Los días siguientes me resultaron muy agradables. Cuando que me hube acostumbrado al ajetreo y al estrés, ya lo tuve todo bajo control.

Al cabo de una semana me llamó Danielle.

—Tú quieres estudiar periodismo, según me dijiste —comenzó a decir, mientras daba vueltas por el despacho y cambiaba papeles de una montaña que parecía que iba a caerse a otra un poco más estable.

Sí se acordaba…

—Sí —respondí.

—Bien —replicó Danielle—. Entonces escribe un texto para mí. Aquí. —Me puso algo en la mano.

Yo lo miré y no pude sacar nada en claro.

—¿Qué tipo de texto? —pregunté.

—¿No está claro? —se volvió, enojada, aunque luego se tranquilizó—. Sí, seguro que nunca lo has hecho. Coge una silla y te lo aclararé.

Se sentó a mi lado y me explicó con más exactitud lo que significaban las palabras clave que había escritas en el papel que me había dado. Sólo tardó cinco minutos. Era muy eficiente.

Pero yo me quedé muy sorprendida. La forma tan estructurada con la que se explicaba no se correspondía en absoluto con el aspecto de su despacho.

Yo asentí y formulé una pregunta, pues me había venido a la cabeza una idea sobre el texto publicitario que quería que preparase.

Me miró, sorprendida.

—Eres muy inteligente, de verdad —dijo, como si no se lo esperara de mí.

¿Debía sentirme ofendida? Hasta la fecha nadie había dudado de mi inteligencia de una forma tan descarada. Me contuve.

—¿Podrías tenerlo para pasado mañana o te hace falta tiempo?

—No sé el tiempo que voy a necesitar, pero intentaré tenerlo para pasado mañana —le prometí.

Ella pareció satisfecha.

—Bien —dijo y desapareció de nuevo tras la montaña de papel blanco y de color que cubría su mesa.

Trabajé casi día y noche para conseguir tener listo el texto. No era sencillo. Yo no tenía ninguna experiencia y lo que Danielle me había explicado era pura teoría, pero, cuando, en el plazo previsto, le puse delante el resultado de mi trabajo, asintió apreciativa.

—Esto no está nada mal para ser la primera vez —dijo, pensativa. Me miró como distraída—. Recibirás una gratificación —decidió—. Dile a Tanja lo siguiente: F2.

Yo ya había advertido que era dada a usar abreviaturas y Tanja ya sabría lo que eso significaba, pero seguro que no me iba a decir nada.

—Gracias —respondí, pues lo que yo sí tenía claro era que Danielle era muy espléndida en cuanto a sueldos, primas y resultados financieros especiales. Para ella, cualquier logro se valoraba con un elogio en forma de dinero contante y sonante. A veces hubiera deseado que junto con la recompensa dijera algo más personal. Me hubiera gustado conocerla más de cerca, saber más de ella, pero no dejaba que nadie entrara en su yo íntimo. Así que tuve que contentarme con el exterior, que tampoco estaba mal, pues tenía un magnífico aspecto, aunque a veces, cuando la miraba un momento a los ojos mientras me explicaba algo, me hubiera gustado que fuera algo más que sólo una cara bonita.

Puesto que ella nunca revelaba nada personal, me quedé sorprendida cuando, una semana más tarde, me llamó a su despacho para invitarme por la noche al Chariot. No es que me invitara de una forma directa, sino que casi me lo ordenó.

—Has trabajado muy bien desde que estás aquí —explicó, para justificar la invitación—. Creo que debemos celebrarlo.

Como ya la conocía, aquello era más bien una reunión de trabajo. Pero, entonces, ¿por qué en Chariot? ¿En el sitio donde nos conocimos y donde el ambiente no era el más adecuado para trabajar? Estaba segura de que ella sabía todo eso mejor que yo, pero nunca había puesto en tela de juicio sus órdenes y tampoco lo iba a hacer ahora.

Era tarde cuando salimos de la agencia y llegamos al Chariot a eso de las diez. Esta vez era más tarde que cuando estuve en mi última visita y el local estaba muy lleno, porque, además, se acercaba el fin de semana.

Danielle pidió cerveza para las dos y nos sentamos a una mesa.

—Por los buenos textos que escribes —dijo Danielle y elevó su vaso con una sonrisa.

—Gracias —dije—. Me alegra que te hayan gustado. —Sonreí con algo de inseguridad.

Brindamos.

—Seguro que te preguntas el motivo por el que te he invitado —dijo Danielle, de acuerdo con su costumbre de no andarse con rodeos. Era su estilo y no perdía el tiempo.

Lo admití y esperaba que me hiciera algún otro encargo.

