Aquella tarde, por primera vez, nos sentamos en cubierta sin que yo tuviera la sensación de que debía protegerme constantemente de su mirada o de que me estaba observando como si yo fuera una pieza de caza que ella quisiera matar.
Danielle estaba tranquila y relajada, y alguna vez, y casi por casualidad, me rozaba con suavidad el brazo o la cara, como si quisiera comprobar que aún estaba allí, pero nada más. Ella parecía mantener su promesa, por lo que no debía temer ningún ataque sexual.
Cuando el sol bajó algo más ella se despojó de la camiseta y se dirigió hacia la borda.
—¿Qué tal si nadamos un poco? —me preguntó, con ojos relampagueantes.
Realmente eran unos ojos muy bellos. Si los pudiera contemplar más a menudo desde aquella distancia sin sentirme acosada…
Instantes después Danielle se volvió y se zambulló en el mar con un elegante salto, que parecía dominar muy bien.
Yo miraba sus chapoteos allá abajo.
—¡Vamos! —gritó, haciéndome señas—. ¡El agua está fenomenal! —Se hizo a un lado para que yo pudiera saltar.
Pero yo no pensaba hacerlo. Primero, porque no sabía qué parte del cuerpo entraría primero en contacto con el agua. Y segundo, porque, además, no quería que se riera de mí al verme caer en el agua como una bomba. Un salto tan elegante como el suyo no lo podría repetir ni por asomo. Me fui al otro extremo del barco y subí al bote auxiliar para entrar luego en el agua.
Danielle se deslizó hasta mí con suavidad. Parecía nadar muy bien. Tenía aspecto de sentirse muy cómoda en aquel elemento, como pez en el agua.
—¿No te gusta saltar? —preguntó entre risas. Hizo un remolino hacia atrás y nadó estilo crol durante un rato.
Yo nadé un poco por los alrededores, pero no me alejé mucho del barco. No podía seguirla, porque era más rápida que yo. El agua se pegaba a mi piel con una espléndida calidez y me deslicé boca arriba, con la mirada puesta en el cielo. Siempre me había gustado aquella sensación de estar de espaldas en el mar, mirando hacia arriba, sin nada que pudiera estorbar a la vista, ni siquiera el gorro de baño, obligatorio en las piscinas. Aquí, por supuesto, resultaba más bello. Era como estar sola en la inmensidad del universo.
De repente, algo saltó junto a mí. ¿Un delfín? No. Era Danielle. Al parecer se había acercado a toda velocidad, en eso sí parecía un delfín, antes de saltar a mi lado y salir fuera del agua.
—¿No nadas? —preguntó de nuevo con ojos divertidos. Era la primera vez que le veía aquella expresión. Parecía muy joven y hermosa.
—Me temo que no soy una criatura acuática como tú —dije, lamentándome—. No sé nadar muy bien.
—¿Ah, no? —Nadaba a mi alrededor una y otra vez, y yo miraba su cara sonriente. Luego, de repente, se sumergió y desde abajo me hizo cosquillas en el trasero.
Perdí el equilibrio y me fui para abajo. Ella se colocó a mi lado y me ofreció el brazo, para que pudiera agarrarme.
—Perdona —dijo, riéndose como una niña—, pero resultaba muy tentador.
—¡Lo haces porque sabes que no puedo alcanzarte! —repuse con algo de rencor. Se me había metido agua en la nariz, lo que resultaba muy desagradable.
—No tienes por qué hacerlo —dijo ella, ahora algo más seria, y nadó hacia mí. Se mantuvo a flote a mi lado y me sujetó por la nuca. Luego me besó y, gracias a sus diestros movimientos, nos mantuvimos quietas sobre el agua. De repente, me abrazó con fuerza y nos hundimos mientras nos besábamos.
Era como en la novela 20 000 leguas de viaje submarino. Por un momento me sentí en un mundo totalmente distinto. Pero me faltó el aire y tuve que subir. Volví a respirar mientras ella chapoteaba de nuevo a mi alrededor.
—¿Ha sido tan malo? —preguntó, sonriente. No suponía en serio que pudiera haberlo sido.
