Comenzó una temporada maravillosa. Al día siguiente fuimos a una isla mayor, donde daban cursos de buceo. Danielle no los necesitaba, por supuesto, pero esperó durante dos días hasta que yo hube avanzado lo suficiente como para poder salir con ella.
Durante el curso apenas nos podíamos ver y, por las noches, cuando nos íbamos a nuestros camarotes, nunca hizo ninguna alusión a su posible descontento. Dormíamos separadas sin haberlo convenido.
Al tercer día de nuestra salida de buceo, yo dije riendo, al llegar al barco:
—¡Nunca me hubiera imaginado lo maravilloso que es!
Había pensado que aquel beso en el mar que me había dado hacía unos días me había trasladado al ambiente de 20 000 leguas de viaje submarino, pero hoy lo había experimentado tal y como era de verdad, cuando una se sumergía en el silencio de aquel mundo tan particular. Danielle ya había bajado a más profundidad, pero para mí fue suficiente con aquella primera impresión.
Los colores bajo el agua eran increíbles. Los peces, las plantas, todo fluía y se mecía de aquí para allá, como si hubiera una única corriente que los agitara. La ingravidez con la que nos movíamos en el agua fue, para mí, una experiencia asombrosa. Era algo indescriptible, sobre todo para una persona que, como yo, siempre había tenido los pies sujetos al efecto de la tierra firme y de la gravedad, que te fija al suelo y que consideras normal.
Danielle se rió ante mi entusiasmo y se alegró por mí.
—Eres una colegiala con mucho talento —alabó—. El profesor de buceo está muy sorprendido de todo lo que has aprendido en tan poco tiempo. —Se inclinó hacia mí y me besó dulcemente en los labios; luego se echó de nuevo hacia atrás y se quiso volver.
Yo la cogí y la besé con pasión.
Cuando la solté, me miró con una expresión de sorpresa. Luego se inclinó una vez más y me ofreció sus labios; yo puse los míos encima y ella suspiró en voz baja. Cerró los ojos y abrió la boca.
—¿Te sigue doliendo? —preguntó.
Yo negué con la cabeza.
—No.
Y aunque siguiera el dolor, yo lo ignoraría. Me apetecía mucho tocarla y no quería renunciar a eso por más tiempo.
Danielle se apoyó contra la pared y me besó con fuerza.
¡Oh, aquellos dos días se le habían hecho muy largos y, sin embargo, se había dominado! Lo tuve muy en cuenta.
Sus manos levantaron mi camiseta y tocaron mis pechos.
Las dos gemimos a la vez.
—Tendríamos que ir abajo —dijo, jadeante—. Estamos muy cerca de la orilla.
Se dio la vuelta, me cogió de la mano y tiró de mí por las escaleras rumbo al camarote. Allí me besó de nuevo con pasión y vehemencia; casi no se podía reprimir. Bajó rápidamente y me esperó en el pasillo.
Pero en mí había todavía un pequeño y último atisbo de juicio. Cuando la miré, antes de bajar tras ella y quedarme casi paralizada por el ansia que irradiaban sus ojos, por mi cabeza cruzaron un par de pensamientos que tenía que expresarle en primer lugar.
Me imaginaba que ella se enfurecería de nuevo. Incluso en la oficina sentía miedo porque podía desquiciarse en un instante…, aunque la mayoría de las veces se recuperaba con rapidez, porque la profesionalidad la ayudaba en los temas de negocios; en la vida privada no tenía ningún motivo para contenerse. A pesar de todo, en el último momento acababa por tranquilizarse y yo esperaba que siguiera teniendo aquella capacidad.
Al llegar, me puse a su lado, ella me oprimió contra la pared y me besó con violencia. Entró en mi boca como si la quisiera perforar y casi no tuve la oportunidad de devolverle el beso. Una especie de temor creció en mí. ¿Aquélla era su actitud habitual y lo que yo ya había vivido con ella no era una excepción?
Sin embargo, me tranquilicé un poco cuando…
—¿Danielle? —aproveché la oportunidad de hablar cuando sus labios se desplazaron a mi cuello y, por fin, me liberó la boca.
—¿Humm? —Reaccionó, distraída. Estaba claro que ahora no quería hablar.
—¿Puedo… puedo pedirte algo?
«¡Y, por favor, por favor, no te enfades!», pensé como en una súplica. Hubiera preferido no decir nada, dejarlo todo tal y como ella deseaba. Hubiera sido lo más sencillo. No surgirían problemas y ella se sentiría satisfecha, pero lo cierto es que yo lo tenía que hacer. No podía soportarlo una vez más.
—Claro —dijo, aún ausente. Ya casi me había bajado los pantalones cortos y seguía acariciándome el cuello con los labios. Pensaba en otra cosa.
—Yo… yo no quiero… —continué, turbada. Casi era incapaz de decirlo.
Ella levantó la cabeza y me miró a los ojos, excitada aunque mantenía, como siempre, el dominio de sus sentimientos.
—No voy a hacerte daño —prometió en voz baja—, no tengas miedo. Ya ha pasado todo.
Sonrió y me pasó la mano por la cara con toda delicadeza. Luego quiso continuar con lo que hacía, pero yo la interrumpí. Bajó de nuevo la cabeza.
Su promesa me tranquilizó en parte, pero yo no me refería a eso y tuve que empezar de nuevo.
—Danielle, yo… yo no quiero… ¡Por favor, no me des dinero! —dije, poniéndome colorada como un tomate, en parte por su actividad sobre mi cuerpo y en parte por la vergüenza que me causaba aquella idea y por el esfuerzo que me había costado decirlo a pesar de mi timidez. ¿Cómo reaccionaría? Aquél siempre sería un tema embarazoso para las dos.
Me di cuenta de inmediato, porque enseguida dejó de acariciarme. Una verdadera lástima, porque cesó el hormigueo que había empezado a apoderarse de mí. Ella levantó la cabeza y me miró de nuevo.
«¡Por favor, por favor, no te enfades!», dije para mí, vacilante. No había nada que pudiera resultar más frío que su ira. Yo casi no podía soportarla. Pero ella era así y yo no podía…
—Me pagas la estancia, el curso de buceo, los regalos —intenté decir, de un modo razonable, a pesar de que en mi interior temblaba de miedo por lo que ella pudiera responder—. ¿No basta con eso? —Me reí e intenté parecer relajada, como si no me supusiera ningún esfuerzo hablar del tema—. ¡No estoy acostumbrada a los lujos! —exclamé, con una sonrisa en los labios—. No hace falta que me des nada más.
