Tras aquel acontecimiento, que de alguna forma me había hecho sentir insegura, el comportamiento de Danielle se normalizó. En el barco, todos los días nos íbamos juntas a la cama, incluso varias veces al día. Ella parecía insaciable. Cuando nos bañábamos, cuando saltábamos al agua, nunca estaba segura, por más que ella sólo quisiera nadar. Se comportaba como si yo le perteneciera y careciera de voluntad propia.
Y yo no tenía aquella voluntad propia porque disfrutaba de lo que hacía conmigo y luego lo ansiaba y echaba de menos tan pronto como había pasado.
Yo la amaba. Quería que estuviera siempre a mi lado. Deseaba tocarla, escuchar su risa, sus excitantes sonidos mientras se corría o estaba a punto de hacerlo. Mirar sus ojos, cuyo brillo delataba su excitación, y a veces simplemente limitarme a observarla mientras caminaba por cubierta, alta y elegante como era ella. Aquello daba sentido a mi vida.
Casi no me podía imaginar estar sin ella. Día y noche junto a ella: era la realización de un sueño mucho antes de haberlo podido soñar; un sueño que aparecía en mis noches antes de haber ocurrido.
Su sola presencia ya me hacía feliz y era maravilloso poder mirar su rostro, observar su belleza natural y preguntarme cómo podía suponer que era demasiado mayor para mí.
Sólo había unas gotas de melancolía en todo aquel asunto y era que ella no me amaba. Nunca me lo decía; no era necesario, porque de lo contrario mentiría.
En cambio, en mi caso, cuanto más estaba con ella, más sentía que la amaba, y en mi interior se abría paso el gran problema de que aquel sentimiento era sólo mío.
Para ella parecía estar muy claro que lo que allí ocurría sólo era una transacción económica. Ella me pagaba para que me mostrara amable, para que pasara el tiempo con ella y para que nos acostáramos.
Y no se daba cuenta de que yo actuaba de la forma en que lo hacía a causa de unos motivos muy distintos a los que ella me imponía. Que yo hubiera hecho lo mismo sin necesidad de recibir dinero, con toda mi voluntad.
Pero me obligaba a aceptar regalos y no podía oponerme. De lo contrario, se ofendía, se enfadaba y se ponía de mal humor. Parecía que sentía la necesidad interior de darme lo máximo posible, pero en el sentido más material de la palabra.
Escatimaba sus sentimientos hacia mí, por lo que, en realidad, no era tan generosa como pretendía hacer ver.
«¿Cómo irán las cosas cuando volvamos a casa?», me pregunté.
Las vacaciones tocaban a su fin y yo me había acostumbrado tanto a estar con ella que no sabía lo que pasaría una vez acabado el viaje.
Renuncié a preguntárselo de nuevo, a pesar de que era posible que ella, entre tanto, sí hubiera hecho planes para el futuro. La primera vez que indagué sobre el tema, no tenía ni idea. ¿Por qué iba a ser diferente ahora? ¿Porque se había acostumbrado a mí tanto como yo a ella? Parecía poco probable.
—Podríamos dedicarnos a hacer una excursión de despedida —dijo un día, mientras comíamos—. Regresamos pasado mañana. ¿Quieres ver algo del Egeo? ¿Te gustaría ir a algún sitio? Podemos planearlo.
Yo la miré. Era uno de esos días en los que era amable o pretendía serlo. Ya había habido otros como aquél. Se me ocurrió una idea.
—¿Vamos a Lesbos?
—¿Lesbos? —dijo, divertida—. No, yo no voy a Lesbos. Esa isla tiene una forma indecente.
—¿Una forma indecente? —repliqué, perpleja. No lo entendía.
—Sí, mira aquí —dijo y me señaló el mapa—. ¿Ves? —Me miró con cara picara.
—Ya veo —respondí, algo turbada. Tenía razón. Su forma recordada algo la ilustración anatómica de una vagina.
—Me he preguntado en varias ocasiones si ésa fue la razón que movió a Safo a elegirla como su lugar de residencia —divagó Danielle en voz alta.
—Eso de que te moleste la forma… —mencioné, sin pensarlo.
Ella alzó las cejas.
—¿Crees que estoy tan obsesionada por el sexo? —Las comisuras de sus labios se movieron con una expresión de indulgente regocijo.
