A la mañana siguiente llamé a Danielle y le pedí que me recogiera un par de calles más allá y no justo delante de mi casa. No quería que mi madre y ella se encontraran.
Me había quedado claro que Danielle sólo era unos pocos años más joven que mi madre. Ellas dos hubieran hecho mejor pareja que Danielle y yo. Y aunque mi madre lo sabía, porque yo sabía con toda seguridad, aquello resultaba muy embarazoso para mí. No quería que ella lo pudiera confirmar al ver a Danielle.
Eso no impedía, por supuesto, que mi madre estuviera muy intrigada. Le hubiera gustado ver cara a cara a la persona con la que su hija se iba de vacaciones, pero respetó mis reservas y no dijo nada cuando le informé de que ya nos íbamos al sitio que habíamos acordado.
Me abrazó en la puerta, apretándome fuerte contra ella. Nos habíamos separado en muy raras ocasiones, en realidad casi nunca.
—Te deseo unas vacaciones maravillosas —dijo con una sonrisa, y no creí equivocarme cuando me pareció ver alguna pequeña lágrima en sus ojos—. Llámame alguna vez, ¿de acuerdo? Por favor. Ya sé que las madres somos terribles, pero vas a estar tan lejos durante estas tres semanas —me miró, como disculpándose.
Yo la abracé.
—Claro que lo haré —prometí—. Todos los días.
Ella se rió.
—No es necesario —dijo—. Seguro que vas a tener cosas mejores que hacer. —Guiñó un poco los ojos, pero seguro que era por las lágrimas y no por otra cosa.
Ya sentía su falta. La iba a echar de menos, pero, a la vez, deseaba estar con Danielle. Calmé mi mala conciencia con una promesa más.
—Te escribiré un par de bonitas postales con un sol resplandeciente —reí con una ingenuidad calculada.
¡Si hubiera dicho toda la verdad en lugar de engañarla…! Claro que entonces no me hubiera dejado hacer el viaje. De eso estaba totalmente convencida.
Y yo quería viajar. Yo quería a Danielle. Yo quería estar con ella…
Me estremecí levemente y cogí la maleta con firmeza.
—En tres semanas estaré de vuelta —dije, a modo de consuelo—. Ya sabes lo rápido que pasa el tiempo.
—¡Para ti seguro! —exclamó, riendo—. Cuando uno hace algo hermoso, el tiempo pasa más rápido de lo que se quisiera. Para mí pasará más lento. Venga, márchate de una vez que te estará esperando. —Casi me empujó hasta la puerta.
Me volví una vez para mirarla. Sonrió para animarme y agitó ligeramente la mano. Hubiera preferido darme la vuelta, contarle toda la verdad y esperar sus consejos, porque siempre había sido mi mejor consejera durante todos estos años. Siempre sabía lo que había que hacer.
Pero ahora era yo la que tenía que saberlo por mí misma. Era una mujer adulta, como ya me había dicho. No le podía dejar siempre la responsabilidad a mi madre. Tenía que aceptarla yo misma.
Enderecé los hombros y caminé calle abajo, sin darme la vuelta para mirarla.
Al poco de llegar a nuestro punto de encuentro, Danielle llegó con su Jaguar, casi en completo silencio. Me abrió desde dentro el maletero para que pudiera guardar mi equipaje.
¿No había dicho que sólo lleváramos las cosas personales? El maletero estaba lleno hasta los topes y sólo pude encontrar un pequeño hueco en una esquina.
Después de subir al coche, me habría inclinado hacia ella con sumo gusto para darle un beso de saludo. Tenía muchas ganas de hacerlo y, una vez más, mi corazón parecía estar a punto de salirme por la boca. Pero ella se mantuvo tan fría y esquiva que pronto me olvidé de aquel deseo.
—Ha sido una buena idea por tu parte —dijo, utilizando aquel tono de negocios que yo ya conocía y que siempre utilizaba en la oficina para dirigirse a mí—. No estoy acostumbrada a que las madres de mis… —Se detuvo un momento y luego continuó, mientras miraba por el espejo retrovisor y arrancaba—. Me encuentro extraña entre las madres.
