Al parecer, en la isla sólo había un taxi viejo y destartalado, que parecía haber sido fabricado incluso antes de la Segunda Guerra Mundial. Nos recogió donde habíamos aterrizado.

Danielle saludó al conductor como si fuera un viejo amigo. Rió y bromeó con él en griego, por lo que no pude entender lo que decían. Él parecía muy, pero que muy impresionado con ella. Seguro que nunca habían tenido ningún rollo, pues, de lo contrario, tal vez él hubiera reaccionado de otra forma.

Se sentó delante, a su lado —¿lo tendría planeado desde un principio o sólo cabía atribuirlo a la casualidad?— y yo tomé asiento en la parte de atrás, desde donde podía observarlos muy bien a los dos, en especial a Danielle. Me fijé en la forma que tenía de volverse hacia el chófer para charlar con él. Sólo me miró un instante y enseguida, y durante todo el resto del viaje, se concentró en aquel hombre.

Seguro que la distancia en kilómetros no era muy grande, pero la carretera era tan mala que necesitamos bastante tiempo para llegar hasta allí. No me atreví a mirar el reloj nuevo que llevaba en la muñeca, pues me volvería a recordar la ofensa que me había supuesto, así que no pude calcular con exactitud el tiempo que tardamos, pero fue mucho.

Pero ni Danielle ni el chófer parecían darse cuenta de los baches, que él conocía con toda seguridad, aunque no intentaba esquivarlos, ni del aire caliente y seco, ni del polvillo arenoso que hacían que el tiempo se hiciera más largo.

Si no me hubiera agarrado con fuerza hubiera dado tumbos en el asiento de atrás, aunque, cuando me sujetaba, me cortaba los dedos con los delgados agarraderos. Ansiaba llegar al final del trayecto.

Sin embargo, a pesar de la mirada inquisitiva que me lanzó al principio, Danielle parecía estar muy relajada. Su sonrisa parecía tan auténtica como nunca antes había visto. Y todo para aquel encantador griego, que, con su barba gris y su pelo desmelenado, no se correspondía con ningún modelo de ideal de belleza, aunque eso no parecía molestarle en absoluto. Estaba convencido al cien por cien del carisma que tenía para las mujeres. Estaba claro que intentaba fascinar a Danielle, y ella actuó como si se sintiera rendida ante sus encantos. Era como un juego entre dos, con el que ambos disfrutaban.

Mi diversión se mantenía dentro de ciertos límites, pues el estómago me daba vueltas a causa del ajetreo, pero a Danielle también me caía muy bien. Casi olvidé el incidente que nos acababa de ocurrir en el avión. Ella era tan hermosa, tan deseable, tan… encantadora. ¿Por qué no podía ser siempre así?

La amabilidad que mostraba en su trato al conductor parecía auténtica y se originaba, como todo lo que hacía, en su carácter. No daba la sensación de estar jugando. En verdad se alegraba y saboreaba el mero hecho de estar allí, por fin.

Parecía haberlo deseado mucho, florecía a ojos vista. Todo a su alrededor era sencillo, resplandeciente; no parecían existir las preocupaciones.

«¿Se va a portar así en el yate o esto es sólo un show en honor al conductor? ¿Puede dominarse tanto para que no se trasluzca que todo es una simulación?», pensé. Ella era así, también así…

El chófer se despidió de nosotras de muy mala gana, es decir, se despidió de Danielle de muy mala gana, y llevó las maletas desde su coche hasta el barco. En el aeropuerto había cargado con dos o tres maletas cada vez y ahora casi no podía con una sola e iba muy lento.

Danielle parecía conocerlo ya, por lo que le dedicó una sonrisa de paciencia. El trabajo siempre se veía interrumpido por la conversación y de repente las maletas se volvieron tan pesadas que el buen hombre tuvo que hacer varias paradas de descanso antes de dar el paso siguiente. Todo parecía muy tranquilo. El tiempo carecía de todo significado. Fluía muy despacio, como una tabla en un cauce casi seco.

A mí me daba igual el tiempo que tardara, pues estaba sobrecogida ante el bote, tal y como lo había llamado Danielle. En mi opinión, llamarlo así era subvalorarlo, pues se trataba de un yate.

Aquel barco, brillante y blanco sobre el mar azul, también resplandeciente, constituía una visión arrebatadoramente bella. Me quedé de piedra junto al muelle, incluso después de que el chófer se despidiera y se alejara con su coche, que dejó tras de sí una nube de polvo.

