11

La mayoría de los habitantes de la ciudad arbórea se había recogido para pasar la noche, pero había una parte de Solace que no dormía nunca. Era el sector donde se concentraban los refugiados del norte, en el que la actividad y las conversaciones no cesaban en toda la noche.

Los alojamientos disponibles en Solace para los viajeros estaban ocupados hacía mucho. Casi todos los de la localidad habían despejado un espacio en el suelo para uno o dos forasteros… a cambio de un elevado precio, desde luego. Las últimas oleadas de refugiados se habían visto obligadas a acampar en el húmedo suelo del bosque, privados de la protección que ofrecían las copas de los vallenwoods.

Con la capucha levantada, Tarscenio deambulaba con discreción entre los corros de humanos, enanos y elfos. En los senderos se veían incluso algunos centauros que, con sus patas de caballo, no se atrevían lógicamente a utilizar las pasarelas. La presencia de aquellas criaturas, tan amantes de la soledad, en una población era una señal inequívoca de que algo muy grave ocurría en Krynn.

Tarscenio caminaba con cuidado entre los charcos, el fango y el estiércol. La luz de la luna no atravesaba el dosel de las copas de los vallenwoods, por lo que los refugiados tenían que recurrir a las antorchas. El humo de las teas le producía escozor en los ojos, tensos ya por el esfuerzo de escrutar la oscuridad. El olor era insoportable: los refugiados tiraban el agua de lavar y la basura en cualquier parte.

En la zona había también una plaza de mercado. Como en todos los territorios de los Buscadores, había vendedores de ofrendas sagradas, aquellos carísimos paquetes de papel que los peregrinos compraban y depositaban ante los sacerdotes de los Buscadores, para proteger sus almas inmortales. Tarscenio dio un rodeo para evitar a aquellos comerciantes.

Pese a ser noche cerrada, todavía había personas que exponían mercancías en el suelo con la esperanza de venderlas o trocarlas. Algunas se bamboleaban, medio dormidas, aunque con un sexto sentido alerta que les hacía recobrar la plena conciencia en cuanto se acercaba un potencial comprador.

Tarscenio esquivó un charco de agua negra y se detuvo frente a uno de aquellos puestos. La vendedora, que utilizaba como mostrador una grasienta manta, le tendió una daga para que la examinara.

—Una pieza muy bien trabajada —elogió en voz baja, mientras la mujer lo observaba con curiosidad—. Parece salido de las forjas de los enanos de Garner.

—Así es —confirmó ella—. Estoy dispuesta a venderla por acero o cambiarla por provisiones que me permitan seguir bajando hacia el sur.

—¿De dónde habéis sacado una daga tan elegante?

La mujer le quitó el arma con brusquedad, arañándolo con sus rotas uñas.

—¿Qué insinuáis? ¿Qué la he robado? Sois un espía de Hederick, ¿eh?

Tarscenio negó con la cabeza y retrocedió unos pasos, pero la mujer continuó, exaltada.

—Podéis decirle a vuestro amo que yo soy el miembro de los Buscadores más devoto que hay aquí. Compro las ofrendas, igual que todos, y las doy a la iglesia, aunque tenga que quitarme la comida de la boca…, que es lo que muchas veces me pasa.

»El cuchillo —prosiguió, blandiendo con violencia la daga—, señor espía, era de mi marido, que murió en el camino cuando huimos de Throtl. Ahora me toca vender mis cosas para sacar algo con que comer y no morirme de hambre, y para comprar un burro que me lleve tan lejos del norte como pueda. ¡Y lo voy a hacer según mandan los dioses, chivato, así que dejadme en paz! —Volvió a agitar la daga en dirección a él.

—Unos tiempos muy tensos, éstos —murmuró para sí Tarscenio.

