Un rato después atracó una barca junto al yate. Probablemente era Spyros. Sentí que Danielle volvía a sonreír de una forma tan seductora como el día anterior, cuando estaba en tierra. Quizá lo del matrimonio no era una broma y encontraba a los hombres atractivos. El sexo que acababa de reclamarme también le interesaba. Si era eso lo que quería, ¿por qué no se acostaba con un hombre? ¿Por qué me atormentaba a mí?

Los hombres revoloteaban a su alrededor, eso estaba claro, y no tendría ninguna dificultad en escoger a uno. Sólo necesitaba ir a tierra para hacer sus compras. Spyros le traía todo a bordo sólo por ver sus lindos ojos, o todo lo demás.

Subí para observar el juego. No quería perdérmelo. ¿Cuándo había reído y flirteado conmigo de un modo tan seductor? No lo hacía porque no lo necesitaba. A fin de cuentas, me pagaba por eso.

Me apoyé en la pared y crucé los brazos. Ella desplegó todos sus encantos para Spyros, que ni siquiera sabía lo que ocurría. Mejor que llevara puestos aquellos pantalones tan anchos, porque estaba claro que aquello no le dejaba indiferente.

De hecho, a mí tampoco. Su atractivo era tan poderoso que incluso yo me sentí afectada. Podía ser tan hechicera como le diera la gana. Yo deseaba a aquella mujer. Era la mujer de mis sueños, la que me hablaba en ellos y no me hacía daño. Pero, si yo lo veía así ahora, ¿por qué me daba siempre la espalda? Podía hacerlo mejor de otra forma: con risas y bromas, de una manera cariñosa y agradable. ¿Por qué no lo hacía más a menudo? ¿Por qué no conmigo?

Spyros se despidió y se fue, un poco decepcionado por no haber conseguido con su pedido algo más de lo que ella había solicitado y por no haber podido flirtear con Danielle.

Danielle se acercó a mí con cosas comestibles en la mano. Se reía y se mostraba satisfecha por la charla que había mantenido.

—¿Te gustan los hombres? —le pregunté cuando se acercó.

La sonrisa desapareció de su rostro.

—¿Tienes algo en contra? —preguntó, fríamente.

—No. —Como continuó su marcha, aún apoyada en la pared, me volví para poder seguirla con la mirada. Luego se detuvo y dejó la comida sobre la mesa.

—Sólo quería saberlo —dije muy tranquila.

No me afectó. No debía sentirme afectada. Gracias a Dios, en los últimos días había aprendido a controlarme un poco. Antes del viaje, lo más probable es que en una situación como aquélla yo hubiera estallado en lágrimas.

—¿Por qué? —me preguntó, mientras clasificaba la compra. No me miraba—. ¿Acaso te importa? —Se dio la vuelta y me contempló con mala cara.

Yo me encogí de hombros.

—Sólo me preguntaba el motivo por el que estás aquí conmigo en lugar de con un hombre. Parece que te llevas muy bien con ellos. Tú eres tan… encantadora cuando estás con ellos. Apenas te reconozco.

—Creo que no ha sido buena idea traerte aquí conmigo —dijo, casi en un susurro, como para sí misma.

Agarré su brazo con fuerza cuando quiso pasar por delante de mí.

—¿Por qué, Danielle? —dije en voz baja—. ¿Qué esperabas de mí?

Me acordé del primer día, cuando me tomó entre sus brazos y me aseguró lo maravilloso que sería cuando yo estuviera aquí. Pero de eso ya hacía mucho tiempo. ¿Qué había cambiado? Por otro lado, ¿no había recibido todo lo que quería, todo lo que habíamos acordado? Le había dado mucha importancia a eso.

Intentó soltarse.

—En todo caso, no me esperaba preguntas de ese tipo —contestó de mala gana.

La sujeté con más fuerza para impedir que se marchara.

—Entonces, ¿qué es lo que ocurre, Danielle? Por favor, dímelo. Me vas a volver loca con tu… —me interrumpí. Quería decir tu frialdad, pero ella no habría sabido de qué le hablaba.

Ahora me miraba, cosa que había tratado de evitar durante todo el tiempo.

—¿Con mi… qué? —preguntó, en un tono ácido.

—Nada, déjalo. —La solté y me senté.

