Cuando me desperté, ella estaba a mi lado. Me sentí… ¡como en el cielo!

Era la primera vez que no estaba sola por la mañana. En el barco siempre dormíamos cada una en nuestro camarote, incluso después del más tórrido encuentro sexual. Nunca habíamos dormido, ni nos habíamos despertado, juntas.

Fue una sensación muy nueva para mí. Aquello era lo que yo, al principio, me había figurado que iba a ocurrir con la mujer a la que amaba.

La miré desde el otro lado de la cama.

—Danielle… —dije, tan bajito que no me hubiera podido oír aunque estuviera despierta. Quería pronunciar de nuevo aquel nombre, susurrarlo con cariño, repetirlo con ternura.

Sonreí. Aquella noche había sido de una dulzura increíble, después de que ella, por primera vez, hubiera superado eso de jugar a hacerse la fría o la dura. Podía ser tan… No había ninguna palabra para describir lo encantadora, irresistible y apasionada que podía llegar a ser.

—Eres el sol de mi vida —susurré, mientras le daba un beso en la punta de la nariz.

Contemplé su rostro relajado, mientras permanecía tendida allí como si no hubiera nada en el mundo que pudiera molestarla. Yo tenía la impresión de que le molestaba algo y, en ocasiones, quería decirlo, pero no podía hacerlo.

Se removió con toda calma, murmuró algo por lo bajo y se dio la vuelta. Yo contemplé su despertar y volvió a inundarme toda la ternura que había experimentado aquella noche.

Aún adormilada, abrió a medias los ojos, pareció reconocerme y los cerró de nuevo. Un segundo después los abrió como platos y saltó de la cama.

—¿Qué…? —dijo, mirándome con fijeza—. ¡Ah, eres tú!

Parecía no estar acostumbrada a despertarse al lado de nadie. En cierta forma, aquello me tranquilizó pues yo ya me había estado preguntando cómo actuaría realmente en su vida normal. Parecía que, de forma habitual, no desayunaba junto a nadie, a no ser que estuviera en el yate. De lo contrario, nunca lo hacía.

—Buenos días —dije, sonriente.

—Hummm… Buenas… —respondió, mientras me miraba con aire algo desconfiado.

—Vaya —dije, con un punto de ironía—. Es la primera vez que me despierto antes que tú. —En el yate siempre me la encontraba sentada en cubierta cuando yo me levantaba.

—Sí, eso parece —respondió.

Como siempre me levantaba después que ella, no me había llegado a dar cuenta de que era una de esas personas que tiene mal despertar.

—Mis posibilidades culinarias son muy limitadas —dije, mientras me levantaba—, pero un café sí soy capaz de preparar. La cocina está abajo, ¿verdad?

—Sí —respondió, tan poco habladora como siempre.

—¿Prefieres hacer tú de anfitriona? —se me ocurrió decir.

—En domingo, jamás. Ni se me ocurre —respondió.

¡Vaya, qué suerte! Pensé que me moría. No sabía cómo tenía que comportarme si un empleado de la casa me veía saliendo del dormitorio de Danielle.

—Bien —dije—, voy a probar suerte. —Me puse los pantalones—. ¿Habrá algo para desayunar?

Ella, somnolienta, levantó una mano.

—Siempre lo hay. Ahora voy —me interrumpió—. Espérame un instante.

Tal y como estaba, pensé que tardaría. Parecía necesitar algún tiempo antes de espabilarse del todo.

Trepé de nuevo a la cama y soplé un beso hacia su mejilla.

—¡Da igual, cari…, Danielle! —dije. Hubiera preferido decir «cariño», pero me pareció que no lo apreciaría.

Miré de nuevo hacia atrás al salir de la habitación y la vi todavía sentada, erguida en la cama; me miró, no sé cómo… parecía sorprendida. Y dulce…, muy dulce.

Una vez abajo, traté de localizar la cocina. Me quedé sin habla ante el enorme espacio disponible. Tuve que probar a abrir un par de puertas antes de encontrarla. En una casa tan grande, deberían haber puesto rótulos para ayudar en la búsqueda. Cuando franqueé la puerta adecuada, volví a cerrarla, pues no me podía imaginar que una cocina se extendiera por más de media casa. Me dio la impresión de que el espacio allí era ilimitado.

Aun en el caso de que Danielle estuviera encantada de cocinar allí, seguro que no lo hacía con mucha frecuencia. Abrí la puerta por segunda vez y tuve que reconocer que lo que veía era, verdaderamente, la cocina; la de mi madre resultaba tan diminuta a su lado que hubiera podido acoplarse sin problemas en cualquiera de los rincones que yo veía ahora.