Se bajó aún más la capa y, sin perder de vista a los guardias, desató la cinta que mantenía sujeta la espada en su vaina, oculta bajo la larga capa. Al mismo tiempo aflojó una de las bolsas para hechizos que llevaba colgadas del cinturón y, desde la penumbra de la capa, observó a los guardias y a los goblins vestidos con armaduras de cuero. No vio al goblin al que había oído llamar Ojos Amarillos: aquellas bestias parecían de inferior condición, tanto en rango como en inteligencia.

No lejos se desató una pelea, que interrumpió el curso de sus pensamientos y distrajo a los guardias.

—¡Largo de aquí, kender! ¡Voto a bríos, que no soy yo una criatura de feria puesto aquí para diversión vuestra! Si queréis montar, buscaos otra criatura, pero no un centauro. ¡Fuera, ratero!

Luego sonó, amortiguado, el ruido de unas coces. Las risas de los refugiados casi no le dejaron oír las vehementes protestas que, con voz chillona, profirió un bajito individuo.

—¡Yo no estaba robando nada! —replicó, muy ofendido, el kender.

Aun con sus cortas piernas, conseguía mantenerse sobre el centauro pese a las patadas y vueltas que éste daba. El barro que embadurnaba el lomo, de color blanco plateado, del centauro hablaban a las claras de sus intentos de derribar al kender.

El moño, castaño, del kender le rebotaba en la cabeza y sus palabras brotaban a ráfagas.

—Yo sólo quería miraros la espalda —dijo mientras el centauro coceaba y se rozaba contra el tronco de un vallenwood— por si teníais garrapatas. —El kender contuvo el aliento—. Este verano ha habido muchas por la zona —la criatura corcoveó— y se me ha ocurrido ¡haceros un favor!

El centauro brincó de nuevo y luego alargó un brazo tratando de golpear al kender, pero éste ya se había agarrado con fuerza a su torso humano.

—Yo quería ser vuestro amigo —chilló el kender.

Entre los refugiados se reavivaron las carcajadas. Aquella vez los guardias también rieron y hasta los goblins se daban codazos y sonreían.

El centauro estaba hecho una furia. Su cabeza, torso y brazos parecían los de un varón humano de entre veinte y treinta años.

—¡Yo no soy un caballo, y desde luego no soy amigo de los kenders, ladrón mequetrefe! ¡Y, ahora, bajaos de mi espalda antes de que me revuelque en el suelo y os deje más aplastado que una pulga en una cama de Haven!

Tarscenio aprovechó ese momento de distracción para escabullirse por una escalera de caracol que rodeaba el recio tronco de un vallenwood cercano. Los escalones de madera lo llevarían a las pasarelas de arriba, donde el ramaje lo ocultaría de la vista de los guardias.

Sólo alguien se interponía en su camino.

La joven estaba de espaldas a él. Miraba hacia abajo, concentrada en el altercado entre el kender y el centauro. Mientras ella permanecía pendiente de aquella escena, Tarscenio la examinó hasta donde le permitió la circunstancia de no poder verla de cara.

El desaliño en su forma de vestir indicaba a las claras que el cuidado de su apariencia no era una de sus prioridades. La falda, larga hasta los tobillos y de una tela oscura, tenía varios desgarrones; la holgada blusa que completaba su indumentaria llevaba bastante tiempo sin un lavado. Su pelo, de color castaño oscuro, estaba descuidadamente cortado a la altura de los hombros. Tarscenio sospechó que se lo había hecho ella misma con ayuda de una espada corta o un hacha, lo que no resultaba descabellado teniendo en cuenta que también hacía gala de la musculatura y la ruda pose de aquéllos que se ganan la vida gracias a su fuerza y rapidez.

La mujer volvió la cabeza y entonces Tarscenio vio un flequillo escalonado, unos ojos oscuros, un mentón y una nariz respingados y un pendiente de plata y lapislázuli que colgaba de la oreja izquierda hasta llegarle casi al desaseado cuello de la blusa. Pese a que la cara irradiaba la juventud e inocencia propia de una chiquilla, Tarscenio sospechó que la joven estaba más cerca de los cuarenta que de los veinte.

