Me quedé un rato más en mi camarote. No quería verla ni hablar con ella. ¡Dios mío, y estábamos en un barco encadenadas la una a la otra! No podíamos permanecer separadas durante mucho tiempo. ¿Qué debía hacer ahora? ¿Saltar al agua?
Mientras yo seguía allí, sentada en la cama y sumida en mis cavilaciones, oí de repente que el motor arrancaba. Lo había puesto en marcha. ¿Dónde iríamos? Miré por el ojo de buey. Sólo vi agua, pero estaba claro que apenas nos habíamos movido.
Transcurrió más de media hora hasta que por el ojo de buey divisé, muy a lo lejos, algo de tierra. Para que no dispusiera de facilidades para hacerme lo que ya había puesto en práctica aquella mañana, antes de subir a cubierta me vestí los vaqueros más estrechos y ajustados que tenía. ¿Por qué iba a renunciar al sol y quedarme allí abajo? Ya había hecho lo suficiente para ganarme aquella recompensa.
Danielle estaba frente al timón y miraba hacia delante, a la isla a la que nos dirigíamos. Cuando me vio llegar, me miró de arriba abajo, con expresión seria, pero no dijo nada. Yo fui a la cubierta de proa e intenté averiguar dónde estábamos, cosa que, por supuesto, no pude hacer. Como no quería preguntarle a Danielle, tuve que renunciar a aquella información, que, por otro lado, me resultaba indiferente. Allí había muchas islas y cada una de ellas sería muy parecida a las demás.
Nos acercamos bastante a una de las islas, pero me di cuenta de que no tenía puerto, por lo que Danielle lanzó el ancla un poco apartada de la costa. Apagó el motor y se dirigió a mí.
—Iremos en el bote pequeño —dijo, sin emplear ningún tono especial—. Tenemos que hacer la compra. —Me miró—. ¿O prefieres quedarte aquí?
Yo le lancé una mirada igual de inexpresiva.
—Como quieras —contesté—. Haré lo que tú me digas. —Aquél era nuestro acuerdo y a partir de ahora yo iba a cumplirlo al pie de la letra.
—Bien —repuso—, pues entonces vamos.
No parecía preocuparle cómo me encontraba yo, a pesar de ser ella la responsable. Me miró por un momento.
—¿No quieres ponerte algo más ligero? —preguntó—. Hace calor. —Ella misma llevaba un vestido amplio y vaporoso con motivos griegos, muy adecuado para aquel clima.
—Si quieres, me cambio —dije—. ¿Qué debo ponerme? —Puede que quisiera algo más fácil de quitar que los pantalones que yo llevaba.
Yo ya sudaba y sabía que ella tenía razón. La ropa que me había puesto iba a matarme con ese calor, pero me daba igual.
—Si no quieres no lo hagas —dijo, en un tono reticente—. Sólo era una sugerencia.
«Mira, de repente la dama se muestra así de considerada. ¿Acaso ya no me va a dar órdenes?», pensé.
—Entonces me quedo así —repliqué, con una obstinación que, por otra parte, yo sabía que iba a ir en perjuicio mío, pero no quería hacer ninguna concesión. Sólo lo acordado.
Ella asintió y fue hacia abajo, puede que a recoger su billetero. Al regresar la seguí hasta el extremo del barco donde estaba amarrado el bote auxiliar. Nos subimos en él y lo manejó con la misma seguridad con la que había sacado el yate del puerto.
Nos dirigimos a tierra hasta rozar la orilla y bajamos allí. Danielle tiró de la barca para vararla un poco más en la tierra e impedir que la arrastrara el agua. La isla parecía más pequeña que Astipalaia; no se veía a nadie.
—Tenemos que ver lo que queda todavía —dijo—. El mercado se celebra por las mañanas, a la llegada de los pescadores. Ahora ya es un poco tarde. —Fue delante y yo la seguí como si fuera un perrito obediente.
Se dirigió a una mujer y preguntó algo en griego. No lo pude entender, ni tampoco la respuesta. La única palabra que me resultó conocida era Spyros.
La mujer señaló con el brazo en una determinada dirección y Danielle le dio las gracias antes de darse la vuelta e informarme:
—Parece que a Spyros aún le queda algo de pescado. Vamos para allá.
—¿Spyros? —pregunté—. ¿Vive aquí?
Ella arrugó la frente, sin entender, y luego, al darse cuenta de lo que yo había querido decir, se rió.
