El despertar de la mañana siguiente resultó espléndido. Aunque finalmente decidí dormir en el camarote, dejé abierto el ojo de buey y las olas me arrullaron con su suave murmullo.
Permanecí tumbada durante unos minutos, mirando fijamente al cielo, al pequeño y redondo fragmento que podía ver de él. Me sentía bien.
Después de levantarme, probé la minúscula ducha y luego fui a cubierta, en la que ya estaba sentada Danielle tomándose un café.
Me saludó sonriente.
—¿Has dormido bien?
Asentí, mientras le preguntaba:
—Pero ¿qué hora es?
Ella señaló al sol.
—Nos regimos sólo por él. Aquí el tiempo no tiene mucho significado. —Luego se rió—. ¡De todas formas, ya casi es mediodía!
—¿He dormido durante tanto tiempo? —pregunté, maravillada.
—Sí. —Sonrió una vez más. Seguía mostrándose muy amable—. Debías de estar muy cansada. También me suele ocurrir a mí. Es algo relacionado con el cambio de aires.
Alcé las cejas. ¿El cambio de clima? De hecho ayer también había estado trabajando… Pero no debía referirse a eso.
—¿Tú también acabas de levantarte?
—No —contestó—. Yo ya llevo mucho tiempo aquí.
Aquel comentario sobre el cambio de clima. Ella, lo mismo que yo, llevaba a sus espaldas el pesado viaje, el vuelo, el viaje en taxi… y, bueno, además de las consecuencias de mi trabajo. En ese sentido a ella le debía de ir igual que a mí. Me maravillé.
—¿Quieres? —preguntó, mientras señalaba la cafetera—. Es griego —explicó—, y no sé si te gustará.
—Yo tampoco lo sé —dije, jovial al sentir que el sol me animaba—. No lo he probado nunca.
Miré a mi alrededor. No me cansaba de mirar el mar azul que nos rodeaba, los rayos del sol que se reflejaban y el espléndido cielo azul, que irradiaba más calidez de lo que yo hubiera podido imaginar allá lejos, en mi casa.
Danielle me pasó su café.
—Pruébalo —me ofreció— y sabrás si merece la pena ir a buscar más.
Me puso la taza de forma tal que el lado por el que ella había bebido quedó alejado de mí. Yo la miré, giré el recipiente y bebí exactamente por el mismo sitio que ella había utilizado. Me observó con gesto impasible.
—Está bueno —dije—. Voy a tomar uno. —Le devolví su café y fui abajo para hacerme con uno para mí. No pude interpretar el gesto de su cara. Parecía algo turbada.
Cuando regresé, ella siguió sin decir nada. Estuvimos sentadas un rato en cubierta, balanceándonos ligeramente mientras tomábamos el café. Yo pensaba que aquello no podía ser verdad: estar sentada junto a ella en un barco, mecidas por la ligera brisa del Egeo en un hermoso día de verano y libre de todas las preocupaciones del día a día. Seguro que luego llegarían algunas de aquellas preocupaciones, pero ése era un tema que no me afectaba para nada en aquel momento.
De repente caí en algo.
—¡Tengo que llamar a mi madre! —grité—. ¡Ella no sabe si he llegado bien! ¿Hay un teléfono aquí? —pregunté, mientras miraba a mi alrededor.
—¿Aquí en el barco? —Danielle hizo un gesto de satisfacción y luego lo borró de su cara—. Puedes coger mi móvil. A lo mejor aquí todavía funciona.
La miré para ver dónde podía tenerlo guardado, pero la verdad es que no llevaba mucha ropa donde meterlo, sólo un bikini y una holgada camiseta.
Rió.
—Está en mi camarote —dijo—. Entra y utilízalo sin problemas. Está en mi bolso.
Di un salto y salí a la carrera.
—¡Ten cuidado no vayas a tropezar! —exclamó entre risas.
Estuve a punto de caerme, porque todavía no me había acostumbrado al balanceo del barco, pero conseguí llegar indemne hasta el camarote de Danielle. Abrí la puerta y, de repente, me quedé parada. Creía que su camarote tendría el mismo aspecto que el mío, pero no era así. Era igual de grande, pero muy distinto.