—Si queréis mantener las entrañas en su sitio, más vale que os dejéis ver, forastero. No tengo paciencia con los espías.

Tarscenio tardó un instante en caer en la cuenta de que le hablaba a él.

—Preferiría no exponerme a la vista de los guardias del templo, amiga —respondió—. Me quedaré aquí, cerca del tronco, si no os importa. No soy ningún conejo dispuesto a ofrecerse para que se lo merienden los zorros.

—Algunos pensarían que ya lo habéis hecho.

Tarscenio vio que empuñaba una daga, e intuyó que podía lanzársela sin darle tiempo a desenvainar la espada. De todas formas la mujer volvió a mirar la riña, sin dar señales de cara a los guardias y a los goblins de que pudiera haber alguien más en las escaleras.

—Están distraídos —dijo de improviso—. Venid.

Tarscenio obedeció sin hacer preguntas y se situó detrás de la mujer, que seguía observando al centauro. La criatura había desarzonado al kender y ahora lo acusaba de robo.

—¿Qué ha cogido el kender? —inquirió Tarscenio.

—La cadena de plata que el centauro llevaba colgada del cuello —murmuró la mujer sin apenas mover los labios—. El pequeñito dice que él se la había prestado, claro.

—Claro. —Tarscenio decidió que había llegado el momento de presentarse—. Yo soy…

—… Tarscenio, evidentemente —se le adelantó ella—. A mí me llaman Mynx. Hederick ha puesto a todo Solace a buscaros, forastero. Sois imprudente viniendo aquí. Con la descripción de vos que han distribuido los sacerdotes de Hederick por toda la ciudad, cualquiera con tres dedos de frente puede identificaros, incluso con esa capa. —Rió por lo bajo y se pasó la mano por el pelo, alborotándolo aún más—. Por suerte para vos, Tarscenio, yo soy la única que tiene algo de juicio aquí.

—Busco a ciertas personas.

—¿Cómo se llaman?

—Da igual su nombre. Quiero localizar una banda de ladrones.

Mynx se quedó atónita un momento, luego, se echó a reír.

—Espero que no tengáis la intención de iniciar la carrera de ratero, Tarscenio. Me da la impresión de que vuestros talentos para el robo serían algo limitados. Los hombres de vuestra estatura son raros en Solace. Os sería difícil pasar inadvertido entre la gente, ¿no creéis? Y de todas formas ¿cuántos años tenéis?

—Poseo talentos mayores de lo que sospecháis.

Tarscenio murmuró un canto mágico, lanzó una pizca de hierbas sacadas de una bolsa y alargó la mano. Al instante, en ésta resplandeció la daga perteneciente a la mujer de Throtl.

Era una ilusión, pero con tal de que Mynx no la tocara, era posible que no sospechase que no era real. Ella abrió los ojos como platos al ver el arma, pero no dijo nada.

Tarscenio pronunció otro encantamiento. En ese momento, de abajo llegó un agudo alarido y, después, las voces de la mujer de Throtl.

—¡El kender! ¡Él me ha quitado la daga! ¡Guardias! ¿Lo habéis visto? ¡Tiene que haber sido él!

La verdadera daga seguía en el mismo sitio, encima de la manta de la mujer, aunque el hechizo de Tarscenio impedía que la viera la mayoría de la gente.

Juntos, Mynx y Tarscenio observaron cómo los guardias acorralaban y registraban al flaco kender. De sus cuatro bolsillos y siete bolsas salieron tres piezas de cuarzo rosa, un anillo de plata, dos bolsas de dinero, una aguja de ganchillo, tres monedas, seis mapas, un trozo de cuero rojo, siete ovillos de cordel, un pedazo de queso amarillento, una sandalia de cuero de niño decorada con falsas gemas de cristales de color, media barra de pan moreno, algunos artículos de metal que Tarscenio identificó como ganzúas y una pluma para escribir. La daga no apareció, sin embargo.

