13

A varias leguas de distancia, Hederick tenía dificultades para conciliar el sueño. Dahos le había informado inmediatamente de la huida de Tarscenio, y la sola idea de que el antiguo sacerdote de los Buscadores pudiera estar allá fuera, en la oscuridad, sin duda mofándose de él, le impedía dormir.

Abandonó el lecho de sábanas de seda para ir hasta la ventana y, una vez allí, abrió los postigos y encendió una vela. Manteniéndose en los límites del marco, trazó con ella un círculo, seguido de dos más. Después esperó.

Una pestilencia llegada de fuera le produjo un acceso de nauseas. Su olfato siempre le anunciaba la proximidad de los goblins antes de que se lo confirmara la vista. El olor, una mezcla de huevo podrido y pescado en descomposición, era capaz de alterar los estómagos más resistentes. Por lo demás, eran tan estúpidos que ni siquiera tenían conciencia de que apestaban.

Aun así, le eran útiles: los goblins trabajaban sobre todo de noche; obedecían las órdenes sin cuestionarlas; les encantaba matar; salían baratos; y, con su escasa inteligencia, no representaban ninguna amenaza para Hederick. Había llevado consigo media docena de aquellas bestias poco después de instalarse en Erodylon y últimamente había incorporado varias docenas más a su servicio. Aquella tropa de espías y represores sanguinarios le había compensado con creces el gasto que suponía su manutención. También había añadido a su guardia unos cuantos hobgoblins, pero aquella especie era más difícil de controlar.

Todos los goblins tenían anchos hocicos, colmillos pequeños, orejas puntiagudas, frentes achatadas, ojos apagados y eran de baja estatura. Aunque diferían algo en su color —que por lo general adoptaba matices amarillos, anaranjados y rojos—, la mayoría de cuantos vivían en el montículo situado al norte de Erodylon tenían el mismo tono naranja sucio, indicativo de su pertenencia a la misma tribu.

Hederick los distinguía única y exclusivamente por los ojos. Ojos Amarillos los tenía del color del limón. Era uno de los más inteligentes, aunque, tratándose de un goblin, aquello no era decir mucho.

—¿Vos quiere yo?

Poco a poco, las bestias habían aprendido que ese nuevo amo las comprendía sólo cuando hablaban despacio y de manera simple, lo que por otra parte ya solían hacer sin proponérselo.

Hederick retrocedió un paso para alejarse del rancio aliento de la criatura.

—Quiero encargarte una tarea —susurró, tratando de contener la respiración.

—¿Carne extra? ¿Sí?

Los ojos amarillentos de la bestia cobraron un nuevo brillo. ¿Es que nunca se les acababa el hambre a aquellas estúpidas criaturas?

Hederick reprimió el impulso de regatear. Al fin y al cabo, los goblins ganaban ya muy poco.

—Sí, carne extra —confirmó. El olor del goblin, unido al opresivo calor, lo estaba mareando.

—¿Matar a alguien? —preguntó el goblin.

—Sí. A Tarscenio, ese hombre tan alto que estaba en el patio ayer. ¿Te acuerdas?

—¿Hombre alto? ¿Barba, con capa? ¿Al lado de maga? ¿Qué se puso a correr y correr después que el buum se llevó a maga?

—Sí —corroboró Hederick con una mueca de desagrado.

—No matarlo, no. Capturarlo sólo. Traerlo al templo. No matarlo, nunca, no, nunca. ¡No!

—Eso es lo que os ha dicho Dahos, lo sé —reconoció Hederick—. Ahora cambio esa orden.

—¿Cambio de orden? —Los ojos amarillos se redujeron a un ranura.

—Mátalo —repitió Hederick.

—¿Matarlo?

—Sí, mata a Tarscenio, el hombre alto de la capa.

—¡No! —se puso a recitar de nuevo Ojos Amarillos—. No matarlo, no. Sólo capturarlo. Traerlo al templo. No matarlo, nunca, no, nunca. ¡No!

Hederick dejó escapar un suspiro. Debió haber llamarlo a los hobgoblins antes. Eran depravados y más difíciles de dominar, pero al menos tenían el cerebro mayor que un guijarro. Algunos incluso hablaban un abanasiniano aceptable.

—¡Por la espada de Sauvay! Escucha, imbécil. Mata a Tarscenio. SÍ, mátalo. ¡Mátalo!

Después de repetir cinco veces las nuevas instrucciones, Ojos Amarillos pareció captar su significado.

—¿Matarlo, muerto?

Hederick asintió.

—¿Comerlo, sí?

De repente, Hederick se puso a sudar a mares. Las náuseas le constriñeron otra vez la garganta al tiempo que comenzaban a temblarle las manos. De todos modos, consiguió mantener el control.

