El grito, salido de ningún sitio y de todos a la vez, invadió hasta los mismos huesos y la sangre de Hederick.
El sonido se reprodujo como un eco. Hederick corría por la pradera en dirección a un bosquecillo, en el que se había ocultado su hermana Ancilla diez años atrás. ¡Todavía le quedaba un buen trecho… demasiado, por el dios Tiolanthe! Tras él sonaban, violentos, los pasos y con ellos, uno tras otro, los truenos que anunciaban la proximidad de la tormenta.
Hederick topaba continuamente con erizadas rocas y tropezaba con las protuberantes raíces. Las huellas de sus pies, manchadas de sangre, delataban su paso.
Enseguida los árboles se levantaron ante él y Hederick se sumergió en la Arboleda de Ancilla como si ésta fuera una iglesia y él un penitente; como si lo que lo perseguía no se atreviera a penetrar en tan sagrado lugar.
Con los pulmones ardientes y las costillas doloridas, el muchacho se echó boca abajo sobre la húmeda y blanda tierra, tensando el cuerpo en previsión del rugido que le indicaría que la criatura se abalanzaba sobre él. Sin embargo, lo recibió sólo el silencio, interrumpido por algún que otro chasquido.
Hederick se incorporó con cautela y observó el claro a través de la vacilante luz. Sobre él se cernían como torres imponentes los árboles, intercalados con ejemplares más jóvenes que descollaban entre los helechos. El potente olor del nogal se mezclaba con los fragantes aromas del helecho y la tierra húmeda. Rodeado de oscuras formas que parecían bailar con el viento de la inminente tormenta, el muchacho escrutaba, atemorizado, una sombra tras otra.
Los ojos amarillentos de un colosal lince clavaron la mirada en él.
Aquella fiera de piel marrón moteada debía de medir tres metros del hocico a la cola. El gigantesco felino permanecía agazapado a cuatro metros por encima de él, en la horquilla de un árbol. Tenía unos ojos enormes y las patas descomunales.
De repente, estalló un trueno.
El lince y Hederick chillaron al unísono.
—¡Fuera de aquí!
Una espada se interpuso entre el muchacho acurrucado y la gigantesca fiera. En su hoja rebotaba la luz. Una mano protegida con guantelete asía con firmeza la empuñadura, coronando un poderoso y musculoso brazo. Hederick se sentó, paralizado por el miedo.
El lince volvió a rugir y la mano se crispó en torno a la empuñadura.
—¡Déjanos, felino! —exigió una voz estentórea.
El lince se tensó para saltar, y el hombre se puso a jurar con vehemencia, invocando a dioses cuya existencia desconocía Hederick. Justo cuando el animal se precipitaba, el hombre levantó la otra mano, en la que empuñaba una antorcha encendida.
Se produjo una explosión de luz que dispersó chispas rojas y amarillentas sobre los helechos. Cuando ya había iniciado el salto, el lince se retorció en el aire para hacerse a un lado y chocó contra un arbolillo antes de caer al suelo. El hombre dejó caer la antorcha y se giró, raudo, para encararse al animal, con la espada presta, interponiéndose entre éste y el muchacho.
Entonces, Hederick se puso en pie. Tras recoger con la mano izquierda la chisporroteante antorcha, corrió para situarse al lado del hombre lanzando un grito de guerra.
Luego, comenzó a arrojar con la mano todo cuanto halló a su alcance. Piedras, ramas, hojas, barro, musgo…, todo lo utilizó como proyectil contra el lince, que los miraba enseñando los dientes.
—¡Por los nuevos dioses, que tiene mal genio el chico! —exclamó el alto individuo que había acudido a salvarlo.
Ya sólo le quedaba la antorcha; Hederick se dispuso a tirársela también. Con un juramento, el hombre se llevó la mano al cinturón y lanzó algo al felino al tiempo que el muchacho soltaba la ardiente tea.
Entre los árboles se produjo otra explosión, y un resplandor de tonalidades escarlata y topacio, más ruidosa y potente que la anterior, que proyectó a Hederick contra el suelo.
Cuando se disipó el humo, ya no había señales del lince.
—¿Lo hemos matado? —Hederick logró apenas articular las palabras. Parecía que la lengua se le hubiera pegado al paladar.
El hombre envainó la espada y prorrumpió en estrepitosas carcajadas antes de negar con la cabeza.
—¡Por los nuevos dioses, que ese minino debe de estar ya a medio camino de las montañas de Garnet! No creo que baje al suelo ni diez veces en todo el trecho.
Hederick se puso a temblar de manera incontrolada y hasta sus ojos bajó un reguero de sangre de un corte que tenía en la frente.
—¿Todavía está ahí? —gimió—. ¿No está muerto?
—No está muerto, chico, pero tardará en volver por aquí. —El hombre alargó una mano para ayudar a ponerse en pie al chiquillo, que a duras penas se sostenía a causa del temblor—. No entiendo qué hacía esa hembra tan lejos de las Garnet —musitó—, aunque ¿quién sabe qué distancias cubren esas criaturas para cazar? Quizá buscaba comida para sus cachorros.
—¡Pero si quería cazarme a mí! —chilló Hederick.
—Has salido bien parado —señaló, con un encogimiento de hombros, el alto individuo.
Hederick se puso a observarlo sin saber qué replicar. No podía tener mucho más de veinte años. Tenía la cara alargada, con una pulcra barba morena puntiaguda y unos ojos, grises, que parecían burlones y bondadosos a la vez. Una tosca túnica marrón se tensaba a la altura de los hombros y cubría una prominente musculatura.
El hombre aguantó sin incomodarse la franca inspección de Hederick.
—¡Mira que eres pequeño, por Ferae! ¿Cuántos años tienes? ¿Ocho? ¿Nueve?
—Doce —murmuró Hederick.
—¿Cómo te llamas, hijo?
—Hederick.
—Yo soy Tarscenio —se presentó—. Te invito a comer, joven Hederick.