«¡Por favor, por favor, no me des dinero!», pensé. Si no le hubiera dicho nada, ella lo habría hecho, de eso yo estaba muy convencida.
Danielle alzó las cejas.
«¡Oh, Dios mío, no!». Si no hubiéramos estado bajo cubierta, habría pensado que el cielo se había encapotado.
—No me gusta tener deudas —dijo, en un tono frío, muy apropiado para los negocios, sin dejar traslucir ningún tipo de sentimiento en su voz.
Pretendía controlar su ira y lo mejor que yo podía hacer era dejar de irritarla.
—No debes nada —contesté, intentando imitar su tono de voz, cosa que sólo conseguí en parte. No era tan buena como ella. Yo no tenía la sensación de estar manteniendo una conversación de negocios, pero ella parecía que sí—. Piénsalo, ya lo has pagado todo, incluso demasiado… —Tragué saliva—. No me merezco tanto. Soy yo la que tiene una deuda contigo.
Intenté reír de nuevo de una forma relajada; esperaba que aquello sonara bien y la convenciera. ¡Me tenía que salir bien! Ya era malo tener que hablar del tema como si las dos estuviéramos haciendo tratos comerciales…
—¿Está bien lo de los regalos? —preguntó, en el mismo tono frío—. ¿Lo que no quieres es dinero?
Pensé en el reloj. No, no estaba bien, en absoluto. Había despertado en mí la misma sensación que si me hubiera puesto en la mano unos billetes. Pero había que hacer concesiones y puede que así fuera más fácil soportarlo.
—Sí —asentí—, los regalos están bien.
Si se sentía comprometida de alguna manera y pensaba que ella había contraído alguna deuda conmigo, su humor hubiera ido a peor día a día. Seguro que yo no lo hubiera podido soportar durante mucho tiempo. Por lo tanto, debía darle la oportunidad de compensar sus «deudas».
¡Bastaba con que no lo hiciera en dinero contante y sonante! Sólo con eso ya se habría conseguido un avance. Sentirse obligada con alguien era una situación que, como parecía evidente, ella no podía soportar e intentaba evitarla desde un principio. Resultaba terrible para ella.
—Bien —dijo, siempre con un tono muy mercantil—. Estoy de acuerdo con eso.
Yo suspiré aliviada. Al menos no se había subido a cubierta.
Se acercó de nuevo a mí y me miró a la cara con una expresión extraña. ¿Qué vendría ahora? ¿Qué querría de mí? Agarró mi camiseta y me la sacó por la cabeza. Luego me bajó los pantalones hasta los pies y me quedé desnuda. Era la primera vez que tenía que pagar mis deudas con ella. Así era como yo lo había descrito.
Retrocedió un paso para poder verme entera, para observar todo mi cuerpo, de arriba abajo. A lo que no llegaba era a verme la cara con claridad.
Tuve que contenerme para no echar a correr, para quedarme allí de pie y permitir otra vez que su mirada se posara sobre mi cuerpo. Mis pezones se endurecieron en contra de mi voluntad, pero me superaba la tensión de mi cuerpo.
Dijera yo lo que dijera, ella lo iba a reducir a un negocio y me daba la sensación de ser un objeto comprado por ella. Pensé con cinismo que Danielle podía haber sido una tratante de esclavos del siglo XVIII. Mi cinismo creció segundo a segundo, a medida que ella me miraba y remiraba. Me trataba como a una puta y yo me sentía como si lo fuera. ¿Cómo podía soportarlo sin un poco de cinismo?
Se acercó de nuevo a mí y se colocó delante. Se inclinó con lentitud y cogió un pezón con su boca.
Yo cerré los ojos. ¿No dicen que las putas no sienten nada? Pues yo no lo podía aguantar: yo sí sentía algo. Aquellos últimos días la había añorado mucho y esperaba que ella sintiera lo mismo por mí.
Pero la añoranza no es lo mismo que el deseo. De eso ya me daba cuenta.
En ella se había acumulado el anhelo y el deseo por mi cuerpo, debido a que se había reprimido durante mucho tiempo y continuaba haciéndolo. Yo no me lo podía explicar, pero ella ahora quería satisfacerse. No era añoranza ni anhelo por mí, por la mujer que vivía en mí, por mi espíritu. Al parecer, eso le daba igual.
Yo, por el contrario, sí sentía una gran nostalgia por ella, por la auténtica Danielle, por la mujer que había en su interior y a la que no dejaba mostrarse, aunque yo estaba convencida de que se hallaba allí. Lo había visto durante un instante en sus ojos cuando no prestaba atención, cuando estaba demasiado excitada y no podía controlarse. O, sencillamente, cuando hacía algo agradable para mí. ¿Cómo se podría sacar al exterior a aquella Danielle, a aquella maravillosa persona que estaba retenida dentro de ella y sólo asomaba en ocasiones?
Suspiré. Ella me había lamido y acariciado los pezones, los había mimado con su lengua, y ahora, sin poder evitarlo, estaban erectos. En aquel momento se despertaron en mí unas magníficas sensaciones que llegaban de allí y me excitaban. Me apoyé con más fuerza contra la pared. Si ella quería que siguiéramos de pie, yo necesitaría un apoyo.
Noté su cuerpo al enderezarse y apoyarse contra mí.
—Venga —murmuró—, mírame.
Pero sonaba como una orden y aquello no podía ser. Podía haber sido mi imaginación, porque yo lo hubiera hecho con sumo gusto…, si me lo hubiera pedido con amabilidad.
Abrí los ojos y miré su cara, muy cercana a la mía. El pasillo estaba muy oscuro y era difícil verle los ojos, aun cuando estuviera muy cerca. Me hubiera gustado averiguar si ella sentía algo que fuera más allá del puro deseo sexual, pero no pude descubrirlo.
Su mano se deslizó por mi cuerpo, lo acariciaba y me excitaba. Llegó hasta mi trasero, pasó sobre él con suavidad y luego llegó a los muslos. Suspiré de nuevo. Intenté llevar mi mano a sus pantalones para acariciarla.
—No —rechazó—, primero tú. Quiero verte.