Danielle se rió. Parecía haber olvidado todo lo ocurrido en el avión.

—Por dentro también es muy bonito —dijo. Avanzó por la escalerilla hasta el barco.

Se detuvo por un momento, yo sólo veía su espalda, y echó la cabeza hacia atrás. Hubiera jurado que tenía los ojos cerrados y que saboreaba aquel primer minuto en su barco como un regalo deseado desde hacía mucho tiempo.

—¿Vienes con frecuencia? —dije, tras ella, mientras me balanceaba, insegura, sobre la escalerilla.

—En raras ocasiones —respondió en voz baja, casi para sí misma, antes de volverse hacia mí. Me cogió de la mano, al ver mis poco seguros movimientos y se rió de nuevo—. ¡Bueno, tenemos que bautizarte, marinero de agua dulce! —Caminaba muy segura por la balanceante cubierta del barco y me ayudó.

—Mientras no me pases por la quilla[2] —dije yo con una sonrisa insegura.

Ella sonrió.

—Ya veremos —replicó, en un tono vago e impreciso.

Al cabo de un rato de estar sobre el barco me acostumbré a su ligero balanceo.

—Deberías doblar un poco las rodillas —recomendó Danielle—. Para equilibrar las oscilaciones. Aún estamos en puerto y aquí casi no se nota. En mar abierto puede ser más fuerte.

«¿Aún más fuerte? Pero si ya lo encuentro bastante violento», pensé.

—Te acostumbrarás —prometió Danielle—. Vámonos. —Se volvió y descendió por una escalerilla.

Yo la miré un tanto perpleja.

—Hummm, ¿estamos solas? —pregunté.

—Sí —gritó desde abajo, entre risas. Parecía caminar muy segura, cosa que no se podía decir de mí.

—Éste es el barco más grande que puede pilotar una sola persona.

—¿Y lo haces tú? —pregunté, más desconcertada que nunca.

—Sí —confirmó, aún entre risas—. ¿No confías en mí?

Pues claro. ¡Claro que sí! ¡Confiaba en ella! Pero aquello había sido una sorpresa para mí. La seguí e intenté no mirar hacia abajo, hacia el agua oscilante.

Ella movió un par de palancas y apretó un botón de la consola situada junto al volante. El motor arrancó con un rugido.

—¡Fantástico! —exclamó, y me miró a los ojos con una expresión tan radiante que casi no pude reconocerla—. ¡Agárrate! —gritó, mientras apretaba una de mis manos sobre el timón y saltaba de nuevo por la escalerilla.

Me asusté. Estaba sola. ¿Qué iba a hacer si ahora pasaba algo? No tenía ni idea. Noté que me sobrecogía el pánico. ¿Y si el barco se ponía en marcha, sin más? El motor ya estaba arrancado.

Vi que Danielle retiraba la pasarela que estaba adosada a la parte delantera del casco. Era muy hábil, como si lo hiciera todos los días. Luego corrió hacia la parte de atrás y también desamarró el barco por allí.

Al cabo de un momento estaba de nuevo a mi lado.

—¿Ha sido horrible? —preguntó, riendo.

Yo negué con una leve sacudida de cabeza.

—Entonces, ya podemos izar el ancla —anunció, mientras presionaba un botón. El barco se vio inmerso en un estrépito de ruidos metálicos.

Yo miré alrededor, pero no fui capaz de definir el origen de aquellos ruidos.

—El ancla está delante —explicó de buen humor—. Desde aquí no se puede ver.

Después de que hubiera cesado el último golpe metálico, adelantó levemente una palanca y movió un poco el timón. El motor sonó con mayor fuerza. Maniobró con lentitud y, con todo cuidado, sacó el barco del puerto.

Yo la miraba con admiración. Pasó muy concentrada por la estrecha salida, que no era mucho más ancha que el propio barco. Luego adelantó un poco más la palanca y el barco se movió más rápido.

Danielle me sonrió.

—¿No es hermoso? —preguntó, entusiasmada.

«Tú sí que eres hermosa», pensé para mis adentros.

Era una vista magnífica: ella allí al mando del barco, con el pelo al viento y una sonrisa en el rostro. Podría formar parte de un folleto de vacaciones. Y ya estábamos de vacaciones. El mar azul, el cielo azul, las olas que rompían, envueltas en espuma blanca, contra la proa del barco: ¡era todo tan embriagador!

