Hubiera tenido que decir «mañana» en lugar de «pasado mañana», pensé al día siguiente. Cuando llegué a casa la noche anterior, vi que en la habitación de mi madre aún había luz. La apagó al oírme entrar. Me había estado esperando.

Sentí que mi cargo de conciencia era casi una sanción justa. ¿Por qué no la había llamado antes de ir a casa de Danielle? Seguro que se había preocupado mucho.

Se lo explicaría y yo estaba segura de que no se enfadaría cuando supiera que no me había ocurrido nada. Pero yo me sentía molesta conmigo misma. ¿Qué había hecho? Había ansiado algo desde hacía mucho tiempo y había recibido parte de ello. Eso había estado bien. Pero ¿qué pasaba con el resto, con la parte que faltaba? ¿Qué ocurría con el amor?

Yo estaba enamorada de una forma indudable. No me podía quitar de la cabeza a Danielle. La veía debajo de mí, veía sus ojos, que por un momento habían perdido su expresión habitual y, aunque siempre mantenían la mirada, por un mínimo instante habían sido sinceros y vulnerables, se habían nublado cuanto más se excitaba, cuando se corrió.

Había sentido tanto amor hacia ella en ese momento, la había deseado y hubiera querido protegerla, todo eso de una forma y en un contexto de sentimientos que eran nuevos para mí. ¿Cómo podía sentir eso por ella? Pues lo había sentido y no lo podía evitar.

Lo que ella sentía por mí era harina de otro costal. No me atreví a imaginar lo que pensó de mí cuando me fui. Después de que me hubiera puesto en la mano tanto dinero y yo lo aceptara.

Si nuestro «negocio» no hubiera estado ya sellado y yo pudiera dar marcha atrás…, pero ahora ya no podía hacerlo. Había firmado el contrato y había dado mi conformidad con un apretón de manos.

Estuve sin dormir más de la mitad de la noche. Me hubiera gustado que me acariciara de nuevo, ver su sonrisa en aquel pequeño instante de felicidad.

Ella estaba embriagada, turbada, me satisfacía totalmente. Había dado al traste con toda mi vida sentimental. Yo sólo pensaba en ella, la veía delante de mí, me acordaba de sus manos sobre mi cuerpo. ¡Uff! Era mejor dejar de pensar en eso.

Acabé por quedarme dormida sólo porque el cansancio me pasó factura, pero, cuando me desperté a la mañana siguiente, Danielle volvía a estar ahí. Dominaba todos mis pensamientos. ¿Por qué tenía que esperar un día más? ¿No hubiera sido más sencillo subir ese mismo día en un avión, de golpe y porrazo, para ir a Grecia? Por lo visto no.

Mi madre me miró con mucha atención durante el desayuno y yo me sentía cada vez más intranquila, pero no preguntó nada. Hasta que por fin hice de tripas corazón.

—Yo… me voy mañana a Grecia, tres semanas —dije en voz baja y con la vista fija en mi taza de café.

—Ya —dijo ella, y untó un poco de mantequilla en el pan.

¿No le había sorprendido?

Me negué a mirarla.

—¿No estás de acuerdo? —pregunté.

Era mi última esperanza. Si tenía algo en contra, aún podría decirle a Danielle que no iba.

—Eres mayor de edad —dijo—. No puedo prohibirte nada. Ya eres adulta.

¡Mierda! ¿Por qué era tan terriblemente tolerante?

—¿Pero no quieres saber por qué me voy así, tan deprisa? —pregunté, algo consternada.

—¡Oh, sí! —replicó ella, me miró y sonrió levemente—. Pero, como te conozco, sé que me lo vas a contar en breve.

¡Ella sí que me conocía bien! No era de extrañar: me conocía desde que nací.

—Yo… me voy con Danielle —dije en voz baja.

—Hummm. —Mi madre me miró, pensativa, durante unos instantes, para continuar después—: Lo había imaginado.

La miré con los ojos como platos.

—¿Ya te lo habías imaginado?

¿Cómo lo podía saber? De hecho, yo misma no supe nada hasta el día anterior, cuando Danielle me hizo la propuesta.

—Sí —asintió—. Es por tu forma de comportarte durante las últimas semanas. Desde que haces las prácticas con ella. Estás enamorada.

—¿Y, de verdad, no tienes nada en contra de eso? —agregué, un tanto incrédula.

Mi madre sonrió y me miró con cariño.

—¿En contra de qué? ¿De que estés enamorada? ¿Cómo voy a tener algo en contra? Es el mejor sentimiento que existe. Sobre todo a tu edad.

Hablamos durante un buen rato sobre mi idea de que las chicas eran más atractivas que los chicos y de que eso no había constituido una sorpresa para ella. Lo supo antes que yo. Tenía una madre muy inteligente.

—Sí —dije yo, algo turbada. Si sólo hubiera sido eso…

Me observó de nuevo. Sabía que había algo más, pero nunca me obligaría a contarlo.

—Esta noche has llegado muy tarde a casa —repuso, casi de pasada, mientras mordía un pedazo pan.

Me sobresalté y me sentí turbada.

—Sí, lo sé. Me esperaste y no llamé —me disculpé, algo cortada.