Tarscenio apoyó una mano sobre el hombro tembloroso del muchacho y lo condujo al corazón del arbolado, donde ardía animadamente una pequeña fogata. Mientras se acercaban, del fuego brotó un chasquido, un sonido idéntico al que había oído Hederick al entrar en el bosquecillo. Tarscenio le indicó que se sentara en un tronco y le ofreció una escudilla en la que flotaban tres pedazos de carne en un caldo grasiento.
—Puedes cenar como un teócrata, con conejo acabado de cocinar —dijo Tarscenio— y luego me contarás cómo, por todos los dioses menores, cómo has venido a parar solo, aquí, en medio de la nada.
Hederick dio cuenta rápidamente del contenido de la escudilla. Sólo le faltó lamerla. Los huesos pelados se ennegrecían en el fuego y Tarscenio miraba con asombro al chiquillo, tumbado en una manta, frente a él.
—Sea lo que sea con lo que la emprendes, chico, ya sean linces o la cena, se ve que te aplicas a fondo —comentó.
Hederick irguió el cuello con irritación. El hombre le había ofrecido la cena. ¿Qué esperaba que hiciera, pues, que se quedara contemplándola hasta que se helara?
—Calma, chico —dijo, riendo, Tarscenio—. No pretendía insultarte. Has demostrado más valor enfrentándote al lince del que hubieran dado prueba muchos hombres hechos y derechos.
Aplacado, Hederick volvió a recostarse sobre el tronco, observando con admiración a su joven salvador. Tarscenio no se parecía en nada a los hombres del remoto pueblo natal de Hederick, Garlund. Tenía la mirada directa, resplandeciente de vida e irradiaba vigor en todos sus movimientos. Si el dios Tiolanthe tomara alguna vez forma humana, tendría un aspecto como el de Tarscenio, pensó Hederick.
—Y dime pues, Hederick, ¿qué hacías solo en la pradera en plena noche? —preguntó el desconocido—. Si es que no estabas cazando linces, claro.
Tarscenio escuchó con creciente asombro el relato del chico. Hederick le habló de sus padres, Venessi y Con, quienes, tras caminar durante semanas en dirección este desde su ciudad de origen, Caergoth, habían fundado el pueblo de Garlund al sur de la Arboleda de Ancilla. Su propósito era instituir un lugar donde ellos y sus seguidores pudieran rendir culto a Tiolanthe, el dios que se aparecía con regularidad a Venessi y a Con, y a nadie más. Después vino al mundo Hederick, que fue la primera persona nacida en el pueblo.
Dos años más tarde, cuando Con se manifestó en desacuerdo con Venessi en algunos puntos de la doctrina tiolanthea, la madre de Hederick había ordenado a la gente del pueblo que mataran a su marido. La hermana de Hederick, Ancilla, quince años mayor que él, había huido de Garlund momentos después de la muerte de Con.
—Prometió que volvería a buscarme, pero no lo hizo —reconoció con sencillez Hederick.
Tarscenio lo interrumpió una vez tan sólo. Cuando se desencadenó la tormenta, los dos se guarecieron debajo de una lona tensada entre un par de árboles, envueltos cada uno en una manta de lana gris que olía a incienso y a pelo de caballo. Hederick estuvo hablando hasta que el sueño le impidió hilar casi las palabras.
—Y ahora he sido expulsado por Venessi —declaró.
—¿Tu madre ha enviado solo, a la pradera, de noche, a un niño de doce años? —preguntó con extrañeza Tarscenio.
—Dijo que debo aprender humildad —explicó Hederick, articulando con esfuerzo las palabras—. Después el lince comenzó a perseguirme y eché a correr hacia el único sitio que se me ha ocurrido, la Arboleda de Ancilla. Aquí fue donde se escondió al huir de Garlund, cuando yo tenía dos años.
—Debes de tener pocos recuerdos de esa hermana —apuntó, con aire compasivo, Tarscenio.
—¡Qué va! —exclamó Hederick, sacudiendo la cabeza para ahuyentar el sopor del sueño—. Me acuerdo muy bien de ella. Tenía los ojos verdes como la hierba y era bonita. Era preciosa, Tarscenio. Lo sabía todo sobre las plantas, las hierbas curativas y todas las cosas y, cuando Con me pegaba por pecar, me daba remedios para eliminar el dolor. Ancilla era fantástica.
—Pero luego se marchó.
Hederick asintió con gesto apesadumbrado.
—Tenía miedo de que los del pueblo la mataran, como hicieron con mi padre, por eso se fue. Después se olvidó por completo de mí… Supongo que porque era demasiado pecador.
Rememoró la noche anterior a la partida de Ancilla. Por alguna infracción de poca monta, Con había pegado de manera despiadada al pequeño Hederick. Ancilla, arrebatadoramente hermosa a sus diecisiete años, lo había defendido y había curado sus heridas. Hederick le suplicó que se quedara con él.
—Nunca dejarás de ser mi hermana, ¿verdad? —le dijo llorando.
—Cierra los ojos, hermanito —le respondió ella al tiempo que lo acunaba junto al fuego.
Protegido por los amorosos brazos de su hermana, el pequeño se resistía a conciliar el sueño. Ancilla murmuró palabras que él no había oído nunca, acariciándole con ternura la cara y los finos cabellos de color castaño rojizo. Le dio a beber una infusión fría con una cucharilla y, cuando intentó hablar, le tapó la boca con suave gesto.
En cierto momento arregló la manta para tapar los pies de Hederick y luego le hizo un ardiente juramento.
—Te prometo esto, pequeño Hederick: Siempre seré tu hermana. Nunca te haré daño. Te protegeré con todos los poderes que poseo. Haré todo lo que pueda, incluso desde lejos, para impedir que Con y Venessi te conviertan en… en lo que son ellos. De mí nunca deberás tener miedo, te lo juro.
Aquel recuerdo era demasiado sagrado, sin embargo, para compartirlo con ese desconocido. Además, Hederick estaba muy cansado y sentía que lo invadía el sueño. Entonces, la voz de Tarscenio lo despertó.