Y ella también lo era. Tenía el aspecto de una diosa griega del mar, con una mano en el timón, patroneando el barco con toda suavidad, como si lo hiciera desde que nació. Me hubiera gustado decirle lo maravillosa que era, lo mucho que yo la amaba, y también que había olvidado todo lo demás… Lo del avión eran tonterías y yo ya no pensaba en lo que había ocurrido allí. Ahora estábamos en el barco y todo era distinto.

Ella también sería distinta, ya lo era ahora, y de esa forma se esfumarían todos mis problemas. No tendría ni uno más en esas tres semanas. Nos limitaríamos a disfrutar de estar juntas y no pensaríamos en nada que fuera distinto a nosotras dos. ¿Qué podría pasar ahora?

Fui hacia ella y pasé un brazo a su alrededor. Ella me miró, sonrió y dirigió de nuevo la vista hacia delante, para controlar el rumbo sobre el agua. Así debe de ser el cielo, pensé yo, feliz. Verano, sol, viento, mar y una mujer amada entre los brazos.

—¿Quieres probar? —preguntó, echándose a un lado.

Perdí el contacto con ella, cosa que me hubiera gustado mantener.

«¿No puedes permanecer ni cinco minutos en la misma postura? ¿Debes estar siempre en movimiento?», pensé, mientras sacudía la cabeza para declinar su invitación.

—No, no sé hacerlo.

—Claro que sí —insistió—. Es muy sencillo. Yo te enseño. —Colocó mis manos sobre el timón y se puso detrás de mí—. ¿Lo ves? —explicó—. Sólo tienes que mirar al frente, igual que cuando conduces un coche.

Lo único es que, al conducirlo, el coche siempre tiene debajo un suelo firme y aquí sólo había agua. Si hacía algo mal…

Me abrazó por detrás y se estrechó contra mí.

—Me alegro de que estés aquí —me susurró al oído, mientras me daba un beso.

No hizo nada más y así estuvimos durante un rato. Yo llegué a acostumbrarme a llevar el timón sin tambalearme. ¿Por qué, de repente, se había vuelto tan maravillosa, dulce y cariñosa? En el avión había actuado de otra forma, pero hasta aquel momento nunca la había visto comportarse de aquel modo.

Noté su cuerpo contra mi espalda y me excité, pero de una manera nueva, de una forma no tan encaminada a un objetivo como antes, algo que nos hubiera permitido estar allí durante horas, sin movernos y sin querer nada más.

Tragué saliva. Estaba prohibido decirle lo que yo sentía, porque ella lo notaba de un modo instintivo, pero lo hubiera hecho con mucho gusto. Así pues, permanecí callada y esperé que ante nosotras se abriera un largo camino que no pudiera perturbar aquella tranquilidad y que nos permitiera disfrutarla durante un tiempo.

El camino fue largo. Por la tarde, ya lejos, echamos el ancla. A nuestro alrededor sólo había agua; no se veía nada de tierra por ningún sitio. Era una experiencia totalmente nueva para mí y me sentí insegura.

Danielle había estado en la pequeña cocina, preparando algo de comer. Luego lo subió a cubierta. Cuando quise ayudar, me espantó entre risas y me indicó que pusiera la mesa. Sólo sirvió dos platos y me pidió que abriera el vino que había traído.

—Calamares y vino Retsina. Espero que te gusten —murmuró, en un tono interrogativo.

—Pues no estoy muy segura —respondí con precaución. No me gusta mucho la comida griega ni tampoco el vino Retsina, pero no quería ofenderla. A decir verdad, no había probado muchos platos griegos, pues para salir a comer hace falta dinero y eso era algo que siempre nos faltaba a mi madre y a mí.

—Los calamares son muy frescos —dijo Danielle para tentarme—. Spyros los ha pescado esta misma mañana y los has traído directos a la nevera.

Lo que hubiera hecho ese Spyros, fuera quien fuera, me parecía muy bien, pero, incluso así, me senté en la mesa con cierta dosis de escepticismo. Danielle sirvió el vino y luego me miró. Su mirada era… algo extraña. Yo no sabía cómo tomármela.

Cogió uno de los anillos de calamar, mordió un trozo y me puso el resto bajo la nariz. Luego comenzó a rozarme los labios con el borde del calamar.

—¿No quieres probarlo? —preguntó en voz baja.

El roce con los labios me provocó unas terribles cosquillas y tuve que abrirlos. Entonces, con toda calma, Danielle depositó el trozo de calamar en mi boca y sonrió. Parecía ser el comienzo de una seducción, pero ¿me quería incitar hacia ella o hacia los calamares? Cerré los labios de nuevo y el fuerte picor casi me impidió notar el sabor del trozo que tenía en la boca. Cuando finalmente lo percibí, la sorpresa me obligó a abrir los ojos.