—No pasa nada —dijo ella con expresión bondadosa.

De nuevo me miró durante un instante y yo, de pura vergüenza, sólo pude fijar la vista en el suelo. ¡Resultaba todo tan embarazoso!

—¿Tú… estabas en su casa? —me preguntó, con una sonrisa.

—Sí —murmuré.

Esperaba que no me fuera a preguntar lo que estuve haciendo, a pesar de que, por la forma en que sonreía, lo sabía o por lo menos lo imaginaba.

¿Por qué las madres siempre tienen que saberlo todo? Si ahora me hubiera preguntado si me gustó, hubiera dado un salto y hubiera salido corriendo.

Pero no lo hizo.

—Está bien —dijo, con expresión considerada, y dio un sorbo a su café.

—Yo… yo no puedo hablar de eso —me disculpé, ruborizada.

Mi madre se mostró satisfecha.

—No es necesario que lo hagas —dijo—, porque nadie te lo está pidiendo. Y yo aún menos. También he tenido tu edad y sé cómo van estas cosas.

—A mi edad ya casi estabas a punto de quedarte embarazada. —Suspiré al pensar que, al menos, ése no era mi caso.

—Sí —dijo, riendo—. Mi madre no tuvo tanta suerte conmigo como yo contigo. —Me cogió de la mano y la apretó con fuerza—. Me alegro por ti —dijo en voz baja. Se levantó y se sirvió otro café—. ¿Cómo es ella, Danielle? —preguntó, como si no le interesara demasiado—. Debe de ser muy agradable.

¿Agradable? Aquélla no era la primera característica que me venía a la cabeza al pensar en Danielle. En absoluto. ¿No debía ocurrir así cuando una se siente enamorada?

—Sí… —respondí con un titubeo.

Mi madre alzó las cejas. No era la respuesta adecuada. Se sentó de nuevo en la mesa, a mi lado.

—¿Hay algún problema? —preguntó.

¿Qué iba a decirle? ¿Debía hablar del dinero y del «negocio» que había cerrado con Danielle? No podía hacerlo, porque seguro que me hubiera prohibido volar a Grecia. Pero ¿no hubiera sido lo mejor? ¿No era casi lo que yo deseaba?

—No —respondí—. No hay ningún problema. Sólo que estoy un poco nerviosa. Mañana vuelo a Grecia y voy a estar con ella durante tres semanas. No estoy acostumbrada.

—¡Te creo! —rió mi madre. Parecía tranquila.

—Ella es…, ella es… No te puedo describir cómo es —intenté decir, para contestar a la pregunta que me había formulado antes, pero no pude hacerlo—. Yo estoy…

—Estás enamorada de ella —dijo mi madre, satisfecha—. Es la mujer más hermosa, más excitante y más encantadora que existe. Es incomparable. Me lo puedo imaginar muy bien.

Miré a mi madre con toda seriedad.

—Sí, ella es así —dije, sincera.

Me tomó de nuevo la mano y me miró, sonriente.

—Entonces disfrútala —dijo.

Si pudiera… Ahora tenía que volver a la otra cuestión. Era sencillo, mi madre confiaba en mí…

—No debes preocuparte —comencé a decir con timidez—. En la agencia me han dado una gratificación. Y allí también voy a… —tragué saliva— trabajar. Puedo darte el dinero con el que habíamos contado. Nada va a cambiar.

Mi madre había hecho planes para gastar aquel dinero y yo quería que se sintiera tranquila en ese aspecto.

Me miró durante unos segundos.

—Eso está muy bien —dijo. Luego sonrió con amabilidad—. Pero no hacía falta, al menos no en este caso. —Se inclinó hacia delante y me acarició la cara—. Yo sólo quiero que mi niña sea feliz. —Rió—. Las madres somos así, ¿sabes? —Me miró una vez más—. Tengo una hija maravillosa. —De repente se puso seria—. Soy una madre digna de envidia. —Se puso de pie y me besó en la frente—. ¿Recoges tú la mesa? —preguntó, mientras se alejaba; yo asentí.

Me quedé un rato más sentada mientras oía cómo abría la tabla de planchar. Era fin de semana y tenía que acabar con todas las tareas domésticas que no había podido hacer el resto de los días. Normalmente nos repartíamos el trabajo, pero hoy yo no me encontraba en condiciones.

Pensaba en Danielle, pensaba en lo que había ocurrido la noche anterior y en lo que pasaría en el Egeo, y pensaba en que, por primera vez en mi vida, en cierto modo había mentido a mi madre. Le había dicho lo del dinero, pero no era toda la verdad. Me había callado la parte más importante, la que hubiera hecho que se sintiera un tanto espantada.

Ahora por fin había perdido la virginidad. Más aún, la había perdido por lo que hice la noche anterior o por lo que iba a hacer en el Egeo. Pero no era una sensación agradable. ¿Por qué todo tenía que resultar tan complicado?

—¿No vas a hacer la maleta? —me gritó mi madre desde la sala de estar.

Me levanté.

—Claro —respondí con un grito, guardé las cosas en el armario deprisa y corriendo, y subí al desván a coger mi maleta.