Por lo que parecía, iba allí con mucha frecuencia y lo hacía con mucho gusto. Casi como si viviera allí. En las paredes tenía colgados cuadros y había muchos objetos personales, que lo más seguro era que estuvieran siempre allí. Al menos así parecía: estaban adaptados a aquel barco. No encajarían en absoluto en la inmensa casa de Danielle.
En una pequeña estantería sobre la cama había algunos libros, pero resistí la tentación de curiosearlos. En realidad, lo único que quería era llamar a mi madre.
Miré en busca del bolso de Danielle. Estaba encima de una silla y sobre él había una camiseta grande, que ella debía de utilizar como camisón. Sólo tenía que retirarla y ponerla sobre la cama para poder coger el bolso, pero, cuando la tuve en mis manos, me llegó a la nariz un olor penetrante.
Alcé la camiseta para olería. Cerré los ojos. Era ella.
La deseaba. Me había sentado frente a ella, pero aquello era algo que aún no había podido hacer: olería y decirle lo mucho que la deseaba. Seguro que no permitiría que yo lo hiciera.
Disfruté durante un momento de la sensación de tenerla toda para mí, no sólo su olor, pero aquello sólo era una fantasía que me había forjado. Luego, con un suspiro, dejé la camiseta sobre la cama y abrí el bolso.
Arriba había dos billeteros repletos de dinero.
¿Lo había hecho con intención o ni siquiera lo había pensado? Yo no sabía qué tenía que hacer. ¿Esperaba algo de mí? ¿Era aquello una prueba?
Cogí el móvil y cerré de nuevo el bolso. Primero llamaría a mi madre, porque, al menos, a ella sí sabía lo que le quería decir.
Mi madre se puso muy contenta al escuchar mi voz y, al cabo de unos minutos, me deseó unas buenas vacaciones. Incluso le envió saludos a su desconocida Danielle.
Colgué y, pensativa, me senté sobre la cama de Danielle. ¿Qué pasaba con el dinero? ¿Por qué me había permitido tener un acceso tan directo a él?
La noche anterior tuve la sensación de que nunca me permitiría entrar en su camarote. Ahora se limitaba a decirme que entrara en él y yo tenía que enfrentarme a todo aquello. No entendía nada de nada. Volví a meter el móvil en el bolso y regresé despacio a cubierta.
—Mi madre envía sus saludos a la desconocida —aquello fue de lo primero que informé a Danielle, porque me pareció lo más inocente.
—¿Ah, sí? Pues gracias —contestó, sorprendida.
Apoyé los brazos sobre la mesa y la miré.
—¿Has contado tu dinero? —pregunté—. ¿Sabes cuánto tienes en las dos carteras?
Ella me miró con una expresión vaga.
—Sí —replicó—, con toda exactitud.
—Pues eso está bien —dije con frialdad—. Entonces podrás darte cuenta de que no falta nada. —Yo me sentía aliviada, aunque no se lo demostré. Era un problema menos y sólo quedaba una cosa que yo aún ignoraba: ¿Lo había hecho para ponerme a prueba?
Ella me miró un instante y luego se levantó.
—Ven —dijo. Fue por delante de mí hasta su camarote y me hizo entrar. Luego abrió su billetera, sacó un billete grande y lo tiró sobre la cama.
—Bien —dijo—. Y ahora quiero tener algo a cambio de mi dinero.
Yo no sabía si debía quedarme allí de pie, tan tranquila, sin mostrar ninguna emoción, pero estaba claro que tenía que haber un modo de acabar con aquello.
—¿Qué? —musité, casi sin voz.
—Eso que me he reservado para más tarde —respondió, sin poner ninguna emoción en la voz. Como si hablara de un trozo de tarta. Puede que, para ella, yo no fuera más que eso.
La miré sin expresión y no dije nada. ¿Qué podía decir? Era parte de nuestro acuerdo. Pero ¿no me lo podía poner un poco más fácil, que la iniciación fuera un poco más tierna? En cualquier caso, ella sabía lo que aquello significaba para mí. Alguna vez ella misma, de joven, debió encontrarse en la misma situación. ¿Trató entonces el tema con la misma falta de emoción?
De nuevo me miró de arriba abajo.
—Desnúdate —dijo— y luego túmbate.