Profiriendo terribles juramentos, un enano y dos humanos se abalanzaron para recuperar el anillo y las bolsas de dinero.

—Ah, ¿sois los propietarios? —preguntó el kender con cara de sorpresa, mientras el moño se le balanceaba, inestable, en la cabeza—. ¡Qué alegría que os haya podido encontrar! Deberíais tener más vigiladas vuestras pertenencias, ¿eh? Solace está lleno de ladrones. La próxima persona que las encuentre quizá no sea tan honrada como yo.

A pesar de las protestas de los humanos y el enano, los guardias del templo se limitaron a zarandear al kender y lo soltaron entre carcajadas.

—¡No creo que el Sumo Teócrata quisiera tener a un ladronzuelo kender en ninguna estancia de su templo, ni aunque fuera en las mazmorras! —comentó un guardia a otro.

Luego, los dos se alejaron riendo.

Mynx sonreía también, pero con tristeza.

—¿Qué ocurre? —le preguntó Tarscenio.

Se volvió y miró de hito en hito a Tarscenio.

—El kender me recuerda a alguien que conocí hace tiempo —dijo por fin.

—¿Hace tiempo?

—Hederick lo mató.

Tarscenio abrió la boca para hablar, pero Mynx torció el gesto.

—De modo que queréis encontrar una banda de ladrones —cambió de tema.

Tarscenio asintió con la cabeza.

—Teniendo a la mitad de Erodylon siguiéndoos el rastro, serían unos locos los ladrones que os ayudaran.

Tarscenio guardó silencio.

—De todos modos, no cabe duda de que no sois un secuaz de Hederick —prosiguió Mynx—. Eso es un punto a vuestro favor. Quizá pueda presentaros a alguien que podría ayudaros… por una cierta cantidad, claro. Pero, antes, debéis mostrarme con más detenimiento esas habilidades vuestras para el hurto.

Tarscenio hizo votos por que sus modestas dotes mágicas le sirvieran para salir bien parado de aquello.

—¿Qué querríais que robara?

Mynx barrió con la vista el gentío de abajo. Luego señaló con el dedo.

—Allí. Quitadle el distintivo de su cargo: el anillo con la calavera.

Tarscenio siguió el curso de la mirada de la mujer y reprimió un gemido. El hombre al que apuntaba era el sumo sacerdote de Hederick.

—Dahos me reconocerá de inmediato —adujo.

—Así el desafío es mayor. Quitádselo o, si no, ya os podéis olvidar de mí.

Tarscenio ya había comenzado a bajar las escaleras cuando notó la mirada de Mynx fija en él. Entonces recordó su advertencia y se encogió un poco bajo su oscura capa. Tal vez lograra pasar inadvertido; al menos, esa luz tan mortecina lo ayudaría, pensó mientras trataba de idear un plan.

Encorvó la espalda y, antes de adentrarse entre la gente, adoptó un andar trémulo y desorientado, al tiempo que se ponía a murmurar. El kender fue el primero con quien se encontró.

—Dulce criatura, ¿podrías ayudarme? —pidió con voz temblona—. Estoy muy débil y necesito apoyo para andar. ¿Querrías prestarme tu bastón? —Señaló el palo ahorquillado, semejante a un arma, que llevaba el kender.

—No es un bastón, se trata de mi jupak —respondió el diminuto individuo—. No puedo prestarlo, pero de todas formas podríais hacerme alguna oferta por él. ¡Vaya, qué profunda es esa capucha! No puedo veros la cara siquiera. ¿Sois humano? Alto sí que lo sois, desde luego. El doble que yo, más incluso. ¿Qué…?

