Conseguí llegar a la agencia a las dos y diez porque, sencillamente, no me había podido resistir y me había escapado del curso un poco antes.
Danielle no estaba a la vista, así que aparqué el coche y entré.
Tanja murmuró algo cuando pasé delante de ella. A continuación retrocedió un par de pasos y me miró, interrogante.
—¿Vienes por lo de tu dinero? —preguntó—. Ya lo hemos transferido a tu cuenta y debe de estar ingresado en ella. ¿No te ha llegado todavía?
—¿Dinero? —Fruncí el entrecejo. ¡Ah, sí, el dinero!—. No, no vengo por eso —dije, para tranquilizar a Tanja—. Ya he cobrado suficiente dinero. —Pensé que era una buena forma de decirlo.
—Entonces todo ha ido bien —dijo Tanja—. Hay veces que las cosas salen mal porque el banco…, o nuestro departamento de contabilidad, mete la pata. De todas formas, no lo diré muy alto, no vaya a ser que a Danielle le dé un ataque.
Danielle, aquélla era la palabra clave.
—¿Está aquí? —pregunté.
—Ahora no —respondió Tanja—. Está en una reunión. Ya debería haber llegado, pero el cliente es muy complicado. —Sonrió con cierta ironía—. ¿Ya te has hartado de nosotros? ¿No ibas a hacer unas prácticas?
—No. —Tenía que mostrarme satisfecha, porque no era ese tipo de prácticas—. Tan sólo venía a… —«recoger», eso es lo que hubiera querido decir, pero a lo mejor a ella no le iba a gustar. ¿Sabía alguien qué humor tendría?—… charlar con Danielle —dije.
—Entonces tendrás que esperar. —Tanja se encogió de hombros—. Ya sabes lo que pasa. —Sonrió—. Podrías hacer algo útil y echar una mano para ordenar cosas —dijo y se fue.
Yo miré a mi alrededor. El orden era algo que siempre hacía falta allí. Me sentía desilusionada por el hecho de que Danielle no estuviera, pero no podía hacer nada contra eso. Empecé a colocar algunos papeles en sus carpetas, como tan bien había aprendido durante mis prácticas.
Al poco tiempo escuché unas voces que se acercaban.
En la parte posterior del edificio había una sala de conferencias y de allí provenía el ruido. Un segundo después Danielle dobló la esquina, seguida de uno de sus Creative Directors. Les acompañaban dos caballeros a los que yo no conocía.
Danielle estrechó la mano del mayor. El hombre más joven era como ella.
—Me alegro de que estemos de acuerdo —dijo—. Vamos a ponernos a trabajar para usted. El señor Carducci le llamará para concertar la fecha de la presentación.
—Gracias —respondió el hombre maduro, que no estaba muy dispuesto a soltar la mano de Danielle. Parecía querer retenerla. Entre sonrisas, Danielle la retiró con toda firmeza.
Ella y Enrico Carducci se despidieron del segundo visitante, que no era tan afectuoso, y los dos clientes salieron de la agencia.
—¿Te encargas tú, por favor, Enrico? —dijo Danielle a su colaborador—. Y ten en cuenta lo que hemos descubierto. No tiene ningún sentido que tratemos de imponerle algo que él no entiende.
Enrico asintió con la cabeza.
—De acuerdo, Danielle. Luego te explicaré cómo lo he planeado. —Desapareció, llevándose consigo una pila de carpetas.
Danielle quiso regresar a su despacho. Miró al suelo y pareció como si no hubiera advertido mi presencia.
—Danielle —dije.
Alzó la vista y me miró. Estaba claro que todavía tenía la mente en el tema de la reunión.
—¿Qué haces aquí? —dijo, con el entrecejo fruncido.
«¡Oh, qué agradable suena…!».
—Tenía que recogerte —dije, e intenté que en mi voz no se descubriera la desilusión. Era tal y como había pensado. Aquella misma mañana ella había estado conmigo, pero ahora se encontraba en un lugar totalmente distinto.
—¡Ah, sí! —dijo—. Es verdad que habíamos quedado.
¡Qué agradable resultaba que lo hubiera olvidado…, mientras yo no había dejado de pensar en ella en toda la mañana!
—Ven conmigo. —Se dirigió a su despacho.
Fui tras ella.
—Sólo tengo que acabar estas cosas —dijo, al tiempo que se sentaba en su mesa, lo que supuso que casi desapareciera de mi vista.
—Puedo esperarte fuera —dije.
«O incluso esfumarme», pensé para mis adentros. Me dio la sensación de que ella no se había dado ni cuenta de lo que le había dicho.
—Como quieras —respondió con aire ausente—. Acabaré en cinco minutos.