Bajé la mano. ¡Y ahora esto! De pie, con los ojos abiertos y sin poder distraerla. Pedía mucho de mí. Pero estaba claro que no sabía lo complicado que resultaba para mí, tan cercano el momento de la pérdida de mi virginidad, sin tener mucha experiencia sexual en la que apoyarme y con la gran timidez que me caracterizaba.
—Sí —dije, simplemente, pues no tenía otra opción que obedecer sus órdenes.
Yo estaba allí de pie y esperaba, ella me observaba muy de cerca y yo no podía desviar su mirada. La poca luz que había allí abajo daba directa contra mis ojos y no en los suyos. Sus ojos estaban en la oscuridad, pero en los míos se podía reconocer lo que me sucedía, aunque yo esperaba que sólo se pudiera apreciar un poco, por lo menos no todo.
Me acarició el trasero, los muslos. Noté su respiración en mi piel y en mi rostro. Se excitaba al tocarme. Y yo también me excitaba, y me hubiera gustado cerrar los ojos, pero no debía hacerlo. Me pasó las manos por los pechos y los apretó, luego usó los pulgares para acariciarme los pezones hasta conseguir que estuvieran totalmente erectos. Yo me sentía como si estuviera atada a un aparato de medidas y fuera a ser sometida a un test de laboratorio.
Retiró sus manos como si el resultado de la medida hubiera sido el adecuado y ahora quisiera comenzar con el siguiente experimento. Su mano se dirigió a la cara interna de mis muslos.
—Sepáralos —pidió en voz baja—. Piensa en lo que te he dicho.
Intenté pensar en que me había prometido no hacerme daño y separé un poco las piernas. Ya había sido bastante difícil. Comencé a temblar cuando sus dedos avanzaron hacia el centro. No obstante, la forma en que me acariciaba me proporcionaba una sensación maravillosa. Suspiré de nuevo.
—Bien —dijo ella—. Así está bien.
Sus dedos ascendieron hacia mi ingle, luego bajaron de nuevo y, siguiendo la línea del vello, llegaron hasta el centro.
Me retorcí ante sus caricias y separé un poco el trasero de la pared. Era tan suave y dulce… Quería olvidarme de la forma en que había terminado la última vez. Yo ya no era virgen y no me haría daño. Seguro que no.
Se movió de nuevo hacia el centro. Yo noté que mi humedad impregnaba sus dedos y que ella la recogía para extenderla. La frotaba con mucha suavidad sobre mis labios vaginales y yo comencé a respirar con más fuerza. Ahora quería hacer que mi respiración cayera sobre su rostro, como ella había hecho antes, mientras seguía estimulándome. Yo cada vez me sentía más excitada.
Suspiré. Mis pezones reaccionaron a las insinuaciones que llegaban desde abajo y se pusieron firmes, como soldaditos de plomo; hormigueaban y me proporcionaban una sensación muy placentera, que luego se centraba entre mis piernas.
Los dedos de Danielle me acariciaron en busca de algo más interior, hasta tocar en la puerta de mi intimidad. Me estremecí.
—Piensa en lo que te he dicho —repitió ella.
¿Estaría enfadada por mi reacción? Tenía un tono muy indiferente. Usó dos dedos para desplazarse por los labios y luego los separó un poco. Volví a notar un tirón. ¿Podría haber crecido todo de nuevo en los últimos dos días? Una vez más, sentí miedo.
Sus dedos avanzaron un poco más y noté cómo se abría mi entrada, aunque eso ya lo había hecho antes. Siempre había estado muy abierta. Uno de sus dedos profundizó un poco más, muy poco, no podía ser más allá de la longitud de una uña. Siguió hacia dentro: todo parecía ser demasiado estrecho, porque yo continuaba sintiendo la presión. De repente se detuvo y empezó a mover el dedo una y otra vez, con mucha lentitud, hacia delante y hacia atrás. Su dedo oprimía la parte superior de la entrada, en la pared de la vagina.
Yo respiré con dificultad. ¿Qué sensación era aquélla? La miré, sorprendida.
—¡Esto es fantástico! —exclamé, con un balbuceo. No dolía y me proporcionaba una sensación maravillosa.
—Ya lo sé —respondió.
No podía verla con claridad, pero me pareció que sonreía. Cuando ella se dio cuenta de que yo no tenía ningún problema, aceleró su movimiento y lo hizo un poco más intenso.
Me apoyé en la pared con los hombros. Lo demás no se podía quedar tranquilo. Me pegué contra ella e intenté seguir su ritmo, acompañarla. No tardé mucho en empezar a gemir. Su presión se hizo más fuerte y luego desplazó su pulgar hasta el vértice de mi sensibilidad; no lo pude aguantar más y grité. Por dentro y por fuera todo resultó ya excesivo. Me mordí la lengua, los labios, todo lo que pude encontrar. Luego se contrajo todo mi cuerpo y mi estómago se endureció como una tabla. No pude más y emití un sonoro y prolongado gemido.
Me sujetó con fuerza al notar que mis rodillas estaban a punto de fallarme y yo me apoyé en ella. No cesaba la tensión en mi estómago; por el contrario, se mantenía gracias a la colaboración de su dedo, que seguía acariciándome por dentro.
«No puedo más…, no puedo…, casi no lo puedo soportar… ¿Qué hace? ¿Qué hace conmigo?».
Noté una nueva oleada, esta vez mucho más intensa. Mis rodillas no me mantenían en pie. Me agarré a sus hombros, gemí y mordí: ella jadeó. Le había hecho daño. Ahora ya sabía lo que era eso del dolor. Pero no pude alegrarme de mi venganza durante mucho tiempo, porque ella no paraba. El siguiente orgasmo fue aún más violento, mis gemidos fueron más ruidosos y mis rodillas se transformaron en un flan, en gelatina, en agua…
No le iba a pedir que se detuviera, eso no había servido de nada la última vez y ahora resultaba magnífico, pero ¿durante cuánto tiempo más iba a seguir torturándome?
Sus dedos parecían incansables. Danielle debía de tener mucha fortaleza, porque me sujetaba con fuerza a pesar de que mis propias piernas hacía tiempo que habían dejado de sostenerme. Y ahora ya no tenía un capricho especial por mirarme a los ojos mientras me corría. Entonces, ¿por qué no paraba?
