La entrada en su casa no despertó en mí muy buenos recuerdos. La última vez, al terminar, ella me había dado dinero. En realidad yo ya tendría que haberme acostumbrado a eso, pero no lo conseguía. Claro que esta vez no debía temer un ofrecimiento de dinero: ya tenía el coche que estaba aparcado delante de su casa.
Cerró la puerta y me empujó contra ella.
—Bésame —me dijo—. Rápido.
No había tiempo ni para llegar a la habitación. Yo ya lo tenía previsto.
La besé tal y como me había pedido; hubiera preferido empezar con suavidad, acariciarla poco a poco y parte por parte, pero no me lo permitió.
Me sacó la camisa del pantalón y me acarició la piel con sus cálidas manos, mientras me besaba de una forma tan apasionada que casi me dio vértigo.
Noté en mi boca el sabor de su carmín. En el Egeo nunca lo llevaba, pero aquí, de regreso a la civilización, siempre iba maquillada. Sabía bien, aunque ella sabía mucho mejor.
Se quitó la chaqueta a toda prisa y la dejó caer sin desprenderse de mi boca; me besaba con un ansia cada vez más vehemente.
—Ven —susurró y tiró con impaciencia de mí.
En un lado del vestíbulo se abría una puerta por la que me obligó a entrar. Por el aspecto que presentaba aquello debía de ser el salón. No lo pude ver muy bien, pues seguía besándome.
Delante de la chimenea había un sofá, en el que se dejó caer hacia atrás y yo sobre ella.
«Vaya, ¿hoy quieres estar debajo?», pensé, sorprendida.
—Ven —susurró de nuevo—, ven.
Como yo estaba arriba pude controlarla un poco mejor, lo que me pareció estupendo, porque no me apetecía que todo fuera tan rápido. También estaba más que claro lo que ella quería, y como ella misma había elegido la postura, ahora tendría que cargar con las consecuencias.
—Despacio —susurré, inclinándome para besarla en el cuello—. Que sea lento.
—No quiero…
—Ya sé que no quieres, pero no nos hemos visto durante una semana. Vamos a saborearlo, por favor.
Yo tuve la sensación de que, de repente, se escucharía un gruñido indignado procedente de su garganta, pero se tranquilizó.
—Tienes razón —dijo, respirando con fuerza.
—Te lo voy a hacer todo lo bien que pueda —susurré—. Disfrútalo, por favor.
«Y permíteme que yo también lo disfrute», dije para mis adentros.
Deseaba amarla y ofrecerle una muestra de lo que sentía por ella: yo no quería sexo a lo McDonald’s, como si fuera una comida rápida. Ahora que ya no nos veríamos con tanta frecuencia, cada ocasión debía ser algo especial.
Abrí su blusa, la aparté un poco a los lados y dejé que su sujetador ejerciera su efecto sobre mí. Era bonito. En el Egeo nunca llevaba, si acaso la parte de arriba del bikini, y a veces ni eso, cuando estábamos solas en el barco.
Aquel sujetador era… algo para llevar en la ciudad. Con encajes y extremadamente elegante. Y seguro que muy caro. Claro que eso no había ni que dudarlo: ella no tenía nada que no costara un dineral.
Besé sus pechos por encima del sujetador y por debajo, en la piel. Pero no se lo quité. Danielle gemía, como atormentada, y su cabeza volteaba de un lado a otro, apoyada en el respaldo del sofá.
Yo ya tenía tras de mí una intensa experiencia procedente de las tres semanas de aprendizaje. No sería como la primera vez que estuvimos en su casa. Ella tenía que darse cuenta de los cambios. Y seguro que lo haría.
Pasé mis manos por sus costados, despacio, de arriba abajo. Ella se retorció y pidió más. Le abrí el pantalón y me metí con lentitud dentro de él. Danielle jadeaba con fuerza en busca de aire. Luego acaricié su estómago con mucha suavidad, pero dejé que mi mano quedara muy arriba, para que los bruscos movimientos de sus caderas no consiguieran alcanzarla.
Me tumbé sobre ella y mordisqueé los lóbulos de sus orejas.