—Sí, comedlo… ¡No, espera!

Ojos Amarillos parecía aún más confundido. Hederick respiró hondo.

—Mata a Tarscenio, sí. Haz lo que quieras con el cadáver, pero…

—¿Pero?

—Pero tráeme la cabeza.

Hederick no se fiaría de que los goblins hubieran cumplido sus indicaciones hasta no tener una prueba de la muerte de Tarscenio.

Antes de despedir a Ojos Amarillos, le hizo repetir varias veces las órdenes. Después, el Sumo Teócrata volvió a su cama y se acostó. El pegajoso calor de la noche auguraba otro día de bochorno en Solace.

Hederick tenía ganas de vomitar.

«Disciplina —se dijo—. Respira de forma pausada. Relaja los músculos. ¡Cálmate, necio!».

—El orden es el bien mayor que existe —susurró para fortalecerse el ánimo—. Los Buscadores dominarán el mundo. —La idea de todas aquellas almas necesitadas que esperaban arropó, como siempre, a Hederick—. Yo los conduciré a todos —murmuró.

Solace tenía una modesta iglesia de los Buscadores en el centro de la ciudad, mucho antes de la llegada de Hederick. Cuando Solace había optado por integrarse con Porticada y Haven en la teocracia de los Buscadores y el Consejo de los Supremos Buscadores había nombrado Sumo Teócrata a Hederick, él los había convencido de que un centro comercial de la importancia de Solace necesitaba un maravilloso monumento consagrado a los dioses de los Buscadores.

—¡Cumplamos las profecías de la Praxis y mostremos al mundo la gloria y la fuerza de Omalthea y de todos los dioses! —había argumentado.

Uno tras otro, los miembros del consejo habían accedido. El único que no se dejó convencer fue aquel perpetuo alborotador, el joven Elistan; pero, de todas formas, había acabado dando su beneplácito para que Hederick llevara a cabo sus planes para Erodylon.

Hederick se esforzó por imprimir un rumbo concreto a sus pensamientos. El problema con Tarscenio estaba prácticamente resuelto y cabía la posibilidad de que, por primera vez desde hacía décadas, se viera libre del acoso de su hermana.

El Sumo Teócrata se puso a repasar las obligaciones que le aguardaban para el día siguiente. En compañía de Dahos, cumpliría con los rituales del amanecer. Había muchos ritos devocionales en la religión de los Buscadores, ya que cada dios y diosa tanto de los dioses mayores como de los menores exigía uno por separado. Aparte, tenía que instruir a los novicios, reunirse con los sacerdotes y supervisar la labor de los obreros que aplicaban los últimos toques a Erodylon. Hederick tenía asimismo previsto intensificar los procesos inquisitorios y, más tarde, durante las revelaciones de la noche, daría de nuevo la bienvenida a los conversos a la causa.

La sábana de seda se le pegaba a la piel sudorosa, de modo que la apartó hasta un rincón de la cama. Más tarde durante el día, un par de novicios Buscadores pasarían horas en la sofocante lavandería situada bajo el ala de las mujeres. Soportando, exultantes, el calor y la incomodidad, plancharían con reverencia cada arruga de las delicadas telas que realzaban las habitaciones privadas del nuevo Sumo Teócrata.

La ropa de cama y de vestir de Hederick se lavaba a diario, tanto si la había utilizado como si no. Las paredes, decoradas con frescos, el techo de vallenwood y el suelo embaldosado eran sometidos todos los días a una limpieza con una solución de hierbas y agua de manantial. En la estancia ardía día y noche incienso de muguete, destinado a eliminar las impurezas del aire. A su edad, Hederick no quería someter su salud a ningún riesgo.

Sus aposentos daban al lago Crystalmir y, a esa hora, en los alrededores reinaba un profundo silencio sobre el que destacaba el menor ruido. En algún lugar, un carro tirado por un caballo entró traqueteando sobre el empedrado del patio oriental. Los olores del inicio del día comenzaron a reclamar la atención de Hederick; el aroma de una res asada —regalo de un devoto— le hizo segregar saliva. Dos gnomos discutían no muy lejos. Unas criaturas divertidas, reconoció Hederick, aunque impuras. Debían de estar fuera de las puertas, ya que Hederick sólo permitía entrar en el templo a los humanos.

—Impuros —murmuró—, inasequibles a la bendición de los nuevos dioses.

Sintió que lo inundaba un sentimiento de piedad que canalizó en oración.

—Oh, diosa madre, demostraré que soy digno de ti. En el nombre de los nuevos dioses, limpiaré Krynn de seres impuros, de elfos, de semielfos, de enanos y gnomos, de herejes hechiceros, de magos, ¡de cuantos se atrevan a recurrir a los decadentes poderes de los antiguos dioses para invocar sus encantamientos! ¡Lo juro una vez más! —Incorporándose, se golpeó la palma de una mano con el puño crispado de la otra.