—¿Has estado alguna vez en el mar Egeo? —continuó.

Yo la miré, sorprendida.

—No tengo dinero para viajes caros —le contesté, algo desconcertada, porque ella ya lo sabía—. Mi madre gana muy poco y nunca vamos de vacaciones.

—Pero seguro que te gustaría ir, ¿no es cierto? —dijo ella en un tono algo enigmático.

Yo me encogí de hombros.

—Por supuesto, pero ése no es el tema de la discusión. Nosotras no tenemos dinero y, dado que tengo que trabajar durante las vacaciones, tampoco tengo tiempo para hacer viajes —dije, sonriendo algo avergonzada—. Tengo que esperar hasta que encuentre un trabajo en condiciones, que me aporte unos ingresos fijos, y entonces podré viajar.

Ella me miró.

—Si tuvieras las dos cosas, dinero y tiempo, ¿lo harías?

Solté una carcajada.

—¡Eso sería un sueño! Pero lo mío es provisional. ¿Cómo podría hacerlo?

—Conmigo —dijo ella.

Yo la miré.

«¿Qué quiere decir con eso? ¿Ir conmigo de vacaciones?», pensé. No podía ser así. Pero yo ya sabía que Danielle tardaba muy poco en enfurecerse si alguien no entendía de inmediato lo que quería, por lo que no me atreví a preguntárselo.

¿Era algo que yo no había captado? ¿Algo que no hubiera oído bien? Si ella quería darme otro incentivo, lo aceptaría con mucho gusto, pero no lo iba a gastar en unas vacaciones en el Egeo. Seguro que mi madre tendría otras prioridades y yo le daría el dinero para ellas.

—Tengo un barco en el Egeo —continuó Danielle—. Y aún dispongo de tres semanas de vacaciones. Podríamos ir allí, si te apetece.

Yo me quedé muda, total y temporalmente muda. No fui capaz de emitir ni el más mínimo sonido. ¿Quería llevarme de viaje por el Egeo? ¿De qué tamaño sería el barco? Seguro que no era un bote de remos.

—Gracias —acabé por decir cuando me lo permitió la voz—. Sería maravilloso, pero…

—No me des las gracias tan pronto —me interrumpió—. No tienes que pagar nada…, incluso recibirías dinero por ello. Ya sabes que, en ese sentido, soy muy espléndida. Pero yo también exijo algo a cambio. —Terminó de hablar, mientras me miraba con tal intensidad que me hizo estremecer.

—Oh, no te preocupes —le aseguré. Yo me sentía muy entusiasmada. ¡Tres semanas en el Egeo! ¡Y gratis! Aun cuando tuviera que trabajar, como acababa de dejarme claro, no iba a rechazar esa oferta, porque me hacía mucha ilusión.

—Nos podemos llevar el trabajo que tuviéramos que hacer aquí, incluso más. Por eso que no quede —continué, entusiasmada como no lo había estado hasta la fecha. ¡Era algo que había deseado desde hacía años! Incluso me liberé de mi timidez.

—No es eso lo que exijo de ti —respondió ella en un tono serio—. Quiero otra cosa.

La miré, radiante, pero al fijarme en sus ojos encontré en ellos algo más. No había visto en muchas ocasiones aquella mirada, pero la conocía, aunque nunca había provenido de una mujer sino de algunos chicos que deseaban algo muy especial de mí. Ahora sabía por fin lo que quería. Me sobresalté. Se acababa de desmoronar mi bonito castillo de naipes. Eso era lo que deseaba. ¡Y pagando!

Ella se dio cuenta de que yo lo había entendido y continuó:

—Me gustaste desde el primer momento. Desde la primera vez que te vi aquí. Pero yo no soy una mujer de… grandes amores ni de relaciones. No tengo ganas ni tiempo para eso. Me parece que todo es una ilusión. Pero tengo la sensación de que las dos nos gustamos desde el principio, es algo mutuo. Y durante estas tres semanas de prácticas me he dado cuenta de que tienes una inteligencia por encima de lo normal. Te aprecio mucho y, además, tienes muy buen aspecto. Tu tipo es justo lo que me gusta. Y podría concederte algunas ventajas para compensarte por lo que me ofrezcas. Si quieres. —¡Iba directa al grano! Durante las últimas tres semanas me había impresionado mucho, pero en este caso hubiera deseado algo más de romanticismo, un poco más de compromiso. Por lo menos una leve insinuación de que sentía algo por mí y no sólo el reconocimiento de mi inteligencia y el afán por mi cuerpo. Porque, en esencia, eso era lo que acababa de esbozar.

