12

Durante un rato, los tres se desplazaron en dirección sur por las pasarelas de madera, haciendo el menor ruido posible al pasar junto a las viviendas recogidas en la oscuridad. La algarabía de la zona ocupada por los refugiados quedó atrás. En su trayecto vieron la posada El Ultimo Hogar, una taberna en la que, antes de que Hederick asumiera el mando, habían resonado las canciones y corrido la bebida incluso a esa hora de la noche, pero entonces estaba en silencio.

Hasta el kender permaneció callado casi todo el tiempo. En fila india, bajaron por una escalera que rodeaba a un vallenwood hasta llegar al suelo, donde se detuvieron. El bosque era muy denso a su alrededor.

—Nos reunimos justo en el lugar en que acaba Solace —explicó Mynx.

—Un sitio un tanto raro para una banda de ladrones —comentó Tarscenio.

—Todo es raro, ahora que gobierna Hederick —contestó ella con un bufido—. Gaveley creyó que aquí estaríamos seguros. El templo queda al norte de Solace y este sitio está en el suroeste, aunque desde aquí se llega con rapidez a la ciudad. Gaveley quería estar alejado de Hederick, supongo. Mi jefe no es de los que dan explicaciones, y los ladrones sensatos no le hacen ese tipo de preguntas.

—¿Ese Gaveley, es el que manda?

Mynx asintió. Después se dirigió a Kifflewit.

—Ya no tienes por qué estar con nosotros, kender. Vuelve con tu familia, dondequiera que esté.

—Pero…

—La banda de Gaveley no necesita otro kender —lo atajó Mynx—. Vete.

«¿Otro kender? —pensó Tarscenio—. ¿El amigo kender de Mynx había sido miembro de la banda?».

—¡Pero si somos un equipo! —alegó con ardor Kifflewit—. ¿No has visto cómo hemos trabajado juntos, allá? ¿Acaso habría salido Tarscenio bien parado sin mí, eh?

—No te parecerá tan maravilloso cuando te localicen los guardias de Hederick —espetó Mynx.

—Mynx tenía un amigo kender que murió por culpa del Sumo Teócrata —dijo Tarscenio a la criatura.

—Lo mataron, Tarscenio —puntualizó, con visible furia, Mynx—. Lo ejecutó uno de los arqueros de Hederick. Yo estaba a tan sólo unos palmos de distancia cuando ocurrió.

—De todas formas, dudo que puedas deshacerte de un kender que no quiere esfumarse —señaló Tarscenio.

—Ja. Esperad y ya veréis.

Delante de ellos, oyeron unos pasos entre los árboles, y se escondieron precipitadamente en la zona más oscura. En aquella ocasión, Tarscenio le tapó con firmeza la boca a Kifflewit. Sonaron más pasos y, luego, voces apagadas, hasta que aparecieron un par de individuos.

—Gaveley —informó Mynx, moviendo apenas los labios.

Un semielfo de estatura mediana, que apoyaba el brazo con relajado gesto en el hombro de un humano muy bien vestido, como él, pasó junto a ellos sin demostrar que se había percatado de su presencia, en el supuesto de que los hubiera visto. Hablaba en voz tan baja a su compañero que ellos no pudieron captar ni una palabra.

Cuando quedaron atrás, Mynx dejó escapar un suspiro.

—Lección número uno: nunca interrumpas a Gaveley cuando está ocupado —susurró a Tarscenio—. Lección número dos: Nunca des a entender que lo conoces fuera de la guarida. —Se volvió hacia el kender—. Y lección número tres: mantén a los kenders alejados de él. Bien alejados. —Señaló hacia el sur—. Vete, Kifflewit Cardoso. Nuestros caminos se bifurcan.

Al oírlo, la diminuta criatura se encogió de hombros y se marchó sin formular una protesta ni volverse a mirar.

«Qué extraño», pensó Tarscenio. Advirtió que Mynx también se había quedado sorprendida por aquella inusitada muestra de obediencia en un kender. De todas maneras, cuando Kifflewit Cardoso se hubo perdido de vista, la mujer se encogió a su vez de hombros y se dispuso a guiar a Tarscenio.

Al poco rato se detuvieron y ella lo dejó esperando delante de una gran piedra redondeada mientras desaparecía en la maleza. Tarscenio oyó un chasquido y la piedra se movió hacia un lado. Mynx volvió y, apoyada en la roca, accionó un mecanismo que había detrás. Aplicó el hombro contra el granito y lo apartó con facilidad.

—Un invento de Gaveley —murmuró.

Se introdujo por un agujero y Tarscenio notó que lo cogía de la mano y tiraba de él. Percibió asimismo que algo se escabullía a su lado en la oscuridad; pero, al adivinar de qué se trataba, optó por no decir nada.

Sonó el roce que produjo la roca al encajarse de nuevo en su sitio, al tiempo que brotaba la llamarada de una lámpara de aceite.

—Gaveley tardará un rato en volver —pronosticó Mynx mientras ajustaba la mecha—. Mejor será que nos pongamos cómodos… —Se quedó boquiabierta, porque acababa de ver al kender. Tarscenio reprimió la risa tratando de adoptar un aire reprobador.