«¡Danielle, por favor, bésame! Prepárame, tómame en tus brazos, sé cariñosa conmigo. No me trates como si fuera un trozo de carne, como a una puta. Por favor…». Algo gritó dentro de mí aquellas palabras, pero no dije nada, aunque esperé que ella lo leyera en mis ojos. No quería que lo supiera. Era un negocio y nada más, y ella no debía pensar en otra cosa. Hice lo que me pidió, me quité la ropa y, desnuda, me tumbé en la cama.
Me miró un momento desde arriba y luego también se desnudó y se tumbó a mi lado. ¿Dónde está el «no tengas miedo», o algo parecido, de la primera vez? No parecía que lo considerara oportuno. Me propuse no gritar aun cuando me hiciera daño. Lo aguantaría, lo soportaría todo y haría como si eso no me supusiera nada. No debía llorar a cambio de su dinero, sino dar gritos de deseo, aunque fueran falsos.
Comenzó a acariciarme e intentó relajar la rigidez que había invadido mi cuerpo. Sentí miedo. Ella había llegado tan lejos, era tan poco humana, se notaba tan falta de sentimientos. ¿Quién sabe lo que esperaría de mí? Quizás aún tenía escondidas algunas sorpresas, sorpresas que me dolerían. ¿Quién podía saberlo?
En realidad yo no la conocía, al menos en su aspecto más privado. Y ella parecía siempre tan hermética e inaccesible como una fortaleza. No dejaba traslucir nada, ni siquiera el más mínimo sentimiento. Yo no era tan presuntuosa como para pensar que eso era lo que había hecho la noche anterior, cuando se retorcía debajo de mí acosada por mi lengua. Sólo había sido sexo, pero no había sido nada personal.
Al acariciarme con sus manos propició que, al poco rato, me sintiera más tranquila. Era muy agradable, a pesar de que una y otra vez un escalofrío intentaba salir a la superficie desde lo más profundo de mi interior y en aquellos momentos me echaba a temblar. Pero Danielle podía interpretarlo como un efecto del deseo, como una tensión y excitación plenas de impaciencia.
Ella no era insensible, como no lo había sido tampoco la primera vez. Se daba cuenta y percibía muchas cosas que funcionaban bien conmigo. Pero no habló ni me tranquilizó, ni me explicó nada. Me acarició sin articular palabra y comenzó a besarme.
«¡Al menos esto!», pensé con alivio. Noté su cuerpo contra el mío y el calor fue ascendiendo por mí, expulsando despacio el angustioso frío que sentía. Me apreté un poco contra ella para sentir algo más su maravilloso cuerpo, la suavidad de su piel y a ella misma… A ella, a la que yo deseaba y que en ese momento se hallaba tan alejada.
—Danielle —murmuré, porque me sentía tan atraída por ella que quería olvidar cómo habíamos llegado hasta allí.
No contestó. Se apretó contra mí y me hizo alzar los brazos sujetándome por las muñecas. Luego las soltó y enlazó mis dedos con los suyos por encima de mi cabeza, sin dejar de besarme, cada vez más apasionadamente. Su lengua entró y salió de mi boca a un ritmo regular, como si quisiera prepararme para algo. Quizá también ella quería prepararse, aunque yo no supiera para qué.
Su peso me oprimía contra el áspero colchón y disfruté cuando se tumbó encima de mí. Era una sensación maravillosa. Me hubiera encantado entregarme a ella de esa forma. Mientras yo permanecía allí tumbada, casi sin poder respirar, sujetó mi cuerpo con el suyo, de modo que no tenía ninguna posibilidad de moverme.
Estar tan sometida a ella tenía un componente voluptuoso que, en un principio, no sospeché. Su beso me inflamaba cuanto más se prolongaba e intenté alzar mi cuerpo por debajo del suyo para pegarme más a ella, para poder sentirla mejor, para demostrarle mi excitación.
Y ella lo notó.
—Sí, venga —murmuró, muy pegada a mi boca—, venga.
¡Estaba habiéndome! Hubiera podido gritar a causa del alivio que sentí al percibir que ella por fin estaba allí conmigo, que ya no existía la distancia que se había abierto entre nosotras y que no me dejaba sola con mis sentimientos.