—Mi madre es muy agradable. —Me puse a la defensiva. Yo había tenido la misma idea porque no quería que mi madre viera a Danielle y, en este caso, era Danielle la que no deseaba verla. Eso me molestó hasta cierto punto.
Danielle me miró.
—Seguro que lo es —dijo y luego se mantuvo callada. En la radio del coche sonaba de fondo un CD de música clásica.
—¿Puedo ponerlo más alto? —pregunté.
Decidí no intentar hablar con ella, ya que parecía imposible en aquel momento. A lo mejor hubiera debido bajarme del coche.
—Claro —dijo y, antes de que yo pudiera hacer nada, activó un pequeño botón en el volante—. ¿Mejor así? —preguntó, mientras la música fluía en el interior del coche como si fuera una sala de conciertos.
—Sí, gracias —repuse, y permanecimos calladas durante todo el viaje hasta el aeropuerto. Ninguna de las dos dijo nada, como si lo hubiéramos convenido.
Nunca había volado y el aeropuerto me fascinó en cuanto llegamos a él. Me pareció enorme, inmenso, y en cierto modo me infundió angustia. Danielle se sentía muy bien allí. Dejó su coche en un sitio muy determinado, que ya parecía conocer de antes, y nada más hacerlo apareció un hombre con un carro para recoger nuestras maletas. Seguro que lo había organizado todo, igual que en la oficina. El caos que al principio me había irritado tanto era, si se miraba con atención, un orden predeterminado, su orden. Y aquí ocurría lo mismo.
Danielle no habló. Parecía esperar que yo la siguiera, cosa que hice, por supuesto. Sin ella me hubiera sentido perdida. Se dirigió hacia el mostrador adecuado, nos hicimos con nuestros billetes y luego fuimos a la Gate 11, donde nos dieron nuestras tarjetas de embarque y facturamos.
Ya sin equipaje nos pudimos mover mejor y fue la primera vez que se dirigió a mí.
—¿Tomamos algo? Todavía nos queda un poco hasta la hora de embarcar.
Asentí, sobrecogida, pues todo aquel escenario me resultaba algo inquietante. Y ella también me inquietaba. Era muy práctica, carecía de sentimientos, como si fuéramos a hacer un viaje de negocios. Me estremecí. ¿No había ocurrido siempre así? ¿No había actuado siempre de la misma manera? ¿Siempre quizás a excepción de un instante la noche anterior?
Fuimos a una pequeña sala y, excepcionalmente, en lugar de pedir cerveza tomamos cava, o puede que fuera champán, porque yo no sabía distinguirlos muy bien.
La primera vez que me sonrió en todo el día fue en el momento de brindar conmigo.
—Por nuestras vacaciones —dijo.
—Sí. —No pude sonreír de la forma adecuada, pues me sentía nerviosa e incluso algo intimidada por sus frías formas y por todo lo que ocurría a mi alrededor.
—¿Te da miedo volar? —preguntó, en plan distraído y como por decir algo. No parecía interesarle lo más mínimo.
—Yo… no lo sé. Nunca he volado —respondí con algo de timidez.
Ella sonrió. Parecía que yo le gustaba cuando me sentía tímida y desamparada.
—¿Nunca has ido en avión? —preguntó—. Bueno, pues ya era hora. Te va a gustar. Al despegar el avión experimentas una sensación maravillosa. Es como tener mariposas en el estómago. —Me miró de una forma un tanto extraña—. Como ocurre en la cama —añadió más tarde, en un tono neutro y, una vez más, con una sonrisa mecánica.
Ya habíamos llegado al tema, al objetivo de nuestro viaje. Recuerdo que en una ocasión leí un libro que se titulaba Miedo a volar. Era un libro muy curioso, puesto que no tenía nada que ver con el vuelo. De hecho la figura protagonista se encontraba en un aeropuerto, aunque en realidad no trataba de volar.