—¡No, no ese Spyros! Aquí son muchos los que se llaman así. El Spyros al que tú te refieres es el primo del conductor del taxi que nos llevó al barco. Toda la familia trabaja para mí.
Sí, estaba claro, y seguro que también les pagaba bien. No me iba a impresionar con eso. Por lo menos hoy no.
Pero, a pesar de que intenté alejarme de todo tipo de sentimientos, aquella isla griega comenzó a hechizarme. Danielle buscó a Spyros y le compró el pescado. Rió y bromeó igual que había hecho con el conductor del taxi, y este Spyros estaba tan fascinado por ella como el otro: se pasaba la mano por la barba y comenzó a hacer alarde de su masculinidad.
Danielle podía ofrecer un aspecto muy femenino cuando lo deseaba, y lo tenía de verdad, excepto cuando jugaba a ser la jefa. Y eso no ocurría aquí. Aquel hombre estaba seguro de que era la mujer ideal. Y ella parecía haber olvidado todo lo que había ocurrido aquella mañana. Para ella no había pasado nada. ¿Por qué iba a tener que acordarse de aquel momento?
La miré durante unos segundos y traté de observarla de una manera fría, como si fuera un insecto, pero no lo conseguí. No podía sustraerme a la fascinación que ejercía sobre mí: era lo mismo que le pasaba al pescador. ¡Pero es que, además, yo no quería!
Me di la vuelta y miré al mar, a la blanca playa que no parecía estar empañada por la presencia de ningún turista. Aquella isla estaba casi desierta.
Nunca había estado en aquel lugar, todo el viaje resultaba una experiencia maravillosa para mí y me alegraba mucho de haberlo hecho. Intenté olvidar lo que había ocurrido hacía unas horas y saboreé el aire cálido y el magnífico sol.
Tenía calor. Cada vez sudaba más. ¿Por qué habría sido tan cabezota? ¿Para hacerme daño a mí misma? Debería haberle pedido prestado a Danielle uno de esos vestidos vaporosos, aunque no me hubiera sentado tan bien como a ella, a fin de poder rendirle tributo al verano griego.
Me dirigí a la playa y metí los pies en el agua, que, por desgracia, tenía la misma temperatura que la de una bañera. No resultaba demasiado refrescante.
De repente, desde detrás cayó una sombra sobre mi cabeza: no era una sombra sino un sombrero.
—¡Vas a coger una insolación si te sientas ahí! —rió Danielle. Ella se había traído del barco un sombrero de paja, ligero y veraniego, con alas muy amplias.
Y ahora había comprado uno similar para mí. ¿Hoy no me iba a regalar un reloj de oro? Claro, seguro que no los había en la isla. ¿Acaso no me lo había ganado? La última vez, por un trabajito menor me hizo mejor obsequio. ¿Dónde se había quedado la proporcionalidad?
De inmediato floreció en mí el pudor que yo creía tener dominado y pude sentir en mi rostro un rubor increíblemente ardiente, que allí, al sol, no se notaba tanto. ¡El billete que echó sobre la cama en el camarote! ¡Casi se me había olvidado que no me lo dio después! ¿Acaso mi sacrificio había sido tan poco valioso que no me merecía mi «salario»?
Me estremecí, a pesar del calor que hacía. Un par de días antes no hubiera podido imaginar ni por un momento que fuera a pensar en cosas así.
—Puedes quedarte aquí si quieres, pero yo debo llevar el pescado a bordo —dijo Danielle, sin mucha alegría en el tono de su voz—. Luego, si te apetece, te puedo recoger con la barca.
Hubiera aceptado con gusto su propuesta, pero tenía un calor tan atroz que temí que pudiera desmayarme.
—Si me dices cómo se hace yo podría regresar sola con la barca, más tarde —propuse a cambio.
Entonces podría cambiarme de ropa y luego alejarme un poco de ella. La idea me pareció muy atractiva. ¿Por qué no podría irme ahora mismo a mi casa a bordo de aquella barca?
—Sí —dijo ella con indiferencia—. No es complicado, seguro que puedes hacerlo.
Regresamos a la barca y ella se sentó en la proa, mientras me cedía el timón. Metí la barca en el agua y puse mi brazo sobre la barra de control.
—Ahora debes encender el motor —dijo, sonriente.
Apenas se puso a mi lado se alborotó todo mi cuerpo. Me levanté y tiré del mando que ponía en marcha el motor. No estaba acostumbrada a hacerlo y perdí el equilibrio. ¡Plas! Me caí al agua.