Me moví con fuerza debajo de ella, tanto como podía, y ella soltó mis manos, acabó de besarme y se deslizó hacia abajo con todo su cuerpo. A continuación besó mis pechos hasta que yo gemí, suspiré y me abandoné.
Danielle me lamió los pezones hasta que se pusieron erectos, provocándome unas sensaciones maravillosas, que hacían arder todo mi cuerpo, que lo recorrían como si fueran columnas de hormigas y lo agitaban hasta en lo más profundo de su ser.
¿Por qué no me lo había dicho enseguida? Era muy cariñosa y considerada, pero al principio me había dado la sensación de que eso no iba nada con ella. ¿Por qué? Me pregunté si quizá la avergonzaría oírme decir que era amable y atenta. ¿Sería ofensivo para ella? Pero es que ella era así. En aquel momento no existía ninguna mujer que hubiera podido ser más cariñosa conmigo.
Sus labios se mostraban implacables sobre mis pechos, lo mismo que sus manos, cuando avanzaban hacia abajo sobre mi cuerpo. Su respiración se hizo más fuerte, agitada e impaciente. Algo tenía previsto. Sus pezones penetraban en mi piel mientras se mantenía tumbada sobre mí. Yo disfrutaba mucho con lo que hacía, fuera lo que fuera.
Me pegué más contra ella. Deseaba que me poseyera, quería que extinguiera la ardiente sensación que sentía en el pecho, en la piel y entre las piernas, que casi me hacía morir de deseo. Pensé que no podría soportarlo ni un segundo más.
Pero los segundos transcurrieron y luego también los minutos, y Danielle ahora se movía despacio hacia abajo, haciéndome esperar, dejándome abrasar, haciendo que ardiera trozo a trozo. De nuevo gemí y pronuncié su nombre, rogué, supliqué en silencio que me liberara de una vez.
Ahora sus labios se dirigieron a mi estómago. Sus dedos acariciaron mis ingles y luego los muslos de arriba abajo, mientras ella se deslizaba hasta colocarse entre mis piernas. Yo temblaba, porque no sabía lo que iba a hacer. De repente grité cuando me hizo justo lo mismo que yo le había hecho a ella la noche anterior: metió la lengua entre mis piernas, tiró de mis labios vaginales, los acarició, buscó mi perla.
Fue una sensación maravillosa, tan tierna y delicada que casi no se podía soportar. Ahora pude mover aquellas partes de mi cuerpo donde ella no se apretaba contra mí y pude escurrirme como una serpiente, mientras intentaba escapar de su lengua para arrimarme de nuevo a ella.
—Danielle, Danielle —gemí. No podía hacer otra cosa.
Ella agarró mis muslos y los sujetó con fuerza, presionó su boca contra mi clítoris, que la aceptó lleno de anhelo, y me obligó a tranquilizarme.
¡No era nada extraño que Danielle se hubiera alborotado de la forma en que lo hizo el día anterior! Si sintió lo mismo que yo estaba notando ahora mismo… no había nada comparable al ya conocido roce de su mano. Era… era sencillamente maravilloso.
Acarició con toda su lengua el sensible valle situado entre mis piernas; ahora parecía estar constituido tan sólo por terminaciones nerviosas que transmitían unas sensaciones maravillosas. Era como un avión a punto de despegar, como si aún estuviera en tierra pero dispusiera de toda la potencia y el empuje necesarios para elevarse y desaparecer por las nubes. Así era como yo me sentía realmente. Quería elevarme, volar…
—Córrete —oí que murmuraba Danielle—, córrete. —Su lengua entró un poco entre mis hinchados pliegues, aunque no mucho; luego la retiró y la deslizó por encima, hacia arriba; cuando llegó sobre mi perla tuve que volver a gritar.
Intenté buscar un apoyo en el camarote, algo que estuviera alrededor de la cama, pero no lo encontré y me sujeté en el pelo de Danielle, pues necesitaba algo que me mantuviera en tierra al notar que estaba a punto de abandonarla.
—Córrete —dijo de nuevo, y esta vez su lengua describió círculos alrededor del clítoris, mientras dirigía rápidos toques hacia mi centro: yo ya no podía soportarlo más.
Mi cuerpo se tensó y alzó de tal forma que Danielle ya no pudo sujetarlo. Soltó mis muslos y permitió que me corriera.