Busqué una cafetera. Yo sabía que Danielle sólo tomaba café exprés en la oficina, puede que fuera porque el café griego que podía conseguirse no le gustaba del todo, y pensé que en su casa también dispondría de una cafetera exprés.

Por desgracia no vi ninguna. Es más, me resultó curioso no ver ningún electrodoméstico. Abrí un montón de armarios y encontré tazas de café y más vajilla, hasta que, por fin, localicé algunos botones rotulados con números. Apreté el botón número 1.

En una encimera se abrió parte de la plancha y por allí surgió un robot de cocina, una cosa brillante y plateada, por todo lo alto. Apreté el botón por segunda vez y el robot desapareció.

Lo encontré fascinante, así que ahora apreté el botón rotulado con el número 2: aparecieron algunas cacerolas, a las que hice ocultarse de nuevo. El botón número 3 era la cafetera. Aunque hubiera seguido jugando de buena gana, me dominé y examiné la cafetera con la mayor atención. Era automática. No podía ser de otra forma en una cocina totalmente automática. Ya sólo me hizo falta apretar el botón adecuado para que se moliera el café, se distribuyera con las cantidades justas y estuviera a punto para fluir hacia las tazas, tazas que yo había olvidado colocar. No sabía cómo funcionaba la máquina.

El café se depositó en un recipiente, por lo que mi fallo no supuso ningún problema. La segunda vez ya lo hice mejor y el exprés, en forma de un perfecto café-crema, cayó en las tazas.

Danielle no había bajado todavía, así que busqué una bandeja, coloqué las tazas, localicé el azúcar, no puse leche porque sabía que a ella no le gustaba y subí otra vez al dormitorio.

Ella acababa de salir de la ducha.

—El café está en la cama —anuncié con una sonrisa.

Me miró, sorprendida.

—¡Ah, sí, gracias! —murmuró después.

Era, con toda claridad, una de esas personas que continuaba de mal humor hasta bastante después de levantarse. Por lo menos aquí, en su casa, porque en el Egeo no me lo había parecido.

—Siéntate otra vez en la cama y te lo serviré —dije, apartándome de ella. Estaba desnuda y me vi obligada a apaciguar mis ardientes sensaciones.

Ella se deslizó otra vez en la cama y se subió la sábana hasta la barbilla. Me pareció muy bien, porque de lo contrario la vista de sus pechos desnudos me hubiera impedido tomarme el café.

Me deslicé junto a ella, le di su taza y le acerqué el azúcar. Se sirvió, volví a dejar el azucarero en su sitio y tomé mi propia taza.

—¡Tienes un equipamiento sensacional en la cocina! —exclamé—. Y todo tan automático…

—Sí, resulta muy práctico —contestó.

«Y muy caro», pensé. Claro que para ella eso no tenía ninguna importancia.

Me tomé deprisa el café.

—¿Sabes una cosa? —dije, muy jovial—. Tú te vas a quedar ahora aquí con toda la calma mientras yo me ducho.

Me miró, pero no esperé su respuesta y me fui con prisas a la ducha. Tuve la sensación de que ella aún necesitaba mucho, pero que mucho, tiempo para acabar de despertarse…, y más aún para acostumbrarse a mi presencia por la mañana temprano.

Tardé bastante en ducharme para que dispusiera de todo el tiempo que le hiciera falta, aunque, todo hay que decirlo, también lo hice porque aquella ducha era tan lujosa que me resultó difícil separarme de ella. También tenía miles de programas automáticos, se podía aromatizar con olores muy diversos, la temperatura era regulable y disponía de un montón de cosas más. Incluso llevaba incorporado un secador de pelo.

Al salir de la ducha, Danielle ya había desaparecido. Me figuré que habría bajado, así que me vestí y fui tras ella.

Entré otra vez en la cocina y la encontré allí. Acababa de sacar un par de croissants del horno.

—Esto es lo que quería decir antes —dijo, mientras reía y mantenía en alto uno de los croissants—. Siempre los tengo congelados. Espero que te gusten.

—Mucho —respondí, también entre risas. Me acerqué a ella. Por fin parecía estar más parlanchina—. Pero, sobre todo, lo que más me gusta eres tú —lo dije en voz baja y acaricié con suavidad sus labios con los míos.

—Hummm, sí —carraspeó.

La cogí por el talle y quise atraerla hacia mí.

—¡No! ¡Los croissants! —exclamó. Se separó de mí y dejó los dulces en una cestita, en la que ya había otras variedades de repostería. Luego volvió a reírse—. Lo primero es desayunar. Esta mañana lo necesito.

Para mí el desayuno era algo que me resultaba indiferente en aquel momento; lo único que deseaba era besarla, acariciarla y sentirla. Pero respeté sus deseos. Era una persona muy distinta a la del mar Egeo y tenía que acostumbrarme a ella.