—¡Cielos, esto está buenísimo! —exclamé de forma espontánea.

Ella se rió un poco ante mi ignorancia.

—Donde vivimos nunca son frescos. No hay punto de comparación —repuso, y empezó a comer de forma normal, con cuchillo y tenedor.

Poco después probé el vino y también me gustó. Parecía estar impregnado de sol. Le ocurría lo mismo que a todo lo de aquí: el mar, el aire…, ella.

Después de la comida nos sentamos en la cubierta, en una especie de balancín. Todavía teníamos los vasos en la mano y disfrutamos del aire cálido y de la tarde que, sin nada de viento y con una calma inigualable, se extendía sobre nosotras.

Hasta ahora la luz del día iluminaba parte de la cubierta, pero luego Danielle me señaló con un brazo hacia el oeste. Tenía que ser el oeste, porque era allí donde se ponía el sol.

Era una vista increíble. Romanticismo puro. El barco casi no se movía sobre el agua y los rayos rojos del sol en el horizonte se aproximaban al mar, sumergiéndolo todo en una luz intensísima. Parecía como si el sol ardiera, como si hubiera abandonado su camino y se hubiera desplomado. No me hubiera sorprendido nada oírlo chisporrotear cuando tocara el horizonte y se hundiera en el mar.

Yo estaba fascinada hasta el límite por aquel espectáculo increíble y miraba con atención los últimos rayos rojos, aunque, en realidad, ya habían desaparecido.

—Es maravilloso, ¿verdad? —me dijo Danielle.

Casi no pude contestar, pero me dominé y respondí con un sencillo:

—Sí.

Noté que el balancín se movía y Danielle se inclinaba hacia mí. Me quitó el vaso de la mano y lo colocó en una mesita que había delante de nosotras. Sonrió al inclinarse otra vez sobre mí y poner sus labios sobre mi cuello. Sentí la lengua que asomaba entre sus labios y que me acariciaba levemente; colocó la mano sobre mi pecho y comenzó a darle un suave masaje. Yo no debía decir nada, estaba claro que era lo que ella quería y yo también lo deseaba. Pero aquél era el fondo, el propósito y la meta: era nuestro acuerdo.

Yo debía olvidarlo. En mi fuero interno sabía que no lo hacía por nuestro acuerdo, pero, si ella sí lo creía, no lograría hacer que cambiara de opinión. Yo tenía bastante con entregarme a ella y disfrutarlo. Y quizá pudiera conseguir que ella se entregara a mí sin que tuviera la sensación de ver en mis ojos el signo del dólar y sin que cada sacudida mía le sonara como el ruido de una máquina registradora.

Se separó un poco y, sin más ceremonias, me quitó la camiseta.

—Los diecinueve años son una edad maravillosa —dijo, mientras mantenía la mirada fija en mis pechos—. Todo está tan firme y erguido… No hay señales de caída por ningún sitio. —Sonriente, me miró a la cara. No lo decía enfadada, tan sólo se trataba de un cumplido.

Intenté mostrar una expresión que ya había tenido éxito en otras ocasiones y dominar la repugnancia que me producía el sentirme como un trozo de carne joven y firme que ella había comprado para su disfrute.

—Adelante, utilízalo —dije, sonriendo—. Puede que esto no se mantenga así durante mucho más tiempo.

Ella rió. Sus dedos se acercaron con timidez a uno de mis pezones, como si le diera miedo tocarlo, y cuando por fin lo rozó tuve que morderme la lengua para no suspirar en voz alta. Yo podía hacer lo que quisiera y ella podía tratarme como le diera la gana, pero en cuanto me acarició me dejé llevar de inmediato por la pasión y el deseo. Quizás era debido a que se trataba de la primera mujer que había provocado eso en mí, pero yo no lo creía, porque ella era la mujer que yo había anhelado, a la que había esperado y a la que deseaba amar.

Danielle colocó sus dedos entre los labios y la lengua, y aquello le provocó una sensación casi inaguantable a mi hinchado pezón. Era algo que me subía por todos los lados, por la cabeza y entre las piernas; como siempre, intenté reprimir un gemido. Pero tenía muy claro que no podría aguantar durante mucho más tiempo. ¿Qué ocurriría ahora si ella continuaba? Y eso que estaba en un pecho, sólo en uno. No sabía si podría contenerme.

