Durante las semanas siguientes adquirimos la costumbre de vernos casi todos los días y yo me sentía como si flotara en una nube.
—No quisiera quejarme —dijo un día mi madre cuando yo ya estaba a punto de salir de casa—, pero ya estamos casi en Navidades y me apetecería mucho darme una vuelta contigo por la ciudad, ir de compras. Ya hace mucho tiempo que no lo hacemos.
—¡Oh, mamá! Lo siento —respondí, consciente de mi culpabilidad—. Sé que te he tenido muy abandonada en los últimos tiempos.
—No pasa nada —dijo, sonriente—. Alguna vez tenía que ocurrir. Ya has sido formal durante mucho tiempo, pero las Navidades son algo muy especial para mí y me gustaría mucho tener conmigo a mi única hija.
—En cualquier caso, no he previsto nada para entonces —sonreí—. Ya lo he hablado con Danielle.
—Las pasará con su propia familia —dijo mi madre.
Yo la miré fijamente, desconcertada.
—Sí, es probable —dije, titubeante—. Danielle no me ha hablado de su familia. Ni siquiera sé si la tiene.
—Entonces, ¿nos vamos juntas el sábado a la ciudad? —continuó mi madre. Al parecer, ya tenía su mente ocupada por completo con el tema de las compras y casi no se había dado cuenta de mi titubeo.
—Sí, claro. Quedamos así —respondí.
—Bien —dijo, sonriente—. Y ahora vete. Se te nota muy impaciente por llegar junto a ella.
—¡Mamá…!
Ella se rió.
Me puse colorada y, a toda velocidad, cerré la puerta tras de mí.