—Ese pueblo tuyo, ¿es grande? —preguntó al niño—. ¿Grande y rico?
—Viven unas sesenta personas —respondió, desperezándose, Hederick.
—¿Es próspero? —continuó el hombre.
—Venessi tiene montones de comida almacenada en los graneros, pero la gente no lo sabe. Sólo pueden tomar dos comidas al día. Nadie del pueblo está bien alimentado excepto mi madre, pero es que ella es la favorita de Tiolanthe. Aparte de la comida, no hay más que unos cuantos cirios en la casa de oraciones y algunos iconos.
—¿Iconos de acero? —se apresuró a inquirir Tarscenio.
Desde el Cataclismo, el acero era el metal más preciado en Krynn.
Hederick asintió. Tarscenio guardó silencio un rato y Hederick creyó que se había quedado dormido. A punto estaba de imitarlo cuando volvió a resonar la voz profunda del hombre.
—Chico —dijo—, creo que ha llegado la hora de que descanse de mis viajes. Y es hora también de que la gente de Garlund sepa de la existencia de los nuevos dioses.
Hederick se incorporó con un sobresalto, con lo que se dio un golpe en la lona que dejó escapar un chorro de agua encima de su pierna izquierda.
—¿Nuevos dioses?
Tarscenio sonrió con picardía y extendió su manta para tapar la pierna empapada del muchacho.
—No me has preguntado nada sobre mí, chico.
Ese hombre había salvado a Hederick de un lince y le había dado de cenar… y le había escuchado durante largo rato. ¿Acaso aquello no era suficiente para formarse una idea de alguien?
—Eres comerciante —apuntó Hederick—. O mercenario.
—Soy sacerdote de los Buscadores.
¡Un sacerdote! Hederick trato de levantarse. Se arrancó con dedos entorpecidos las mantas que se le habían enrollado en las rodillas. No sabía quiénes eran los Buscadores, pero daba igual. ¡Aquel hombre era un pagano y además un sacerdote!
—Yo represento a los nuevos dioses, hijo.
—¡No! —gritó con rabia Hederick. Se sentía traicionado por el hombre que comenzaba ya a considerar como un héroe—. Solo existe un dios. Los antiguos dioses nos abandonaron en el Cataclismo y a partir de entonces todos los dioses han sido pura ficción, excepto Tiolanthe. Él le habla a mi madre. Y no soy vuestro hijo, impostor. —Las lágrimas le corrían por las mejillas.
Tarscenio evaluó con atención la acalorada réplica del chiquillo y se le ensombreció en algo la mirada.
—¿Quién crees que nos salvó del lince, Hederick? ¿Quién lo asustó? ¿Yo? ¿Tú y tus puñados de musgo? ¿Algún poder superior? ¿O ese Tiolanthe, ya que hablamos de impostores?
—Habéis sido vos —respondió con mala cara, sin mirarlo—. Vos teníais una espada.
—El arma no ha rozado siquiera al lince, hijo —observó, ladeando la cabeza, Tarscenio—. ¿Y qué me dices de las explosiones?
Hederick no supo qué explicación dar.
El sacerdote tomó con firmeza al chico por la muñeca, atrayéndolo a su lado.
—Los nuevos dioses han intercedido, Hederick —aseguró con tono afable—. ¿Puede tu madre hacer eso, invocando a su dios? ¿Puede hacerlo ese mismo Tiolanthe por sí solo?
—N…no —musitó Hederick.
—Bueno, entonces es posible que los nuevos dioses tengan algún plan para ti, hijo —prosiguió Tarscenio con voz cada vez más insinuadora—. Es posible que yo forme parte de dicho plan. ¿Quiénes somos nosotros para cuestionar la voluntad de los dioses?
Hederick se aventuró a mirar hacia arriba. En los ojos grises de Tarscenio no había doblez y tenían la afabilidad de antes. Pero, de todas formas…
—¿Por quién me tomáis, por un tonto? —exclamó de improviso Hederick—. Yo no formo parte de ningún plan… —Salió a gachas de debajo de la lona. Le sorprendió que Tarscenio no hiciera nada para impedírselo.
La lluvia cayó con fuerza sobre él, empapándolo en un momento. Unos pasos más allá, la fogata aún aparecía visible bajo el retazo de lona colgada, pero estaba resuelto a no regresar al refugio de Tarscenio. Un relámpago descendió sobre los árboles, seguido del fragor de un trueno.
—¿Adónde vas a ir, chico?
—¡A casa! —contestó con desesperación Hederick—. Mi… mi madre estará preocupada por mí con esta tormenta.
Tarscenio guardó silencio unos minutos. Las palabras de Hederick quedaron flotando entre ambos.
—Según parece, hijo, tu madre solamente se preocupa por sí misma —dijo finalmente el sacerdote—. No te aceptará si vuelves a Garlund tan pronto, y tú lo sabes. Ella quiere que sufras, para que sirvas de ejemplo. Ansía el poder y tú representas una amenaza para ella. Mi opinión es que ninguno de los otros del pueblo tiene agallas para enfrentarse a ella.
—Es mi madre —susurró Hederick—. Vos no la conocéis. ¿Qué podéis saber de ella?
—He conocido a cientos de personas como tu madre, Hederick —señaló, con una carcajada, el sacerdote—, tanto hombres como mujeres. Soy un sacerdote que ha topado con toda clase de almas atormentadas que creen haber reinventado a los dioses. —Exhaló un suspiro y luego trató de reprimir un bostezo—. Te llevaré a casa por la mañana, Hederick. Me parece que podré arreglar las cosas con tu madre. ¿Por qué no puedes confiar en mí, al menos por ahora? No iba a arrancarte de las fauces de un lince para devorarte yo mismo, hijo.
—¿Me llevaréis a casa? —preguntó, dubitativo, Hederick. Imaginó las caras que pondrían los del pueblo cuando lo vieran llegar a Garlund con aquel hereje tan alto, armado con una espada—. ¿Mañana?