Cuando leí aquel libro tuve la sensación de no entenderlo muy bien. Puede que yo fuera muy joven e inexperta para ciertas cosas, pero de repente lo entendí todo a la perfección: el libro, el título, todo… El miedo a volar significaba en ese contexto miedo ante el sexo, miedo a la libertad, a la propia responsabilidad. De hecho, no era un libro de amor entre lesbianas, pero ahora podía comprenderlo.
Sin embargo, no pensé que Danielle me lo preguntara de esa forma, porque seguro que no había caído en eso. No podía dejar de pensar que aquel tema había quedado liquidado, resuelto después de lo ocurrido hacía dos noches.
No pude contestar nada a su comentario, pues no tenía ninguna base para comparar, y tampoco sabía si ella esperaba que yo reaccionara. Agarré la copa y me sentí desplazada. En realidad, ¿qué hacía yo allí? Con una mujer como ella, a mi edad y sin haber tenido siquiera la experiencia de volar.
—¿Te gusta el Mediterráneo? —preguntó ella de repente. Cuando alcé la vista, me observaba con una expresión seria. Su sonrisa había desaparecido.
—Sí, sí, claro. —Era cierto. Me gustaba. Pero no era sólo del Mediterráneo de lo que aquí se trataba. Me sentía violenta—. Lo siento. Te prometo que allí abajo seré… más agradable. Lo que pasa es que todo esto es nuevo para mí. No sé nada en absoluto… —me disculpé.
Ella me interrumpió.
—Está bien. —Luego se mostró satisfecha—. ¿Puedes ser más «más agradable»? ¿Qué entiendes tú por «allí abajo»? —Ahora parecía más relajada que nunca. Parecía que le gustaba mi planteamiento, o quizá sólo fuera que disfrutaba por el mero hecho de verme turbada por la vergüenza.
—Sí. Yo… me refiero a que tenemos un acuerdo y lo voy a cumplir —balbuceé y me esforcé para que mi cara se mantuviera fresca e impasible, para impedir el rubor que intentaba teñirla. Mi tono de voz me traicionaba.
—Ya contaba con eso —contestó, impasible, y bebió de su copa de champán.
¿Por qué era así? ¿Y por qué, a pesar de todo, yo la quería? Porque la amaba, eso lo sabía bien. Me sentía atraída por ella, era como un imán para mí.
Me hubiera encantado acariciarla, tocar su rostro, disfrutar de nuevo de la sensación suave y cálida de su piel. Pero me convencí de que allí, en aquel momento y en aquel lugar, debía renunciar a eso. Ella era ahora la mujer que yo conocía en la oficina: fría y eficiente, distante hasta no poder más. Y yo también debía comportarme así, pues de lo contrario se cansaría enseguida de mí.
Aquello me recordó que en realidad no habíamos hablado de lo que ocurriría cuando hubieran transcurrido las tres semanas. Las vacaciones se acabarían y con ellas mis prácticas. Yo empezaría a estudiar otra vez para preparar la selectividad y ella se limitaría a seguir con la dirección de su agencia como antes, sin mí. ¿Eso significaría que iba a ser del todo sin mí? ¿En el campo laboral y en el aspecto personal?
—¿Danielle? —pregunté en voz baja.
Debía haberme dominado para no hacerlo. Ella me miró interrogante, alzó las cejas y esperó a que continuara.
—¿Has… has pensado… algo para después? —Formulé la pregunta que me corroía el espíritu y que ya me hacía sentir una presión en el estómago—. Para dentro de tres semanas —completé la frase—. Cuando regresemos.
—No —contestó ella sin ningún interés—. No lo he hecho. ¿Debería hacerlo?
En aquel momento anunciaron nuestro vuelo. Ella bebió el último trago de su copa y se puso en pie.
—Vamos —dijo—. Debemos irnos.
Me levanté y la seguí con cierto estremecimiento. Ahora ya me quedaba claro lo que significaban aquellas tres semanas para ella y para mí: eran dos cosas totalmente distintas.
Después de que el avión se elevara, me recliné en mi asiento. Disimulé un suspiro. Ella tenía razón: la sensación del despegue tenía mucho que ver con el sexo.