Me sentía tan agotada como lo había estado después de nuestra relación física anterior. No tenía ningún sentido. Ella no me entendía. Y ahora, además, estaba también el tema de los hombres. ¿Qué hacía yo allí? Le devolvería su dinero y el reloj de oro, y trabajaría hasta poder pagar el resto. Lo haría en cualquier sitio, pero no con ella.

—¿Aún sigue en pie tu oferta? ¿Puedo volverme? —pregunté, harta; si no era así, tendría que aguantar las tres semanas. No podía permitirme el lujo de pagarme un billete de vuelta.

—¿Ahora? —preguntó ella en voz baja. Por un momento me pareció que su voz perdía el tono de enojo.

Me eché a reír.

—¡Sin mí estarás mucho mejor! Sólo doy motivos para que te enfades, me largo a la playa… ¿Acaso no supone eso la ruptura del contrato? —La miré con expresión interrogante, pero ella se mantuvo en silencio—. Decídete por Spyros —exclamé—. Seguro que con él todo te resulta mucho más sencillo.

Danielle regresó y se sentó en el sofá de enfrente.

—A mí no me gustan los hombres —dijo y luego se echó a reír, algo sorprendida—. ¡Ahora ya has conseguido que conteste a tu pregunta! —determinó.

La miré con un movimiento de cabeza.

—¿Qué hay de malo en contestar preguntas? —repuse yo—. En otro caso, ¿cómo se podría llegar a…?

—¿Conocerse? —acabó la frase al notar mi titubeo—. ¿Es eso lo que quieres de verdad? ¿Conocerme?

¡Por supuesto! ¿Qué se había pensado? La miré sin entender nada.

—Sí. Claro.

—¿De verdad? —dijo, alzando las cejas.

—Sí, de verdad —confirmé una vez más—. ¿Por qué crees que he venido aquí?

—Eso está muy claro —respondió en un tono frío.

—Pues lo he hecho por ti —dije y me levanté. Fui hacia la borda y me incliné hacia delante. Ya no soportaba mirarla más. Me había roto el corazón y ni siquiera se había dado cuenta.

—¿Pero no lo has hecho por ti? —preguntó.

«Sí, claro, por mí también. Estoy aquí porque te quiero», eso es lo que me hubiera gustado responder, pero era una respuesta falsa. No podía contar con ella.

—No, no del todo —respondí y me volví hacia ella.

Danielle se quedó mirándome. Era una mirada que yo no había visto antes y no sabía lo que significaba.

—No quiero hacerte daño —dijo, en un tono que pretendía ser inexpresivo.

—¡Oh, gracias! —exclamé, sarcástica—. ¡Pues lo has hecho muy bien!

Vino hacia mí y me acarició el rostro.

—Lo siento —dijo en voz baja—, pero ahora ya no puedo dar marcha atrás. Por favor, no te vayas. Quédate. —Se inclinó un poco hacia mí y me besó. Muy dulce.

La observé cuando se apartó de mí, miré sus ojos y supe de inmediato que ya no quería huir. Aunque me sentía muy insegura.

—¿Lo dices en serio? —pregunté yo.

—Sí —murmuró y me besó de nuevo con igual delicadeza y cariño—. Estoy muy contenta de que estés aquí y me gustaría que te quedaras. —Se mantuvo a la espera de mi respuesta.

—Bien —dije, sin saber todavía si había tomado la decisión correcta.

—Bien. —Sonrió a su vez y cargó de nuevo con la comida—. Ayúdame a llevar todo esto a la cocina. —Cuando cogí el melón bajo el brazo, ella sonrió de nuevo y me miró, complaciente—. No tienes coche, ¿verdad? —dijo—. ¿Cuál te gustaría?

Casi se me cae el melón al suelo. Lo sabía hacer muy bien. La miré sin decir nada.

—¡Dios mío! —De nuevo pareció disgustada—. ¡No me mires así! Ya sabes que el dinero no es ningún problema para mí. Tengo de sobra. Y a ti también te gusta disfrutar de lo que se puede comprar con él. —Hizo un movimiento y señaló hacia el mar—. ¿O no es cierto?

Eso no lo podía negar. Sin embargo…, si ahora volvía a hablar de nuestro acuerdo o, para resarcirme del dolor y de sus maneras frías y desconsideradas, quería regalarme un coche, entonces me vería obligada a regresar.

Me recordó el principio de nuestra relación, cuando decía que pensaba en el amor como en una ilusión y hacía mucho hincapié en la palabra, así que yo no podía echarle en cara que fuera fiel a sus propias ideas. No me había mentido en cuanto a sus intenciones, no me había ocultado lo que me esperaba.