—Paciencia, Danielle —susurré—. Tómate tu tiempo.
Nunca le había dado ninguna orden; era la primera vez. Su pecho se elevó y luego bajó con vehemencia, pero no dijo nada. Tenía los ojos cerrados. Quería disfrutar e incluso me daba la oportunidad de controlarla. Eso ya constituía una novedad.
El hecho de no ponerse furiosa y exigir sus derechos de una forma enérgica ya era una buena señal. Algo había cambiado entre nosotras dos.
Yo sonreí. Esperaba que la cosa siguiera así. Era el primer paso en la dirección adecuada. Si ella se mantenía así podíamos ser como…
«¿Qué? ¿Una pareja? ¿Incluso una pareja de amantes? Tú sueñas», me dije.
Sí, yo ya sabía que soñaba.
Volvió a removerse, intranquila, debajo de mí.
—Por favor… —murmuró—, sigue…
¡Oh, sí, era tan dulce! Yo ya no podía parar: tenía que besarla. Abrió los labios y entré en su boca; luego llevé una mano a su espalda y le desabroché el sujetador. Sólo necesitaba retirarlo para poder llegar hasta sus pechos, pero para desnudarla lo tenía un poco complicado por el momento.
Miré sus pezones, que se erguían rígidos. Eran, además de otras muchas cosas, algo con lo que yo había soñado. Me incliné y los tomé con la boca, y ella gimió.
—Sí… Sí…
—Danielle —murmuré en voz baja, mientras acariciaba con la lengua uno de aquellos pequeños botones.
Sus movimientos se hicieron cada vez más violentos.
—Oh, por favor… —susurró—. No tardes tanto…
Metí una mano en su pantalón mientras acariciaba su pecho. Busqué la humedad de su centro, pero no entré. Simplemente me limité a palpar su clítoris. Allí había mucho más que un poco de humedad. Sabía que Danielle había estado excitada durante toda la noche.
Acaricié aquel pequeño brote y Danielle gimió en voz alta. Yo ya no pude contenerla más. Se apretó contra mi mano, gimió, gritó y me arañó la espalda. Luego jadeó y se quedó tumbada. Sus caderas se agitaban aún debajo de mí.
Aproveché aquel momento para deslizarme a su lado y quitarle los pantalones. Quería maravillarme una vez más con aquella magnífica visión del embriagador lugar que había entre sus piernas, pero no podía entretenerme durante mucho tiempo. Tenía que besar aquellos pliegues convulsos, separarlos con mi lengua, penetrar, sentir aquella maravillosa sensación.
Danielle gimió de nuevo, elevó sus caderas y se pegó a mí.
—¡Sí…! —exclamó con voz ronca y excitada—. ¡Sí…! ¡Sí…! ¡Sí…! ¡Sí…!
Agarré con fuerza sus muslos, lo que me costó mucho trabajo, porque se retorcía como una serpiente, y mi lengua presionó con más intensidad en su interior.
Sus gemidos fueron aún más profundos y apasionados, casi animales. Estaba desquiciada.
Acaricié su perla e imprimí a mi lengua un ritmo cada vez más rápido, hasta que tuve la sensación, por la forma en que se movía, de que nunca podría sacarla de allí. Luego la solté, sentí cómo palpitaba en mis labios, se estremeció y se crispó de nuevo. Tuvo diez orgasmos seguidos, sin interrupciones.
Cuando terminó, puse mis manos sobre su estómago y pude comprobar que, bajo la pared abdominal, persistían unas convulsiones que no querían abandonarla.
Transcurrieron unos segundos hasta que pudo respirar y obtener el suficiente aire como para permitirse hablar.
—¡Oh, Dios! —murmuró—. ¡Oh, Dios!
Danielle me había echado mucho de menos. Eso lo podía decir yo, pero ella nunca lo reconocería.
Me desplacé de nuevo hacia arriba y la miré con una sonrisa.
—¿Satisfecha? —dije, pues sabía que no podía decir eso de Te quiero.
—No es necesario que te conteste —repuso.