El vino Retsina, el aire cálido, la puesta de sol, la soledad en el mar, el ligero balanceo del barco: todo contribuyó a que mis sentidos se agudizaran como nunca lo habían hecho. Percibí el olor de Danielle, el calor de sus labios, el cosquilleo de su lengua y el roce de su mano en mi muslo. Era maravilloso y, al mismo tiempo, inquietante, pues yo no sabía hasta donde querría llegar ahora. ¿Exigiría hoy el resto?

Tenía derecho a eso y había pagado por ello, pero yo sentía miedo del dolor que me pudiera causar. Yo quería disfrutar de aquella primera tarde con ella allí fuera, y mejor sin angustiosas restricciones. Pero era ella, y no yo, quien debía decidirlo. Había comprado mi juventud y yo se la debía entregar cuando le apeteciera.

Ella se irguió y me miró. Sus ojos brillaban a causa del deseo y la excitación.

—Desnúdame —ordenó.

Vaya. Al parecer tenía un plazo de gracia. Ella quería primero. Contuve mis propios deseos tanto como pude y me concentré en ella.

Se había cambiado para la cena y ahora llevaba un traje marinero blanco. Una variante femenina. La parte de arriba era ancha y bajaba recta desde los hombros hasta el talle, y al parecer no llevaba nada debajo. Una impresión que confirmé cuando le quité la camisa. Me pregunté por qué le habrían causado tanta admiración mis pechos, pues consideraba que los suyos eran más bonitos. Seguro, eran algo más llenos que los míos y la hacían muy atractiva.

Me hubiera gustado besarla de inmediato, pero deduje por su mirada que lo primero que quería era estar desnuda y por lo visto no le apetecía realizar ese trabajo. «¿Por qué va a hacerlo?», pensé con sarcasmo. Había pagado para que lo llevara a cabo otra persona: yo.

Los pantalones de su traje eran muy estrechos por arriba y se ensanchaban por las piernas. Solté los botones laterales —era como un auténtico traje marinero— y bajé la parte delantera. Contuve la respiración. Tampoco llevaba nada debajo. No se había molestado más que en ponerse algo por encima. Claro que no. Ya lo tenía pensado y ella siempre era muy eficiente.

Pasé mi mano por su estómago y noté el fino vello cuando bajé un poco más. Se echó hacia atrás en el balancín y gimió por lo bajo.

La miré durante unos segundos, tumbada allí y con los ojos cerrados, como si no hubiera roto un plato en su vida. Tenía el aspecto de una niña, una muchachita pequeña, dulce y desamparada. Alguna vez debió de serlo, hacía ya mucho, mucho tiempo.

Seguí acariciándola y luego llevé mis manos por debajo de su trasero. Ella lo alzó un poco y al instante siguiente los pantalones cayeron, casi por sí mismos, sobre cubierta. ¡Los botones laterales resultaban muy prácticos!

Le acaricié el estómago y los muslos, y, como si fuera una revelación, me sentí sobrecogida de nuevo por la suavidad de su piel. Yo no quería hacer nada más que lo que debía. Bueno, quizás un poco más… Miré entre sus piernas, que estaban algo separadas, y en aquel momento me acordé de su reacción en el avión, cuando ella se había tapado al notar que yo la observaba. ¿Qué significaba aquello? ¿Tocar pero no mirar? ¿No había sido siempre al contrario?

De todas formas ahora ya conocía el aspecto de lo que me había fascinado en aquel momento, exceptuando el hecho de que, sin más, siempre era fascinante, y quería ir al centro, entre sus muslos. Quería contemplarla con todo detalle, deseaba investigar lo que veía, o tocarlo, observar el aspecto preciso de lo que había allí abajo. Sin poder evitarlo, mi lengua salió disparada de entre mis labios. De nuevo quería algo distinto.

Nunca lo había hecho, porque, como es lógico, hubiera necesitado una mujer. ¡Deseaba tanto notar con mi lengua y en mi boca el tacto de lo que había entre sus piernas! Debía de ser un plato muy dulce el que estaba servido allí, tanto que se me hizo la boca agua.

No había dejado de tocarla mientras la miraba y ella había comenzado a retorcerse, a gemir y a arrimarse a mí. Luego me deslicé entre sus rodillas y le separé un poco más las piernas.

Ella abrió los ojos.

—¿Qué haces ahí? —preguntó, desconfiada.

—Algo que deseo poner en práctica desde hace mucho tiempo —contesté. A lo mejor no se lo esperaba de mí. Sí, yo era una joven virgen sin mucha experiencia, pero están los libros y… el talento. Acaricié con los dedos el interior de sus muslos y ella volvió a cerrar los ojos.