—No, resulta fantástico. —Sacudí la cabeza para quitarme el agua de las orejas y la miré—. Fantástico de verdad —añadí, en otro tono de voz.
Ella lo ignoró, como siempre.
—¡Entonces ya podemos ir a bucear! —gritó, mientras salía de nuevo del agua.
La impresión que me causó el primer día, cuando la comparé con una diosa griega del mar, resultaba apropiada. ¿Podría provenir del mar? Algo así como una sirena o una ninfa…
Danielle había desaparecido en la lejanía y de repente surgió otra vez a mi lado. Había nadado mucho tiempo por debajo del agua.
«Me gustaría poder hacerlo yo también», pensé, lanzando un suspiro.
—¿Te divierte esto? —me preguntó.
—¿Qué? —dije, turbada, porque mis pensamientos se habían ido muy lejos—. Ah, bucear. Claro, pero no sé si podré hacerlo.
De nuevo era algo que ella pagaría. No obstante, debía desprenderme de aquel tipo de pensamientos si quería disfrutar de mi estancia allí. Y eso es lo que quería: disfrutar con ella.
—No te preocupes, seguro que puedes —dijo para tranquilizarme—. Para hacerlo no hay por qué saber nadar muy bien.
De nuevo se sumergió, se alejó de mí y, sin tocarme, me pasó entre las piernas. Luego lo volvió a hacer y me sumergió en el agua.
Yo chapoteé un poco y regresé a la superficie. Estaba claro que ella armaba jaleo como si fuera una niña.
—No, Danielle —dije—. Yo, de verdad, no nado muy bien. Me da miedo.
—De acuerdo —dijo ella, de morros, también como una niña. Luego hizo una mueca—. ¿Esto también te da miedo? —Y comenzó a salpicarme con el agua hasta que tuve que taparme la cara con las manos. Parecía ansiosa por jugar.
—¡Muy bien! ¡Espera! —gruñí, la salpiqué y traté de perseguirla nadando crol. Como no pude alcanzarla, volvió a ponerse detrás de mí para seguir salpicándome. Me volví—. ¡Espera y verás! —dije en plan de aviso e hice ademán de alcanzarla, aunque estaba convencida de que ya se habría marchado.
Pero esta vez se quedó quieta en el agua.
Cuando llegué hasta ella busqué sus ojos y miré en lo más profundo de ellos. Bueno, si no era ternura lo que vi allí… Incluso habría dicho que había un cierto atisbo de amor, pero prefería callarme.
Esta vez fui yo quien la besó. Nos sumergimos de nuevo y luego regresamos a la superficie, en esta ocasión en menos tiempo, por lo que no tuve que intentar atrapar algo de aire. Había sido un buen entrenamiento.
Danielle se desprendió de mí, al menos eso me pareció, se alejó algo, se escapó de mis manos y luego se rió, dio voluptuosos gritos de júbilo y comenzó de nuevo su ataque a base de salpicaduras. Pero esta vez no me dejé sorprender y se lo devolví todo.
Cualquiera hubiera podido pensar, por nuestra forma de jugar, gritar y reír mientras intentábamos atraparnos, que éramos dos niñas de diez años.
Era magnífico.
Me pregunté qué dirían sus colegas de la agencia si pudieran verla así. Parecía que, de repente, se había esfumado toda la severidad que, a veces, flotaba agobiante a su alrededor. Cada vez la quería más. Era una mujer maravillosa y me hubiera gustado verla con más frecuencia juguetona y relajada, tal y como estaba ahora.
Al cabo de un rato jadeábamos a causa del cansancio, sobre todo yo, que no estoy muy acostumbrada al agua. Me agarré a la escalerilla del barco.
—Ya no puedo más —declaré, agotada, pero sin dejar de reír—. Me voy a ahogar.
—Sería una pena —dijo ella, mientras mostraba una sonrisa de satisfacción—. Ahora tengo un poco de hambre —añadió—. Sube tú y ahora iré yo.
Se dio la vuelta y con un poderoso impulso, se sumergió de nuevo en el agua. Después empezó a nadar estilo mariposa, o algo parecido. ¿Tendría aletas en lugar de abdomen? Entraba y salía del agua de una forma elegante y en muy poco tiempo ya estaba muy lejos.