El kender alargó la mano con intención de levantar la capa de Tarscenio. Un instante después dejó escapar un chillido, al notar la férrea mano de Tarscenio, que se cerró como una tenaza en torno a su muñeca.

—¡Ay! Me hacéis daño…

—Me duele la espalda, pequeño —dijo en voz alta Tarscenio, inclinándose hacia él—. Necesito el apoyo de tus hombros. —Se acercó más y le susurró al oído—: ¿Te gustaría ver algo maravilloso, kender?

Picada por la curiosidad, la criatura dejó de forcejear.

—¿Cómo? —inquirió, tratando de penetrar con sus ojos marrones en las profundidades de la capucha de Tarscenio.

Éste se puso a hablar tan bajo que el kender tuvo que esforzarse para captar lo que decía.

—El anillo del sumo sacerdote está encantado. El ser que lo tenga puede ver cosas que no están al alcance de los demás mortales.

—¿Qué cosas? —murmuró el kender.

—El interior de las viviendas. Puede ver a través de las paredes, si quiere. Si lo robaras…, bueno, si lo tomaras prestado, digamos, podrías ver a las personas sin que ellas se dieran cuenta. Podrías verlas, por ejemplo, mientras se vacían los bolsillos por la noche. ¡Piensa en los tesoros que podrías contemplar!

—¡Qué emocionante! —exclamó, con expresión radiante, el kender.

—¿Cómo te llamas?

—Kifflewit Cardoso.

—Ven conmigo, Kifflewit, y no hagas ruido.

Se pusieron a caminar por la periferia de la zona iluminada por las antorchas. Tarscenio, apoyado de manera aparatosa en el kender, lo sujetaba con fuerza por la muñeca cuando pasaban junto a los puestos de los comerciantes, aunque no tenía ninguna garantía de que no estuviera llenándose los bolsillos con la otra mano. Siguió adelante con él de todos modos y pasó detrás de un goblin, rodeó un par de enanos que discutían y franqueó un riachuelo de sucias aguas antes de llegar junto al joven centauro blanco.

—¿Necesitáis algo señor? —se ofreció el centauro.

Era un centauro de Crystalmir, advirtió Tarscenio, más delgado que los centauros abanasinianos, con una cara angulosa y unos rasgados ojos, violeta, que tenían un aire sobrenatural debajo de la mata de cabello de color blanco plateado. Aquellos ojos no traslucían una gran inteligencia, pero sí bondad. El torso, atezado igual que la cara, era muy musculoso.

Manteniendo al kender detrás de él, Tarscenio incorporó a su habla el mismo temblor intenso que lo agitaba al andar.

—Os suplico, noble criatura, ¿no tendríais alguna limosna para un pobre viejo? No he comido nada desde ayer y estoy muy débil.

Tarscenio inclinó la cabeza para atisbar desde su voluminosa capucha. El centauro ya había abierto una bolsa que llevaba en la cintura —en el punto en que su torso humano daba paso a la cruz del caballo— y le tendía una moneda.

—Tomad, anciano —dijo—. Lo necesitáis más que yo. Yo puedo dormir en cualquier parte y soy más joven y fuerte para buscar qué comer.

—Bendita seáis, noble criatura.

—Me llamo Phytos, señor. Ha sido un placer. —La voz del centauro perdió su afabilidad—. Os pido sólo que mantengáis a ese ladrón kender lejos de mí.

Tarscenio asintió y volvió a ponerse en marcha, apoyado de nuevo en Kifflewit Cardoso, que comenzaba a tambalearse bajo su peso. Ninguno de los guardias reparó en ellos; en aquellos tiempos, un mendigo cojo no tenía nada de particular. Además, el sumo sacerdote Dahos acaparaba la atención de los curiosos con la reprimenda que estaba dedicando a la infortunada mujer de Throtl.