Hasta ese momento tenía unas cuantas cosas que asimilar. Danielle, con toda amabilidad, me había cedido el lado de la ventanilla para que yo, como nunca había volado, pudiera contemplar de cerca las nubes durante el ascenso. Ahora tuve, de nuevo, la oportunidad de mirarla. Hojeaba unos papeles de la agencia de publicidad. Tal y como parecía, las vacaciones aún no habían comenzado. ¿O a ella le bastaba con sentarse en un avión rumbo a Grecia?
Apenas despegamos nos sirvieron la comida. Todo venía envuelto en plástico y listo para comer. El vuelo no iba a durar mucho tiempo y todo debía hacerse muy rápido. Comprobé que la comida era muy buena, pero no pude decírselo a Danielle porque ella seguía con sus papeles, como si yo no estuviera allí. Había visto eso en las películas de matrimonios. Los hombres solían comportarse así. Pero ella no era un hombre.
Tras la comida, las azafatas lo recogieron todo y sólo nos quedamos con las bebidas que pidió Danielle. Todavía no habían terminado de retirar las bandejas cuando la azafata regresó de nuevo y se inclinó hacia nosotras dos.
—¿Quiere usted ir a la cabina del piloto? —me invitó, solícita—. Creo haber escuchado que usted nunca ha volado antes.
Danielle me miró y sonrió. Creo que se lo había dicho ella.
Yo me sentí perpleja.
—Sí —respondí, sorprendida—, con mucho gusto.
Miré a Danielle y su sonrisa borró todo lo que había ocurrido antes. Lo había arreglado todo en mi honor, sólo para mí, y eso que yo la había tomado por una persona de sentimientos fríos por el mero hecho de que siempre los mantenía bajo control, porque no los exhibía continuamente y no importunaba a nadie con ellos, casi como había ocurrido hoy. ¡Yo la amaba, la amaba, la amaba!
Danielle sacudió la cabeza con una sonrisa.
—Yo no, gracias —dijo—. Ya he estado.
La azafata asintió, esperó a que yo me levantara de mi asiento y se situó delante de mí. En la cabina todo era acristalado, de modo que se podía mirar hacia fuera por todas partes. ¡Menos mal que el suelo no era transparente, porque me hubiera mareado!
Después de que me saludaran el comandante y el segundo, procedieron a explicarme el funcionamiento de algunos de los instrumentos y me señalaron en el mapa el lugar exacto sobre el que volábamos. El piloto automático trabajaba por sí solo y ellos, de vez en cuando, tenían que comprobar los instrumentos para ver si todo iba bien. Parecía que volar sólo era una diversión para ellos, pues se los veía muy relajados en su asiento y sin hacer nada.
Cuando uno va sentado atrás, entre los pasajeros, piensa, o al menos es lo que yo imaginaba, que los pilotos están siempre atentos a los mandos del avión, pero no es así. Hablaron y se rieron conmigo, giraron sus asientos hacia atrás, tomaron café y, de vez en cuando y como sin ningún interés, echaban un vistazo a los instrumentos. Sin embargo, yo estaba convencida en mi interior de que no perdían la concentración en ningún momento. Todo aquello me parecía demasiado informal.
Volábamos tan alto que al mirar desde la cabina casi fui incapaz de reconocer nada allí abajo, en la tierra. Sólo un par de minúsculas manchas en el paisaje, que debían de ser ciudades. Después de saborear por completo mi visita al centro de mando del avión, regresé a mi asiento. Todavía me sentía aturdida por las impresiones que estaba recibiendo.
Danielle ya no estaba allí. Su revista estaba sobre el asiento, pero ella había desaparecido. Quería contarle mis experiencias en la cabina y miré alrededor. No podía estar muy lejos. Seguí hacia atrás para buscarla. Estaba casi a la altura de la puerta de salida, con un vaso de whisky en la mano. Seguro que se lo había hecho servir por la azafata, aunque ésta se lo habría llevado a su asiento… Fruncí el entrecejo.
Danielle sonrió al verme llegar.