—Sí, si tú lo quieres.
Hederick se agachó para mirar por debajo del toldo. La lluvia le chorreaba por la espalda.
—¿Temprano?
—Al amanecer si quieres. —En la cara de Tarscenio apareció una sonrisa—. Chico, estoy muerto de cansancio. He caminado muchas leguas hoy. He luchado contra un gato gigante y, lo que es más arriesgado aún, me he topado de frente con un testarudo chaval de doce años. Los nuevos dioses nos protegerán esta noche, Hederick. Ahora debes dormir, hijo, y yo no podré hacerlo si tengo que preocuparme de que te vayas por ahí, bajo la lluvia, porque caerías presa de cualquier criatura o dolencia pulmonar que aceche en la pradera. —Exhaló un sonoro bostezo—. Tú decides, chico. ¿Pactamos una tregua?
—De acuerdo —accedió Hederick—. Pero no pienso escuchar nada más sobre esos nuevos dioses.
—Durante lo que queda de la noche, en todo caso. Me parece bien.
Hederick volvió a introducirse bajo la lona, chorreando agua por todos lados, como un gatito empapado. Tras quitarse la ropa mojada, aceptó la camisa de recambio que tenía Tarscenio, tan enorme que las mangas le llegaban más allá de la punta de los dedos. De nuevo seco, Hederick se arrebujó bajo la manta. El sacerdote, que roncaba ya, irradiaba calor como un horno pese a haber prescindido de las dos mantas.
Hederick se quedó dormido en cuestión de segundos.
Encaramado sobre los hombros del corpulento Tarscenio, el muchacho veía el pueblo como si lo observara con los ojos de éste. La población sobresalía, como un forúnculo, en medio de la fértil pradera. Por las puertas y ventanas, la gente miraba con cara de pocos amigos.
Venessi apareció en la plaza y se detuvo en seco, enmudecida de asombro por la visión de aquel altísimo forastero, al igual que el resto de los lugareños. Entonces, hizo un gesto para indicar al extranjero que se parara, y Hederick reparó de improviso en lo bajita que era su madre. Claro, se dijo, ¿acaso no se divertía el destino gastándole la broma de que él, el hijo, se pareciera a la diminuta Venessi, mientras que Ancilla había heredado la altura, fuerza y buena presencia de Con?
Los cabellos, de color rubio apagado, de Venessi, cortados justo debajo de las orejas, rodeaban en imprecisos rizos su cara redondeada. Los ojos, que podían ser verdes según la graduación de luz, presentaban una fría tonalidad azul a primera hora de la mañana. Hederick advirtió en la cara de Venessi la misma nariz redonda y ojos saltones que tenía él.
—¿Ésa es tu madre? —preguntó, en un susurro, el sacerdote—. ¿La regordeta que tiene las manos como un manojo de nervios?
—Ésa es.
—Desde luego, nunca me enfrentaría a ella desarmado —musitó.
Hederick esperó a que Venessi ordenara el ataque. ¿Podría resistir mucho tiempo contra el pueblo entero un hombre, aunque fuera tan aguerrido como Tarscenio? El sacerdote había permanecido concentrado un rato en una oración especial, murmurando ensalmos y trazando números en el suelo con arena de colores. Creía, al parecer, que con eso atraería la protección de sus dioses de los Buscadores.
—Tarscenio —quiso sugerir de todas formas Hederick, tirándole del pelo—, quizá deberíamos…
—Silencio, chico. Estoy bien armado, y no sólo con una espada.
El hatillo de Tarscenio era demasiado pequeño para dar cabida a poco más que la comida, mantas y un arma de pequeñas dimensiones, o a lo sumo dos.
—¿Un cuchillo?
—Ah, me decepcionas. Yo soy un sacerdote y cuento con el respaldo de mis dioses. Sígueme. —Tarscenio volvió la cabeza hacia la izquierda—. ¿Ése es el edificio donde están guardados los valiosos iconos? ¿Esa casucha de piedra y argamasa?
—Es la casa de oración.
—¿Está cerrada con llave?
—Se cierra sólo desde dentro, cuando hay alguien. La usa sólo la gente del vulgo. Madre reza en su propia casa.
El sacerdote emitió un gruñido. Luego, volvió a aflorar el sociable Tarscenio de la noche anterior.
—¡Recibid mi saludo, gentes de Garlund! —dijo con estentórea voz—. ¡Os traigo buenas nuevas! Soy Tarscenio, sacerdote de los Buscadores. ¡Os traigo noticia de maravillosos dioses que pueden aliviar el sufrimiento y el esfuerzo de vuestras vidas y prometeros la inmortalidad!
»¡Qué espléndida comunidad y qué piadosos habitantes! Me considero afortunado por tener ocasión de visitaros y traeros la palabra de los nuevos dioses.
—Forastero, no eres bienvenido aquí —espetó Venessi—. Ni tampoco ese niño.
Tarscenio dio un paso atrás, como si hubiera recibido una bofetada, rojo de ira.
—¿Vos sois Venessi…, la que osó expulsar a este valeroso chiquillo? ¿Este niño que anoche me ayudó a vencer a una mortífera fiera que era tres veces más grande que él? Es seguro que goza del favor de los nuevos dioses… y, sin embargo, vos lo compensáis expulsándolo. ¿Acaso os tiene sin cuidado vuestra alma, Venessi?
Tarscenio se mantenía muy erguido, su voz era tan profunda que se asemejaba al trueno.
—¿Tenéis idea de lo mucho que habéis pecado vos a los ojos de los nuevos dioses, vos y esta pobre gente que os ha seguido, brindándoos una inocente confianza? ¿Queréis agrandar aún más ese pecado?
—Matadlos —urgió Venessi a los aldeanos.
Hederick cerró los ojos, con la certeza de que Tarscenio no podría contener a tantas personas armadas. Él mismo tenía miedo, porque murmuraba algo con aire distraído. Los aldeanos se habían dispuesto en corro en torno a los tres, pero aún no habían atacado. Hederick volvió a abrir los ojos con aprensión.