Yo trepé hasta el barco y la observé mientras ella regresó. Me parecía estar enamorada de una verdadera diosa del mar.
Los intentos de Danielle para enseñarme los secretos de la cocina del mar no tuvieron demasiado éxito, pero fue muy divertido. Parecía que su ánimo mejoraba al cocinar, y eso que ya en el agua se la notaba con muy buena predisposición. Para mí era algo inusual el hecho de que pudiera estar tanto tiempo de buen humor. No permitía que nada le afectara.
Yo podía hacer lo que quisiera: ella se reía por todo, me explicaba con paciencia algún que otro proceso de la preparación de la comida y si, un minuto más tarde y debido a que yo no tenía las cosas muy claras en el aspecto culinario, volvía a hacer la misma pregunta, ella me lo repetía con mucho gusto.
Cuando la comida estuvo lista, cosa que hubiera ocurrido antes si yo no hubiera ayudado, la llevamos a cubierta y nos la comimos allí. Aquel pescado sabía muy distinto al primero que ella había preparado, pero era igual de maravilloso.
—Tendrías que abrir un restaurante —le propuse en plan de broma.
—Gracias, pero tengo bastante con la agencia —dijo con una mueca—, aunque ya he pensado en eso en alguna ocasión.
—¿Y por qué no lo has hecho? —Me metí en la boca un trozo de aquel exquisito pescado y luego cerré los ojos para saborearlo—. ¡Hummm!
—Horarios de trabajo muy prolongados, no hay vacaciones, siempre hay que estar de pie —respondió. Cogió una cuchara y probó la salsa.
—Suena muy parecido a lo que haces ahora —dije.
—¿De veras? —Me miró—. Nunca lo había pensado. Pero creo que tienes toda la razón. —Se echó hacia atrás—. Pero la gran diferencia es que lo de ahora está mejor pagado.
Sí, si se trataba de dinero estaba claro el motivo por el que se había decidido por la agencia en lugar del restaurante. La miré y me mantuve callada. Eso me recordaba mucho a nuestro propio «acuerdo a cambio de dinero». Cambié de tema.
—Tú siempre… —Tuve que detenerme para tragar algo de saliva. No me resultaba fácil de decir—. ¿Siempre te traes a alguien aquí? ¿Siempre que vienes?
Ella volvió la cabeza y me miró de nuevo. Enseguida me arrepentí de haberle hecho aquella pregunta. Parecía que su buen humor se había esfumado. Su mirada era indefinible; parecía penetrarme aunque no era agresiva, sino vulnerable y susceptible. Una susceptibilidad que intentó esconder con un frío distanciamiento.
—No —dijo con toda tranquilidad—, la mayoría de las veces vengo sola.
¿La mayoría de las veces? ¿Qué significaba eso? ¿Ya habían venido otras antes de que yo llegara? ¿Otras a las que había pagado? ¿Otras que habían tenido que aguantar lo mismo que yo?
No me podía figurar nada distinto. ¿Habría venido aquí con alguien a quien no hubiera pagado? Era tan improbable que rechacé aquel pensamiento y… me negué a creerlo. Tenía que haber otras cosas en la vida de Danielle. Algo que no tuviera nada que ver con el dinero, ni con la riqueza o el lujo. Ella habría sido joven alguna vez, joven e idealista, y con la cabeza repleta de sueños y de romanticismo, como todas las chicas jóvenes.
¿Romanticismo? La miré e intenté imaginármela romántica, con flores en el pelo y una sonrisa angelical en los labios, sin saber nada de dinero ni de negocios, nada de apremiantes decisiones ni de contratos que podían valer millones. No lo conseguí. Sólo hubo un instante en el que relampagueó algo que, de lejos, podía parecerse un poco a aquella posibilidad. Pero ese instante fue muy breve.
Sólo en aquel barco, en la cama, en sus saltos de ninfa marina o en la cocina parecía existir una oportunidad para Danielle. Por un lado, yo me sentía satisfecha de haber hecho ese viaje con ella, ya que de lo contrario no hubiera descubierto esas otras facetas suyas… Pero, por otro lado, hubiera preferido no haber venido. Me hubiera ahorrado varias cosas. Aunque, a decir verdad, aquella tarde todo iba muy bien, todo estaba muy relajado. Una situación muy nueva, casi como… Quizá podía arriesgarme.