—¿Quieres uno? —preguntó.
Sacudí la cabeza en señal de negación.
—¿Whisky? ¡Puaj, no!
Ella se rió.
—Tal vez fuera mejor —dijo.
La miré sin entender nada. ¿Qué le pasaba ahora?
Danielle miró a su alrededor y me empujó por detrás. Se abrió una puerta y dio un paso hacia atrás, mientras me cogía por la muñeca y me metía con ella en los lavabos. Hasta ese momento no me había dado cuenta de que estaba justo delante de ellos. Soltó su vaso de whisky, me abrazó y echó el pestillo a la puerta.
Si el baño del avión ya era muy estrecho para una sola persona, para dos era…, bueno, pues estrechísimo… Danielle y yo estábamos de pie, muy juntas y apretadas una contra la otra.
—¿Entiendes ahora lo que te quiero decir? —me preguntó, sonriente, y con un fulgor de malicia en los ojos.
Podía imaginármelo, pero no lo entendía del todo. El lavabo era muy estrecho para lo que ella parecía desear.
Pero Danielle no pensaba igual. ¿Lo tendría planeado? Durante todo el tiempo yo me había preguntado, cuando tenía un momento para pensar, el motivo por el que hoy llevaba falda. Ella solía ir siempre con pantalones. Desde que la conocía sólo la había visto con falda en dos ocasiones, en presentaciones comerciales para alguna empresa.
Las faldas suelen formar parte, por lo general, de un traje y, en fin, acostumbran a ser bastante cortas y estrechas. Elementos de ayuda para pescar contratos, así es como las denominaba Tanja. La mayoría de las decisiones empresariales eran tomadas por hombres y, al parecer, ninguno podía resistirse ante una mujer hermosa, con piernas largas y semidesnudas, y un buen trasero que destacara bajo una falda estrecha.
Cuando Tanja me lo explicó, me pareció algo ridículo por parte de los hombres, pero al observarlo ahora en Danielle, que se echaba hacia atrás apoyándose en el lavabo y separaba ligeramente las piernas, podía llegar a entender a esos tipos. Hoy la falda de Danielle no era demasiado estrecha. Más bien era ancha y cómoda para ir de viaje y para el clima cálido que nos esperaba, había pensado yo. Era ropa de vacaciones, pero a lo mejor me había equivocado en mi pensamiento.
Danielle se agarró a mí y me atrajo entre sus muslos. Sus besos sabían a whisky y también a ella, y olía tan bien… De eso ya me había dado cuenta al principio, en el coche, justo cuando me recogió. Todos los días usaba un perfume, pero no era exagerado y siempre parecía exhalar una especie de aroma comercial. Hoy olía de una forma más femenina y seductora. Y parecía que se había puesto más, porque el olor era más intenso que al principio.
Perdí el juicio en el momento en que su lengua se apoderó de mi boca. Serpenteaba de un lado a otro y entraba y volvía a entrar en lugares inesperados. Ella sabía besar tan bien como yo había imaginado en mis sueños, o puede que nunca hubiera sido capaz de imaginar lo bien que lo hacía.
Escuché su respiración, cada vez más agitada, aunque también podía ser la mía, bastante dificultosa. Danielle se apretaba contra mí, cada vez más excitada, hasta que por fin gimió.
Luego dio por terminado el beso.
—¿Estuvo bien lo de la cabina del comandante? —me preguntó de forma inesperada, mientras respiraba con dificultad; sonreía como una niña pequeña, a pesar de que no se parecía mucho a una niña.
—Sí —dije, un tanto irritada—. Muy interesante. Te lo quería contar antes de…
Ella siguió sonriendo.
—¿Antes de llegar aquí? —terminó la frase, porque yo me había interrumpido, avergonzada.
No contesté. Me había puesto en un nuevo aprieto y yo estaba segura de que lo había hecho con toda la intención.
Se rió para sus adentros. Yo no la conocía ni poco ni mucho. De repente parecía estar mucho más relajada. ¿Sería el whisky?
