Danielle se tumbó en mis brazos y, extenuada, se acurrucó contra mí. Mi madre tenía razón, pero no sólo por lo que se refería a mí.
Dejé avanzar mi mano por la sábana que había debajo de Danielle, acaricié su cálida piel, que todavía parecía vibrar, contemplé sus ojos cerrados y su bello rostro, retiré algunos cabellos de su mejilla y la besé con ternura. Ella abrió los ojos y me miró.
Yo sonreí.
—¿Qué vas a hacer estas Navidades? —pregunté—. ¿Vas a ir con tu familia?
—No —negó con la cabeza—. Mis padres murieron y soy hija única.
—Lo siento —respondí.
—¿Por qué? Tú también eres hija única. —Se apretó contra mí. No parecía que el tema le afectara demasiado.
—No me refería a eso, sino a lo de la muerte de tus padres. ¿Hace mucho tiempo?
—Cuando murieron yo iba todavía al colegio. Sí, de eso ya hace mucho.
—¿Un accidente? —pregunté.
—Sí, de avión. Hay padres que siempre vuelan por separado, pero los míos apenas podían renunciar el uno al otro durante unas pocas horas. En aquel vuelo iban sentados juntos. Todos acabamos por perder algún día a nuestros padres —dijo—, sólo que a mí me ocurrió demasiado pronto.
—¿Los querías mucho? —pregunté—. ¿Resultó muy duro para ti?
—No mucho, porque apenas los conocía —respondió.
Sorprendida, me volví hacia ella.
—¿No conocías a tus padres?
—Desde pequeña estuve en un internado, mientras ellos hacían escapadas en avión a través de la Historia Universal —dijo—. A veces ni siquiera los veía durante las vacaciones, porque, precisamente entonces, tenían algo importante que hacer.
—¿Algo importante? —dije, boquiabierta—. ¿Más importante que tú, su hija?
No se me podía ocurrir una cosa así referida a mi madre. Yo era para ella lo más importante del mundo y ella lo era para mí antes de tropezarme con Danielle. Mi madre era una parte de mi vida, pero, al parecer, los padres de Danielle no lo habían sido para ella.
—Eran arqueólogos —explicó—. Para ellos sólo contaba el pasado, los muertos, las momias y las civilizaciones perdidas; el presente o las personas vivas no les interesaban demasiado.
—Entonces no hubieran debido tener ningún hijo —dije, con furia. De no ser porque estaban muertos, yo hubiera sido capaz de asesinarlos en aquel momento.
—Sí, ya lo he pensado muchas veces —respondió—, pero, en realidad, yo fui un accidente. Se rompió un condón, o algo por el estilo. Estoy convencida de que yo no entraba en sus planes.
—¿No había nadie contigo cuando eras niña? —pregunté. Todo aquello me resultaba espantoso.
—Claro —respondió Danielle—. Una niñera. Por desgracia, también murió. Por aquel entonces ya era muy mayor, pero, cuando estaba con ella, yo me sentía muy segura y protegida. Fue mejor que una madre. Al morir, entré en el internado.
—Una niñera no puede hacer el papel de los padres —dije, todavía conmocionada.
—Claro que puede —repuso de inmediato—. Si esos padres son como los míos. —Se volvió hacia mí—. ¿Sólo tienes a tu madre? ¿Qué es de tu padre?
—¡Oh! —Sonreí, cohibida—. La verdad es que casi no lo conocí.
—¿También ha muerto? —preguntó.
—No, no. Vive. Feliz y contento. Pero mi madre y él… —carraspeé— no se llevaban nada bien.
—¿La dejó plantada? —inquirió.
—Al quedarse embarazada lo hubiera hecho con mucho gusto —dije—. Algo así me insinuó mi madre. Era muy joven cuando* lo del embarazo, pero, a pesar de todo, él condescendió en que se casaran.
—¿No viven juntos?
—Mi madre se divorció al cabo de un par de años, cuando yo todavía era muy niña. No podía ser de otra forma, porque mi padre no era de fiar.
—La engañaba —afirmó Danielle de una forma muy directa.
—Eso también. —Suspiré—. Y, además, no era nada agradable. Mi madre le perdonaba muchas cosas, pero debió de permitirse el lujo de hacer algo gordo. Ella nunca me lo ha contado.
—Tu madre es digna de lástima —dijo Danielle, en un tono sincero—. Todo le parece poco para los demás. Es una persona muy agradable y ha tenido muy mala suerte. En cambio mis padres se quisieron con toda su alma, sólo se preocupaban el uno del otro y no había nada que pudiera interponerse entre ellos, y se estrellaron. El destino busca siempre un equilibrio.
La miré. No parecía estar triste ni decepcionada. Las cosas eran así, como eran, y parecía aceptarlo. ¿Sería por eso por lo que no quería escuchar juramentos de amor? Quizá sus padres la habían engañado con vanas esperanzas cuando no iban a visitarla o se despedían de ella.
Todo era posible. Aquello debió de resultar terrible para una niña. Me lo podía figurar aun sin haberlo vivido. Mi madre me había entregado a mí todo su amor y no sólo de palabra.
Sentía miedo de preguntarle a Danielle. Estábamos sentadas en la cama tranquilamente, una al lado de la otra, y no quería que se enfadara o que me echara de allí. Más valía ser prudente ante un tema tan espinoso.
De un segundo a otro, ella podía llegar a ser tan fría como un témpano. Ya hacía algún tiempo que no lo presenciaba, pero no tenía ningunas ganas de que ocurriera. Y tampoco daba por hecho que no volviera a suceder sólo porque ahora me amaba y se mostraba cariñosa conmigo la mayoría de las veces.
En su interior dormían muchas cosas que yo no alcanzaba a entender.
Y también la amaba por eso. Porque en ella aparecían muchas piezas, como si fuera un rompecabezas sin solución aparente.
Si alguna vez llegábamos a conocernos mejor, yo esperaba poder componer aquel rompecabezas pieza a pieza.
CONTINUARÁ…