Debería de haberme sentido muy ofendida, pensé para mí misma, pero me di cuenta de que no era así. Lo que acababa de decir hizo que de nuevo surgiera en mí lo que yo ya había sentido en nuestro primer encuentro: no sólo era ella la que me deseaba a mí, sino que la atracción era mutua. De todas formas, si lo había entendido bien, en mi interior yo lo sentía de una forma distinta a la suya. Porque lo que yo deseaba era… amarla.

Al parecer, yo me había enamorado desde el primer momento y sentí una sensación extraña y difícil de identificar, que había ido creciendo durante las últimas tres semanas. Mi madre se extrañaba de que yo siempre anduviera con cara radiante y le había tenido que explicar que el trabajo me gustaba mucho, pero su mirada reflexiva me tenía escamada. Sabía que me ocurría algo.

Y en caso de que no me hubiera ocurrido, me podía haber limitado, ofendida, a negarme, aunque me resultara muy complicado y fuera en perjuicio mío, pues ella tenía la posibilidad de echar por tierra mis prácticas. Y puesto que era la empresaria que me había importunado, hubiera tenido que pagarme el resto de la suma acordada. Estoy segura de que no habría dudado en hacerlo. Era lo que hacía siempre, pagar, y eso era, al fin y al cabo, lo que quería hacer ahora.

—¿Necesitas tiempo para pensártelo? —dijo, al ver que ni me movía ni contestaba.

¡Tiempo para pensármelo! ¡Oh, sí, claro que lo necesitaba, después de haberme arrollado de aquella forma! Pero no me lo tomé, sino que comencé a hablar en contra de mis propias convicciones.

—Te has forjado un concepto equivocado de mí —dije en voz baja—. Yo soy… No tengo mucha experiencia en cuanto a eso. De hecho, no tengo ninguna.

A lo mejor ahora se retiraba. ¿O tendría muchísimo gusto en poder enseñarle todo a una virgen? Quizás se pensaba otra vez su propuesta y la anulaba.

—Oh —dijo ella, como si se sintiera sorprendida—. Es verdad, sólo tienes diecinueve años —añadió después.

—Y además soy tímida —dije con pudor. Si hubiera sentido algún interés por los chicos estaba segura de que hubiera dejado de ser virgen hacía años, pero abordar a una mujer, como Danielle acababa de hacer conmigo, era algo para lo que no estaba preparada.

No resultaba tan sencillo. Hacía cuatro semanas, en el Chariot, hice mi primer intento, vacilante y tímido, aunque, si se miraba con cuidado, ahora parecía haber sido coronado por el éxito. En todo caso, era muy distinto a lo que yo tenía pensado.

Danielle sonrió.

—Sí, me gustaste tanto como yo a ti —observó, casi amable—. No me gustan esas chicas jóvenes y enérgicas que andan por ahí. Tú eres una excepción.

Sí, como ella era enérgica, buscaba todo lo contrario, eso me lo podía figurar sin ningún problema.

—No tienes que decidirlo de inmediato —dijo en voz baja, mientras me acariciaba la cara—. Mi oferta sigue en pie. Piénsatelo.

¿Entonces no le molestaba que no tuviera ninguna experiencia? Bien…, yo había llegado hasta aquí hacía cuatro semanas e iba a acabar por perder mi virginidad, ¿por qué no con ella?

Separé un poco mi cara de la mano que me acariciaba. Era tan maravilloso que alguien te rozara así… Sentí un ardor en las mejillas que, poco a poco, se extendió por todo mi cuerpo. ¿Querría que sucediera hoy mismo?

No sabía lo que diría mi madre si no volvía a casa por la noche. No estaba acostumbrada a que ocurriera más que por motivo de alguna fiesta de la que le hubiera hablado con anterioridad. También podía llamarla por teléfono para que no se preocupara. Ese problema lo podría solucionar.

—En realidad, ya me he decidido —contesté en voz baja—. Me gustaría mucho.

Lo dije con ambigüedad, para que ella pudiera decidir si me refería a lo del mar Egeo o a lo otro.

Se inclinó sobre la mesa y me besó con suavidad en los labios.

—Vámonos —dijo.

Vaya, entonces era ahora mismo. Me estremecí levemente. La cosa iba rápida. Pensaba tener más tiempo para prepararme. Pero ¿cuánto tiempo más iba a necesitar? ¿No era suficiente con diecinueve años?

Durante todo el trayecto en su confortable coche automático fuimos en silencio y Danielle mantuvo plantada la mano sobre mi rodilla. Yo sentía calor, mientras ella avanzaba hacia arriba, hasta otros sitios. Eran zonas que yo ya había explorado por mí misma, pero que nunca las había compartido con extrañas. Conocía aquella sensación, pero también noté que ahora era muy distinta al proporcionármela Danielle. Parecía más intensa, la tensión era mayor y, por supuesto, iba a ser más prolongada.