Su pulgar tocó otra vez mi perla como si quisiera prolongar la excitación que aún sentía, y luego la acarició de nuevo, dentro y fuera; yo exploté con más fuerza aún que la vez anterior.
Respiré con mucha dificultad, jadeé y con un gran esfuerzo me agarré a ella. Los calambres eran tan potentes que alcanzaban todo mi interior, todo mi cuerpo, todo parecía obedecer a mis ganas, o más bien a las suyas, a las de Danielle. Gemí una vez más y me colgué de ella como si fuera un trapo mojado, pero todavía tuve que entregarme un par de veces más hasta que se dio por satisfecha.
Y se sintió muy satisfecha cuando, por fin, me dejó en paz.
—Es fantástico eso de ser tan joven… —dijo, y esta vez no tuve que mirarla: no podía disimular la satisfacción de su voz.
—Has estado a punto de matarme —protesté débilmente, antes de poder pensar que no era oportuno contradecirla.
Pero ella parecía tan contenta que la protesta no le afectó.
—Yo no —dijo—, sino tú misma.
Sonaba muy divertida y muy, muy satisfecha. Una vez más había superado todas las pruebas laborales y todas sus expectativas.
Era mejor que yo hubiera aclarado antes el tema del dinero. ¿Quién podía saber la forma en que valoraba lo que acababa de pasar allí? ¿Un billete? ¿Dos? Yo prefería que no surgiera aquella cuestión. Y me sentí sorprendida por lo que ella había hecho. Apenas había profundizado en mí, sólo por la entrada y yo casi no me había enterado.
Yo me había esperado que, una vez que ya había abierto el camino, quisiera disfrutarlo usándolo tantas veces y tan profundo como pudiera. Pero lo de ahora había sido algo muy distinto. Parecía como si hubiera querido hacer algo para reparar los daños.
Yo también había percibido su excitación. No era yo sola la que había disfrutado. A lo mejor lo había hecho por su propio placer.
Me recuperé poco a poco y me enderecé.
—Perdona que te haya mordido —dije con timidez—. No quería. Lo siento. Pero es que era tan… fuerte.
—¡Hummm! —respondió ella, siempre con aspecto satisfecho. Ahora también me podía dar cuenta—. Me va a salir un moratón. Hacía mucho tiempo que no tenía un chupetón. —Estaba contenta—. En comparación contigo, ya soy muy mayor para hacerlo de pie. —Sonrió con picardía—. Vamos. —Se volvió hacia el dormitorio, pero dejó que yo fuera delante.
Cuando llegué, dudé entre ir a mi camarote o al suyo. No quería entrar en el de ella, porque me traía malos recuerdos, pero los superaría.
Su mano pasó por delante de mí y agarró el picaporte de mi camarote.
—Entremos aquí —dijo.
¿Qué significaba aquello? ¿Una súbita sensibilidad? Me di la vuelta hacia ella, pero su cara se mostraba inexpresiva e inmóvil. Quizás hubiera sido tan sólo una casualidad el que hubiera preferido aquel camarote en lugar del otro. De todos modos, todo el barco, y ahí iba yo incluida, era suyo.
Al entrar, esperé a que pasara delante de mí para tumbarse en mi cama. Me miró. Yo no sabía lo que esperaba. ¿Me lo iba a decir? Al parecer tenía un concepto muy concreto de lo que deseaba exactamente.
Me acerqué y me puse de rodillas al borde de la cama. Intenté dar una apariencia de tranquilidad.
—¿Cómo… cómo te apetece? —pregunté, mientras trataba de mantener durante otro instante su intensa e indefinida mirada.
—Ya se te ocurrirá algo —respondió ella.
¿Qué expresión era aquella que tenía en los labios? ¿Ironía? ¿Impaciencia? No fui capaz de identificarla.
Alcé las cejas en plan dubitativo.
—¿Estás segura? Ya sabes…
Las comisuras de sus labios se dispararon claramente hacia arriba.
—No soy tan exigente —dijo, divertida.
¿Ah, no? ¿Significaba eso que lo quería otra vez rápido, violento y profundo, como cuando estábamos en cubierta? ¿O volvía a ser una prueba? Parecía que aquí iba a tener lugar de nuevo un examen. Hubiera preferido tener que hacer ese mismo día la prueba de selectividad. Hubiera sido más sencillo. Sin embargo, se me ocurrió algo.
—¿Tienes… tiempo? —pregunté con prudencia.
Ella sonrió, sorprendida.
—¿Tiempo? ¿A qué te refieres? Tenemos todo el tiempo del mundo, por lo menos dos semanas.
—No, quería decir si tú…
«¿Por qué tengo que decir estas cosas con palabras?», pensé.
—Ah, te refieres… —Rió de nuevo, aunque se sentía un tanto perpleja, como si también tuviera un atisbo de curiosidad—. Te refieres a si estoy demasiado cachonda para poder esperar.
Yo nunca hubiera llegado a decirlo de una forma tan directa. Aquélla era su especialidad. Yo ya me había acostumbrado a ponerme colorada en su presencia, pero, por algún milagro, parecía que el color rojo se había agotado en mí. No dije nada acerca de que sí había captado la parte principal de mi pregunta y que ahora yo esperaba tan sólo una respuesta.
—¡Hummm! —exclamó, en un tono afirmativo—. Podré dominarme, no faltaría más.
¡Oh, ya lo creo que podría! De eso yo estaba totalmente convencida.
Ahora ella me miró con curiosidad. Era una mirada que casi nunca había percibido en Danielle.
—¿Qué va a ser? —preguntó ella.
Yo me encogí de hombros.
—Ya veremos —respondí, imprecisa. No podía decirlo con seguridad. ¿Acaso era una experta en sexo? Ella me había metido en aquel mundo casi sin aprendizaje, porque eso es lo que yo hacía: aprender. Lo que yo siempre había echado de menos en ella intentaría dárselo ahora: caricias.
¿Las deseaba de verdad? Lo que pretendía durante todo el tiempo era llegar lo antes posible al orgasmo y cuantas más veces mejor. Ella me había apremiado para que lo hiciera con ella y así lo había hecho también conmigo. Pero ahora lo que yo quería era justo lo contrario. Quizá se negara, al darse cuenta de lo que yo quería hacer, y me exigiera una satisfacción rápida.
Me miró a la cara durante unos instantes.
—De acuerdo —dijo después.