—¡Matadlos! —chilló Venessi—. ¡Tiolanthe lo ordena!
Los hombres y mujeres movieron los pies e intercambiaron miradas de nerviosismo, pero ninguno se atrevió a pasar a la acción. Cuando el sacerdote Buscador tomó por fin la palabra, su voz estaba cargada de afabilidad.
—Buenas gentes de Garlund, ¿os ha mostrado Venessi alguna vez siquiera una señal del poder de ese supuesto dios, Tiolanthe?
Los aldeanos no respondieron.
—¡Os ordeno que los liquidéis! —gritó Venessi.
—¿Se ha aparecido ese Tiolanthe a alguno de vosotros? —prosiguió, sin hacerle caso, Tarscenio—. ¿Os ha dado alguna muestra personal de su estima? ¿Tenéis alguna prueba de que sea algo más que un producto de la imaginación engañosa de esta mujer?
Entre maridos y mujeres se produjo un intercambio de miradas furtivas.
—¡Márchate de aquí, forastero! —vociferó, pálida de rabia, Venessi—. Y llévate contigo a este niño pecador.
—Te lanzo un desafío, hereje —declaró Tarscenio, reaccionando con confiada serenidad ante su ira—. Mis dioses de los Buscadores exigen un duelo. Tú representarás a ese Tiolanthe. ¿Consientes en celebrar un duelo?
Venessi, en cuyo rostro la palidez cedió paso al rosa y luego al rojo, miró con expresión idiotizada al círculo de aldeanos.
—¡Garlundeños, estáis hechizados! —gritó—. ¡Es un brujo! ¡Habéis comprometido vuestras vidas a mi servicio y al de mi dios!
—No soy ningún brujo ni mago, Venessi —replicó Tarscenio—. Soy sólo un sacerdote de los dioses verdaderos. ¿Aceptas mi desafío? Mis dioses obrarán a través de mí y el tuyo a través de ti. ¿O prefieres reconocer la derrota ahora y dejar que esta pobre gente empiece a trabajar de inmediato para salvar sus almas mancilladas?
—¡Destrúyelo, Tiolanthe! —Venessi alzó sus brazos gordezuelos y luego señaló a Tarscenio haciendo revolotear la mano—. ¡Destrúyelos a los dos!
Los presentes contuvieron el aliento… con la excepción de Tarscenio, que ladeó la cabeza como un pájaro que observara los curiosos movimientos de un insecto. Al cabo de un poco, Venessi bajó los brazos y se alisó el vestido. Aunque estaba ruborizada, no parecía dispuesta a ceder.
—Mi dios habla cuando le place, no cuando lo exigen los herejes —adujo con rigidez.
Tarscenio depositó a Hederick en el suelo sin hacer ningún comentario. Luego, dirigió los brazos al cielo.
—¡Omalthea la diosa madre! —invocó—. ¡Sauvay el de la sagrada venganza! ¡Cathidal, Ferae, Zeshun! ¡Traed esperanza a este pueblo! Sus gentes ansían conoceros, sentir vuestra aprobación. ¡Si sois dioses de amor, concededles la señal que tanto necesitan!
Bajó las manos y las proyectó a los lados. Entonces, a su alrededor, brotó un círculo de llamas que se agitaron entre él y los observadores.
—¡Demostradles vuestro poder! —pidió Tarscenio—. Demostradles que vosotros, a diferencia de su falso dios, no teméis manifestar vuestra fuerza a aquéllos que son capaces de creer.
El fuego menguaba y crecía, hasta que con un salto quedó flotando sobre las cabezas de los congregados, rodeándolos con un crepitar de llamas.
A un gesto de Tarscenio, el fuego se disipó.
—Los dioses de los Buscadores están dispuestos a aceptaros, gentes de Garlund. Renunciad a vuestra falsa deidad.
—¡No! —El sudor rodaba por la cara congestionada de Venessi mientras lanzaba su desesperada advertencia a los aldeanos—. ¡Esto es una prueba, necios! ¿No veis que en cuanto creáis estas palabras falsas estaréis acabados? ¿Ha sido en vano mi trabajo? ¿Acaso no habéis aprendido nada?
Los presentes apenas le prestaron atención.
—Mis nuevos dioses os han aportado aún más pruebas, garlundeños —anunció tranquilamente Tarscenio—. Abrid vuestros graneros. Obedeciendo a mis palabras, estarán llenos.
—Pero si están vacíos —explicó, titubeante, un hombre—. Hemos estado racionando…
—Eso se acabó. Los dioses de los Buscadores proveen a sus fieles. Abrid los graneros, gentes de Garlund. Ved vuestra nueva riqueza.
Con ojos desorbitados, Venessi dejó escapar un sonido estrangulado. Como siempre que tenía una visión, se postró de rodillas y humilló la cabeza sobre el polvo.
—¡Tiolanthe, ayúdame! —gritó.
Esa vez sin embargo, los aldeanos no le hicieron ningún caso. Le arrancaron las llaves de la cintura y, tras abrir las puertas de los graneros, se quedaron mirando con asombro una cantidad de comida que habría bastado para alimentar a una población diez veces mayor.
—¡Alabados sean los nuevos dioses! —gritó una mujer de aspecto famélico.
La multitud avanzó en tropel y, lanzando vítores, se llenó los brazos, los delantales y los bolsillos con unos alimentos que necesitaba a todas luces.
Tarscenio dedicó sus siguientes palabras a Venessi, al tiempo que le dirigía una compasiva mirada.
—Podéis quedaros en vuestra casa, Venessi. Yo me instalaré en la casa de oración. Es mi deber iniciar a esta gente en la nueva religión, en especial al valiente y juicioso, Hederick. —Dio una palmadita en la espalda al chico—. Él quedará dispensado del trabajo en el campo. De todas formas es demasiado frágil para ese tipo de labores. Sus talentos son de carácter más intelectual. Será mi ayudante.