Al mismo tiempo yo sabía que la amaba, pero me guardaba mucho de decirlo por temor a su reacción. Yo deseaba de ella una cosa concreta: amor. ¿Tenía algún sentido todo aquello?

Me sentí mal al recordar el entusiasmo que me embargó al recibir su oferta de volar a Grecia en su compañía, cuando aún no sabía el precio que debía pagar a cambio. E incluso después de saberlo. Ella tenía razón: yo no era tan inocente, pues había estado de acuerdo en que ella me pagara.

Danielle recogió el melón y me apartó a un lado.

—Ven aquí —me dijo en voz baja. Se acercó a mí y me besó de nuevo, más dulce que en las ocasiones anteriores.

—Yo… Lo cierto es que me gustas de verdad —dijo—. Me gustas mucho. —Se rió—. ¡Y eso no lo puedo decir de mucha gente!

Lo creí de inmediato. Me sentí sorprendida por haber escuchado de sus labios un cumplido de tal calibre. Seguro que era el mayor que se pudiera escuchar de ella, algo así como un «te quiero» dicho por otra persona, pero me había gustado oírlo y sabía que ella jamás lo habría dicho, y menos aún en la forma que lo había hecho. Ya era un milagro que se hubiera esforzado en utilizar aquel tono tan dulce.

Me miró durante unos segundos. Luego se inclinó hacia mí de nuevo y su beso fue un poco más exigente. Todavía resultaba más dulce que excitante. Su mano acarició mí pecho y luego avanzó hacia mi entrepierna. Yo me encogí y ella se detuvo de inmediato.

—¿Aún te duele? —preguntó y su voz sonó preocupada de verdad, incluso solícita. Yo no esperaba eso de ella.

—Sí —contesté, torciendo un poco el gesto—, pero puedes seguir sin ningún problema…

Lo aguantaría porque no podía ser mucho peor que el día anterior. Y mientras estuviera en aquel barco y disfrutara de su hospitalidad, opción por la que me había decidido una vez más, algo le daría a cambio. Y no tenía otra cosa para darle.

Ella echó la mano hacia atrás y, sonriente, me acarició la cara.

—No —dijo—. Entonces no. —Se echó hacia atrás—. ¿Sabes cocinar? —preguntó de repente.

Yo me quedé algo confusa por el repentino cambio de tema.

—No… No, no mucho —respondí.

«¿Ahora voy a complacerte con mis artes culinarias en lugar de hacerlo con sexo? Pues has hecho un mal negocio conmigo».

—Entonces te traeré un par de cosas para hoy por la noche —me anunció con todo dinamismo. Me puso algunos paquetes más en los brazos, ella recogió otros y caminó delante de mí en dirección a la cocina—. A mí me gusta cocinar, pero no tengo tiempo, excepto en vacaciones. —Me sonrió de una forma que casi parecía maternal—. Y puesto que te has sentido tan encantada con mis esfuerzos culinarios, seguro que podrás aprender algo —reflexionó, en plan ama de casa orgullosa.

Yo la miré y sonreí.

—¡Eres increíble! —exclamé.

Se dio la vuelta.

—¿Por qué? ¿Por qué sé cocinar? —Luego se dedicó a guardar las cosas en los armarios.

Yo miré su espalda flexionada cuando se agachó ante la nevera y la acaricié. No podía hacer otra cosa. Sentía tanta ternura en aquel momento…

—No, sólo porque eres —dije en voz baja.

Pareció que se quedaba petrificada; luego se irguió de nuevo.

—¡Y ahora fuera de aquí! —Se dio la vuelta en plan de broma—. ¡El sol nos sonríe! ¡Ya tendremos tiempo esta noche para encerrarnos aquí!

Yo ya sabía que aquello no tenía nada que ver con una declaración de amor, porque ella no las hacía ni permitía que se las hicieran. Ni siquiera una mínima alusión, como la que acababa de hacer yo; ella las declinaba y se negaba a comentar nada, o reaccionaba cambiando de conversación. No quería enfrentarse a eso, porque parecía resultarle muy desagradable.

Estaba convencida de que ella sólo había tolerado mis palabras porque yo no había utilizado la palabra «amor». Y yo no deseaba saber cómo podía reaccionar si lo hacía. Seguro que de cualquier forma menos tomándoselo en broma. Parecía que no podía resistirlo.