¡Tarscenio!
La tenue voz sobresaltó a Tarscenio, sacándolo de su estado de somnolencia. Había encontrado un nuevo escondrijo entre los helechos y los árboles, y estaba esperando a que se hiciera de noche.
—¿Qué pasa, Ancilla?
A Hederick se le ha caído el Dragón de Diamantes.
—¿Lo tienes? —preguntó Tarscenio, incorporándose.
¡No he podido levantarlo!
El susurro estaba cargado de decepción. La voz, que nunca fue potente, se debilitó aún más.
Estoy constreñida. Puedo crear una formidable Presencia, pero no un cuerpo material. Con un simple encantamiento para provocarle pánico, he podido impedir que Hederick recuperara de inmediato el Dragón y también he podido controlarlo para hacerlo quedar en ridículo, pero…
Tarscenio no alcanzó a oír las siguientes palabras, de tan quedo como ella habló. Después, la voz se reavivó un poco.
Luego, ese sumo sacerdote ha subido corriendo las escaleras y ha pasado directamente a través de mí, ¡con el Dragón! El encantamiento se ha desvanecido, Tarscenio. Estoy más débil que nunca, por el amor de Paladine. Tenía el poder de cuarenta magos, y ¿de qué me ha servido?
Tarscenio oyó tan sólo el suspiro del viento durante un rato, hasta que se hizo audible otro susurro.
¿Qué voy a hacer Tarscenio?
—Descansar, querida —contestó, en voz baja, Tarscenio—. Deja en paz a Hederick. Recupera fuerzas. Ahora déjalo en mis manos. —Se puso en pie y se ciñó la espada—. Es hora de que vaya a explorar Solace. Descansa, Ancilla.
Supongo que…
Después, volvió el silencio.
—¿Ancilla?
Tarscenio aguardó durante media hora, atenazado por la inquietud, hasta que la luna Solinari asomó en el cielo, seguida de la roja Lunitari. Ancilla no volvió a ponerse en contacto con él, lo que no hizo más que incrementar su preocupación hasta límites intolerables.
Finalmente, se subió la capucha de la capa y se puso en marcha hacia Solace.