Por lo visto, le daba lo mismo que me quedara o que no lo hiciera. Suspiré en mi interior. Lo mejor era esperarla allí, porque, si me iba, no volvería a acordarse de mí hasta que tuviera acabado el trabajo.
Preparó sus conclusiones y se levantó.
—Nos podemos ir. —Cogió el bolso y salió por la puerta delante de mí.
«¡Muy bien, bravo!». Ya estábamos otra vez en el principio.
—¿Dónde quieres comer? —pregunté cuando llegamos al coche.
—En Chez Pierre —contestó de inmediato y se sentó en el coche.
Yo también me subí.
—No sé dónde está —dije—. Me tendrás que indicar el camino.
—Ahí delante, a la izquierda, un poco más allá del cruce —respondió—. Luego ya te diré lo que hay que hacer.
Tenía que habérmelo imaginado. Aquello no podía seguir así. Ella se volvía a comportar como si yo fuera su chófer.
Me puse en marcha.
—¿Ha sido una reunión agotadora? —pregunté.
—¡Oh, sí! —Se pasó la mano por el pelo y suspiró hondo—. Desde las diez y media hasta ahora. Deberíamos haber acabado a las doce. Pero algunos clientes no saben realmente lo que quieren. Hemos hecho mil propuestas, pero ninguna les parecía la adecuada. Ha sido muy laborioso.
—Lo siento —dije.
—¡Pues anda que yo! —respondió, sarcástica—. A partir de las doce, el estómago empezó a hacerme ruido a causa del hambre. Ni siquiera pude tomarme un yogur.
Ahora me tocó reírme a mí.
—¡Pobrecita! Pero ahora podrás echarle algo a tu sufrido estómago.
—Lo principal es que el encargo ha llegado a buen fin —dijo—. Lo demás no importa.
Ni siquiera yo. Eso era algo con lo que debía conformarme. En los negocios, ella era tan sólo… una mujer de negocios. Era mejor que yo no tratara de obtener ninguna otra cosa. Confiaba en que cambiara cuando estuviera en su casa.
—Me alegro mucho por ti, Danielle —dije en voz baja—. Yo te he tenido en mi pensamiento durante toda la mañana.
—¡Oh! —Volvió la cabeza y me miró—. Sí…, claro… —Luego enmudeció.
—Sé que no has pensado en mí —dije—. Tenías otras cosas que hacer. Lo entiendo. —Yo pretendía avergonzarla en lo más profundo. Ni siquiera me había cogido de la mano una sola vez. Yo ansiaba sentir su calor y su piel.
—Ahí delante a la derecha —dijo—. Donde el semáforo. —Parecía no querer seguir con el tema.
Giré y la miré durante un breve instante. Su cara exhibía un aspecto impenetrable. «¿Dónde está la alegre adolescente de esta misma mañana?», pensé.
—Danielle —dije—, no tenemos por qué ir juntas a comer. Si quieres estar sola… —Me asustaba estar sentada enfrente de aquel rostro. Y era su cara. Su hermoso rostro que yo tanto amaba.
—Yo… no. Está bien —suspiró—. Soy insoportable, ¿verdad? —dijo, mientras me miraba.
—Eres tú la que lo ha dicho —respondí, con una sonrisa sarcástica—. Pero sí, es verdad. Ni siquiera un pequeño beso de bienvenida…
—¿En la agencia? —Me miró boquiabierta—. Nunca lo haría.
No quería mezclar lo profesional con lo privado, eso era lo que quería decir en realidad.
—Reconoce, al menos, que ni siquiera lo has pensado —repliqué.
Guardó silencio. Era muy cierto.
Yo suspiré.
—Está bien, Danielle —dije—. Sólo lo quería saber. —Yo había comprobado, durante mucho tiempo de trabajo conjunto en la agencia, que allí siempre estaba concentrada a tope y era prácticamente inaccesible.
Llegamos a Chez Pierre y nos bajamos del coche. Mientras caminábamos a lo largo de la zona de aparcamiento, no dijo ni una palabra. Iba a ser un almuerzo encantador…
Entramos en el pequeño vestíbulo que llevaba desde el aparcamiento hasta el local. De repente, Danielle se irguió y me miró.
—He pensado en ti durante toda la mañana —susurró con voz ronca—. Hasta en esa maldita reunión. —Me apretó contra la pared y me besó con ardor.
¡Por fin! La toqué entre caricias; ya era mía de nuevo.
Cuando se apartó de mí, me sonrió.
—¿Ahora ya está todo en orden?
Sonreí. Era tan feliz.
—Sí —contesté, mientras le acariciaba la espalda.
—Muy bien. —Se irguió—. Ahora mismo ya tengo hambre de verdad. —Exhibió una sonrisa de ligera satisfacción y entramos juntas en el restaurante.