Yo respiré aliviada en mi interior.
—¿Podrías… podrías darte la vuelta, por favor, tenderte sobre el estómago? —pregunté con inseguridad. Como nunca le había pedido nada, era algo poco habitual.
En su mirada apareció algo así como la desconfianza y el recelo. Seguro que aquélla no era su postura preferida, porque dejaba de tenerlo todo bajo control.
—No tienes que… —dije yo rápida—. Si no quieres.
—Bueno, bueno, está bien —respondió ella, tumbándose.
Sin embargo, su mirada seguía expresando desconfianza. Muy despacio, se dio la vuelta. Me miró a los ojos tanto como pudo antes de acabar de tumbarse boca abajo.
Al recordar lo que ella me había hecho cuando yo me tumbé, me pareció normal que sintiera algo de desconfianza. Era lógico que estuviera preocupada. ¿Pero podría devolvérselo? Al contrario de lo que me ocurrió a mí, ya hacía mucho tiempo que ella no era virgen.
Danielle estaba allí, tumbada y tensa. Se podía ver con claridad que aquello no le gustaba nada. Nada de nada. Entonces, ¿por qué había aceptado? Hubiera podido negarse, ya que era yo la que tenía que seguir sus órdenes y no ella las mías. En todo caso, aquellos pensamientos no eran necesarios. Yo no iba a hacerle ningún mal. Sólo deseaba acariciarla. Tan suave y durante tanto tiempo como pudiera y ella permitiera.
Comencé a rozar su espalda con lentitud, de un lado a otro, de arriba abajo. Y pude reconocer mi éxito: de inmediato se le puso la carne de gallina.
—Tienes un cuerpo maravilloso, verdaderamente perfecto —susurré, admirada, al cabo de un tiempo.
Ella se rió casi con desdén.
—¡Me cuesta lo mío! Tengo un gimnasio en el sótano de mi casa y lo uso a diario.
¿Para qué lo hacía? Me pregunté. O, mejor dicho, ¿para quién? ¿Para ella misma? ¿O para las mujeres a las que quería seducir y ante las que deseaba presentar un aspecto impresionante?
—Pronto dejaré de utilizarlo —murmuró para sí misma, como si no me lo dijera a mí.
«¿Qué quiere decir con eso? ¿Tiene miedo de la edad?», pensé para mis adentros.
Era aún bastante joven. Mayor que yo, pero no tanto como para tener que preocuparse.
Yo no la entendía. ¿Había conseguido entenderla alguna vez? Era un enigma repleto de preguntas por mi parte, pero las respuestas podía contarlas con los dedos de una mano y sobraban dedos.
Mis manos buscaron por sí mismas el camino a través de los maravillosos rastros de una piel que se estremecía y formaba finos relieves. Se relajó y su respiración se tranquilizó, hasta hacerse más regular. A veces suspiraba.
Me incliné hacia delante y soplé un poco de aire sobre su espalda. La besé con calma en los omoplatos, pasé mis labios por su piel y luego avancé por todo su cuerpo. Mis manos acariciaron sus costados para pasar después a sus pechos y poco a poco, al cabo de un período de tiempo muy superior al que nunca hubiera pasado con ella, comenzó a agitarse, intranquila.
La acaricié tanto tiempo como nunca hubiera podido imaginar. Las puntas de los dedos me cosquilleaban y buscaban algo más. Puede que a ella le ocurriera lo mismo. Me desplacé con cuidado sobre su espalda, con timidez, porque no sabía cómo iba a reaccionar. Pero no intentó librarse de mí, así que me armé de valor y continué.
Me tumbé sobre ella y coloqué mi mano entre sus piernas para poder acariciarla mientras seguía allí, tumbada, de espaldas. Sus movimientos se hicieron cada vez más inequívocos. Respiraba con fuerza, aunque parecía dominarse, tal y como había prometido. Pero no podría aguantarlo durante mucho más tiempo.
Era maravilloso. Era la primera vez que todo mi cuerpo estaba tumbado sobre el suyo mientras se corría, mientras se movía, se retorcía e intentaba empujar hacia arriba con su trasero, aunque no lo conseguía, porque yo estaba tumbada encima y la aprisionaba contra el colchón.
Ella jadeaba y gemía. Intentaba conseguir más sitio y tomar más aire, pero todo era en vano. Yo la agarraba con fuerza y lo único que ella podía hacer era o bien abandonarse en aquella posición y permitir que yo la controlara o bien dejarlo.
Estaba claro que no le gustaba ninguna de las dos alternativas.
Bien, existía una tercera: podía haberme ordenado que yo hiciera otra cosa. Pero no parecía querer hacerlo y, de hecho, no lo hizo.
En un momento determinado noté cómo se debatía y se arrimaba a mí, engarfiaba los dedos en mi almohada y gemía muy hondo. Su trasero se alzó una vez más; luego se detuvo.
Era maravilloso estar tumbada encima de ella, notarla, percibir su excitación, ahora decreciente, su respiración dificultosa y el sudor en su piel. La besé en los lóbulos de las orejas.
—¿Te ha gustado? —pregunté, con un susurro—. ¿Quieres que lo haga otra vez?
—No —respondió—. Así no.
Su voz sonaba casi indiferente. De nuevo se mostraba tranquila y fría, como siempre. ¿Acaso no le había gustado? No lo parecía.
—¿Entonces cómo? —pregunté, con una voz a la que procuré dar un tono de negocios.
Me sentí decepcionada. ¿Ni siquiera un mínimo reconocimiento? Por fin ella había dejado que se me ocurriera algo y yo pensaba que, teniendo en cuenta mi falta de experiencia, lo había hecho muy bien. Estaba claro que ella esperaba mucho más. Quizá no hubiera sido nada especial, un aprobado justito. Tragué saliva.
—Quítate de encima de mí —dijo en un tono brusco.
Aquello no había sonado bien. Puede que no le apeteciera nada si no era ella la que estaba encima o si no había ordenado expresamente lo contrario. Además, yo casi la había obligado a que no me comprara con dinero y su reconocimiento siempre tenía algo que ver con el pago. Por tanto, ¿qué es lo que yo esperaba? Nada de dinero suponía que no iba a obtener ningún reconocimiento. Eso era todo. Me separé de ella y me puse en pie.