—Eso sólo lo suelen hacer con los niños que vuelan por primera vez —dijo—. Incluso les llegan a dar un sombrerito y un juguete. ¿Te lo han dado a ti también?
Me atrajo hacia ella y sus picaros ojos la delató. Aunque me sentaba mal que hiciera aquellas constantes alusiones a mi edad, me caía muy bien. Ahora era una… una mujer normal. Una mujer con la que se podía bromear y reír, que no estaba siempre seria ni pendiente de una meta. Bueno, ahora sí tenía una meta. Al fin y al cabo, quería algo muy determinado de mí.
Y yo también lo había entendido con toda claridad. Decidí no sentirme ofendida y disfrutar de su desenvoltura. Sonreí con ironía.
—No tenían ninguno de mi tamaño —dije—. Soy un poco grande para mi edad.
Echó la cabeza hacia atrás y se rió. En aquel mismo instante alguien llamó a la puerta.
—Hay un lavabo al otro lado —murmuró—. No tenemos por qué darnos prisa.
Al escuchar aquel ruido a mi espalda, por un instante me recorrió el cuerpo una sensación de miedo. Sentí frío y calor. No iba conmigo eso de ser desconsiderada con los demás, sobre todo cuando era consciente de que estábamos utilizando el lavabo para algo muy distinto de aquello para lo que estaba previsto.
Pero eso no parecía molestar en absoluto a Danielle. Me volvió a mirar con ojos brillantes.
—Esta mañana ya hubiera podido acostarme contigo —murmuró, excitada—. Estabas tan dulce, tan tímida e insegura, irresistible del todo. Incluso lo habría hecho alguna vez en la oficina —dejó de hablar porque comenzó a besarme.
Esta vez fue a lo suyo con más vigor. Sus manos buscaron mis pechos y comenzaron a darles un masaje, a estimular los pezones y a excitarme a mí. El hormigueo que sentía me hacía enloquecer. Por supuesto, no nos podíamos desnudar en aquella estrechez y me preguntaba qué iba a pasar. Pero enseguida hubo cosas que me dejaron de interesar. Danielle me estimulaba y excitaba con tal intensidad que llegó un momento en que todo me daba igual. Sólo la quería a ella y me embriagaba la idea de que ella me quería a mí.
El calor de mi cuerpo se extendió por todos los rincones, mi cabeza iba a toda velocidad y casi no me di cuenta de que bajaba las manos y me desabrochaba los pantalones. Cuando ella se deslizó en mi interior y me rozó, gemí, sorprendida, y me separé de su boca.
—Danielle —susurré en voz baja e inundada por una ternura hacia ella que parecía englobar cada fibra de mi cuerpo—. Oh, Danielle —suspiré de nuevo, llena de ansia. Resultó casi como una descarga eléctrica y mi piel ardió. Noté la humedad que me había provocado Danielle. Sus dedos me acariciaban muy profundamente y hacían que me estremeciera con violencia. Yo estaba ardiendo y ella me apretaba contra su cuerpo, con la mano entre mis piernas.
Se deslizó un poco hacia delante y separó sus muslos, mientras apoyaba un pie en el pestillo de la puerta. Busqué con las manos el dobladillo de su falda y la levanté. Sus diminutas braguitas no me supusieron ningún impedimento y, mientras ella no paraba ni un instante conmigo, excitándome y acariciándome entre las piernas, me deslicé en su interior. Al tomar y apretar su entumecido botón central entre mis dedos, percibí que trataba de coger aire e intentaba sofocar un fuerte gemido.
—¡Oh, Dios! —murmuró, respirando entrecortadamente. Cuando quise seguir excitándola, me deslicé un poco más hacia dentro y penetré en ella sin haber pensado en hacerlo. Mi dedo pasó por la entrada como si estuviera sobre una pista de hielo plana como un cristal, en la que ya nada me podía detener; una pista de un hielo muy caliente. La sentía lisa, húmeda y resbaladiza, y muy, muy abierta. Era muy distinta a mí.
—¡Sí! ¡Oh, sí! —gimió en voz baja y se me acercó más.
