarla siquiera. Sabía que la criatura quería hacerme daño, así que he atravesado corriendo el claro y se la he clavado. ¡Después ha vuelto volando sola a mí! ¿No es fantástico? ¿Queréis verla?
—Es posible —aventuró un guardia—. No hemos encontrado ninguna arma.
Kifflewit soltó unas risitas, adelantando aún más el torso por encima de la pasarela.
—¡Menudo hatajo de bobos! —los provocó—. ¿Qué? ¿Es que Hederick os compró al por mayor y le salió más barato? ¿O tal vez sois vosotros los que le pagáis a él, para poder fingir que tenéis un trabajo?
Los hombres comenzaron a refunfuñar. Ese mismo kender les había causado un montón de complicaciones no hacía mucho. Si había salido bien parado había sido por pura suerte. ¿Cómo se atrevía a ridiculizarlos?
—Baja aquí, kender —le ordenó el capitán.
—Ah, no —respondió con una risita Kifflewit—. Me parece que tenía una cita en otro sitio. Estoy impaciente por contar a mis amigos cómo un pequeño kender como yo les ha ganado la partida a dos docenas de guardias de los Buscadores. ¡Será una historia digna de oírse! ¡Adiós, señoritas! ¡Que no se os estropeen las enaguas mientras buscáis! —Los saludó otra vez con la mano antes de alejarse por la pasarela.
—¿¡Señoritas!? —estalló el capitán.
En un instante, los guardias se abalanzaron rugiendo en pos del kender. Al cabo de un momento, Tarscenio y Mynx se hallaban solos entre los silenciosos helechos. El anciano se levantó con rigidez y vio que Mynx estaba ya de pie.
—Ese kender… —dijo, sacudiendo la cabeza—. Le debo un favor.
—Es un pillo duro de pelar —concluyó Tarscenio en voz baja—. Quizás os convendría reclutarlo.
Mynx cogió a Tarscenio de la mano.
—Vamos. Todavía nos queda un trecho.
Tarscenio iba a protestar cuando notó que lo tiraba del brazo. Pese al agotamiento que le había causado el ajetreo de la noche, hizo cuanto pudo por mantener el ritmo de la ágil ladrona.
Al cabo de un buen rato, Mynx se detuvo por fin. Se agachó bajo las ramas bajas de un recio pino y desapareció.
Tarscenio dobló las rodillas y la siguió. Una aguja de pino se le clavó en la piel, hiriente como una púa de puercoespín.
No veía por ninguna parte a la ladrona.
Entonces, una mano tomo la suya en la oscuridad. Tarscenio se precipitó en la negrura y, tras una corta caída, aterrizó sobre un montón de tierra apisonada.
—¿Qué diab…? —se quejó—. ¿Y ahora qué pasa?
—Debo deciros que el donaire físico no es una de vuestras virtudes, Tarscenio.
Él optó por no contestar.
—Seguidme, anciano.
—¿Adónde…?
—No hagáis preguntas. —Una mano volvió a agarrarlo con fuerza—. Hay que ir a rastras.
Siguió las indicaciones de Mynx. Se encontraba en un túnel, hasta ahí alcanzaba su percepción. Cada pocos minutos una roca o una raíz rozaba su espalda. Luego, intuyó de improviso que el espacio se ensanchaba en torno a él.
—Quizás ahora podáis estar de pie —susurró Mynx—. Pero tened cuidado.
Podía estar de pie… a condición de ir encorvado desde la cintura. De todos modos, después de tener que desplazarse apoyado en las manos y rodillas durante tanto rato, aquella postura no le pareció tan incómoda. Mynx siguió guiándolo con premura por el túnel, que trazaba una curva cada pocos pasos.
—¿Quién excavó este túnel? —murmuró—. ¿Una cuadrilla de enanos borrachos?
—Podría ser —respondió Mynx con una risa ahogada—. Estaba abandonado cuando lo encontré. Yo lo limpié y lo apuntalé.
—¿Dónde estamos…?
Mynx tiró de él y le colocó la mano en el peldaño de una escalera. Dedujo que no se encontraban ya bajo tierra, pero no supo precisar dónde estaban.
—¿Madera? —apuntó tras respirar hondo.
Palpó una superficie áspera y desmenuzable. Arrancó un pedazo y lo olió.
—¿Roble? —murmuró. Se irguió con cautela y comenzó a subir. La escalera se curvaba hacia la derecha—. ¿Estamos dentro de un árbol?
—Pues claro. Esto es Solace, ¿os acordáis? —respondió en voz baja Mynx delante de él—. O por lo menos, las afueras.
Se había parado y parecía buscar algo a tientas. Al cabo de un momento se abrió una trampilla frente a ellos. Con la luz de la luna que se filtraba por las cortinas de una solitaria ventana, Tarscenio distinguió una silla con una falda y una camisa encima, un colchón y una mesa pequeña con una linterna, tres platos sucios y media docena de pequeños recipientes de cerámica. El mobiliario ocupaba casi todo el espacio de aquella diminuta vivienda excavada en el interior del árbol.