Cuando acabó el viaje y nos paramos justo delante de su casa, me estremecí nuevamente. Ya no quedaba mucho.

Aparcó el Jaguar y se inclinó hacia mí. Su cara estaba muy cerca de la mía y comenzó a besarme. Su mano se movió por el costado y me acarició el pecho.

Me sobresalté. ¡Menuda sensación! Todo en mí era un hormigueo a causa de la excitación. Pero deseaba mucho más. Deseaba que me acariciara, allí y en todos los sitios, igual que me había acariciado la cara en Chariot. De una forma tan suave y cariñosa. Tan afectiva.

Su lengua me hacía cosquillas en los labios, que yo no había separado. Por el contrario, los mantenía cerrados por la sorpresa que sentí cuando se acercaron a mí. Era algo muy poco habitual, pero me dejó claro lo que deseaba. Introdujo un poco más la lengua, de un modo delicadamente violento, y automáticamente cedí a la presión para dejarla entrar.

Al separar los labios, su lengua buscó la mía con suavidad y noté la tremenda sensación que se desencadenó en mí al tocarse y juguetear. Mis pechos seguían sintiendo aquel hormigueo y entre mis piernas ascendió un ramalazo de placer.

Yo la quería, eso lo notaba, y no menos que ella a mí, pero aun así me pregunté adónde nos iba a llevar todo aquello. En realidad me había imaginado de otra forma mi primer encuentro sexual con una mujer. Precedido de más juramentos de amor y quizás a la romántica luz de unas velas…

En aquel momento dejó de besarme.

—Vamos dentro —dijo en voz baja. Se bajó del coche y se dirigió a la puerta.

Mientras abría, yo permanecía a su lado y pensaba que aún podía irme, incluso que ella me podría llevar a casa o pedir un taxi. Podía darle final a todo aquello, olvidar su oferta y volver al trabajo el lunes como si nada hubiera pasado. De ese modo se hubiera evitado cualquier situación embarazosa para ambas.

Pero ¿qué hubiera conseguido con eso? Seguro que algo: tener la conciencia moralmente limpia. Porque de lo que aquí se trataba, eso me lo tuve que confesar a mí misma, era del comienzo de algo que en nuestra sociedad era tachado de inmoral, el intercambio de sexo por dinero. El aquí formaba parte de nuestra «transacción».

Seguí a Danielle por el vestíbulo, que me pareció más grande que el piso en que vivíamos mi madre y yo. Miré a mi alrededor mientras ella subía por una gran escalera que salía del hall e iba hacia el primer piso. Se volvió y me miró. No hizo falta que pronunciara ninguna palabra y esperó en silencio a que yo la siguiera.

Siguió su camino hacia arriba y yo me detuve antes de llegar a ella, mientras mi corazón latía como si se me fuera a escapar por la boca. Cuanto más ascendía, más intensos eran sus latidos. ¿Qué me esperaba arriba? Aquélla era la gran pregunta a la que yo ansiaba poder responder. ¿Por qué no me acaricia, ni siquiera de una forma superficial? ¿Por qué todo sucede así, tan… organizado? ¿No resultaba todo, en cierto modo, absurdo?

Una vez arriba, Danielle me precedió hasta una habitación. Parecía ser su dormitorio, pues en el centro había una gran cama. Se dio la vuelta.

—Ya estamos aquí —dijo.

—Sí —respondí con voz temblorosa y ella se me acercó.

Sus manos tomaron mi cara con suavidad y la atrajeron hacia ella. Me besó de nuevo y, cuando me acarició, esta vez mis labios se separaron en el momento oportuno.

Ella rió en voz baja.

—No tanto —dijo.

Yo estaba desconcertada y, para evitar dar un paso en falso, no hice nada más.

Su beso fue de una dulzura increíble. Se tomó mucho tiempo para explorar mi boca y la reacción de mi cuerpo resultaba más intensa cada vez. Noté cómo se endurecían mis pezones y me pareció embarazoso que ella se pudiera dar cuenta, aunque enseguida me llamé a mí misma al orden. ¿No habíamos venido a eso?

Sus labios avanzaron desde la boca hasta el cuello y luego siguieron hacia abajo. Tuve que respirar profundamente, pues la sensación de cosquillas en el pliegue de mi cuello fue superior a mis fuerzas. Al mismo tiempo, sus manos buscaron los botones de mi camisa y comenzaron a desabrocharlos.

Va a ver mis pechos, me di cuenta, asustada. ¿Le gustarán? No sabía lo que ella se esperaba. Había hablado de mi tipo como si ya lo conociera, pero estaba claro que hasta el momento no había visto de verdad cómo era por allí, pues yo suelo llevar la ropa bastante holgada por arriba.