En la cocina había una pequeña zona para desayunar, pero, cuando quise sentarme allí, Danielle dijo:

—No, al lado del comedor.

Cogí una bandeja con todas las cosas que había preparado, empujé con el brazo una puerta oscilante y salí de la cocina. Aquella puerta era muy divertida y la hice batir un par de veces antes de ir tras Danielle.

Puso en la mesa, que ya estaba preparada, lo que yo llevaba en la bandeja. Parecía que ya lo había hecho otras veces.

—Eres la perfecta ama de casa —dije.

—Sólo hoy —respondió—. Por lo general no me tomo tantas molestias.

«¿Por lo general, si estás sola? ¿Acaso sólo lo haces por mí?», me pregunté.

Aquello, por supuesto, resultaba muy amable por su parte, pero yo sabía que sólo podía confiar en su amabilidad hasta cierto punto. Por lo menos hasta aquel momento. A lo mejor también había cambiado en eso.

«¿En una sola noche? Es bastante improbable, tienes razón», me dije.

Se sentó y me señaló una silla.

—Por favor —dijo—, siéntate aquí. —Me miró, sonriente—. El desayuno ya está dispuesto —dijo, en un tono de voz… indescriptible. Era, al mismo tiempo, dulce, prometedor y cariñoso.

Me sentí arder. Se podía pensar que no se refería a la comida en sí, sino a una cosa muy distinta. Pero sentada como estaba de una forma tan recatada, quizá sólo eran ideas mías y no suyas.

—Sí…, bien…, gracias —dije y me senté.

De repente, me sentí un poco incómoda. Ya habíamos comido juntas muchas veces, en el Egeo todos los días, pero, a pesar de todo, siempre me resultaba algo muy nuevo y poco habitual. En las vacaciones, bajo el sol meridional, había sido diferente.

—¿No comes? —preguntó. Había cogido un croissant y se sirvió un vaso de zumo de naranja—. ¿Quieres? —Mostró en alto el frasco de zumo.

Aquella forma de comportarse de Danielle me hacía sentir tan bien como cuando me sentaba a desayunar junto a mi madre.

—Sí, gracias —dije, mientras le acercaba el vaso para que me sirviera—. Tienes una casa magnífica. La ducha es de ensueño y, por supuesto, no digamos la cocina, aunque no la haya acabado de entender.

—¿Te ha gustado la ducha? —preguntó, riéndose. Dejó sobre la mesa el frasco de zumo—. Sí, hay que hacer que la vida sea lo más agradable posible —continuó—. Nunca se sabe… —Se interrumpió—. Yo odio perder el tiempo y la energía, y eso es justo lo que ocurre cuando tienes que pelear con cacharros poco eficientes: despilfarras energía y tiempo. Hay que evitarlo.

—Siempre que se tenga el dinero para eso —dije—. ¡Oh! —exclamé, mientras la miraba—. Disculpa.

—No pasa nada —respondió, con una extraña dulzura—. Claro, la premisa inicial es que el que quiera lujos se los tiene que pagar —continuó—. ¡Qué se le va a hacer! Así es el capitalismo.

Y yo me encontraba ante una representación personificada del capitalismo, pude haber agregado.

—Mientras tu agencia marche tan bien como ahora no tendrás ninguna dificultad —dije.

—Sí, es verdad que marcha bien —contestó, mirándome—. Pero eso es el resultado de un trabajo muy intenso, como habrás comprobado durante tus prácticas.

«Por supuesto que lo he comprobado», pensé y luego dije, ya en alto:

—Trabajas demasiado. He oído con frecuencia las broncas que te echa Tanja si te quedas a trabajar toda la noche… —Me eché a reír.

—Sí, ya lo hace de una forma automática. —Sonrió levemente—. Nadie da nada por nada, así es como funcionan las cosas. Cuando veo a esos jovencitos de hoy día…: una jornada de ocho horas les parece muy larga. Para mí resulta muy normal un horario de trabajo de dieciséis horas, o más. Mi único día libre es el domingo. Y no siempre.

—¿Hoy también trabajas? —pregunté. Hubiera sido una lástima.

—No —respondió, riendo.

Fue como si hubiera salido el sol. ¿Cómo lo había hecho?

—Hoy lo tengo libre.

—Es magnífico —dije y la miré—. Magnífico de verdad. —Lo dije por segunda vez para hacerle ver que no sólo quería referirme a que hacía un día fantástico y ella se dio cuenta.

Danielle carraspeó.

—Come algo. A veces me da la impresión de que lo he hecho todo en vano.

No parecía haberle gustado. Supuse que volvía a referirse otra vez a su teoría del despilfarro. Cogí un croissant y me lo comí.