Danielle se reía sin parar. Yo me sentía rabiosa y hubiera querido gritarle que se callara y que dejara de burlarse así, entre otras cosas por todo lo que me había hecho hoy. Me contuve en el último momento e intenté ver lo positivo de aquella circunstancia. Por lo menos ahora ya no tenía tanto calor.
Danielle se levantó y arrancó el motor. Luego me dio la mano para que pudiera subirme otra vez a la barca, pero yo la rechacé y subí como pude. Ella se dio la vuelta y me hizo un sitio junto al timón. Luego me explicó en breves palabras lo que tenía que hacer. Regresó a la proa del bote y me dejó pilotar a mí.
Primero lo hice en la dirección equivocada, hasta que ella me corrigió. Luego le di demasiado gas. La barca saltó de una forma repentina y estuvo a punto de hacer caer a Danielle al agua; me asusté tanto que casi se caló el motor. Pero no tardé en acostumbrarme a las exigencias del timón y a la potencia que debía darle. Conseguí mantener la barca bajo control hasta llegar al yate.
Salté con rapidez y la amarré, luego subí a bordo y me fui al camarote a cambiarme de ropa. Quería alejarme de Danielle lo antes posible. Escuché sus pasos mientras se dirigía a la cocina para guardar el pescado. Esperé a que estuviera de nuevo en cubierta y entonces salí de mi camarote y me dirigí a la barca. Seguro que se había sentado en la proa. Me subí, arranqué el motor, esta vez sin problemas, me puse en marcha y me dirigí a la isla.
Rodeé un poco más el islote, hasta llegar a una zona en la que no se veía a nadie. Luego me bajé para sentarme en la playa. Desde allí todavía podía distinguir muy bien el yate. Al cabo de un rato noté un movimiento sobre cubierta. Danielle apareció, se acercó a la borda y se sumergió en el agua con un elegante salto. Estaba claro que había venido para disfrutar.
Noté el dolor entre mis piernas. Ahora era más fuerte y parecía llegarme hasta el corazón. Todavía la amaba. Quería borrar eso de mí, pero no lo conseguía. ¿Por qué? Ella me había hecho daño: primero por la forma de tratarme y hoy físicamente. Me había desgarrado hasta Conseguir que sangrara. ¿Cómo podía haber hecho eso si tuviera sentimientos?
Estaba claro que no los tenía. Me había comprado y hoy, por fin, había hecho uso de sus derechos como propietaria. Había tomado lo que le pertenecía. Le resultaba indiferente cómo me encontrara yo, si lo soportaba o si me dolía. Seguro que para ella había supuesto una diversión. Y vendría una y otra vez a mí durante todo el tiempo que permaneciéramos aquí para hacer uso de esa distracción.
Supuse que ya no sangraría más después de aquella primera vez, aunque seguiría sufriendo algún dolor, por lo menos interno. ¿Por qué no podía odiarla? ¿Por qué no distanciarme de ella y mirarla como la clienta que, al fin y al cabo, era?
Pero no podía hacerlo. No podía. Quería amarla, de hecho ya lo hacía sin poder evitarlo, y quería ser amada por ella. Si sólo hubiera dependido de lo físico podía llegar a resignarme. Y esperaba que en algún momento ella entendiera que yo no lo hacía por dinero sino por ella, porque la quería. Si es que me llegaba a dar la oportunidad.
Me acordé de su reacción cuando le pregunté por sus planes después de nuestras vacaciones. Había confesado que no tenía ningún plan, aunque yo imaginé que sí tenía algunos, justo los que yo me temía: aquéllos en los que yo no estaba incluida. Ella pasaría tres semanas conmigo y luego se habría terminado todo. Quizá ya no nos volveríamos a ver, puesto que ya habría recibido todo por lo que había pagado.
Me tumbé sobre la cálida y suave arena, y noté su agradable sensación en mi espalda. Se estaba muy bien allí. Durante toda mi vida había deseado con vehemencia poder disfrutar de unas vacaciones bajo el cálido sol meridional, con el leve murmullo del mar a mis pies y con un aire tan cálido que casi no podía resistir su roce en mi cara.
Miré al cielo y vi una nube, blanca y diminuta, que pasaba sobre mí. Me quedaría dormida si seguía allí más tiempo, entre aquella paz y aquel sosiego. Pero eso me hubiera acarreado quemaduras solares y no quería correr riesgos.