—Humm —dijo con fruición y su respiración me hizo saber que aquello iba bien.

Continué mi subida por el interior, y la toqué entre las piernas, allí donde yo ya había estado en otras ocasiones, aunque nunca había podido observar con tanta precisión.

Ella se movía, inquieta, y su culo se deslizó un poco hacia delante, luego hacia un lado y de nuevo hacia atrás, según donde yo palpara. Mi dedo era como un magnífico instrumento para mí. Me moví alrededor de su maravilloso punto central y ella se alzó un poco contra mí: era probable que quisiera ser acariciada en otro sitio, pero no lo hice.

A continuación desplacé mis dedos desde la parte externa de su sexo hacia el interior y observé su reacción. Me había deslizado allí como sin querer y ahora pude ver el motivo. Sus labios exteriores se abrieron como las hojas de una rosa, cada vez más, se hincharon a medida que tocaba su superficie y enrojecieron con un tono que hubiera hecho palidecer de envidia a la puesta de sol. Cada vez estaban más y más húmedos, y finalmente acabaron de abrirse, amplios y apetitosos.

Era como la grabación a cámara rápida de una yema que se desarrolla hasta alcanzar el estadio pleno de la floración. Algo maravilloso se abría ante mí y me presentaba un mundo nuevo y fascinante en su conjunto.

Toqué con cuidado la piel brillante y húmeda de la parte interna y noté que latía con suavidad, mientras Danielle exhalaba un fuerte suspiro.

—Por favor… —oí que decía.

Estaba suplicando. ¿Había olvidado cómo exigir, reclamar, ordenar? Me gustaba tenerla entre mis manos. La deseaba y quería alcanzar las sensaciones más hermosas que ella pudiera anhelar; y era porque la amaba y no porque me pagara por eso.

Yo había vivido aquel momento dos veces, pero en ninguna de ellas había dispuesto de tanto poder como el que parecía tener ahora. Aquellas dos situaciones se habían producido sin que yo influyera sobre ellas: la primera porque, de hecho, había sido mi primera vez y yo casi desconocía lo que tenía que hacer; y en la segunda ocasión, la del avión, Danielle me había cogido desprevenida con su avidez y me había llevado donde ella quería.

Ella, por supuesto, también lo hacía ahora, pero parecía ser de otra forma. Se encontraba a la espera de lo que yo hiciera. No me daba instrucciones. Me pedía que la satisficiera y la liberara, y eso, por supuesto, era algo que yo ya tenía previsto y lo hacía con sumo gusto.

Deslicé mi dedo en su interior y de inmediato ella se alzó y gimió una vez más.

—Sí… —Era la misma sensación, suave y aterciopelada, que había experimentado en el avión y de nuevo Danielle comenzó a removerse, a levantarse y a gemir, inquieta. Su respiración iba a golpes, parecía entrecortada y, una vez más, se abandonó.

Estaba toda ella a mi merced. Pero me resultó curioso el hecho de no sentir ninguna satisfacción porque, por fin, se sometiera a mí. Por el contrario, aquello hizo que creciera el amor que sentía por ella. Sólo deseaba que fuera feliz.

Estaba tan abierta que un solo dedo casi se perdía en su interior, así que decidí utilizar dos. Obtuve un largo y gimiente «¡Ahhh!», a modo de recompensa. Bien, eso era lo que ella quería. Dudé si resultaría igual conmigo, pues yo ya tenía dificultades con los tampones del tamaño más pequeño, pero enseguida dejé a un lado aquellos pensamientos. Ahora le tocaba a Danielle. Cuando introduje en ella un tercer dedo, el gemido se transformó en un sonido animal. Sonó profundo y ronco, casi inhumano.

Bajé mi boca hacia su perla, tan rígida y sobresaliente que casi parecía un órgano independiente, muy alejado del resto del centro. La lamí con mis labios y mi lengua, y por un momento cerré los ojos. Era tan embriagador y grandioso notar cómo se movía en mi boca aquel duro y suave brote.

Al parecer también Danielle lo sintió así, pues tan pronto como mi lengua la rozó comenzó a empujar contra mí, a apretarme con todas sus fuerzas, y noté que sus dedos, enredados en mi pelo, me presionaban e indicaban a las claras que no debía dejarlo.

Gimió cada vez con más fuerza.

—¡Oh, sí, sí, por favor…!