Venessi les lanzó una mirada dura como la piedra. Jurando para sus adentros pagar con la misma moneda al malvado hijo que había precipitado su caída en desgracia, regresó a su casa. Allí permaneció encerrada bajo llave durante cuatro días, que los agradecidos garlundeños dedicaron a festejos y celebraciones.
—… y Sauvay, Zeshun, Cathidal, Ferae y Omatbea —finalizó Hederick, mirando con expresión anhelante a Tarscenio para captar un indicio de aprobación.
—Aprendes rápido, hijo —señaló el sacerdote—. Ya conoces de memoria los dioses y sus historias, y tus oraciones son prodigios de retórica. Tu don para las palabras te será muy útil si algún día quisieras ingresar en la orden sacerdotal. —Tarscenio tomó una bandeja de madera en la que había media barra de pan y un cuenco lleno de blanda mantequilla—. ¿Otro pedazo de este bendito pan? —ofreció.
Hederick asintió con entusiasmo, contento con las palabras de elogio y la atención que le dispensaba Tarscenio. El chiquillo, que apenas había conocido la amabilidad antes de la llegada del sacerdote Buscador, se tomaba muy a pecho sus funciones de ayudante y cuidaba de sus aposentos y lo ayudaba en los servicios a los que asistían de buena gana los aldeanos.
El sacerdote había transformado la descuidada casa de oración en un hogar. Una estera cubría el suelo de tierra y sobre el par de bancos existentes había unos largos cojines planos. En una mesa revestida con azulejos reposaba la bandeja con el pan. Un brasero caldeaba la sala, pues la temperatura se volvía fría por la noche, aunque los días eran todavía bochornosos. Tarscenio celebraba las ceremonias diarias de culto justo fuera de la casa de oración, tal como lo había hecho Con años atrás, pero la ira y las amenazas de condenación que impregnaban las alocuciones de éste habían sido sustituidas por la promesa de disfrutar de un vientre lleno y de tiempos mejores.
Si Tarscenio era el mensajero de los dioses, era sin duda el más genial mensajero que habían visto nunca en el pueblo. Les daba sermones sobre el pecado y la redención, desde luego, pero también les enseñaba a elaborar cerveza y los animaba a tomarla con las comidas. Aquella bebida era, según decía, un don de los nuevos dioses que facilitaba la digestión. Cantaba canciones hasta hacer temblar los postigos y atraía a los niños con el entusiasmo de sus abrazos y la prodigalidad con que les dispensaba los dulces rescatados de los profundos bolsillos de su túnica marrón.
Aparte, ordenó a una de las aldeanas, Jeniv Synd, que le confeccionara a Hederick un par de calzones nuevos y un blusón decorado con bordados y pedrería, con lo cual se granjeó aún más el afecto del impresionable muchacho.
Tarscenio realizaba, además, milagros a diario, trucos de apariencia inocente que concluían con una explosión de rojo o con la aparición de un conejo en sus manos. Les decía que aquellos milagros eran señales de que los dioses de los Buscadores concedían su beneplácito a los garlundeños.
Tarscenio les recordaba a todos que una manera de causar buena impresión a los dioses de los Buscadores era siendo generoso con los santos representantes de la religión. A medida que los regalos iban acumulándose en la casa de oración, la preocupación de Hederick fue en aumento. Lo único que tenía para ofrecer era su ropa nueva.
Tarscenio dispuso que se celebraran con regularidad festines para festejar a los nuevos dioses. Por primera vez, los aldeanos comenzaron a perder su aspecto demacrado. No todos los del pueblo estaban al parecer contentos, sin embargo.
Los que habían sido favoritos de Venessi murmuraban siempre que Tarscenio no podía oírlos.
—No es justo —dijo Jeniv Synd a su amiga, Kel’ta, mientras miraban cómo Tarscenio celebraba el servicio de la tarde.
Hederick, apoyado en la pared de la casa de su madre, fuera del campo de visión de las dos mujeres, oyó la queja.
Kel’ta asintió con la cabeza.
—Doña Venessi se pasa el día, de rodillas, rezando, desde el alba al crepúsculo. Nunca vacila en su fin. Ella sí es una auténtica mujer santa.
—Ese Tarscenio dice que es una impostora, pero permite que se quede en Garlund —murmuró Geniv—. Si fuera la vidente de un falso dios, ¿no la habría expulsado? La santidad de doña Venessi delata los trucos y las mentiras de él.
Hederick quiso replicar, impelido por la indignación, pero se contuvo. Había otras maneras de enfrentarse a quienes hablaban mal de Tarscenio y de los nuevos dioses. Esa noche, a las doce, cuando hasta la misma Venessi había dejado de rezar para acostarse, salió a escondidas del pueblo y, bajo la luz de las lunas, cavó un hoyo en la tierra de la pradera. Pese a que habían transcurrido diez años, Hederick recordaba aún el sonido de la voz de Ancilla mientras le enseñaba un bulbo y le hacía una advertencia: «Nunca comas esto, Hederick. Parece una cebolla, pero es veneno. Es el bulbo macaba. ¡No lo toques siquiera!». La prohibición había permanecido intacta en su memoria todos aquellos años. En ese momento Hederick necesitaba el bulbo venenoso.
Se introdujo en silencio en la casa de los Synd, pegado a las zonas donde era más profunda la sombra. Fue a la despensa y eligió un tarro de especias, que fuera de uso común, pero no diario. No había prisa. Al final la comería. Sería más fácil para él mantener un aire de inocencia si no sabía con exactitud cuando se produciría la muerte.
Al día siguiente, Tarscenio mandó construir dos enormes carros. Una semana más tarde, cuatro hombres se pusieron en camino hacia el oeste para ir a vender los mejores productos de Garlund a Caergoth.