Me retiré a la sombra de un árbol y esperé a la caída del sol. El estómago me rugía. Seguro que Danielle, con sus buenas manos para la cocina, habría preparado pescado, pero hoy yo me sentía dispuesta a renunciar a eso. No deseaba volver. No quería verla de nuevo.
Me adormilé un poco y no pude ver la puesta de sol sobre el mar. Cuando volví a darme cuenta de dónde estaba, ya era de noche.
Miré en dirección al barco. Estaba allí, con una ligera iluminación. ¿Estaría Danielle sentada en cubierta? No creía que pudiera llegar hasta el yate en medio de la oscuridad. Me quedaría a dormir allí, en la playa.
Además, eso sería más seguro. Suponía que Danielle me dejaría en paz, pero ¿y si no fuera así? Si tenía algún deseo, yo estaba obligada a satisfacerlo, aunque, desde luego, no tenía ni las más mínimas ganas de hacerlo. Que me lo suprimiera del sueldo. Un orgasmo menos. Estuve a punto de echarme a reír.
A pesar de ser casi de noche, la arena seguía caliente. No se enfriaba. Era la mejor cama que una podía imaginarse.
Miré al claro cielo estrellado e intenté contar los pequeños y refulgentes diamantes; claro está que me resultó imposible. El firmamento estaba sobre mí y me protegía como si fuera un techo de terciopelo. Me sentía cálidamente envuelta por él. Estaba tan lejos y a la vez tan cerca que incluso podía llegar a coger alguna estrella.
Despacio, mientras yo miraba hacia las estrellas, el cansancio se apoderó de mí y pronto desapareció la dorada mancha del sol y ya sólo quedó la oscuridad.
En mis sueños, Danielle se inclinaba sobre mí y murmuraba: No voy a hacerte nada. Nunca te haré daño. Te quiero. Por un momento me sentí desconcertada, pero en sueños aquello no tenía nada de especial.
Luego vi su cara cuando me caí al agua y, de repente, yo también me eché a reír. ¡Qué tonta me sentí! Tendría que haberme reído, porque había resultado muy cómico.
Las piezas del puzzle se desplazaron poco a poco de su sitio y se ordenaron en favor de Danielle. Era tan hermosa cuando se reía… Y, de pronto, supe de nuevo el motivo por el que la amaba. Era una mujer maravillosa, la mujer de mis sueños, pero en un sueño.
De nuevo sentí un dolor, pero se pasó rápido. Me recuperaría. No había sido tan grave. ¿Por qué me comportaba así? Todas las mujeres pasan por eso, yo no era la única. Y era preferible que hubiera ocurrido con Danielle que con cualquier otro fulano insensible.
Mi vivencia se modificó en mi sueño. El dolor seguía allí, pero Danielle me acunaba con suavidad entre sus brazos y me consolaba. Decía: Calla, calla…, no llores y besaba mis lágrimas. Cuanto más lo hacía menos sentía yo el tormento y la quemazón entre mis piernas y mis gritos atormentados se extinguían poco a poco. ¿Había ocurrido de verdad?
Tenía mucho calor, pero esta vez no era entre las piernas sino sobre los hombros. Me levanté despacio. El sol ya estaba alto en el cielo y sus primeros rayos me habían alcanzado a través de las sombras de los árboles.
Me erguí. El barco aún seguía allí, donde yo lo recordaba, y ahora brillaba con toda su blancura a plena luz del día. Me levanté, me desperecé y sonreí. Comencé a correr y, tal como iba, me zambullí en el agua. Hoy no podía renunciar a una buena ducha.
De repente, me pareció que la vida era increíblemente hermosa. ¡Dios mío! Levantarse y poder bañarse sin cumplidos en el Mediterráneo, con el resplandor del sol que me daba los buenos días: ¿Iba a perderme aquella maravilla?
Durante un rato chapoteé y di gritos de alegría como si fuera una niña. El agua me salpicaba a mí y a la barca, buceé y busqué posibles tesoros escondidos en el fondo del mar. Luego me tumbé de espaldas, flotando sobre el mar, para poder descansar un poco.
El sol calentaba cada vez más. En el barco estaba dispuesto un toldo sobre la cubierta delantera. Allí era donde yo debía regresar. ¿Qué le diría a Danielle? ¿Sencillamente que no había vuelto la noche anterior? Sentí un poco de miedo.