Hice que mi dedo se desplazara hacia dentro y hacia fuera, porque suponía que eso era lo que quería. Tenía un tacto fantástico. Entre sus piernas parecía haber terciopelo y por dentro la cosa resultaba maravillosa. Indescriptiblemente hermosa. Me hubiera gustado saber lo que ella sentía y cómo lo sentía. Aquel pensamiento me hizo estremecer nuevamente, como si ella lo hubiera provocado en mí. Supuse que, muy pronto, se encargaría de enseñármelo.
Enseguida sentí que las oleadas se acercaban a mí. Danielle no me había dejado de tocar ni un momento cuando yo penetré en ella y pronto me invadirían nuevas sensaciones.
Mi estómago se contrajo y ella también respiraba con más fuerza, al tiempo que yo me deslizaba en su interior.
Nuestras respiraciones estaban sincronizadas. Nos acercamos la una a la otra, tanto que tuve la sensación de que nunca habíamos estado tan próximas y, una después de la otra, reprimimos un gemido.
Nos mantuvimos abrazadas. Las dos temblábamos. ¿O sólo era yo la que temblaba? No lo podría haber dicho con seguridad. Las rodillas casi no me sostenían. Suerte a que el lavabo era muy estrecho y me apoyé en Danielle, si no hubiera rodado por los suelos.
Ella se recuperó primero, seguro que porque tenía más práctica que yo.
—¡Guau! —exclamó—. ¡Me siento obligada a decirte que tienes mucho talento! —Sus ojos brillaban, alegres, y, aun cuando mi propio placer no fue tan indescriptible, me alegré de su mirada. Era probable que ya estuviera ahora con humor de vacaciones. Ya estaba de vacaciones. Nunca la había visto así. Parecía una mujer muy distinta, exactamente la mujer de mis sueños, a la que yo quería amar y a la que desde el primer instante había amado.
Me incliné hacia delante y besé su boca con mucha suavidad. Te quiero, eso es lo que deseaba decirle, pero me contuve. En mi interior se encendió un pequeño piloto rojo y me avisó de lo que yo no podía entender de una forma directa.
—Tú sales primero y luego ya iré yo —dijo ella, en un tono ya más frío. Se inclinó otra vez hacia mí y me besó con delicadeza—. Ha sido muy bonito —dijo, y sonrió.
Me miró y yo noté en mí unos lazos con ella, una cercanía, un cariñoso afecto; amor, eso es lo que pensé yo. Así era como siempre me había imaginado aquel sentimiento, aun cuando no conocía a ningún ser humano con el que pudiera relacionarlo. ¿Habría sentido ella lo mismo? De todos modos, no me lo iba a decir.
Dio un paso atrás y, cuando quise volverme, me di cuenta de que tenía la falda subida y ahora podía ver muy bien sus piernas abiertas delante de mí. Miré entre ellas sin poder llegar a percibirlo de verdad. Resultaba… fascinante.
Se bajó la falda al darse cuenta de mi reacción. ¿Se sentía también como turbada? Hasta el momento no me lo había parecido.
—Vete —dijo, e hizo un movimiento brusco con la comisura de los labios—. No tardará en llamar la atención el tiempo que hemos estado aquí dentro.
Cerré la puerta, regresé a mi asiento y, un par de minutos más tarde, ella se dejó caer en el suyo. Ya no leía, sino que me miraba, pensativa. A lo mejor luchaba contra las consecuencias de la actividad común que acabábamos de concluir; a mí me ocurría lo mismo.
Tras un instante, volvió su cabeza hacia mí y miró por la ventana. En aquel momento el paisaje tan sólo estaba constituido por unas nubes blancas abajo y un cielo azul arriba; luego me miró de nuevo y sonrió.
—Eres buena de verdad —dijo en voz baja, a modo de reconocimiento, mientras me miraba a la cara, y yo me sentí como…, bueno, como si lo fuera. Me sorprendió que en aquel momento no me pusiera un par de billetes en la mano, como había hecho la última vez, pues aquélla era la forma que tenía de conseguir que su reconocimiento resultara un poco más expresivo.