—¡En vuestra ofrenda sagrada no había más que un pedazo de granito, bruja! —le gritaba—. ¿Así demostráis vuestra devoción, reservándoos la riqueza en detrimento de la religión que os sostiene? ¿Con eso pensáis ganar la vida eterna? ¿Con una ofrenda sin valor? Quizás una visita a los comerciantes de esclavos mejoraría vuestra generosidad. Quizás el materbill…

—P… pero si p… pagué una g… gran cantidad… —tartamudeó, pálida de miedo, la mujer— a v… vuestro agente… No es pposible que no t… t… tuviera valor… Yo m… miré dentro.

—¡Una limosna! —gritó, interrumpiéndolos, Tarscenio—. ¡Una limosna para un pobre!

Se acercó tambaleante a Dahos, y los comerciantes recogieron en un santiamén las paradas y las mantas, al tiempo que la gente se retiraba con cautela unos metros.

Dahos observó al viejo encorvado que se apoyaba en un bajito kender, todo sudoroso.

—¿Osáis interrumpirme, anciano?

Tarscenio imprimió a su voz un tono angustiado.

—¡Santo varón de Solace, soy un menesteroso! ¿No tenéis nada para un viejo inválido que ha sido un devoto Buscador durante muchos años? ¡Os necesito, hermano de la nueva fe! ¡Os suplico una ayuda! —Tendió una mano.

Dahos miró la temblequeante extremidad con patente repugnancia.

—¿Habéis pagado los diezmos? ¿Habéis dado a la iglesia la proporción de dinero debida durante todos estos años, anciano? Y, ¿tenéis prueba de ello? Sólo bajo esas condiciones tomaría en cuenta vuestro caso.

—Pero ¿cómo iba a pagar el diezmo si nunca he tenido dinero, mi señor? —señaló con la misma voz lastimera Tarscenio, pese a la rabia que ardía en su interior.

—Los auténticos devotos encuentran la manera —replicó, desdeñoso, Dahos—. Ahora, dejadme tranquilo y buscad algún trabajo. Vuestra desidia priva de ingresos a la iglesia y enoja a los dioses.

Tarscenio logró, con un gran esfuerzo de voluntad, reprimir su deseo de sacar la espada y hundirla en las entrañas de aquel sujeto.

—Dadme vuestra bendición al menos —gimoteó—. Para protegerme en mi camino, Ilustrísima. —Se arrodilló, arrastrando con él a Kifflewit. Dahos adelantó de mala gana su anillo. Tarscenio besó el aire por encima de la calavera y, tras murmurar unas oportunas palabras piadosas, hizo una señal a Kifflewit Cardoso—. Mira, amiguito —musitó—. El anillo mágico.

Kifflewit alargó la mano, con las puntiagudas orejas enhiestas y los ojos brillantes. En ese momento, Dahos retiró con brusquedad la mano.

—¡Los Buscadores no otorgan bendiciones a los kenders! —vociferó—. ¿Qué es esa blasfemia que solicitáis, anciano?

El sumo sacerdote propinó un puntapié en la cara de Kifflewit Cardoso, que cayó aplastado contra el suelo. Luego, llamó a los guardias.

Tarscenio se irguió en toda su estatura y arrojó tras él a dos guardias del templo como si fueran peleles.

—¡Dejad al kender en paz, cobardes! —gritó.

Al desenvainar la espada se le bajó la capucha y, en cuestión de un momento, en torno a él y Kifflewit Cardoso se arremolinaron numerosos guardias y goblins… Y aún había más en camino.

El kender protestó airadamente a pesar de la sangre que le manaba por la comisura de la boca. Con su jupak, atravesó a uno de los goblins. La criatura de afilados dientes, apenas más alta que un kender pero con un peso tres veces superior, se desplomó pesadamente.

—¡Guardias! ¡El hombre del patio! —gritó Dahos—. ¡¡Guardias!! —Se volvió para impartir órdenes a los refugiados que aún quedaban en las proximidades—. Ordeno a los fieles que colaboren en la captura de este hombre. ¡De lo contrario incurrirán en blasfemia!