—Bueno…, sí —me atreví a decir—. Nosotras… nosotras lo hemos hecho aquí todos los días. Y varias veces. Eso es… —Me interrumpí porque lo encontraba muy embarazoso y no me sentaba bien hablar de ese tema.
—¿Tan sólo porque yo quería? —preguntó ella, en un tono reservado.
Nunca lo habíamos hablado de una forma tan directa, porque, quizá ni se le había ocurrido. Pero tenía que ser así porque era ella la que había propuesto el acuerdo. Y seguro que no lo hubiera hecho si no hubiera tenido algo, aunque sólo fuera un poco, de interés. Al parecer, tenía gran necesidad de aquello.
—N… no —dije, titubeante—. No sólo porque tú quisieras.
«¡Vaya! ¡Qué complicado resulta formularlo así!», pensé.
—Pues todo arreglado —dijo, con una sonrisa en los labios.
Era sorprendente lo rápido que era para ella hacer que todo estuviera arreglado. Uno podría pensar que tenía un gen especial. No quería ocuparse de los detalles problemáticos, ni siquiera admitía la insinuación de que hubiera un problema. Lo rechazaba a base de decir que todo estaba arreglado.
—Entonces no vamos —añadí yo.
—No —respondió—. No merece la pena. Lesbos es una isla muy pedregosa y no tiene ningún atractivo. Hay otros lugares mucho más bellos. Te voy a enseñar unos cuantos.
En realidad, yo ya había visto suficientes islas, porque el Egeo está repleto de ellas. Había sido suficiente para mí y hubiera preferido que nos quedáramos en el barco. Pero parecía querer hacer una excursión de despedida antes de volar de regreso a casa.
—Está bien —dije yo—. Tú eres la que mejor conoce la zona.
—Claro —repuso, y me miró.
Su mirada me señaló que ahora estaba dispuesta para la sobremesa.
Fuimos abajo, al camarote. Era casi como un ritual entre nosotras.
Al deslizarse junto a mí, quise expresarle mis sentimientos.
—Te quiero —susurré sin pensarlo. Me sentía muy cerca de ella.
Cuando nos acostábamos juntas siempre era todo muy hermoso, exceptuando una sola vez; yo lo percibía así y en ocasiones pensaba que podía leer lo mismo en sus ojos, pero siempre era un breve instante del que yo apenas podía disfrutar. Al instante siguiente volvía a construir un muro ante sus ojos, echaba una cortina, levantaba una máscara que se cerraba para mí.
Como ahora.
—¿Qué has dicho? —preguntó, mordaz.
—Yo… Perdona. —Bajé la cabeza—. No quería decir… Es sólo que… ha sido todo tan bonito.
—Eso no es motivo para mentir —dijo y se levantó de golpe.
—¿Mentir? —Me quedé boquiabierta—. Pero si no miento.
Ella me recorrió con la mirada.
—Ah, ¿entonces es la verdad? —Sus labios se curvaron hacia abajo.
—Sí, por supuesto —respondí—. ¿Cómo podría ser de otra forma? ¿Por qué iba a decirte algo que no fuera cierto?
—Quizá sea porque tu madre necesita otra lámpara —dijo.
—¡Danielle! —Ahora fui yo la que se levantó—. Sabes que sólo he aceptado los regalos porque tú lo has querido así. Nunca te los he pedido.
—¿Ah, sí? ¿Has venido aquí sin ningún compromiso y te lo habrías pagado todo tú?
—No hubiera podido hacerlo, Danielle, y tú lo sabes —contesté.
—Bien —dijo y me miró de arriba abajo—. ¿Cuánto quieres cobrar por cada Te amo? ¿Esto? —Sacó un billete de un cajón y me lo lanzó—. Ése es el primer pago.
Cogí el billete y lo rompí ante sus narices.
—Gracias —dije—, pero no lo necesito. Te amo sin cobrar nada por hacerlo.
Sentía frío y su nuevo desplante casi me hizo tiritar, pero me contuve. Debía de haber una forma de quitarle aquella costumbre, pero yo no sabía si tendría el vigor suficiente como para aplicarla. Sus constantes ofensas me agotaban, no en lo físico, pero sí en mi interior. No sabía cuánto tiempo podría aguantarlo.
Ella se volvió.
—¿Por qué no quieres saber la verdad? —le pregunté—. ¿Por qué te niegas a ser amada? ¿Acaso no quieres serlo? —Yo no podía entender que rechazara lo que cualquier persona deseaba.
Ella se irguió.