Quería gustarle a ella y quería que ella… me gustara a mí. Renuncié a pensar en otras cosas. ¿Qué pasaría si se sentía decepcionada por esperar más de lo que yo le podía ofrecer? Todavía puede volverse atrás en su oferta, pensé con sarcasmo. No la obligaría a que me pagase, aunque ella lo haría con sumo gusto. De todas formas, no me hubiera hecho falta eso para irme con ella. Y confiaba en que ella lo supiera.

Ya me había desabotonado toda la blusa y estaba deslizando sus manos por debajo. Me estremecí y vibré cuando rozó mi piel; ya no pude moverme ni siquiera un poquito.

Ella aspiró, sorprendida, cuando durante su recorrido acabó por llegar a mis pechos y comprobó que estaban desnudos. Era verano y me gusta ir sin sujetador. Sólo lo llevo en caso de urgencia, si es inevitable.

—Hummm —murmuró con fruición.

Al menos era evidente que a sus manos les había gustado lo que encontraron. Se mantuvo un rato allí, en el lugar en que la sorpresa la había retenido, y sus pulgares se movieron con lentitud desde el centro a izquierda y derecha, donde percibía que su actividad no me dejaba indiferente.

Yo apreté los labios y me los mordí un poco para no lanzar un fuerte suspiro en el momento en que ella intensificó la presión. Luego pasó las uñas de sus dedos por los desiguales vértices que se habían formado y ya no pude más.

Expulsé todo el aire que había acumulado en los pulmones y gemí. Sentí un cosquilleo y una excitación, y pude percibir un calambre directo que iba desde ahí arriba hasta abajo, entre las piernas. También hacía algo por ahí abajo.

Se rió de nuevo en voz baja, como al principio.

—Esto te gusta, ¿eh? —preguntó, sin esperar una respuesta.

Yo no sabía si me resultaba más embarazoso que ella se diera cuenta de que me gustaba o que yo sintiera vergüenza por ello. Ambas posibilidades resultaban igual de inconvenientes, pues, de hecho, habíamos ido allí para hacer eso, lo que nos gustaba a ambas, no era nada por lo que tuviéramos que avergonzarnos.

Es probable que fuera mi timidez lo que me inspiró. Nunca antes había estado así delante de nadie, no me había desnudado ante ningún extraño y lo primero que tenía que hacer era acostumbrarme, incluso aunque eso fuera lo que ella esperaba de mí y no hubiera otra cosa que más deseara hacer yo.

Danielle me deslizó la blusa por los hombros con mucha suavidad y, aunque en la habitación no hacía frío, me estremecí como si soplara un viento polar.

Me miró mientras dejaba caer la blusa al suelo y se inclinó hacia mis pechos.

No pude hacer otra cosa: me sentí obligada a gemir. Los suspiros ya no servían de nada.

De una forma casi espontánea mi cabeza se echó hacia atrás, pues la excitación que provocó su lengua sobre mis pezones apenas me permitía sujetarla. Tenía la sensación de que ella había inflado aquellos dos guijarros, de tan hinchados como los sentía. Casi parecían ser mayores que el resto del pecho.

Mi vientre también reaccionó con violencia ante las caricias. Se tensaba, me picaba y se calentaba cada vez más. También quería ser acariciado.

Como si hubiera podido leer mis pensamientos, sus manos se deslizaron hacia la pretina de mis pantalones y soltaron el botón. Quiso meter la mano por allí, pero los vaqueros eran demasiado ajustados.

—¡Eres una virgen de hierro! —dijo en plan de broma y yo me puse colorada.

¿Cómo podía tomarme el pelo de esa manera? Buscó la cremallera y suspiró con algo de impaciencia.

—Vaya, ¡llevas botones!

Yo bajé la mano y desabroché los botones con un solo gesto, mientras me bajaba los pantalones por los costados. Los botones de los vaqueros no eran nada débiles y aguantaban en su sitio.

—Aquí lo tienes —dije en plan respondón, una vez que hube terminado.

Ella rió de nuevo.

—Eres muy dulce —repuso.

Se inclinó hacia delante y me besó otra vez. Dejó que mi lengua sintiera su excitación y que su ardiente respiración me quemara la cara. Penetró profundamente en mi boca, como la última vez, y mientras lo hacía noté cómo se aceleraba su respiración y su mano avanzaba de nuevo hacia mis pantalones, con una ligera parada intermedia en mis pechos, aunque esta vez no se entretuvo tanto tiempo en ellos.