Durante la comida me compensó con un trato encantador y con su sonrisa.
—¿Me podrías acercar luego al taller? —preguntó al acabar—. Ya deben de tener listo mi coche.
—Claro —afirmé—. ¿Qué le pasaba?
—Nada, sólo ha sido una revisión —dijo—. Allí es donde suelo llevar todos mis coches de forma regular. Es mejor hacerlo así, en lugar de esperar a que les ocurra algo.
—¿Todos tus coches? Pero ¿cuántos tienes? —pregunté.
—Cinco o seis —respondió, aunque luego lo pensó mejor—. No, cinco, porque he vendido el Ferrari.
—¿El Ferrari? —Casi me caigo de la silla.
—No un Ferrari cualquiera —puntualizó, con cara de satisfacción—. Hay algunos que en carretera sólo puedes identificar que son Ferrari porque ves el cavallino rampante. Éste era uno de ésos. Ni siquiera era rojo, sino azul oscuro.
—No sabía que fueras tan entusiasta de los coches —contesté, perpleja.
—No lo soy en absoluto —dijo—. En realidad, no. Es algo así como los enseres en una casa: hay que tener el adecuado para cada ocasión. Es una forma de ahorrar tiempo y nervios.
«Claro, siempre que uno pueda permitirse esos lujos…», pensé.
—En realidad, sí. Me gustan los coches. Son bonitos, fiables y potentes, y te facilitan mucho las cosas —continuó con una sonrisa—. Y gastan bromas como, por ejemplo, tú. —Es verdad. Nunca habría imaginado que un descapotable pudiera generar pasiones.
—Por supuesto. Ya lo creo que puede —confirmó—. Tengo un Jaguar descapotable, pero, por desgracia, el tiempo aquí no es bastante bueno como para poder disfrutarlo de verdad.
—¿Tu Jaguar es un cabrio? —pregunté. No me lo había parecido.
—Tengo también de los otros —respondió—, como el que utilizamos para ir al aeropuerto. El cabrio no lo podría haber aparcado. A pesar de la vigilancia, ya me han rajado el techo en dos ocasiones. —Terminó su postre—. Parece que te interesan mucho los coches —continuó—. Cuando te apetezca, puedo enseñarte mi garaje.
Quise sonreír. Era una oferta muy divertida.
«¿Hay alguien que vaya por ahí enseñando su garaje?», pensé.
—Me gustaría mucho —dije—. En cuanto haya una oportunidad. —La miré—. ¿Tienes que recoger tu coche a una hora determinada?
—No —respondió—. Lo normal es que me lo lleven a la agencia o a mi casa, pero, ya que nos pilla de paso, he pensado en recogerlo yo misma.
«Claro. En circunstancias normales tú no puedes ocuparte de esas cosas», me dije. Estaba segura de que el del taller estaría encantado de ponerse por completo a su servicio. Quizá fuera su mejor cliente.
Tuve que constatar de nuevo que el dinero mueve el mundo. Los clientes normales se encargaban ellos mismos de recoger o de llevar el coche al taller y luego se volvían a casa en autobús. Pero estaba claro que aquello no iba con ella.
Cuando, al poco rato, llegamos al aparcamiento del taller, el encargado salió nada más vernos y saludó a Danielle con entusiasmo.
—¿Cómo le va con el coche pequeño? —me preguntó, sonriente, mientras señalaba a mi vehículo.
—Muy bien —respondí. Casi balbuceé, porque no estaba acostumbrada a que me trataran de una forma tan atenta.
—Es un coche magnífico para gente joven —dijo, dirigiéndose ahora a Danielle.
—Sí, eso creo —respondió ella, torciendo un poco la boca.
—En caso de que surgiera la menor dificultad, cosa que, por supuesto, no espero que ocurra, limítese a llamarme —dijo él, dirigiéndose de nuevo a mí—. Iremos a recogerlo y se lo devolveremos en perfecto estado.
—Sí…, de acuerdo…, gracias —respondí. Casi me resultaba excesiva tanta buena disposición. «¿No hay que llamar siempre a los servicios de urgencia, que nunca suelen atenderte?», pensé. Claro que eso era para la gente normal.
—Quisiera llevarme el todoterreno —dijo ahora Danielle—. ¿Está listo?
—Claro que sí. Pero se lo íbamos a llevar —indicó el encargado.
—La verdad es que ya que estaba tan cerca… —respondió Danielle.
—Como usted desee —dijo él, mientras se dirigía hacia la zona de oficinas—. Tan sólo necesitamos su firma y se lo podrá llevar.
Danielle asintió y ambos entraron en el edificio. Yo me quedé en la zona de aparcamiento. En cierto modo me sentía desplazada.