La mujer de Throtl fue la primera que se sumó a los guardias. Al poco rato, se incorporaron media docena de personas al amenazador corro enemigo.

Tarscenio, con la espada desenvainada, permanecía en medio. A sus espaldas, el kender blandía enfurecido su jupak, profiriendo maldiciones.

Saltaba a la vista que Kifflewit estaba disfrutando mucho. Los kenders no sabían qué era el miedo. No se veía rastro de Mynx. Tampoco había rastro, tal como advirtió con satisfacción Tarscenio, del anillo en la mano izquierda del sumo sacerdote. Éste estaba, no obstante, tan preocupado con su arresto que no se había dado cuenta.

De improviso, de lo alto de un árbol cayó una cuerda, justo encima de Tarscenio. Entre el tumulto sonó un silbido.

—¡Cardoso! ¡Sube!

Era una voz de mujer. En un abrir y cerrar de ojos, el vivaracho kender trepó por la cuerda y desapareció.

Tarscenio esquivó una estocada del guardia más cercano y se agarró con la mano izquierda a la cuerda. No era tan ágil como el kender. Sus atacantes estaban a punto de echarse sobre él, y su intento de iniciar el ascenso no daba resultado.

Entonces, sus pies se despegaron del suelo, y no fue gracias a sus esfuerzos.

Alzó la cabeza y, entre las sombras del ramaje, atisbó a una mujer que tiraba de una cuerda que había tenido antes el buen tino de deslizar sobre una rama de vallenwood.

Kifflewit, mientras tanto, había ocupado una nueva posición cerca del arranque de la escalera. Pese a la sangre que manchaba su aniñado rostro, sonreía muy ufano, con la jupak lista para el ataque. Cualquier guardia que pretendiera irrumpir en la pasarela para coger a Mynx tendría que luchar antes con él. Pero no había de qué temer pues, por el momento, sus enemigos sólo observaban, confundidos, a la presa que se elevaba en el aire como si se tratara de una pompa de jabón.

Un goblin salió de aquel estado de embobamiento y, con un rugido, se puso a hacer girar en molinete su maza. Consiguió darle a la cuerda, e hizo caer a Tarscenio que, en un segundo, se encontraba ya de pie, pero sus atacantes lo seguían muy de cerca.

Entre él y el acceso a las pasarelas superiores se interponían tres goblins. Por detrás, Kifflewit descargaba contra sus cabezas una lluvia de golpes con la jupak, pero éstos no hacían mella alguna en las armaduras de cuero de las hediondas criaturas.

Tarscenio se dio la vuelta.

Ante sí tenía una docena de guardias del templo, con Dahos en el medio.

—Así les llega el fin a los herejes —declaró, sonriente, el sumo sacerdote.

—Llevadme hasta Hederick, sumo sacerdote —reclamó Tarscenio.

—Desde luego —asintió Dahos—. Por nada del mundo le privaría a Su Ilustrísima el gusto de eliminaros personalmente. Hace años que quiere vuestra cabeza, Tarscenio.

—¿Sabéis algo acerca de mí, veo? —señaló Tarscenio al tiempo que envainaba la espada.

Aprovechó el gesto para sacar disimuladamente una pizca de hierbas de una bolsa y, bajo la capa, comenzó a mover los dedos para invocar un hechizo. Un rápido recorrido visual por el lugar le permitió captar el gran charco de agua estancada que había junto a Dahos.

—Por supuesto, Tarscenio —respondió Dahos con burlona amabilidad—. Vos fuisteis el sacerdote que convirtió a Hederick a la religión de los Buscadores, hace años. También sé que lo traicionasteis a él y a los nuevos dioses por la lujuria que os inspiró una mujer.

—Ah —dijo Tarscenio—. ¿Y sabéis quién era esa mujer?

—Una puta que murió hace tiempo, supongo —respondió de una manera desenvuelta el Hombre de las Llanuras.