Cuando los nuevos dioses le hablaran y lo nombraran por fin a él, Hederick, su emisario indiscutido en Krynn, culminaría su venganza contra el Supremo Buscador Elistan, contra los antiguos dioses, contra Ancilla, si aún vivía, contra todos. Su avanzada edad no supondría ningún impedimento, ya que los nuevos dioses lo recompensarían sin duda con la vida eterna.

De las cocinas subió un coro de carcajadas, de rudas carcajadas femeninas. Las mujeres de los sectores más pobres de Solace tenían permitido el acceso a Erodylon a altas horas de la noche para vaciar los orinales y realizar las más degradantes tareas de limpieza.

Hederick se imaginó a aquellas repugnantes fregonas, mujeres altas y lujuriosas, de mirada astuta y descarada vestimenta, que apenas tapaban sus pechos y nalgas, de piernas desnudas y pies calzados con sandalias y recubiertos de una permanente capa de suciedad. Estarían bromeando mientras trabajaban, intercambiando a voz en grito insinuaciones subidas de tono como si pretendieran provocar a Hederick en la santidad de sus aposentos. Las oía; siempre las oía, aunque estuvieran muy lejos.

A veces, enojado por un comentario especialmente soez, ordenaba a los guardias que las castigaran con el látigo a todas. Los guardias realizaban con meticulosidad su trabajo, pero las mujeres no parecían escarmentar y volvían, como si nada, a limpiar la suciedad acumulada durante el día en Erodylon a cambio de una magra paga. En aquellos tiempos, nadie se podía permitir el lujo de dejar un trabajo pagado por una mera azotaina.

En la habitación de Hederick, la oscuridad dio paso a una penumbra gris, pese a que el sol no había salido aún. Oyó cómo los guardias acompañaban a las mujeres hasta la salida. Maldiciendo entre dientes, Hederick se puso en pie y se reajustó la sudada túnica sobre el cuerpo. Caminó descalzo hasta la mesa de oraciones y se sentó, muy envarado, en el bloque de granito esculpido que hacía las veces de banco. Con los párpados cerrados, sujetándose con las manos las muñecas y apoyándolas en el regazo, según la manera como lo decretaba la Praxis, inclinó la cabeza e inició los rezos de la mañana.

—¡Oh nuevos dioses que habitáis los cielos, oíd mi plegaria! —recitó—. El día comienza y los primeros pensamientos de este fiel devoto son para vosotros.

Alzó la voz, consciente de que al pasar junto a su puerta, los sacerdotes y los novicios lo oirían y sabrían que estaba en comunión con los dioses.

—Vosotros sois los verdaderos dioses, que ascendéis por fin a la posición que os corresponde por encima de los falsos dioses del pasado, cuya engañosa naturaleza se reveló por la devastación del Cataclismo más de tres siglos atrás.

»Cathidal, dios de la riqueza, esperamos recibir hoy de ti una mirada de amor. Zeshun, diosa de los bienes materiales, dispensa tus favores sobre aquéllos que por su piedad los merecen. Ferae, diosa de las bestias y seres voladores, haz que la tierra sea generosa en frutos para que podamos alabar tu munificencia disfrutando de tus dones.

»Sauvay, dios supremo del poder y la venganza y padre de todos los dioses menores, acepta las atenciones de este discípulo atado a la tierra de Krynn, Hederick, y distínguelo con la dignidad de hacerlo hijo tuyo.

El Sumo Teócrata calló de pronto. ¿Había dado a entender que la sangre de los nuevos dioses fluía por sus propias venas de mortal? ¿Se atrevía él a creer que era un dios? Aquello era a todas luces una blasfemia, un pecado de la más acusada arrogancia, que no le sentaría nada bien a la diosa madre.

Reconociendo que se había desviado de las palabras rituales, Hederick prometió someterse a un acto de penitencia ese día.

—El orden es el bien mayor —se recordó—. Y el propio control es el primer paso para alcanzar el orden.

¿Dónde había interrumpido las oraciones? Y ¿cuándo se había apagado el incienso?

Con una exclamación, extrajo una barrita perfumada de un tarro de porcelana y se apresuró a encenderla con una brasa de la chimenea. La disciplina del Sumo Teócrata llegaba a tales extremos que ni en plena canícula permitía que se apagara nunca el fuego.

—Sauvay —reanudó Hederick—, dios supremo del poder y la venganza y padre de los dioses menores, acepta las torpes atenciones que te dedica tu Sumo Teócrata, Hederick, y considera dignos de ti sus insignificantes dones.