—No, no quiero —dijo, con cara impasible—. No quiero que lo vuelvas a decir. Nunca más. ¿Me has entendido? —Sus ojos centelleaban.
Yo me sentí totalmente exhausta. No sabía de dónde iba a sacar las fuerzas necesarias para llevarle la contraria; desde luego, ahora ya no podía más. No sólo porque actuara así, como si yo lo hiciera todo por dinero, sino porque, además, también me echaba en cara que yo simulaba mi amor hacia ella.
—Está bien, Danielle —dije en voz baja.
Durante los dos últimos días no volvimos a hablar del tema. Dimos paseos, me enseñó sitios maravillosos y nos acostamos juntas; luego yo me mordía la lengua para no decir nada que pudiera provocar su ira.
En el vuelo de vuelta volví a mirar hacia abajo, al azul Mediterráneo, y ahora me pareció distinto a como lo había visto en el viaje de idea. Aquellas tres semanas me habían cambiado mucho.
Yo no era la misma persona que había ido allí con Danielle. Y ella no era del todo inocente en ese cambio.
Pero yo no podía alterar nada. Ni siquiera lo de seguir amándola, aun cuando no debiera decirlo.
—Necesito dos o tres días para echarle un vistazo a todo. Sé cómo van las cosas y estoy segura de que en la agencia ya habrá muchos asuntos acumulados —dijo Danielle de repente—. Le pediré a Tanja que reserve una mesa para el miércoles. ¿Prefieres algún restaurante en particular?
«¿Cómo? ¿Qué? ¿Qué dices?», pensé, mientras mi mirada se desplazaba desde la ventanilla hasta su rostro.
—¿Qué…? ¿A qué te refieres? —pregunté, perpleja.
—Nada, que si quieres comer en un griego o, después de estas tres semanas, has acabado de ellos hasta las narices. Tenemos que decidirnos por algún restaurante.
¿Decidir? Ella era la que siempre lo hacía y no solía preguntarme. Pero lo que más me sorprendió fue que, al parecer, ya había decidido lo que iba a ocurrir entre nosotras dos después de aquellas tres semanas. Eso era nuevo para mí. ¿Lo acababa de decidir o le había estado dando vueltas en la cabeza desde hacía mucho tiempo? Por lo menos no había hecho ninguna mención sobre el tema. ¿Qué me quería decir?
—No tengo nada en contra de los griegos —repliqué—, aunque cualquier otro también me parecerá bien.
—De acuerdo —dijo—. Entonces iremos a un griego.
Por aquello de la costumbre. Es lo que se hace cuando se acaba de llegar de Grecia. La próxima vez ya nos buscaremos otro.
«¿La próxima vez? ¿La próxima vez?», repetí para mis adentros como si fuera un eco, pues mi cabeza reaccionaba antes que mi voz.
—Bueno, yo había pensado que una o dos veces por semana —añadió Danielle—. Seguro que podré y… —me miró—… espero que tú también.
«¿Vamos a hacerlo una o dos veces a la semana?», me pregunté.
—Ah, sí —dije, ya en voz alta—. Seguro que puedo. Si no se me hace muy tarde. Por las mañanas debo ir a clase y con los exámenes tan cerca me lo tengo que tomar muy en serio.
—Sí, debes hacerlo —asintió, con expresión satisfecha—. Tienes que ir a clase. Casi lo había olvidado.
—Sólo podré quedarme más tiempo los sábados por la noche —dije de un modo automático—. Los demás días me acostaré a las diez.
—Entonces pongamos la noche del sábado como fecha fija —propuso—. A mí me va muy bien. —Yo esperaba que sacara su agenda para anotar la cita, pero no lo hizo. Parecía que podía acordarse—. Pues así lo haremos —añadió—. Tanja tendrá que hacer la reserva de la mesa para el sábado en lugar de para el miércoles. Te llamará para decirte la hora y el lugar, y nos encontraremos allí.
¿Hacía siempre eso con sus… novias? Parecía actuar con mucha confianza.
—Ah…, sí… Está bien —tartamudeé.
En todo caso, volvería a verla, cosa que me había preocupado mucho en los últimos días. Pero ahora ya todo estaba definido. Nos veríamos una vez a la semana, los sábados, iríamos a cenar y nos acostaríamos. Eso último era lo que estaba más claro.
Casi me reí. Como un buen matrimonio de cierta edad.
Siempre los sábados.