—¿Danielle? —pregunté—. ¿Has soñado hoy? ¿Sueñas de vez en cuando? Y, si lo haces, ¿se han cumplido tus sueños?
Ella se rió.
—¿Cómo se te ocurren esas preguntas? —Se puso algo más seria y me miró—. Por supuesto —dijo—. Todas las personas tienen sueños. Sobre todo cuando son jóvenes. Yo también los tuve. —Ya resultaba asombroso que lo admitiera—. Pero ¿para qué sirven los sueños? —añadió—. En realidad nunca se cumplen. Y, si lo hacen, es de forma muy distinta a lo que uno esperaba.
—Yo creo que los sueños existen sencillamente para soñarlos —dije. Aquel razonamiento me llegó de forma espontánea. No había pensado en él—. Así se tiene algo que nos puede hacer avanzar durante toda la vida. Algo a lo que cada uno aspira.
—¿Y qué pasa si alguien alcanza lo que sueña? —preguntó Danielle, extrañamente interesada en el tema—. ¿Entonces uno se muere luego?
—Pues tú ya no deberías vivir mucho tiempo. Seguro que ya has conseguido todo lo que has soñado —dije sin pensarlo dos veces. Me parecía evidente.
—¿Yo? —Danielle me miró con una expresión burlona y alzó las cejas—. Mis sueños no se han cumplido. Ni uno solo de ellos. ¿Cómo se te ocurre pensar lo contrario?
—Tú… eres rica —dije, turbada—. Puedes permitirte todo lo que desees.
—Sí, puedo permitírmelo todo, es cierto —contestó, mientras bebía de su copa—. Pero todo lo que se puede comprar con dinero. —Me observó con la mirada de una mujer sabia y anciana, que enseña a un niño que no sabe nada de la vida—. Para ti puede ser envidiable, puesto que no tienes dinero. Pero tener dinero no es un sueño. Es más, puede ser todo lo contrario a un sueño. Las cosas valiosas de verdad son las que no se pueden comprar, al menos no con dinero. Quizá lo descubras algún día —dijo.
¿Yo? ¿Por quién me tomaba? Seguía con la idea de que yo estaba allí por dinero, por su dinero. Desde que era niña yo ya sabía que el dinero no lo es todo. Al contrario que ella. Lo que yo pensaba, en realidad era que ella podía concentrarse en sus sueños porque no le hacía falta ocuparse del día a día y de su sustento, como sí teníamos que hacer mi madre y yo.
—Yo sé que hay cosas que no se pueden comprar con dinero —dije.
—No muchas —replicó Danielle, torciendo un poco la boca—, pero sí algunas.
—Eso no me lo digas a mí. —De repente me di cuenta de que lo que hacía allí no se ajustaba a mi papel. ¿No quería jugar a la dama de compañía, ávida de dinero y curada de espantos? Me dominé y sonreí—. Pero el dinero puede facilitar mucho la vida. ¿No estás de acuerdo?
—No, no lo estoy —dijo Danielle—, pero si tú lo crees no seré yo quien te quite esas ideas.
Ya habíamos llegado de nuevo donde ella me quería tener. Yo sólo estaba allí por el dinero que ella me daba, no había ningún otro motivo. Y eso tras aquella maravillosa tarde en la que no parecía que yo la hubiera convencido. ¿Acaso pensaba que me reía junto a ella sólo por dinero? ¿Pensaba que le tocaba suavemente el pelo sólo por dinero? Sí, eso era lo que pensaba…, al parecer.
Nos sentamos en el balancín, ya que desde allí se tenía la mejor vista del mar.
Se inclinó hacia mí y yo retrocedí antes de que pudiera darme cuenta.
—Perdona —dije de inmediato—. No lo he hecho aposta. Si tú quieres…
Ella sonrió.
—No tengas miedo —murmuró—. No te voy a tocar.
Me dio un ligero beso y luego se echó de nuevo hacia atrás.
Nos quedamos sentadas, cogidas del brazo, hasta que se puso el sol y luego permanecimos allí durante mucho más tiempo.