¿Había estado mejor esa vez? El Teócrata agarró unos pliegues del pecho de su túnica de seda y prosiguió.

—Padre de los dioses menores, acepta…

¿Estaba repitiendo lo mismo?

¿Dónde estaba Dahos, por los nuevos dioses? Alguien tenía que haberle advertido ya que Hederick estaba despierto.

¿En qué punto de la plegaria estaba?

Hederick tenía las manos resbaladizas y un reguero de sudor hacía que se le pegara la ropa al cuerpo. Llevaba casi un día sin bañarse. Las náuseas lo asaltaron con violencia. No podría tomar ni un bocado hasta haberse frotado cada centímetro de piel. Y si los habitantes de Erodylon —los que no ayunaban ya a partir de la muerte de Norah— tenían que esperar hasta media mañana para comer algo, no harían más que rendir tributo a la disciplina de la vida religiosa.

Nadie, ni sacerdotes ni novicios, comía nada antes de que lo hiciera el Sumo Teócrata. El hambre propiciaba los pensamientos piadosos.

No recordaba haber abierto los ojos —otro desliz en su acostumbrado ritual—, pero lo cierto era que tenía la mirada fija en los objetos dispuestos sobre la mesa de oración: el soporte para el incienso, una pieza de azulejo azul con la forma de una hoja de arce y un orificio que mantenía en vertical la varilla; un cuenco en el que depositaba los donativos consagrados de mayor valor antes de transferirlos al tesoro; y un paño de terciopelo de color azul cielo.

—Alabados sean los nuevos dioses —murmuró.

Se había vuelto a perder.

—Padre de los dioses menores —reanudó, cerrando los ojos—, acepta… —No, ya había terminado el trozo de Sauvay. El Sumo Teócrata pasó con gusto a las palabras que tradicionalmente ponían fin a la plegaria—. En el nombre de los más poderosos dioses, cuyo ascendiente es patente y que restablecerán el orden en este mundo caótico y garantizarán la salvación en el venidero, yo, vuestro más humilde siervo…

«Omalthea». La diosa madre, la inflexible a la que no se podía, de acuerdo con la tradición, aplacar con un sacrificio inferior al de un alma. ¡Se había olvidado de ella!

En sus momentos de terror más descarnado, Hederick había imaginado que las criaturas que lo habían perseguido a lo largo de un sinfín de noches llevaban, no el rostro de Ancilla, sino el de Omalthea.

—Vuestro siervo ha incurrido en una grave trasgresión y os suplica humildemente que tengáis paciencia.

A Hederick le chorreaba el sudor por la cara. Con la salida del sol, parecía que se había triplicado el calor. La túnica se le pegaba como un mucílago. Crispando los dedos en torno a la varilla de incienso, cerró los ojos con fuerza e inhaló el aroma a muguete. En su estado de agitación, las palabras de la oración se acumulaban en tumulto.

—Omalthea, diosa madre suprema de los dioses, seas por siempre adorada. Yo, tu abyecto siervo, te profesaré siempre la más alta adoración y te ofreceré con gozo hasta mi pobre ser y mi miserable posición en la vida postrera si así lo deseas.

Esperó. ¿Lo fulminaría en el acto? Su pensamiento tomó un derrotero vagaroso, como las alas de una polilla, hasta detenerse en su amado Erodylon. Él había proyectado hasta la última piedra, hasta la última plancha de vallenwood, hasta el último canal y pasadizo secreto.

Hederick abatió la cabeza, poniendo en contacto la frente con el paño azul de la mesa de oración.

—Se hará la voluntad de Omalthea —musitó, con los músculos temblorosos a causa de la tensión—. Ella puede destruirme.

Al cabo de un poco levantó la cabeza. Aún seguía vivo. El techo permanecía intacto. Ninguna zarpa se había abatido sobre su carne.

Abrió los ojos. Varios novicios entonaron un himno de los Buscadores mientras trabajaban en los jardines contiguos a sus habitaciones. El sol comenzaba a asomar.

El día saludamos

Con loas a los nuevos dioses.

En su honor trabajamos.

Loado sea el nuevo día.

Cuyas alabanzas cantamos

Para gloria de los nuevos dioses.

Ancilla cantaba una versión de aquella canción mientras recogía la mesa por la mañana, en su infancia, en Garlund.

¿Cuántos años debía de tener entonces? Apenas dos. Hederick cerró los ojos. El pasado, como siempre, amenazaba con irrumpir como una ola que lo arrastraría al mar.

Entonces, con un juramento, pasó a la acción. El pasado quedaba muy lejos.

«Los servicios del alba —pensó—. Disciplina».

Dahos estaría perdido sin él.

Hederick abandonó presuroso su habitación.