Danielle estaba furiosa y yo no quería que lo estuviera. Despacio y con todo cuidado pasé la mano por sus cejas, que estaban un tanto alzadas. Ella asió mi muñeca con fuerza.
—No —dijo, aunque no sonó muy airado.
—Yo sólo quería acariciarte —dije en voz baja—. No te he hecho nada.
Pero la expresión de su rostro decía todo lo contrario. Yo sí le había hecho algo que ella no quería. Algo que yo no sabía con certeza lo que era.
Bajó de nuevo su mano y dejó de sujetar la mía, pero me mantuvo alejada para que no pudiera rozarla.
—¿No ha sido bonito mientras te he acariciado? —le pregunté, en voz muy baja.
Respondió con un largo silencio.
—Sí —contestó luego, como de mala gana.
—Me gustaría hacerlo más veces —me atreví a decir. Ojalá no le pareciera demasiado osada—. ¿Estás… estás de acuerdo?
¿Formaría parte aquello del apartado «sexo» y estaría incluido, por tanto, en nuestro acuerdo, o para ella era una cosa distinta, algo con lo que podría quedar en «deuda» conmigo y eso no lo quería? Seguro que en tal caso se negaría.
Tampoco contestó.
Aquello no tenía muy buen aspecto…
Pero, de repente y para mi sorpresa, sonrió.
—Si no te limitas sólo a eso… —contestó con sosiego.
Yo reí, aliviada y feliz al ver que parecíamos estar de acuerdo en algo.
—No —respondí con una sonrisa—, no tenía previsto sólo eso.
Yo seguí acariciándole las cejas; luego bajé la mano y rocé su cara.
Ella cerró los ojos y se mantuvo inmóvil.
«Te quiero, Danielle», dije en mi interior; claro está que no lo hice en voz alta.
En aquel momento parecía muy feliz, pero podía cambiar de humor en el instante siguiente.
Me incliné hacia ella y la besé con ternura.
—Danielle… —susurré.
Ella se separó de mis labios con la misma suavidad con que yo la había besado.
—Creo que ha sido suficiente por hoy —dijo.
Sonó bajo y no muy imperativo, pero la solté y dejé el paso libre para que pudiera salir de mi camarote.
La miré. Lamenté no poder tenerla mucho tiempo a mi lado, porque estaba segura de que ella no querría. Me tumbé en la cama y aspiré el olor que ella había dejado impregnado allí. Su aroma, su risa y su presencia, todo me hacía feliz. ¿Por qué no podía ser siempre así?
Aunque, en realidad, no quería dormirme, al cabo de un rato me venció el sueño.
No supe cuanto tiempo estuve dormida, pero, cuando me desperté, Danielle entró por la puerta de mi camarote y me miró. ¿No había dicho eso de «ha sido suficiente por hoy»? Parecía habérselo pensado dos veces. Me volví sin articular palabra y le hice sitio en la cama.
Ella permaneció sin decir nada durante unos segundos y me miró con una expresión extraña. Luego se animó y dijo:
—No. Quiero otra cosa. Me gustaría invitarte a dar un paseo.
¿Un paseo? ¿Por encima del agua? La miré un tanto desconcertada.
Ella sonrió.
—Has dormido como un bebé —dijo—. No te has dado cuenta de que llevamos un rato navegando.
Me levanté y miré por el ojo de buey. Era cierto.
—No, ni me había dado cuenta —dije, sorprendida—. He debido dormir profundamente.
—Es el curso de buceo —repuso ella—. Cansa mucho.
¡Estaba como una cabra! ¡El curso de buceo! Bueno, si así lo creía, no era yo quién para contradecirla.
—Sí, es el curso de buceo —confirmé.
Nos dirigíamos a una isla más apartada, más pequeña que las otras que conocíamos. Ya de lejos parecía que allí no había nadie y, al acercarnos con la barca, aquella impresión se consolidó aún más. Parecía estar totalmente desierta. Llegamos a una pequeña pasarela, muy vieja.
Danielle se adentró en la isla y me miró. Todo tenía un aspecto salvaje y como encantado. La isla estaba cubierta de vegetación, como el castillo del cuento de la Bella Durmiente. Y, sin embargo, o quizá por eso, tenía un encanto propio, un atractivo mágico, como el de una mujer bellísima a la que no se pudiera poner el menor reparo.
Nos abrimos paso hacia el interior de la isla a través de una senda cubierta de maleza, pero todavía reconocible.
De súbito, oculta entre arbustos y árboles, apareció una casa, cuya fachada, que ahora tenía una tonalidad gris, había sido blanca en su momento. Delante había un jardín, que en su época debió de estar bien cuidado: tenía estatuas blancas que representaban a personas desnudas colocadas sobre pedestales; eran figuras masculinas y femeninas, pero sobre todo masculinas. Además, había una fuente muy bella.
Tuve que sonreír. ¡Aquellos griegos de la Antigüedad…! Había oído hablar de eso en el colegio. Entre ellos no predominaba el amor heterosexual, que sólo era visto como un mal necesario. Sin embargo, el verdadero amor, el que merecía ese nombre, se asociaba a los sentimientos homosexuales, entre hombres.
Las mujeres no significaban mucho. El mayor ideal estético era el bello cuerpo de un joven, que, tal y como lo apreciaban los hombres, debía estar totalmente desnudo. Eso se podía observar muy bien en el jardín, hoy cubierto de maleza, pero que un día debió de ser una obra maestra. Había estatuas de desnudos masculinos una al lado de la otra, aunque a veces, casi como si al principio se hubieran olvidado de ellas y luego no se encontraran motivos para hacerlo, se agregaban un par de figuras de mujeres, que debían de ser representaciones de diosas; sus cuerpos estaban parcialmente cubiertos con telas y vestiduras ondulantes hechas de piedra. De hecho, no había mucha tela, porque allí siempre hacía calor.
Reconocí, o pensé que reconocería, a Afrodita. Era la más hermosa. Luego estaba Artemisa, a la que los romanos llamaron Diana, con su arco de diosa cazadora, y más allá se situaba una Atenea algo espiritualizada. Pero sólo eran unos añadidos complementarios a los bellos jóvenes de nombre y origen desconocido. También había hermosas figuras de dioses, como Apolo, uno de los muchos hijos de Zeus, y el hermano gemelo de Artemisa, con una lira en el brazo para distinguirse del arco de su hermana. También estaba Adonis, que no fue un dios, pero que se convirtió en el amante de Afrodita, y Hermes, el pícaro mensajero de los dioses.
