Cuando llegué por la noche ella ya estaba allí y se encontraba en la cocina.

—No había pensado que llegaras tan pronto a casa —dije, en plan de broma, después del beso de saludo—. Supuse que tendría que esperarte por lo menos una hora.

—Pues casi me pasa —respondió, mientras cortaba el pepino para la ensalada—, pero he podido delegar algunas cosas. Enrico, Helmuth y Patricia deben hacer algo de vez en cuando.

Los tres eran sus Creative Directors.

—Estoy totalmente de acuerdo —dije—. ¿No te sacan unos sueldazos? —Sonreí con ironía. Cuantas más cosas delegara, más tiempo tendría para mí. Al menos es lo que yo pensaba.

—Puede, pero ya los atosigo bastante —repuso, sonriente—. Es probable que en cualquier otra agencia estuvieran más tranquilos.

—No se pueden quejar, al ver lo mucho que tú misma trabajas —contesté.

—No lo hacen…, la mayoría de las veces —respondió—. Son, de verdad, un equipo muy bueno —afirmó. Luego hizo un ademán para señalarme un cuenco—. ¿Preparas el aliño para la ensalada? Podemos comer enseguida.

—¿Yo, el aliño para la ensalada…? —La miré.

—Venga, menos cuento —contestó—. Eso lo hace cualquiera.

—¡Menos yo! —exclamé—. Pregúntale a mi madre.

Danielle suspiró.

—De acuerdo. Debí comprarlo ya preparado —respondió—. Entonces corta el pan. Supongo que eso sí sabrás hacerlo. —Parecía algo crispada.

—Desde luego. Ahora mismo —dije y me acerqué a la encimera donde estaba el pan. Los cuchillos colgaban de una banda metálica imantada; cogí uno de ellos y me dispuse a cortar—. Lo siento, Danielle —me disculpé. No quería que se enfureciera por eso, porque podía echar a perder el resto de la noche—. De verdad que no sé hacerlo.

—Ya veo. —Suspiró aún más hondo que antes—. Yo que me había esforzado tanto en el Egeo para enseñarte a cocinar… —Sonaba a broma; no parecía estar disgustada.

Se me quitó un peso de encima.

—De verdad, pregúntale a mi madre cuántas veces lo ha intentado —insistí.

—Eso es lo que haré si me tropiezo con ella —dijo—. Trae el pan. Vamos a comer en la barra. Sólo para una ensalada no merece la pena que vayamos al comedor.

Puso el cuenco al lado de dos platos que ya estaban preparados. Nos sentamos una al lado de la otra en los altos taburetes y comenzamos a comer.

La tenía tan cerca que percibía el calor que emitía. La situación me recordó nuestro primer encuentro en el bar. También allí estuvimos sentadas muy juntas. No pude contenerme, bajé la mano y la apoyé sobre su cálido muslo.

Danielle emitió una leve exclamación de sorpresa. Estuvo a punto de atragantarse.

—¿No puedes esperar ni siquiera cinco minutos? —preguntó.

—Te espero. Come con calma. —Volví a pasarle la mano por el muslo.

Lanzó otra vez la misma exclamación. Sonaba igual que un «¡Oh, cielos!».

—Así no puedo comer —dijo. Soltó el tenedor y me miró—. O una cosa o la otra.

—Se puede ser flexible. —Bromeé—. Tú misma lo has dicho.

—Yo no debería decir tantas estupideces —respondió en voz baja. Se inclinó hacia mí y me besó—. Me lo he propuesto con total firmeza: primero comer y luego…

—¿Y luego? —contesté, mirándola fijamente a los ojos. En ellos vi lo que ella entendía por luego. Ahora fui yo la que me incliné para besarla. Pasé las manos con suavidad, arriba y abajo, por sus costados. ¡Dios mío, cuánto la deseaba!

Ella se tambaleó, insegura, en su taburete.

—Vamos para arriba —susurró entre dos besos.

—¿Y si no subimos? —repuse, mientras le desabrochaba la blusa.

—¡Oh, no! —gimió—. Aquí es muy incómodo.

—¿Lo has hecho ya alguna vez? —pregunté.

No contestó. Claro que lo había hecho…

—Entonces puedes hacerlo de nuevo —susurré con voz cálida. Yo lo deseaba ahora. Inmediatamente. No podía esperar más.

Le quité la blusa, ya totalmente desabrochada, y le acaricié los pechos. Separé el sujetador y lo eché hacia arriba.

Miré sus pechos, que se elevaban y descendían con vigor. Tenían erguidos los vértices y se tendían hacia mí, como si me saludaran. Me dejé caer de mi taburete sin despegar la vista de ella. Me incliné hacia delante y tomé uno de sus pezones entre mis labios.

Danielle gimió.

—¡Eres indecente! —Me colocó las manos sobre la cabeza y, febril, me acarició el pelo.

—Tú me has invitado —dije con insolencia—. ¿O sólo era a comer?

—No… —gimió de nuevo.

—Pues ya ves —repliqué satisfecha. Le desabroché los pantalones y se los bajé por las caderas. Ella se levantó un poco para ayudarme.

—¿Aquí, en el taburete? —susurró, boquiabierta—. ¿Así?

—Mientras no te caigas… —dije.