—¡Esto es fantástico! —exclamó Kifflewit—. ¡Qué mecanismo de cierre más soberbio! Un disparador de tres vertientes con un pestillo lateral… Nunca había visto nada igual. ¡Y este sitio! ¡Qué de joyas! ¿Son auténticas? ¡Qué…!

—¡Fuera de aquí, kender! —espetó con vehemencia Mynx, agarrando por el cuello a la parlanchina criatura—. Gaveley te mataría por entrometerte. Tienes suerte de que yo tengo un punto compasivo.

Sin soltar el flaco cuello de Kifflewit, alargó la mano hacia un estante y desplazó unos centímetros a la izquierda la estatua de un arpista. Kifflewit agitó los brazos en el aire.

Entonces se oyó algo que se corría y Mynx arrojó al kender por el túnel de la entrada.

—¡Antiguos dioses! —se quejó Kifflewit—. ¡Pero…!

—Cuando llegue Gaveley tienes que haber desaparecido o, si no, ya te puedes despedir de tu moño —rezongó Mynx—. Y que no oiga yo que intentas abrir.

El ruido de la puerta al cerrarse apagó la respuesta del kender.

Mynx volvió a centrar la atención en Tarscenio.

—Gaveley ideó él solo este lugar —dijo con calma, como si estuviera acostumbrada a expulsar kenders de la guarida.

Quizá lo estaba, pensó Tarscenio. Paseó la mirada por la estancia. El semielfo tenía buen gusto para la decoración, tenía que reconocerlo.

Observó la gruesa alfombra, con su cenefa de pegasos y unicornios y los tapices que colgaban de todas partes. Luego desenvainó la espada y recorrió la cavidad, levantándolos. Nada descubrió bajo ellos salvo roca desmenuzada. Mynx, con la lámpara en la mano, lo miraba con una tenue sonrisa.

—No hay nadie más que nosotros, forastero —dijo—. Pero eso me hace concebir esperanzas en vuestro futuro.

Mynx dejó la lámpara de aceite detrás de una fina lámina de cuarzo traslúcido, adornada con rubíes. Con ello, la luz pasó del amarillo a un tono rosa pálido. Después fue recorriendo la habitación, encendiendo tres lámparas similares, con lo que la iluminación adoptó un nítido color rosado. En la cuarta lámpara con pantalla de cuarzo, se quedó parada. La lámina de roca tenía tres rubíes y un hueco vacío.

—Sé que había cuatro piedras cuando hemos llegado —murmuró.

—Sospecho que el cuarto rubí estará viajando en estos momentos por el bosque en compañía de Kifflewit Cardoso —apuntó Tarscenio.

Mynx esbozó una mueca de impotencia antes de invitar a Tarscenio a instalarse en un diván de verde brocado y ofrecerle una copa de cristal llena de dulce vino élfico.

—¿Dónde está el resto de los ladrones? —preguntó.

—Algunos están trabajando. Otros duermen en otro lugar. Éste es el sitio de reunión, pero no sirve de pensión. —Lo miró directamente a los ojos—. Lo más probable es que Gaveley tarde en volver. Mientras tanto, querría saber algunas cosas.

—¿Cómo cuales?

—El sumo sacerdote ha dicho que fuisteis un sacerdote Buscador.

—Así es.

—Pero ya no lo sois.

—También es verdad. Ahora soy devoto de los antiguos dioses.

Mynx dio a entender con su expresión la opinión que le merecían aquéllos que adoraban a cualquier clase de dioses.

—Conocéis mucho a Hederick. Habladme de él.

—¿Por qué?

—Quiero averiguar todo lo que pueda sobre el Sumo Teócrata.

—¿Por qué?

—Podría servirme para matarlo.

—¿Por lo de vuestro amigo? —se aventuró a deducir Tarscenio.

—Ya sé que era sólo un kender, pero de todas formas es una cuestión de honor.

«Curioso, oírle hablar de honor a una ladrona», pensó Tarscenio, aunque se guardó bien de decir nada. Había prometido a Ancilla que no mataría a Hederick, pero nunca se había comprometido a impedir que otra persona lo hiciera. Aun así…

—Disponemos, como mínimo, de una hora —señaló Mynx, animándolo a darle más información.

—Ahora no —rehusó él—. Preferiría descansar mientras esperamos a ese Gaveley.

Apuró el resto del vino, se recostó en el diván y fingió que cerraba los ojos. En realidad sólo los había entornado y observaba a Mynx.

Aunque torció el gesto, ésta no lo presionó más. Estuvo deambulando un poco por la habitación, tomando algún que otro sorbo de vino y contemplando la colección de estatuas, joyas y tapices de Gaveley. Luego se sentó en un taburete, acabó la copa y se inclinó sobre una mesa. Con la barbilla apoyada en las manos, fijó la mirada en uno de los rubíes de la pantalla de cuarzo rosa.

Tarscenio cerró los ojos. Podía contarle muchas cosas de Hederick, pero no pensaba hacerlo entonces. No tenía sentido darle algo a un ladrón sin obtener nada a cambio.