Yo gemí.
—¡Sí…! ¡Sí…! ¡Sí…! —exclamé con cada oleada ardiente que me arrastraba y me satisfacía en toda su plenitud; luego ya no tuve fuerzas para añadir nada más y me dejé caer de nuevo. Mi cuerpo estaba dominado por una sensación única, como de un hormigueo total. Jadeé, intentando coger algo de aire. Hacía calor en el camarote y pensé que me iba a asfixiar.
Había sido tan impresionante, tan nuevo… ¡Y yo que pensaba que ya había vivido una gran cantidad de momentos culminantes! Me pareció que aquél había sido el primero auténtico de verdad. El primero que me había arrastrado y no había dejado sin afectar a una sola fibra de mi cuerpo. Todo mi ser se había concentrado en mi punto más central y había explotado allí. Cogí aire despacio y cerré los ojos.
Danielle aún seguía sentada entre mis piernas y me miraba. Me sonrió con dulzura.
—Ha sido maravilloso, Danielle —susurré.
—Lo sé —respondió, seria—, pero esto sólo ha sido el principio. Ahora viene la parte importante.
Me tensé un poco al oír sus palabras. Yo ya sabía que ella quería más, pero casi lo había olvidado.
—Date la vuelta —me requirió.
Yo cerré los ojos. ¿No podía hacerlo mientras me tenía entre sus brazos? ¿Tenía que ser así? Pues así tenía que ser. Ella lo decidía. Me volví despacio y me quedé tumbada boca abajo. Mi respiración era muy superficial y casi no podía forzarla para que absorbiera más oxígeno. ¿Podría perder el conocimiento y no enterarme de nada?
Noté a Danielle detrás de mí. Se desplazó de nuevo entre mis piernas y apretó una contra la otra. Me hubiera gustado poder ver, poder mirarla a los ojos esta primera vez. Pero ella no quería. Me cogió por las caderas y me obligó a alzarme un poco.
—¡Quédate así! —dijo.
«¡Dios mío! ¡Aún más!», me dije. Yo no podía verlo, pero ella se colocó detrás de mi trasero. Poco a poco me fui dando cuenta de lo que quería de mí. Por lo menos esta vez podía cerrar los ojos. A lo mejor merecía la pena.
Danielle pasó un dedo por mi hendidura y, a pesar de lo incómodo de la postura, comencé a sentir un cosquilleo de inmediato. Hubiera preferido empezar a moverme desde un principio, pero me contuve. Sólo haría lo que ella dijera. Si ella lo quería así, así sería como iba a comportarme. Sólo obtendría lo que pidiera.
Luego acarició la zona con su lengua, allí donde había estado su dedo. Lo hizo un par de veces y luego intentó penetrar. La punta de su lengua se abrió camino, pero no llegó mucho más allá. Noté una leve tensión. Su dedo se deslizó hacia delante y acarició mi perla.
—¡Ohm! —gemí y me mordí un poco los labios. ¡Ella no tenía que oír nada!
Anduvo con su dedo hacia delante y hacia atrás, y quitó la lengua de donde la tenía. Me separó los labios de la vagina y la tensión se hizo mayor. Su dedo se deslizó hacia mi centro de sensaciones y penetró, como había hecho al principio con la lengua, pero esta vez no se detuvo. Lo que había sido una ligera tensión procedió a intensificarse. Era lo que yo siempre había notado cuando luchaba con mis tampones mini. Pero me estremecí al darme cuenta de que sus dedos eran bastante más largos que los tampones.
Llevó su dedo por un lateral, sin insistir en la penetración.
—Tranquila —murmuró de repente, en un tono de voz que hubiera podido calificarse como cariñoso si…, bueno, si su forma anterior de actuar no hubiera sido tan curiosa. Su dedo se colocó de nuevo en mi centro álgido y apretó contra mí.
Hice una mueca de dolor. Ella no podía verla y no se detuvo. Siguió presionando, lo que hizo que la tensión resultara cada vez más intensa. Me mordí los labios. ¡No, no podía gritar, tenía que ser valiente! Noté su mano en mi espalda. Me acariciaba de una forma tranquilizadora.
—Piensa en algo bonito —murmuró en el mismo instante en que intensificó tanto la presión que tuve que gritar.