—No te lo puedo garantizar —repuso, cada vez más atónita. Por lo visto, aquello no lo había hecho nunca. Bien. Yo ya había conseguido ser la primera en algo.

—No tengas miedo. Te cogeré al vuelo —dije para tranquilizarla.

—Eso espero —repuso con escepticismo—. No me apetece nada romperme la cabeza.

Le separé las piernas. Ella se mordió los labios y contuvo la respiración durante un instante. Me coloqué entre sus muslos abiertos.

—No hagas nada —dije.

Me incliné hacia delante y volví a besarla. Fui bajando las manos por los costados y le acaricié los pechos, hasta que lanzó un gemido y cerró los ojos. Luego se dejó resbalar hacia abajo.

Le rocé con suavidad las ingles y casi se cayó del taburete; tuve que sujetarla. Cuando se tranquilizó un poco, se apoyó por detrás en la encimera y se sujetó con firmeza. Me puse en cuclillas y empujé un poco sus muslos hacia los lados.

Ella intentó coger algo de aire. Contemplé brevemente su clítoris, lo cogí en toda su palpitante belleza y me incliné hacia delante. Utilicé la lengua para rozarlo con suavidad y ella se alzó con un movimiento brusco, lanzando un sonoro suspiro.

—¡Oh, Dios! —Jadeaba y apenas podía respirar.

Me moví por su perla: estaba tan hinchada que casi podía separar mi lengua. Danielle volvió a gemir, se sujetó con firmeza a la encimera y echó hacia delante las caderas, con lo que casi volvió a caerse del taburete. Se quedó balanceándose en el borde.

Retorcía las caderas al ritmo de mi lengua y cada uno de mis toques hacía que gimiera de forma ininterrumpida. Luego se alzó con todas sus fuerzas, se quedó rígida, volvió a bajarse y jadeó.

Me levanté deprisa para sujetarla. Ahora era cuando realmente tenía miedo de que se fuera de cabeza al suelo.

Se recuperó poco a poco. Instantes después, abrió los ojos y me miró.

—Puedes estar contenta de que yo sea una persona tan pacífica, porque, de lo contrario, ahora mismo te habría asesinado —dijo, al tiempo que sonreía—. Ha sido fantástico —añadió, al cabo de un momento.

Yo también sonreí. Tenía una cara preciosa, excitada y relajada.

—Ahora ya podemos irnos a la cama —propuse.

—¡Oh, no! —dijo ella—. Tú también tienes que conseguirlo aquí, en el taburete. Para que veas lo que pasa. Ha sido tan incómodo que quiero que obtengas una satisfacción.

«¿Satisfacción?». Aquello me dejó como atontada. ¿Satisfacción por un orgasmo? ¿No le había ofrecido ya suficiente satisfacción?

—Venganza —dijo, con una sonrisa irónica—. Es sólo para vengarme. Siéntate.

Era difícil negarse. Me levanté y me senté en el taburete. Y ella se tomó una venganza terrible. Su lengua entró en mí de una forma tan profunda que grité más fuerte que nunca.

Después, ya en la cama, dije:

—Ha sido demasiado incómodo. ¿Por qué no te has negado?

—¿Y por qué no lo has hecho tú? —repuso, con una sonrisa de satisfacción.

—No podía —dije—. Tenías derecho a eso. Pero tú ya lo sabías.

—No quería ser tan… inflexible —respondió con satisfacción—. Me lo habrías echado en cara.

Parecía estar verdaderamente afectada.

—Esto no es lo que yo pensaba —repliqué.

—No lo entiendo —dijo—. Pero, en realidad, ahora no me interesa nada. —Se acurrucó contra mí—. ¿Querrías echarle hoy un vistazo al garaje? —preguntó con coquetería.

«¿El garaje? Ah, sí. Lo de los coches». Se me había olvidado hacía mucho tiempo.

—¡Cómo no! —respondí, con una sonrisa irónica.

—Está bien —dijo ella. Me acarició el pecho y yo gemí—. Pero no quiero que dejes de dormir… por lo del colegio —agregó con picardía.

—No has tenido suficiente con la venganza de ahí abajo. Si ahora no sigues, me muero.

Sus bellos ojos me miraron, tan tiernos y afectuosos, llenos de amor y de deseo. Apenas podía imaginarme cómo me hubieran podido ir las cosas sin ella. ¿Cómo habría podido aunque sólo fuera vivir? Yo no quería nada, nada en absoluto. Ella era tan necesaria para mi vida como lo eran el sol, la luz o el aire que respiraba.

No quería volver a estar sin ella. Yo te amo, quise decirle, pero en el último momento me acordé de su prohibición y de mi promesa, porque, aunque ella había cambiado mucho, seguían en vigor. Tenía que descubrir el motivo por el que ella no quería oír aquellas tres palabras antes de poder decírselas.

Tragué saliva.

Se inclinó hacia abajo y me besó, primero con ternura y luego de una forma apasionada, hasta que se deslizó en mi interior, mimó mis pechos, incendió mi piel y, por último, hizo que se desencadenara en mí un terremoto.

Al terminar, continué tendida, presa de una maravillosa sensación. Me había dejado sin respiración.

Flotó sobre mí y sonrió, me besó con dulzura y me tomó entre sus brazos, en los que me acurruqué para dormir y soñar con ella.