Aquí parecía estar reunido todo: todo lo que era joven, bello y excitante. El mármol blanco no había perdido nada de su esplendor.
—¿Te gusta?
Cuando Danielle me habló, yo casi desperté de un sueño, como si me hubiera sumergido en el tiempo igual que lo había hecho en el mar, como si la Antigua Grecia aún existiera y yo estuviera de visita.
Me volví y miré a Danielle, que sonreía, como si fuera ahora una de aquellas figuras, una diosa de mármol, como si un escultor hubiera conseguido plasmar en ella la imagen perfecta de una mujer. Ella lo era por su propia naturaleza.
—Si, es impresionante —dije—. ¿Qué es esto?
—Es… es una isla —titubeó Danielle.
—Mira, si no me lo llegas a decir… —bromeé—. No me hubiera dado ni cuenta.
Ella también sonrió.
—La cultura de nuestro país se ha echado a perder —dijo—. ¿Qué hay que esperar de ella?
—Es fascinante —repuse—. ¿Quién lo ha hecho?
—Un loco egocéntrico —respondió—. Quería volver a crear la Antigua Grecia, pero no duró mucho. Pronto perdió las ganas y comenzó con otro proyecto. Ahora todo está hecho polvo.
—¿Y se puede recorrer la isla sin problemas? —pregunté—. ¿No hay visitas guiadas o algo así?
—No, no hay nadie —respondió—. Los turistas no llegan hasta aquí. Pueden llegar a pasar meses o años sin que se vea a una sola persona. Una vez me quedé tres días aquí, pero la casa está muy mal y no se puede vivir en ella.
—Bueno, con este tiempo no hace falta casa —dije.
—No, porque se puede dormir fuera. O también en el barco.
Miré una vez más a mi alrededor.
—Esto es para personas amantes de la soledad —dije—. ¿Cómo lo encontraste?
—Así, sin más. Navegaba con el barco por esta zona sin seguir un rumbo determinado y me encontré con la isla delante. Fue como una sorpresa. Es tan pequeña que no viene señalizada en la mayoría de los mapas; tampoco en los míos. Yo pensaba que aquí sólo habría agua.
—Maravilloso —repuse—. Se podría pensar en una propiedad privada. —Me reí.
Danielle dio un par de pasos hacia la edificación y luego se volvió.
—Lo es —dijo, mientras continuaba su marcha.
Yo la seguí, algo turbada. Cuando la alcancé, casi estábamos en la casa.
—¿Qué quieres decir? —pregunté—. ¿Que esta isla es de alguien? ¿De quién?
Ella continuó su marcha.
—Mía —dijo sin mirarme.
¡Oh, cielos! ¿Y ella que decía que no había cumplido sus sueños? ¿Mi casa, mi barco, mi isla? Era peor que en un anuncio publicitario que ella misma hubiera escrito basado en su propia experiencia.
Me detuve un momento. No me lo podía creer. Al volver a mirarla, Danielle había desaparecido en el interior de la casa.
Yo la seguí y entré en el vestíbulo. Era muy grande y casi estaba reducido a escombros. Recordaba un templo griego. Las piedras estaban allí, pero no en su emplazamiento correcto. A izquierda y derecha había figuras como las del jardín.
—¿Danielle? —grité, al no poder verla.
—Aquí —dijo ella desde lo alto.
Alcé los ojos y vi que estaba en la barandilla de arriba, en lo que aún quedaba de ella.
—¡Danielle! —grité, asustada—. ¡Ten cuidado!
Ella rió.
—Ya la conozco. Sube sin miedo.
Yo miré con algo de escepticismo a la torcida escalera de piedra que llevaba hacia arriba.
—Tienes que ir por la izquierda —recomendó Danielle— y no te pasará nada.
Seguí su consejo y subí por la escalera hasta llegar a su lado. Pero aquello no me ofrecía mucha seguridad.
—No ha quedado mucho —dijo Danielle—. Sólo una habitación en condiciones para poder quedarse en ella.
Me llevó allí, a pesar de que el cristal de la ventana había desaparecido hacía mucho tiempo. La habitación tenía unas grandiosas vistas sobre el mar.
—¿No es maravilloso? —preguntó en voz baja.
Desde el mar nos llegaba una ligera brisa, que hacía algo más soportable el sofocante calor exterior.
—Sí, maravilloso —dije—. Es lo mismo que en un cuento de hadas. —Me volví hacia ella—. ¿Para qué te has comprado la isla? ¿Quieres construir un hotel aquí? —Si había invertido su dinero es que allí había negocio. No me pude imaginar otra cosa.
—No. —Se dirigió a la ventana y miró hacia fuera—. Pensé que podría vivir aquí, pero, como no tengo mucho tiempo, si vengo duermo en el barco y no necesito la casa.
¡Menuda elección! ¡O duermo en mi yate privado o en mi isla privada! No era un milagro si pensaba que podía comprarlo todo. No sabía que hubiera otra forma de vivir.
—Me alegro por ti —dije, algo disgustada.
Yo no conseguiría jamás lo que ella tenía. Pero, aun cuando me atraía el dinero, nunca llegaría a ser como ella: carente de sentimientos y centrada en una sola cosa.
¿Para qué me había traído aquí? Miré a mi alrededor. No vi ninguna cama, aunque eso no era un obstáculo. A lo mejor le gustaba el sexo en lugares extraños y bajo condiciones difíciles. Seguro que no me había enseñado la isla sin un motivo…
Danielle seguía asomada a la ventana y yo no veía su cara. ¿Estaría pensando en la mejor forma de tumbarme? Aquélla sería mi cruz. Me había llevado tan lejos que a mí sólo se me ocurría pensar, con seguridad, en una cosa. Su presencia significaba que yo estaba «de servicio» y que debía mantenerme siempre dispuesta a cumplir sus deseos. Incluso en un sitio tan maravilloso e idílico como aquél. Justo en aquel sitio, que hubiera resultado el más adecuado para un poco de romanticismo. Pero yo ya me había dado cuenta de que ella no era del tipo romántico. Sólo quedaba una cosa…
Mis sentimientos fueron en contra de la idea de considerar todo aquello como un negocio, tal y como yo había imaginado en un principio. Cuanto más tiempo se quedara en la ventana sin moverse, más se despertaría en mí el amor hacia ella, amor que Danielle no deseaba. Me hubiera gustado tomarla entre mis brazos, mantenernos así y sólo mirar al mar.