—¡No, no, por favor, Danielle!
El dolor me desgarraba, pero aún no había pasado todo. Empujó con toda su fuerza y tuve la sensación de que me iba a partir en pedazos. Me vi obligada a gemir. ¿Cómo podía hacerme eso? Dolía. Apretó de nuevo dentro de mí y algo se rasgó, lo que me causó un dolor penetrante e insoportable. Grité de nuevo.
—¡Danielle, por favor, acaba! Por favor…, por favor, acaba ya… Déjame… —supliqué entre susurros.
Salió de mí y eso también me dolió e hizo que me estremeciera.
—Ya ha pasado —dijo con calma—. Ahora ya todo está bien.
¿Yo sentía entre mis piernas unas palpitaciones que me atormentaban y a ella le parecía que todo estaba bien? ¡No iba a dejar que me tocara nunca más! ¡Nunca más!
Se tumbó sobre mí y me calentó con su cuerpo, pero el mío continuó frío. ¡Ahora al menos no podría quejarse de que yo no respetaba nuestro acuerdo! Le iba a tirar nuestro acuerdo a la cara. Sólo tenía ventajas para ella, porque para mí había sido un martirio.
—Mañana irá mejor —me cuchicheó al oído—. Casi lo habrás olvidado.
Yo lo dudaba. El dolor continuaba, casi como si siguiera en mi interior. Necesitaría mucho tiempo para curarme.
—¿Me puedo levantar? —pregunté en un tono frío—. Me gustaría lavarme.
—Claro.
Ella se deslizó hacia abajo y luego se echó a un lado para que yo pudiera salir del camarote. Yo no la miré, pero ella me detuvo y alzó mi barbilla, de modo que no tuve más remedio que mirarla a la cara. Danielle buscó mis ojos.
—¿Ha sido tan malo? —preguntó en voz baja.
La miré con ganas de asesinarla.
—No, claro que no —respondí, en un tono mesurado y frío. De mí no iba a obtener ni el menor pestañeo—. ¿Me puedo ir ya?
—Sí —dijo, me dejó el camino libre y pude salir de su camarote para entrar en el mío.
Cuando me duché, por segunda vez aquel día, pude darme cuenta de la sangre que corría por mis piernas. No me pude lavar bien, porque lo hubiera tenido que hacer justo donde más me dolía.
Sentí que las lágrimas querían correr por mi rostro, pero las contuve. Si las hubiera dejado brotar, puede que nunca hubiera podido pararlas.
Danielle me había decepcionado. Yo le había hecho ver mi sufrimiento y le había rogado que se detuviera, pero no lo había hecho. Había seguido entrando en mí y me había desgarrado, como si yo no le hubiera dicho nada o como si ella no hubiera escuchado mis súplicas. ¿Me había hecho daño con toda la intención? ¿Se lo había pasado bien? ¿Le gustaban estas cosas? En tal caso, yo tenía que estar preparada.
Fuera como fuese, ya no confiaría más en ella, lo mismo que Danielle no confiaba en mí. Ahora estaba convencida de que la historia del dinero en su bolso no había sido más que una prueba.
Ella había supuesto que yo cogería parte del dinero pensando que no se daría cuenta, por eso lo había contado antes. Y luego lo habría contado otra vez con la esperanza de que faltara algo.
¿Qué tipo de persona era? ¿Tenía algo de humano o sólo se trataba de una máquina de hacer dinero, que todo lo podía comprar porque todo tenía un precio? Para ella, no había nada que no pudiera pagar y que, por tanto, no fuera posible comprarlo. Ésa era la razón por la que no daba valor a los sentimientos: era algo que no se podía comprar.
¿Por qué pensaba yo en eso? Ya había pasado todo, tal y como ella había dicho. Hablaba de mi virginidad, que ella me había arrebatado, pero para mí significaba que todos mis sentimientos hacia ella se habían acabado, estaban extinguidos, perdidos. Ella los había destrozado.
A partir de ahora sólo seríamos «socias en el negocio» y ella me podría tener cuantas veces deseara, pero siempre que pagara por ello. ¡Y yo dejaría que me pagara! Me lo prometí a mí misma. Pagaría a cambio de mi cuerpo, pero no obtendría nada más.