Mynx se quitó las sandalias agitando los pies y las guardó debajo de la mesa.
—Sentaos —indicó al tiempo que retiraba la ropa de la silla, dejándola caer en el suelo—. Ahora vuelvo. No encendáis la linterna. —Desapareció bajo la cortina de otro umbral.
Rehusando la silla que se le había ofrecido, Tarscenio dio unos pasos sobre las toscas planchas de madera recubiertas de pino y se asomó a la ventana. La minúscula casa de Mynx se hallaba en el corazón de un nudoso roble rodeado de una espesura de pinos. Le fue imposible dilucidar si se encontraban al sur, al norte, o al este de Solace. «Por los antiguos dioses, necesito descansar», pensó.
—¿Os puedo ayudar en algo?
Tarscenio dejó caer con perplejidad la cortina y se volvió.
La voz procedía de una mujer rubia que se encontraba en la puerta. Llevaba las piernas protegidas con cota de malla, armadura de cuero en el tronco y unas botas de caña alta revestidas de acero en la parte delantera. Un yelmo enmarcaba su cara. La visera levantada le permitió ver un cabello claro, unos pómulos altos, unos ojos oscuros y unos labios carnosos.
—Perdonadme —se disculpó—. Mynx me ha traído… —Calló, sin saber qué decir—. Es decir… —Volvió a quedarse sin palabras, consciente de que preferiría volver a enfrentarse al monstruo que a aquella situación—. No es lo que…
—¿Mynx? —preguntó la mujer—. ¿Quién es Mynx? —Lo observó con expresión de desconcierto—. Y ¿qué hacéis vos en mi casa?
¿Qué jugarreta le había gastado Mynx? Evidentemente, lo había abandonado. Pero ¿con qué objetivo? La mujer rubia iba vestida como un guerrero. ¿Cabía deducir de eso que iban a retenerlo como prisionero? «No hay que fiarse nunca de un ladrón», se dijo.
Desenvainó la espada.
La mujer se echó a reír al tiempo que se quitaba el yelmo, desparramando sobre los hombros sus rubios cabellos.
—Quienquiera que seáis, me alegra teneros aquí —dijo alegremente—. Hace siglos que no me visita un hombre aquí. —Se pasó los dedos por el pelo y sonrió.
«Ese gesto».
—¡Mynx! —gritó Tarscenio—. ¡Que los antiguos dioses te condenen a ir a parar a catorce clases de Abismos!
Mynx reía entre dientes. Después empezó a resoplar y luego estalló en incontenibles risotadas. Se dejó caer en la silla, con lágrimas en los ojos, mientras el anciano bufaba de rabia.
—Guardad la espada, Tarscenio —logró decir por fin entre carcajadas—. Podríais decapitarme, y ¿qué ganaríais con eso?
Tarscenio recuperó a duras penas el control.
—Ahora comprendo cómo manteníais una amistad tan estrecha con un kender —espetó.
Las risas pararon en seco y Tarscenio se arrepintió de inmediato de sus palabras. Mynx, no obstante, tras enjugarse las últimas lágrimas, asumió una fría actitud práctica.
—Sobre vos pesa una sentencia de muerte —señaló—. Necesitáis un disfraz y yo también, si voy a estar a vuestro lado. Evidentemente, éste me sirve a mí, pero a vos…
Sacó una caja de madera de debajo de la mesa y la abrió. En su interior Tarscenio vio más frascos como los que abarrotaban la mesa, una cuchilla, un cepillo, un pedazo de jabón marrón y un montón de objetos que no alcanzó a identificar. Mynx se puso de pie y le indicó que se instalara en la silla. Sus articulaciones se quejaron a gritos en contra de su voluntad.
—¿Qué te propones? —preguntó con rudeza—. ¿Cómo pretendes ocultar a un hombre calvo y barbudo de un metro ochenta de estatura?
Mynx sonrió al advertir la terquedad en su tono.
—En primer lugar, hay que eliminar esta barba.
Tarscenio trató de ponerse en pie, pero ella lo sujetó con fuerza por los hombros.
—¡Eso nunca! He llevado esta barba durante cincuenta…
—Entonces es hora ya de un cambio. Además —añadió con una sonrisa maliciosa—, ¿de dónde sacaríamos si no el pelo para vuestra peluca? Ahora quedaos quieto.
—Eres fastidiosa como una… —murmuró—. A veces me recuerdas a Ancilla.
—¿A quién?
Tarscenio no respondió.
Mynx se encogió de hombros y mojó el jabón en un plato con agua. Después frotó el cepillo hasta formar una bola de espuma y, con éste en una mano y la cuchilla en la otra, se inclinó sobre Tarscenio.