Un minuto después volvió a aparecer Danielle. Ya venía sola.
—¿Quieres conducir? —preguntó, mientras mantenía en alto las llaves de un coche.
Me acerqué a ella.
—Dime que no va a ser tu próximo regalo —observé, con cierto tono desconfiado.
Ella hizo una mueca con aire divertido.
—No, éste es el mío y no te lo voy a dar. —Hizo ademán de ponerse en marcha—. Pero si quisieras un jeep, puedo escoger uno para ti.
—No, gracias —dije, en un tono algo ácido—. Ya es suficiente con el deportivo.
—Bueno, está bien. —Hizo como si no se diera cuenta de mi mal humor. En realidad, quizás es que no lo había notado—. Volveré a la agencia con el todoterreno. Tú aún tienes que hacer los deberes.
—Danielle —dije, en un tono suplicante—, ¿no podemos despedirnos en otro sitio que no sea justo aquí, en el aparcamiento de un taller de coches?
Me miró, apretando un poco los labios. Lo entendió.
—Sígueme —dijo.
Condujo durante un trecho y luego torció hacia una callejuela lateral que daba acceso a un gran edificio industrial. Se detuvo y bajó del coche.
Yo iba tras ella y dudé un poco. A pesar de ser yo misma quien lo había propuesto, ahora me resultaba algo cómica la idea de haber conducido hasta allí para poder despedirnos con un beso.
Llegó donde yo estaba y se inclinó hacia mí.
Los cabrio son fantásticos si se llevan sin capota y una mujer con el escote abierto se inclina hacia delante en ellos. Miré fijamente hacia arriba y estuve a punto de arrancarle toda la ropa.
—Por desgracia, no podemos quedarnos mucho —dijo, en un tono divertido. Había sabido interpretar mi expresiva mirada sin ninguna dificultad—. No tengo mucho tiempo, aunque sí el suficiente para un beso. —Se volvió a inclinar hacia mí y buscó mis labios.
Era muy dulce, lo noté de nuevo en sus tiernos labios y en su suave lengua. Cerré los ojos y disfruté. Sus besos eran fantásticos. Deseé que aquello no se acabara nunca. Lamentablemente me supo a poco cuando ella se separó de mí y se enderezó.
—¿Es suficiente? —dijo, satisfecha.
Yo todavía estaba aturdida a causa de su beso, pero luego volví en mí.
—No —dije. Me levanté a toda velocidad y la cogí entre mis brazos. Volví a besarla, la acaricié y la retuve toda ella junto a mí.
Danielle me lo permitió durante unos segundos, pero luego me apartó.
—¡Uff! —exclamó—. Bueno, veré si me puedo enfriar en el camino de aquí a la agencia, porque, tal y como estoy ahora, no voy a poder trabajar.
—De todas formas, trabajas demasiado —dije, burlona.
—Pudiera ser —contestó—, pero no lo puedo cambiar. Aún tengo una cita esta tarde.
—¡Qué lástima! —repuse.
Ella me miró con severidad.
—También es mejor para ti. No quiero que pierdas el curso por culpa mía.
«¿Acaso hay mejor forma de perder un curso?», pensé.
—Tienes razón. —Exhalé un suspiro—. Todavía tengo algunas cosas que hacer. Muchas gracias, señora profesora.
—De nada —contestó, satisfecha. Se inclinó una vez más hacia mí e insinuó en mis labios el leve soplo de un beso—. ¿Nos vemos esta noche?
—¿Hoy por la noche? —Me pilló de sorpresa. No podía creerme tanta felicidad.
—Sí. ¿Vienes a mi casa?
—Con mu… mucho gusto —tartamudeé.
Ella se rió.
—También procuraré que duermas bastante y así mañana no llegarás agotada a clase.
Sonreí a mi vez.
—Tampoco necesito dormir tanto.
—Me tranquiliza oírtelo decir —contestó, divertida—. ¿A las nueve? Seguro que antes de esa hora no voy a poder estar lista.
Asentí con la cabeza.
—A las nueve.
Levantó la mano para despedirse.
—Entonces hasta la noche.
Se dirigió a su jeep, subió y se puso en marcha.
Yo seguí allí, perpleja, hasta que arranqué y me dirigí a mi casa. ¿Qué le ocurría? A veces se mostraba fría y luego otra vez apasionada; aquel comportamiento me resultaba muy fatigoso.
Pero me alegré de lo que iba a ocurrir más tarde. Conecté la radio del coche y canté con ella a voz en grito, tanto que los que pararon a mi lado en el semáforo me miraron con curiosidad. Seguro que pensaban que estaba muy chiflada.
Y yo también lo pensé.
Chiflada y loca por ella.