Al parecer, ya se había recuperado.
Permanecí tumbada sobre ella y apoyé mi cabeza en su pecho.
—Si estás muy cansada —dije—, reposa un poco.
Ella no tenía que proporcionarme ningún placer. Que yo la hubiera satisfecho tanto hacía surgir en mí un profundo sentimiento de conexión con ella. Había sido tan dulce cuando se había entregado a mí. Tan increíblemente dulce. ¿Cómo podía ocultarlo cuando no se trataba de sexo? Ella era así: dulce. Pero, en la vida cotidiana, nadie hubiera podido imaginarlo.
—¿No quieres tú? —preguntó.
—No, porque estás muy cansada —dije y sonreí de nuevo—. Todo está muy bien así.
—No quiero tener deudas —replicó.
«¡Oh, no, Danielle! ¡No, por favor!».
—No las tienes —dije en un tono frío. Había encontrado de nuevo mi voz de puta, aquella voz que ya creía haber perdido—. Ya tengo el coche.
—Es cierto —dijo ella.
Aquello parecía haber liquidado sus «deudas».
—Y, además —continué—, tú misma habías prohibido hablar de ese tema.
—También es cierto —dijo y me miró—. Pero, a pesar de todo, quiero hacerlo ahora.
Era fría como un pez. Sólo quería liquidar sus deudas, nada más, aun cuando yo le aseguraba que no existía tal deuda.
—Bien —dije—. ¿Cómo?
Tenía que controlarme. Estaba segura de que ella se había alegrado tanto como yo de que volviéramos a vernos, pero no lo expresaba.
—Limítate a quedarte tumbada —me indicó—. Quiero que te corras estando encima de mí.
Instrucciones como si estuviéramos en el rodaje de una película porno. Quizá más tarde, en vista de mi experiencia, podría plantearme hacer carrera en ese gremio.
Su mano se desplazó hacia abajo y me abrió los pantalones, para continuar en busca de mi punto central.
Presionó por encima de mi ardiente y húmedo botón, y lo recorrió rápido, cada vez más rápido.
—Córrete —me apremió—, córrete…
Parecía no querer darme el tiempo que yo sí le había concedido. Tenía que recuperar todos los minutos que yo le había «robado». Mis pechos ardían. Deseaba que los tocara, pero ella sólo frotaba entre mis piernas hasta que al fin me corrí con un suspiro y me desplomé. No hubo segunda vez.
—Ponte de pie —dijo—. Me lo pones muy complicado.
¡Oh, Dios, menudo humor tenía! ¿Qué es lo que yo había hecho mal? ¿Sólo porque me había tomado un poco más de tiempo? Parecía ser eso. Me había pasado y ahora tenía que sufrir una sanción. Ciertamente tenía un carácter muy complicado.
Me puse de pie. Hoy por lo menos no necesitaba dinero para el taxi. El coche estaba aparcado delante de la puerta. Su coche. El coche que ella me había regalado como pago por mis servicios. ¡Todo aquello resultaba horrible!
—¿Debo irme? —pregunté.
¿Por qué no se podía quitar el amor igual que se saca una muela? Te dolía por un momento, pero luego se calmaba. Para siempre. Pero aquello no podía ser. Ella me trataba… como siempre y yo, por eso, la amaba. Bueno, quizá no fuera por eso, pero lo cierto es que sí la amaba.
—Sí, hasta el sábado que viene. Tanja te llamará por teléfono —dijo, pasó delante de mí y abandonó la habitación.
Yo me quedé con la boca abierta. Aquello era el colmo.
Podía ir tras ella y obligarla, pero ¿a qué iba a obligarla? No podía exigir que me amara aunque, de hecho, eso era todo lo que yo quería.
No tenía ningún sentido. Tenía que dejarla. Cada vez me haría más infeliz y, aunque dejarla también me haría infeliz, seguro que al cabo de un tiempo todo se calmaría.
Cogí mi ropa y subí las escaleras en dirección a su dormitorio. Estaba ante la puerta de la ducha. Desnuda. Tuve que tragar saliva.