Quizá me dejara hacerlo. Hoy mismo me había permitido hacer cosas que hubiera prohibido en otras circunstancias. Me acerqué a ella y le besé la oreja.
Se sobresaltó, pero no se movió. Me atreví a pasar el brazo a su alrededor y la atraje un poco hacia mí. No me rechazó; se mantuvo allí. Transcurrido un cierto tiempo, pude percibir que cedía la tensión de su cuerpo y que se relajaba en mis brazos; se recostó contra mí.
Era como el primer día, cuando estábamos de pie en la escalerilla del yate y nos íbamos.
Me incliné hacia delante y la besé en el cuello. Noté el temblor de la piel bajo mis labios. Con toda calma, procedí a recorrer su cuerpo con mis manos, desde el estómago hasta los muslos y vuelta atrás; luego sus pechos. Sentía ganas de ella, tan sólo ganas, como me había ocurrido aquella mañana. Si aquello no se agotaba, sería como si no existiera el «acuerdo»: sencillamente, seríamos como una pareja, una pareja en una isla romántica del mar Egeo, acariciadas por el cálido aire del Mediterráneo.
Al llegar a sus pechos, ella se estremeció de nuevo, pero luego se puso tensa.
—No —dijo—. Aquí no.
Yo me sentí un poco decepcionada. Me lo había demostrado una vez más. No podía tenerla ni cuando, ni donde ni como yo quisiera. Era ella quien lo estipulaba, porque era la que pagaba. Si ella me deseaba, yo debía obedecer, pero no había oportunidad de que ocurriera a la inversa.
—Pensaba que estábamos en la única habitación en condiciones —dije, cuando pude volver a hablar—. ¿Quieres que vayamos a otro sitio?
—No —repitió—. No en esta isla. —Se soltó de mí y se alejó.
¿No en esta isla? ¿No quería que tuviéramos sexo allí, a pesar de lo importante que solía ser para Danielle? ¿Qué era tan terrible? Era una isla maravillosa, estaba situada en un enclave idílico, solitaria, con las mejores condiciones para sus ruidosos desahogos amorosos. Allí podía gritar tan alto como quisiera, porque nadie la oiría.
¿Pero qué iba a hacer yo? Todo lo que quisiera, mientras lo pagara. Y si ella no quería, yo estaba obligada a aceptarlo.
—Entonces nada —dije, lanzando un suspiro—. Es una pena.
—¿Pena? —Me miró—. ¿Piensas que es una pena?
—Sí —dije—. Me gustaba aquí. Es muy… agradable. —Hubiera querido decir romántico, pero eso podía desencadenar un ataque de ira por su parte.
Quizás sí hubiera tenido que decir «romántico», porque la palabra «agradable» no parecía de su gusto.
—Seguro que toda esa gente a la que traes aquí piensa que esto es muy agradable —dije, defendiéndome. Yo pensaba que aquella isla le hubiera gustado a cualquiera y estaba segura de no ser la primera persona que lo decía.
Se volvió y se dirigió a la puerta, más bien a lo que quedaba de ella.
—Nunca he traído aquí a nadie —dijo y se marchó.
Por un momento me quedé consternada, pero luego se me ocurrió que podía ser dueña de la isla desde hacía poco tiempo. Quizá yo era la primera persona que había llevado en su yate después de comprarla. Eso lo explicaría todo.
Fui detrás de ella. Podía estar dispuesta a dejarme sola en la isla, sin barca. Todo porque yo parecía haberla hecho enfadar, aunque ignoraba cómo.
Regresamos al yate en silencio y ella puso en marcha el motor. Fuimos a una isla muy grande. No pude retener su nombre porque ya eran demasiadas islas. Comimos en un restaurante de la playa. Era como si quisiera enseñarme que el romanticismo y la soledad no significaban nada para ella. Pensaba que aquella enseñanza era importante.
—Podemos ir de compras —dijo, después de una comida que fue buena, aunque no tanto como la suya—. Me gustaría comprar algo para ti. Un regalo.
¡Ah, sí, un regalo! ¡No me había «remunerado» por lo de aquella tarde! Como yo no parecía aceptar dinero, pero sí regalos…
—¿Te parece que podría comprar algo para mi madre? —pregunté.
Me miró, perpleja.
—¿Para tu madre?
—Sí. Hace tiempo que quiere una lámpara nueva, pero no tenemos bastante dinero.
—¿No tenéis dinero para una lámpara? —Aquello era una cosa muy extraña para ella.
—Paga mis estudios y no gana mucho —dije yo. Me quedaba muy claro que Danielle no podía imaginar el rendimiento que sacaba mi madre a cada moneda.
—No lo sabía —me interrumpió, irritada—. Claro que sí —continuó—. Por supuesto que puedes comprar algo para tu madre.
Aquello me tranquilizó un poco y, mientras hacíamos las compras, intenté olvidar la forma en que había ganado aquella lámpara para mi madre. Durante un rato resultó muy bonito eso de ir de tiendas junto a Danielle, en busca de una lámpara que fuera adecuada. Encontramos una de muy buen gusto. Seguro que a mi madre le encantaría. Danielle acordó con el propietario que, para no tener que cargar con ella, nos la entregara al día siguiente en el barco. Era grande y pesada.
Al regresar al yate Danielle se sirvió un whisky y se lo tomó apoyada en la borda. Miraba al mar y parecía no querer darse cuenta de que yo estaba allí.
«Tendríamos que haber acordado un horario de trabajo», pensé con sarcasmo. No sabía si podía retirarme o si querría algo más de mí.
Tuve que preguntárselo.
—¿Danielle? —dije, con un carraspeo.
Ella se volvió un instante y me miró, casi sorprendida.
—¿Me necesitas para algo?
La expresión de su rostro no cambió y pareció sorprenderse ante mi pregunta.
—No —dijo después—. Puedes irte a la cama con toda tranquilidad. —Luego se volvió otra vez hacia el mar, bebió de su vaso y pareció olvidarse de mi presencia.
¿Por qué tenían que ser tan complicadas las mujeres? Antes de conocerla, me la había imaginado de una forma muy distinta.
Suspiré y me fui a mi camarote.