—Falta poco para la cosecha —arguyó el sacerdote para acallar las protestas de la cada vez más reducida facción de partidarios de Venessi—. Entonces volveremos a llenar los graneros. Garlund necesita dinero, y es hora de que el pueblo haga un donativo a la iglesia de los Buscadores. He ordenado a esos hombres que ofrezcan la mitad de lo recaudado a la iglesia de Caergoth.
Aún no se había posado el polvo que habían levantado los dos carros en el horizonte, cuando, en el centro del pueblo, se alzó un alarido. Desde el umbral de la casa de los Synd, la amiga de Jeniv, Kel’ta, gritó hasta amoratársele la cara.
—¡Jeniv está muerta!
El marido de Jeniv, Santrev, esquivó a Kel’ta para entrar y corrió al lado de su esposa. Jeniv tenía el cuerpo retorcido y el semblante desfigurado bajo una maraña de pelo rubio revuelto. La piel había perdido el color en torno a los labios, como si le hubiera lamido la boca el fuego. Venessi se abrió paso a codazos y, arrodillándose, se puso a rezar a Tiolanthe.
La mitad de los congregados se unieron a ella mientras la otra se entregaba a exclamaciones de asombro.
Tarscenio tocó el hombro de Kel’ta.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó.
—No lo sé —gimió ella—. Las dos hemos pasado la mañana juntas, en mi huerto. Después Jeniv se ha ido a casa a preparar la comida. Yo he venido a pedirle unos huevos y la he encontrado así. —Kel’ta volvió a prorrumpir en llanto.
Tarscenio mandó salir a todos salvo Venessi, Santrev Synd y Hederick. Luego recitó la oración del Espíritu en Tránsito de los Buscadores.
—Gran Omalthea, acepta esta alma libre de culpa. Acógela en tu seno y consuélala. Jeniv Synd se ha liberado del dolor de este mundo. Consuela a sus seres queridos y ayúdanos a recordar que también a nosotros nos aguarda su mismo destino. Acoge a esta alma y prepárate para las demás que vendrán tras ella, pues siempre habrá otras.
Hederick permanecía inmóvil, analizando las palabras de Tarscenio. ¿Qué otra cosa podía ser la oración sino una orden que le transmitía en secreto para que continuara?
El sacerdote de los Buscadores tenía que ser consciente del sacrificio que él había hecho, tenía que saber por fuerza que había quitado la vida a uno de los enemigos de los nuevos dioses… ¡Y saltaba a la vista que estaba de acuerdo! Las últimas frases de su oración eran, sin duda, una orden para que siguiera silenciando a quienes se oponían a él.
—Os escucho —susurró Hederick—. Haré que triunfe la verdad.
Tarscenio le lanzó una mirada penetrante, sin embargo, no dijo nada.
Santrev Synd murió retorciéndose de dolor esa misma noche. Los aldeanos se reunieron la tarde siguiente en la plaza central, donde Tarscenio encendió con una antorcha la doble pira funeraria. Hederick, entretanto, se coló a hurtadillas en la casa de los Synd, tomó el tarro de especias que contenía el veneno y se trasladó a la despensa de Kel’ta, que vivía al lado. Después regresó a casa de los Synd y volcó la lámpara del recuerdo que ardía en la mesa de la cocina.
—El fuego purifica —musitó mientras miraba, como hipnotizado, las llamas—. Así lo dice la Praxis. —El humo de la nueva hoguera se elevó al cielo para mezclarse con el de la pira, de tal forma que nadie reparó en el incendio hasta al cabo de un rato.
Nadie vio a Hederick ni sospechó de él.
—De esta forma protegen a los suyos los nuevos dioses —se dijo a sí mismo, justificando su actuación.
Después del funeral, la vida continuó casi de la misma forma como discurría desde la llegada de Tarscenio. Cuando no estaba comiendo y bebiendo o celebrando ceremonias de culto, el sacerdote contaba historias y cantaba canciones que hablaban de la redención, la gloria y la liberación del pecado. Seguía orientando a Hederick en sus estudios varias horas al día, alabando su diligencia y animándolo en sus esfuerzos.
Una semana después del funeral, mientras los dos estaban sentados sobre la alfombra de la casa de oración, Tarscenio observó al muchacho con aire pensativo.
—¿Has pensado en abrazar el sacerdocio, hijo?
El chico no pensaba apenas en otra cosa desde hacía semanas. El magnífico Tarscenio era sólo diez años mayor que él. Había sido un sacerdote errante desde los quince años, y Hederick casi tenía trece.
El sacerdote ofreció al muchacho un pedazo de pan, del que se desprendió una bola de mantequilla que fue a parar a la alfombra.
—Es una buena existencia. No hay más ataduras que las de los dioses. Uno va con libertad de un lado a otro, llevando palabras de alegría a las personas que las necesitan. La gente le provee a uno de casa y comida. Son muchas las cosas que hacen recomendable esta vida.
El sacerdote acarició los candelabros de acero.
—Como sacerdote de los Buscadores, uno les trae esperanza y una oportunidad de tener un futuro. ¿Te das cuenta de que la gente de Krynn está adorando a cientos de «dioses», ahora que han desaparecido los antiguos dioses? ¡Y todas estas nuevas deidades son imposturas, chico! Todas lo son salvo los dioses de los Buscadores. —Se enjugó la boca antes de continuar—. Imagina: ¡Yo, un simple hijo de un tonelero, podría brindar miles de almas a Omalthea y sus dioses!
¿El gran Tarscenio, hijo de un tonelero? Sin duda Hederick, siendo hijo de visionarios, podría conseguir mayores logros.
Tarscenio se inclinó hasta quedar a una distancia tan corta que Hederick pudo distinguir unas franjas de color verde oscuro en sus ojos grises.
—Tú podrías ser un líder, Hederick. Posees la capacidad perceptiva necesaria para ser un sacerdote de los Buscadores. ¡Imagínatelo, chico!
Hederick se vio a sí mismo vestido con una túnica, como Tarscenio —aunque más lujosa—, de pie ante decenas de personas, a las que miraba desde lo alto al tiempo que les dispensaba una bendición.