—Sólo quería decirte, Danielle, que no voy a volver —dije, con gran trabajo—. Dejo el coche ahí fuera. Me iré en autobús. —Estaba segura de que a aquella hora y por aquel lugar no pasaría ninguno, pero me daba igual.
—¿Qué significa eso de que no vas a volver? —preguntó.
—Pues significa eso: que no voy a volver. Ni el sábado que viene ni ningún otro.
Me volví para salir del dormitorio.
—¡Espera! —exclamó. Me quedé de pie y me di la vuelta—. No puedes hacer eso.
La miré. Con gusto le hubiera dicho todo lo que ella no quería oír. Pero, si lo hacía, me volvería a doler, a mí y a ella.
—¿Por qué no puedo hacerlo? —contesté—. Según alcanzo a recordar, nuestro acuerdo sólo servía para el mar Egeo. Ya han pasado las vacaciones, estamos otra vez aquí y todo resulta ya como antes, cuando no había acuerdo. ¿O tienes la sensación de que aún existen deudas que yo deba pagar? —añadí, hostil—. Si lo crees así, lo haré, porque no quiero tener deudas contigo, igual que tú no las deseas tener conmigo.
—No, yo… —Se acercó un par de pasos, con el aspecto de sentirse muy sorprendida—. No, no tienes ninguna deuda conmigo. El coche te lo puedes quedar para ti —dijo—. Es un regalo.
—¿Sin ninguna contraprestación? —pregunté—. No lo había entendido así.
—Desde luego —repuso.
Asentí.
—Bien, entonces me lo pensaré algo más… —Pero en realidad era…—. No, te lo llevo a la oficina el lunes —rectifiqué. No podía ser, porque el coche me recordaba mucho a Danielle—. No me lo puedo quedar, pero ahora me hace falta para irme a casa. Es muy tarde y seguro que no podré coger ningún medio de transporte.
—Estoy segura de que no me conozco a fondo —dijo, se dirigió a la cama y se sentó en ella—. Ya sé que a veces soy terrible —continuó, después de permanecer en silencio unos segundos.
Ahora era la segunda vez que yo me sentía perpleja.
—Ah, ¿lo sabes? —pregunté, incrédula, ya que casi no se podía deducir por su forma de actuar.
—Sí, yo… —alzó los hombros— soy impaciente y brusca.
En realidad, aquella descripción resultaba un tanto benevolente, pero ya era algo. De todas formas, no parecía ser una disculpa.
—¿Y por qué? —pregunté yo.
Me miró. Quería decir algo, de eso me di cuenta, pero luego volvió a levantar los hombros.
—Parece que no puedo ser de otra forma —respondió.
—Entonces no puede haber nada entre nosotras dos —dije—, porque yo no puedo soportarlo. —Por una vez, tenía que decir la verdad y, en cierto modo, aquélla era la parte más inofensiva.
Ocurrió como en el barco, cuando yo dije que quería volverme. Se acercó a mí y me acarició el rostro con suavidad.
—Lo siento —dijo—. Y ya sabes que esto no lo digo muy a menudo. —En efecto, eso lo había dicho en muy raras ocasiones—. Yo soy así… No quiero que te vayas. Y quiero que volvamos a vernos. Aunque no sea el próximo sábado.
Eso ya sonaba de otra forma. Pero ¿cómo podía confiar en ella? También lo había dicho en el barco. Y luego había hecho cosas, como la de esa misma noche, que no se ajustaban muy bien a lo expresado con palabras.
Se inclinó hacia mí y me besó con mucha ternura.
—Quédate —murmuró—. Mañana es domingo. Puedes quedarte todo el día, si quieres.
«Todo el día en la cama», supuse en mi interior, aunque no tenía nada en contra. Sólo en el caso de que ella no se comportara como siempre…
De nuevo me besó con cariño y dulzura. Ella sabía con certeza que yo no podría resistirme. Había funcionado en el barco y también funcionaría aquí.
Me llevó a la cama y me desnudó despacio.
—Yo creo que aún te debo algo —dijo y me hizo tumbarme con ella sobre las sábanas.