Cuando se apoyó en mí me molestó el contacto de su ropa sobre mi piel desnuda. Los fríos botones se apretaron contra mi pecho, que estaba muy caliente. Aquellos pequeños objetos redondos me dieron la impresión de ser como cubitos de hielo y hubiera preferido que ella no los tuviera allí. ¿Cómo serían sus pechos?

Deslizó su mano por el interior de mi pantalón y yo jadeé en busca de aire. Era excitante hasta la exageración. Mis ingles se estremecieron con sus caricias y se me aflojaron las rodillas. Me tambaleé un poco.

Me sujetó y no continuó su avance.

—¿Puedes mantenerte de pie? —preguntó, y su voz sonó como si estuviera un poco preocupada. Un tono que nunca le había oído antes en la oficina.

—Justo ahora, no —sonreí con turbación. ¿Querría que continuáramos de pie? Porque entonces lo más probable es que nos desplomáramos al suelo.

Sacó la mano de dentro del pantalón para luego colocarme las dos sobre las caderas. Apretó contra la tela y luego la bajó por el trasero hasta los muslos. Los pantalones eran tan estrechos que la cosa no resultó muy sencilla.

—Lo mejor es que hagas tú el resto —dijo entre risas.

Tal como estaba yo allí delante de ella, medio vestida y medio desnuda, no me apetecía nada que mirara hacia abajo. Me resultaba tan embarazoso que decidí contemplarla a ella mientras yo me desnudaba del todo.

Ella hizo lo mismo. Se quitó los zapatos y me observó. Se desabrochó los puños y casi con el mismo movimiento se despojó de la blusa y el sujetador. Los pantalones se los quitó a la misma velocidad. Había tardado menos que yo en estar frente a mí, desnuda.

—Vamos —dijo, y se volvió para dirigirse hacia la cama.

Yo la seguí con la mirada, pero en aquel momento mi cuerpo fue incapaz de hacer ningún movimiento. Era… hermosa de verdad. Quizá no fuera ésa la expresión adecuada. Todo su cuerpo era de una perfección armónica. Estaba proporcionada, sin ningún fallo, como si hubiera sido modelada por una escultora. ¿Por qué debía pagar para conseguir sexo? En mi opinión, lo hubiera podido obtener de cualquier mujer, así de fácil.

Danielle ya se había echado sobre la cama y me miraba, con el entrecejo algo fruncido.

—¿No vienes? —preguntó con cierta irritación.

—Sí. —Me forcé a ponerme en movimiento—. No estoy… muy acostumbrada —me disculpé, roja de vergüenza.

Ella sonrió, no dijo nada al respecto y esperó a que me tumbara a su lado.

Me fui deslizando con lentitud por la inmensa cama, mientras temblaba como un flan. Ahora ocurriría…

No sabía cómo debía moverme. Por primera vez me encontraba en la cama con una mujer extraña. ¿No sería que se había aprovechado de mí? Para ella todo aquello no era tan nuevo y, en cambio, a mí me resultaba complicado de verdad echarme a su lado. Cuando lo hice, me quedé muy separada de ella.

—¿Me tienes miedo? —preguntó, satisfecha.

Ella no lo entendería, pero…

—Sí, un poco —respondí.

Con aquella respuesta se sintió incluso un poco más satisfecha.

—No tienes por qué tenerlo —dijo con delicadeza. Se acercó un poco más y se inclinó hacia mí. Buscó mis ojos con los suyos y me sonrió.

—No va a ocurrir nada malo. Sólo cosas bellas. Te lo prometo.

Como es lógico, confié en ella. Aunque también era eso lo que esperaba, pero todas aquellas cosas bellas me producían miedo ante lo desconocido. Al menos, desconocido hasta el punto en que estábamos ahora. Hacerlo una por sí sola era algo muy distinto, pero estar tumbada a su lado, desnuda, soportar su mirada…, y ella también desnuda del todo… Casi no me atrevía ni a mirarla, porque, al fin y al cabo, era mi jefa.

Asentí con algo de crispación.

Ella buscó mi boca y comenzó a besarme. Sus manos se apoyaron en mi pecho y lo acariciaron con suavidad. Buscó los pezones, los estimuló a la espera de mi reacción y luego lo hizo con más fuerza.

Yo intentaba respirar con dificultad, mientras ella empleaba su lengua en mi boca, pero fracasé lastimosamente.

Danielle se dio cuenta y, riendo, me dejó libre la boca.

—Despacio —dijo—. Muy despacio.