—¿Me enseñaríais el secreto de los milagros? —preguntó—. ¿De las explosiones? ¿El fuego?
Tarscenio percibió la astucia de la mirada del chico.
—¿Sabes que soy yo el que las provoco, y todavía crees?
—Vuestros «milagros» ayudan a que la gente crea en los nuevos dioses —susurró con tono reverente Hederick—. Los nuevos dioses son la verdad. Por eso, no puede considerarse una mentira cuanto se haga para promocionar su causa —prosiguió henchido de fervor—. Yo creo que no importa de qué forma compelamos a la gente a adorar a los nuevos dioses. Lo importante es que los adoren. En eso radica su salvación definitiva. ¡Yo cometería más de un crimen con tal de garantizar eso!
—Hablas como un hombre de más edad, dotado de sabiduría —observó el sacerdote, posando una mano en el hombro de Hederick—. Hay milagros que sólo pueden llevar a cabo los sacerdotes de los Buscadores, como por ejemplo las demostraciones con el fuego rojo y amarillo. Te enseñaré todas esas cosas y otras más. Tú serás un orgullo para todo el estamento sacerdotal, Hederick.
—¿Estoy invitado a ingresar en sus filas?
Tarscenio asintió.
—No tengo ninguna riqueza que donar —farfulló, tras un carraspeo, Hederick.
—Posees talentos considerables —contestó, con un encogimiento de hombros, Tarscenio—. Te he visto utilizarlos.
¿Sabía, entonces, lo del veneno?
—¿Y… eso es aceptable?
Tarscenio frunció el entrecejo y el tono de su voz adoptó una nueva sequedad.
—Por supuesto, Hederick. No todo el mundo posee una riqueza material para compartirla con nosotros. Los dones de otras personas deben adoptar otras formas.
—Ya he empezado a usar esos talentos —dijo Hederick—. ¿Aprobáis entonces mis… donativos a favor de la fe?
—Por supuesto, Hederick —declaró, arqueando sus pobladas cejas, el sacerdote.
Hederick formuló en silencio una oración de gratitud a Omalthea, Sauvay y los demás.
En ese momento, sonó un grito fuera.
Los aldeanos habían encontrado el cadáver de Kel’ta.
Obedeciendo las disposiciones de Tarscenio, todo el pueblo cenó en la plaza para honrar el fallecimiento de Kel’ta.
Una vez más, el faisán de la pradera, aromatizado con salvia, desapareció de las bandejas de barro como si hubiera echado a volar. Junto con él consumieron calabaza aderezada con miel, gruesas rebanadas de pan untadas con mantequilla y leche fresca a discreción. Pese a la cara de funeral de los adultos, algunos de los niños jugaban y parloteaban alegremente.
Sentados a la mesa con sus más pulcras ropas de trabajo, los hombres se paraban a menudo para dedicar una mirada reverente a Tarscenio. Éste ocupaba un suntuoso sillón desde el que presidía las mesas, cubiertas con manteles bordados recientemente con símbolos de los Buscadores. Había relegado su túnica marrón ajada por los viajes, sustituyéndola por una de fino lino que le había confeccionado con primor una de las mujeres.
Habían persuadido a Venessi para que asistiera al funeral y a la cena. Tarscenio estaba sentado a su lado, pero apenas le prestaba atención, y lo mismo ocurría con el resto de los presentes. Los defensores de Venessi habían sido reducidos al silencio. La madre de Hederick tenía un aire tan triste que el muchacho se acercó a ella y tomó asiento a su lado. No se dignó mirarlo, ni siquiera cuando él le tocó la mano. Con la mirada fija en el regazo, tomó un poco de faisán frío y un sorbo de vino con patente indiferencia.
—Madre —susurró Hederick.
—Déjame en paz —contestó con vehemencia ella—. Todo esto ha sido culpa tuya. Por culpa de ti y de tu malvada naturaleza.
—Madre, te estás comportando con demasiada terquedad.
—Has abandonado a Tiolanthe. Has traído a este infiel aquí.
Hederick le dio una palmadita en la mano e imitó el tono de Tarscenio.
—Estabais equivocada con respecto a Tiolanthe, madre. Pero tenéis otra oportunidad, gracias a Tarscenio. Sé que Omalthea os perdonará si le suplicáis su comprensión.
—¿Perdonarme? ¿Perdonarme a mí? —replicó, irguiendo la cabeza—. ¿Que yo debería solicitar el perdón de una diosa que no existe?
Hederick contuvo el aliento, reparando en el horror y el odio que transmitían sus ojos.
—¡Pagano! —le espetó la madre, al tiempo que le agarraba el brazo con una mano crispada.
Justo entonces, del otro extremo de la mesa llegó un ruido. Las exclamaciones de sorpresa se sucedieron entre los presentes. Un hombre se puso en pie, volcando su asiento, y se quedó como petrificado.
—Tú… —alcanzó a articular.
Hederick se fijó en la cara de Tarscenio. La expresión pensativa del sacerdote pasó a evidenciar sorpresa, después pánico y luego embeleso. «Es como si hubiera visto un dios de verdad», pensó Hederick antes de volverse hacia la punta opuesta de la mesa.
La reacción de Tarscenio no era infundada. Ciertamente, en Garlund había aparecido una diosa.
Sus ojos, verdes como la hierba, relucían igual que las alas de una libélula. Su ondulado pelo, del mismo tono que el trigo maduro, le caía sobre los hombros en una cascada de dorados reflejos. Llevaba una túnica, pero no era de las de lana añil o gris, de confección casera, que solían llevar las mujeres de Garlund. La suya era de un blanco inmaculado, de una tela de aspecto terso que, según supo más tarde Hederick, se llamaba seda. En su cuello y muñecas brillaban bordados de color verde y turquesa. Una cuerda trenzada, del color de una nube de verano, ceñía la túnica a la altura de su esbelta cintura y se prolongaba, acabada en borlas, hasta los tobillos.
Entonces Hederick la reconoció.
Era Ancilla.