—Era la hermana de Hederick, Ancilla, la maga que estaba conmigo en el patio hoy.

—¿Hederick, hermano de una maga? —murmuró con perplejidad Dahos. Enseguida recuperó la compostura, sin embargo—. ¡Mentiras! De no haberle prometido a Hederick que os reservaría para él, yo mismo os daría muerte ahora mismo por vuestra blasfemia.

—Preguntadle a Hederick por ella, sumo sacerdote. A no ser que temáis la respuesta.

—No me tomaría la molestia…

¡Falt recoblock! —gritó Tarscenio—. ¡Jerientom benjinchar!

Sin dar margen de reacción a los guardias y a Dahos, Tarscenio saltó al aire. Luego trazó una curva y se sumergió en la charca de agua estancada que había a los pies de Dahos.

Y desapareció.

Un instante después, muchos metros más arriba de donde se encontraban Dahos y sus acompañantes, Tarscenio se inclinó por la barandilla para observar la barahúnda que se había creado. Demasiado cansado para hablar, dedicó un guiño a Mynx. Kifflewit Cardoso subió corriendo las escaleras, sin acusar apenas el esfuerzo.

—¡Habéis estado genial, Tarscenio! —exclamó—. ¿Cómo lo habéis hecho? Lo del charco, me refiero. ¡Y no estáis mojado siquiera! Sudado sí, claro, pero no mojado. ¿Podríais enseñarme a mí? ¿O es magia también? ¡Aunque seguro que podría aprender un simple encantamiento de charca, digo yo!

—No era magia auténtica, sino pura ilusión —precisó Tarscenio—. En realidad no he desaparecido porque, para empezar, Dahos no me ha capturado. No me he movido de esta escalera.

—¡Pero yo os he visto!

—Habla más bajo, pequeño, porque si no, alertarás a los guardias —le previno Tarscenio—. Todavía no nos han detectado. Por lo que parece, van a pasarse un buen rato mirando ese charco.

—¡Qué truco más bueno! ¿No podríais…?

—Ejem. —Tarscenio lanzó a Kifflewit una severa mirada, entornando sus ojos grises—. El anillo, amiguito.

—¿Mmm?

—El anillo con la calavera de Dahos. El que te has metido en la bolsa roja que llevas en el cinturón, el que has «tomado prestado» del sumo sacerdote.

—Ah, ése —dijo el kender, agachando la cabeza. El suyo fue un abatimiento muy breve, sin embargo—. ¡Qué objeto más interesante que he cogido! Podría haberlo perdido. Yo podría haberlo…

—El anillo, Kifflewit.

El kender extrajo con renuencia la joya, que luego Tarscenio entregó con gesto grave a Mynx.

—Presentadle esto a vuestro jefe como prueba de mi sinceridad. Ahora debemos hablar, Mynx. Quiero que me llevéis a conocer a los ladrones de vuestra banda.

—¿Cómo sabíais…? —preguntó, con asombro la mujer.

—Oh —contestó, guiñando un ojo al kender—. He conocido unos cuantos ladrones a lo largo de mi vida.

Mynx escrutó con expresión sombría a aquel forastero calvo, de barba gris.

Después asintió, y su largo y solitario pendiente se enganchó en sus enredados cabellos. Con un gesto, le indicó que lo siguiera.

No sabía qué le tendría reservado a Tarscenio, Gaveley, el jefe de la banda. El alto forastero parecía un hombre de fiar, pero en aquellos tiempos uno no podía guiarse por las apariencias. Su papel en el plan era simple: Tenía que cumplir las órdenes de Gaveley, y éste le pagaría la suma acordada. Había salido casi demasiado bien, rumiaba.

Qué afortunada coincidencia, pensó, que el mismo Tarscenio buscara una banda de ladrones cuando había una pandilla de ladrones que lo buscaban precisamente a él.