Ya no podía resistirme por más tiempo a sus deseos. Lamí deprisa su prominente perla mientras deslizaba mi dedo hacia dentro y hacia fuera; Danielle se retorció de tal forma que pensé en sujetarla para que no se cayera, pero no me quedaban manos libres para hacerlo. La agarré e intenté apretarla contra la colchoneta, pero aquello no tenía ningún sentido. Bramaba.

A medida que se iba excitando, se alzaba y luego se recostaba de nuevo. Parecía como si no quisiera entregarse a mí, como si se resistiera, pero no tenía otra elección. De repente mis dedos se comprimieron e hicieron un movimiento brusco alrededor de ella. Sentí una intensa palpitación y me quedé paralizada, porque pensé que podía haberle causado una herida y que ahora iba a sangrar, pero desde luego no fue así. El terrible grito que emitió no tenía ninguna relación con el dolor.

Después de que la tensión la hubiera hecho alzarse sobre la colchoneta, Danielle se volvió a tumbar y, cuando apoyó de nuevo su espalda, yo empecé otra vez a lamer su vagina. Era una sensación muy hermosa.

—¡No, no, por favor! —rogó sin respiración, mientras sus dedos en mi pelo intentaban detenerme—. Ya no puedo más.

Yo no quise atormentarla y respeté sus deseos. Seguro que tendría más oportunidades de profundizar en mis conocimientos de aquella zona íntima. De hecho había venido aquí justo para eso. Coloqué mi mejilla en su muslo y ella me acarició el pelo con suavidad y cariño, tanto que me estremecí. Era tan hermoso sentirme así con ella. ¿Qué más necesitaba?

Segundos después, ella se rió.

—Ahora tengo que recuperarme. —Escuché su voz sobre mí, mucho más suave de la que yo conocía—. Ha estado bien. —Se irguió un poco y me miró—. Veo que ahí abajo te sientes cómoda —dijo, en tono de broma—, pero ¿serías tan amable de traerme ahora un whisky?

Yo sonreí y me levanté.

—Por supuesto —dije—. Tus deseos son órdenes para mí.

Cuando me volví, sonriente, tuve que reconocer que eso era muy cierto. Yo atendía sus instrucciones. Primero en el campo sexual y luego traía la bebida que le apetecía.

«¡Oh Dios! Esto no resulta nada sencillo», pensé. «Todo lo que pueda parecer tan evidente, lo que se hace con gusto por otra persona, sobre todo por la mujer amada, se convierte de repente en la prestación de un servicio, de un servicio pagado, por el que no hay que esperar ni que te den las gracias».

Mi sonrisa se esfumó mientras me dirigía a la cocina para servirle el whisky. Cuando regresé, ella ya estaba vestida y se hallaba de pie, en la borda; tenía la mirada pensativa, como si tuviera que resolver un problema importante. Quizá tenía que hacerlo. Yo no sabía qué podía preocuparla, ni cómo era su vida ni en qué podía pensar. Hasta el momento no me lo había revelado y yo temía que nunca fuera a hacerlo. La observé durante unos instantes antes de dirigirme a ella.

—¿Estás bien? —pregunté, acercándole el vaso de whisky, mientras intentaba no sentirme como si fuera una criada.

Ella me miró y me acarició el rostro, sólo un poco, mientras se volvía.

—Sí, estoy bien —confirmó—. Muy bien —dijo, con una sonrisa inescrutable.

Yo esperaba que, al menos, renunciara a confirmarme otra vez lo bien que me había salido mi «prestación de servicios», o algo por el estilo. Por el momento parecía que no iba a hacerlo. Daba la impresión de tener otras cosas en la cabeza. A lo mejor eran temas que no tenían nada que ver conmigo.

—¿Quieres que te deje sola? —pregunté. Parecía improbable que allí y en aquel momento fueran a tener lugar más actividades sexuales. No parecía que fuera a ocurrir. Y me sentí verdaderamente contenta por eso, aunque me hubiera gustado llegar a percibir una cierta sensación, una que ella ya había experimentado.

Pero quizás era algo más que eso, algo más desagradable, y yo me hubiera sentido muy satisfecha si ella no se veía obligada conmigo. Me hubiera gustado que, si se sentía presionada por sus propias exigencias, las compartiera conmigo, igual que yo hacía con ella.

A lo mejor lo normal era que Danielle, después de aquello, quisiera estar sola. Yo conocía muy poco sus costumbres para poder juzgarlas. De todas formas, no quería que ella me considerara cargante ni que me pidiera que me retirara como si yo fuera un lacayo. Eso habría sido demasiado.