Aquello hubiera sido demasiado llamativo y su sonrisa fue una especie de sucedáneo. No era un gesto de cariño, sino más bien algo interesante desde un punto de vista comercial. Como si hubiera tenido que calificarme y se alegrara porque yo había superado la nota media que ella esperaba. Y como si pensara en el premio que me iba a entregar por aquello.
«¡Dios mío! ¿Por qué la querré así?». Si no hubiera sido por eso, aquella mirada no habría desatado tantas cosas dentro de mí. Tuve que mirar por la ventana para ocultar unas lágrimas que casi no podía contener, por mucho que me esforzara. Estaban agarradas a mi garganta, tanto que casi no podía respirar.
Danielle se reclinó de nuevo en su asiento cuando me volví.
—No te gusta, ¿verdad? —me preguntó con voz fría, como la que había utilizado en una reunión en la oficina.
Tragué saliva e intenté contener las lágrimas para poder mirarla de nuevo. Seguro que era lo que esperaba de mí.
—Sí —dije, mientras miraba por la ventana para que no esperara mucho tiempo mi respuesta, y me fijé en las nubes, que, como si fueran monumentos de algodón inmóviles, parecían estar quietas debajo de nosotros. Lo conseguí: mis ojos se tragaron las lágrimas y pude darme la vuelta—. Sí, claro que me gusta —corroboré, obligando a mi voz a que adoptara un tono indiferente—. Todo está bien.
Movió ligeramente los labios con algo de escepticismo.
—A mí me parece que no —suspiró algo nerviosa—. Atiéndeme —continuó—. Yo nunca he obligado a nadie, ni a ti. Yo odio eso. Odio los problemas. Si al llegar a Atenas quieres coger un vuelo de vuelta, lo puedes hacer. Tienes el billete y basta con que te cambien la fecha.
La miré y reaccioné un tanto sorprendida. Aquello no me lo esperaba. Me pensé su propuesta muy en serio, pero no era eso lo que yo quería. No quería regresar y volver a quedarme sola, sin ella. Quería estar junto a ella, amarla y que me amara.
Eso último me parecía poco menos que inalcanzable, pero debía intentarlo. Tenía que respetar nuestro acuerdo y no tomarlo como amor, sino sólo como sexo por dinero. Eso era lo que ella esperaba de mí y así debía actuar yo.
Sonreí de la forma más superficial que pude.
—¿Piensas que voy a renunciar a alojarme en tu barco? —pregunté, como si de verdad fuera eso lo que me importara—. Me lo prometiste y lo quiero. Y a cambio te daré lo pactado. Sin problemas. Vamos a dejar de hablar del tema. Todo está en regla y me gusta mucho tal y como está, créeme.
Seguro que había encontrado el tono de voz adecuado. Aquél con el que ella podía empezar a hacer algo. Me miró de arriba abajo como si fuera mercancía y sonrió de un modo que me pareció pícaro.
—Conforme —dijo al poco rato—. Así lo veo yo también. Las dos nos lo hemos ganado. De esa forma cada una obtiene lo que desea. —Se reclinó, con apariencia satisfecha, y cerró los ojos.
Yo la miré un instante más y luego volví la vista hacia la ventana. Las lágrimas aún persistían y la visión de su bello rostro hizo que el amor creciera de nuevo en mí. Pero ella no lo quería así. Eso es lo que mostraba su reacción. Ella se sentiría satisfecha si yo me comportaba como una mujerzuela joven, ávida de dinero. Eso era lo que se ajustaba a sus expectativas. Ella no exigía más ni quería otra cosa. En ella no contaban los sentimientos y, por tanto, yo también debía desterrar los míos. Entonces podría sentirme satisfecha con aquel arreglo. Incluso feliz.
Detrás de aquellos pensamientos puse un punto final, negro y grueso. No quería pensar más en eso y, ocurriera lo que ocurriera, no iba a plantearle preguntas a mi entendimiento. Nunca más. En aquel momento noté que mis lágrimas ya no intentaban brotar. Se habían limitado a desaparecer.