¡Ya estaba bien! Yo me sentía desbordada por miles de sensaciones simultáneas, no sabía cómo debía actuar, tenía miedo de hacer algo mal y esperaba sentir más, llegar hasta el final, experimentar lo que había que experimentar. ¿Debía, además, prestarle atención a la velocidad? ¡Al menos esa tarea debía de estar a cargo de ella! Porque yo no me sentía capacitada para hacerlo. Ella tenía experiencia; seguro que ya se había acostado con docenas de mujeres. Ella podía hacerlo, pero yo no.

Quizá para darme la oportunidad de respirar, Danielle empleó sus labios para hacer una incursión por todo mi cuerpo, lo que hizo que me excitara por todas partes. Allí donde rozaba ardía toda mi piel y aquello iba a peor a medida que bajaba. De nuevo se detuvo por un instante en mis pechos y se elevó el tono de su respiración, mientras yo casi no podía soportar la comezón.

A mi cabeza subió un calor igual de insoportable; cerré los ojos y me concentré en las sensaciones que ella me proporcionaba, que me excitaban más y más, y que exigían toda mi fuerza de voluntad para no gemir en voz alta de una forma constante. Eso hubiera resultado muy embarazoso delante de ella.

Sin embargo, poco a poco me fue consumiendo la excitación y empezó a desmoronarse mi resistencia. Comencé a suspirar en voz baja, luego a gemir, a moverme, a retorcerme bajo sus manos y sus labios: ya no aguantaba más.

Se detuvo un instante y noté que sus manos continuaban con sus suaves caricias. Era como si me observara. Y lo más probable es que fuera eso lo que hacía.

—Hermosa —dijo en voz baja, más bien para sí misma, y su boca descendió de nuevo hacia mí, primero a mi pecho, luego continuó hacia abajo, igual que su mano, que ahora casi había llegado hasta mis piernas.

Yo ya no sabía lo que tenía que hacer. Si hubiera estado sola, en aquel momento ya haría tiempo que habrían comenzado los acordes finales. Nunca había aguantado tanto tiempo como el que ella llevaba atormentándome. De todas formas, mis sensaciones anteriores siempre habían sido más… débiles, o al menos distintas.

Me acarició las ingles y yo me sentí a punto de explotar. Aquel punto, aquella pequeña zona entre la tripa y los muslos, me pareció muy sensible, como nunca lo había sido, como si todos mis nervios afluyeran allí.

Gemí de nuevo y la oí reír en voz baja.

—Sí —murmuró, satisfecha—, todo va bien, ¿no es verdad?

No esperaba ninguna respuesta a aquella pregunta retórica y yo no se la di. Estaba muy ocupada para eso.

Sus labios avanzaron aún más por las ingles, pero sus manos fueron al centro, entre las piernas. Durante unos segundos se deslizaron por el interior de mis muslos. Luego me agarró con ambas manos y me apretó las piernas sin articular palabra. Ella partía del hecho de que yo debía obedecer sin ofrecer resistencia.

Yo lo hice y la tensión alcanzó de nuevo el punto culminante que había tenido antes. No sabía cómo se podía haber elevado, pero estaba segura de que aquello no era el final. Al menos aquella experiencia sí que la tenía.

Avanzó con los dedos entre mis mulos separados. ¡Cielos! Que distinto era a lo que yo conocía. Mucho más hermoso, una sensación indescriptible. Quería entregarme a ella, enroscarme en ella; mis piernas, por voluntad propia, se abrieron aún más.

Volví a gemir cuando me acarició de nuevo y mi espalda se arqueó un poco, buscándola. No podía resistir más. Tuve que levantarme, aunque me hubiera gustaría imponerme a ella.

«¿Por qué no hace algo de una vez?».

Pasó de nuevo, otra vez, por la turgencia que sentía entre mis piernas. ¡Cómo estaba de hinchado todo lo de allí abajo! Y entonces sacó los dedos. Se mantuvo inmóvil. ¿Lo estaba observando?

—Ya estás húmeda —dijo de repente.

Mi cabeza estaba sumergida en acero fundido, en un alto horno, en el sol. Dios mío, ¡aquello resultaba tan violento! ¿Por qué lo había dicho? ¿No le bastaba con haberse dado cuenta? Lo más probable es que no se imaginara lo que suponía aquello para mí ya que las personas tímidas, como yo, no solemos sentirnos cómodas al ser el centro de atención. ¡Y menos en un caso como aquél!

Danielle deslizó de nuevo sus manos entre mis piernas y luego se tumbó a mi lado, de modo que pude notar junto a mi cuerpo todo el suyo, cálido, suave, su pecho casi sobre el mío. Aquello era maravilloso.

Me invadió una sensación de seguridad, que en parte era también de tranquilidad.

Comenzó a acariciarme entre las piernas con lentitud: primero por la parte de fuera, luego de nuevo por el interior. Seguro que era una excursión de reconocimiento con carácter de investigación. Evitó tocar el punto que me hubiera proporcionado el alivio total.