—No, no —contestó, aún mantenía su aire ausente—. Quédate aquí tranquila. Haz lo que quieras. —Me miró con calma—. Si no te gusta el whisky…, también hay Campari y otras cosas. Tómate algo.

Sí, eso iba incluido en el precio, pensé con un suspiro. No se daba cuenta de lo que decía.

Me serví un Campari con naranja y regresé a cubierta para saborear el ambiente.

«¿Ha escogido este lugar tan apartado para poder gritar a su gusto?», me pregunté, pero acabé por despreocuparme del tema.

Finalmente, me dediqué tan sólo a mirar. Al faltar la luz, el mar estaba negro y no se podía ver a más de dos metros.

Allí reinaba una tranquilidad inconcebible para una persona que, como yo, venía de una ciudad plagada de ruidos. Unas leves olas rompían contra el casco del barco, un sonido monótono y tranquilizador que acabó por adormilarme.

—Es hora de irse a la cama.

Escuché una suave voz. Danielle estaba de pie a mi lado y sonreía. Seguramente me había quitado el vaso de la mano, pues mi recuerdo del último momento era que yo lo tenía sujeto y ahora lo veía sobre la mesa. ¿Qué significaba aquel último momento?

—¿Quieres quedarte a dormir aquí? —continuó Danielle, en un tono apacible—. Parece que te gusta.

—¿Me he quedado dormida? —pregunté, turbada.

—Sí —dijo con una ligera sonrisa—. Hace ya más de una hora y por eso te he despertado. La cama es más cómoda.

Yo la miré.

«¿Quieres decir para dormir de verdad o pretendes otra cosa?».

—Te digo dónde es —propuso—. Luego puedes decidir si te quedas aquí o si prefieres ir bajo cubierta. —Sonrió, comprensiva—. Al principio yo también dormía aquí en muchas ocasiones. Me parecía fantástico.

—Sí, sí. Esto es maravilloso —respondí, aún turbada.

¿Quería que fuera yo quien eligiera? Su voz volvía a tener un tono distinto.

Me hizo una seña para que la siguiera y yo, tambaleante, me levanté y fui tras ella. Me mostró un camarote vacío, mejor dicho, no estaba vacío del todo, porque yo tenía allí mi maleta.

—He aquí tu reino —dijo, complaciente—. El mío está justo enfrente. No es muy grande, pero tiene de todo.

¡Hummm! Yo me sentí muy sorprendida y no pude articular ni una sola palabra. Aquello no era, desde luego, lo que me esperaba. Disponer de mi propio camarote…

Yo suponía que tendríamos sólo una cama, a fin de que ella, si lo deseaba, pudiera tener acceso a mí en cualquier momento. Bien, de todos modos era un barco pequeño y yo no podía escaparme. Sin embargo, aquí todo se veía como un ambiente privado.

«¿También sería privado esa noche?», me pregunté.

Ella se volvió.

—Ahora me voy a dormir —dijo—. Tú puedes elegir lo que prefieras hacer, dormir arriba o aquí.

Abrió la puerta de su camarote.

Me aventuré a decir una cosa, pues todo aquello me parecía raro, muy raro:

—¿O contigo? —pregunté con curiosidad y manteniéndome en tensión por lo que ella pudiera contestar.

Ni siquiera se volvió. Tenía rígida la espalda.

—No, conmigo no —dijo. Se encaminó hacia la puerta y desapareció sin mirarme.

Todo estaba muy claro. Hoy ya no quería nada más de mí. Por un lado me parecía bien, pero por el otro… Yo la había satisfecho y había permanecido durante un rato apoyada en su muslo, pero eso era todo a lo que iba a llegar en el conjunto de sus caricias. ¿Qué es lo que entendía ella por estar acurrucadas y hacerse arrumacos? ¿Sólo eso? Hasta el momento no habíamos tenido ninguna oportunidad y yo lo deseaba de verdad.

Seguro que la próxima vez me tocaba a . Yo no sabía si ella lo había pensado así, pero estábamos en una situación especial. Y lo ocurrido en el avión no se podía considerar ni «estar acurrucadas ni hacerse arrumacos». Por lo tanto, era aquí, en el barco, donde tendríamos nuestra primera oportunidad. Y ella no la había aprovechado. ¿No era eso lo que quería? ¿Sólo deseaba sexo, puro y duro? ¿Se pasaría el resto del tiempo prácticamente sin mí, excepto en los momentos en que yo tuviera que satisfacer sus deseos?

Eso lo descubriría en las próximas tres semanas.