—Abre los ojos —dijo, muy cerca de mí, en voz baja pero categórica.

Acaté su exigencia y la miré directamente. Su rostro estaba tan cerca de él que casi no pude distinguir su contorno.

—Quiero verte cuando te corras —dijo sin la menor sonrisa, sin la más ligera insinuación—. Así que, por favor, abre los ojos.

Mi primera reacción ante aquella petición, que era más bien una orden, fue hacer lo contrario: la turbación que sentí me obligó a cerrar los ojos, pero luego hice lo que ella deseaba y los abrí de nuevo.

—Sí —susurré con docilidad.

Me sorprendió que pudiera salir un solo sonido de mi boca. En realidad lo que ella quería de mí no era nada malo, pero la vergüenza que aún me embargaba no me permitía liberar lo más íntimo de mi ser. Ni siquiera podía ocultarme en la oscuridad. Aunque hubiera estado bien.

Me miró muy seria mientras sus manos se movían entre mis piernas, ahora ya con un objetivo. Ahora encontró el punto, y lo acarició…

Cerré los ojos, pero al acordarme de su enérgico requerimiento los abrí a toda velocidad.

Iba cada vez más deprisa y, al mismo tiempo, me miraba.

Yo quería volver la cabeza y escapar de su mirada, pero, como estaba segura de que eso le desagradaría, aguanté.

Sus ojos no se apartaban de los míos, me miraban con fijeza, y cuando empecé a respirar con más intensidad, a gemir y a retorcerme entre sus manos, Danielle comenzó a sonreír. Si no se hubiera tratado de ella, lo más probable es que yo hubiera pensado que aquello era una expresión de afecto. Pero seguro que sólo se trataba de una muestra de su propia excitación, que aumentaba al mismo tiempo que la mía, pues ella también respiraba a toda velocidad.

Empleó sus manos de una forma extraordinaria, a veces con toda la palma sobre mi sexo, luego de nuevo uno o dos dedos en un punto muy específico. Controlaba mi orgasmo como si fuera un piloto de Fórmula 1. Yo estaba a su merced.

—Córrete —dijo de repente, e hizo danzar a toda velocidad sus dedos entre mis piernas por todas partes al mismo tiempo. Al menos eso fue lo que me pareció.

Las ondas de calor que crecían en mí, mi pecho hinchado que aún me dolía, todo pareció alcanzar los objetivos previstos y convertirse en espasmos y explosiones que rae arrollaban y hacían que sintiera como si me faltara el suelo bajo los pies.

Gemí en voz alta y un «¡Sí!… ¡Sí!… ¡Sí!», salió de mi garganta sin que pudiera contenerlo. Arqueé la espalda hasta que se despegó de la cama y sentí que la tensión crecía en mi interior, luego el hormigueo de sus dedos entre mis piernas y, por fin, la liberación. Aspiré con esfuerzo, me dejé caer otra vez hacia atrás y jadeé, agotada del todo. Tenía la sensación de que cuando respiraba no era capaz de absorber el oxígeno suficiente.

En aquel preciso instante Danielle sonrió de verdad y, cuando pude verla a través del velo que empañaba mis ojos, casi me pareció cariñosa.

—Lo siento —dije, avergonzada—. No he podido contenerme más tiempo. Perdona.

—No pasa nada —respondió y se inclinó hacia mí para besarme los labios con mucha suavidad—. Ha sido fenomenal.

Yo esperaba que ella se sintiera satisfecha de verdad conmigo y que no lo dijera sólo por hablar. Pero no podía ocuparme demasiado de ese tema, ya que de momento tenía que seguir mi pelea contra la tensión que, aunque rebajada, todavía persistía en mi cuerpo y no parecía haber desaparecido del todo, pues lanzaba pequeñas olas sobre mi playa íntima y me hacía sentir cosas que nunca antes había experimentado.

Ella pareció darse cuenta. Me cogió entre sus brazos y me meció durante unos segundos. Yo no imaginaba que fuera capaz de eso. Como jefa era siempre tan… decidida, tan dominante y, sobre todo, tan poco afectiva. Pero ahora sentí algo más, algo que ella me transmitió. Le importaba que yo me sintiera bien y parecía hacerlo de una forma muy desinteresada.

Cuando me recuperé de nuevo, la miré y sonreí un tanto insegura. Me hubiera gustado agradecerle aquella experiencia maravillosa, pero algo dentro de mí me gritó que no lo hiciera.

—El resto me lo guardo para el Egeo —dijo, sonriente, mientras me miraba de arriba abajo.

«¿El resto? ¿Qué resto? ¿No había sido suficiente con eso? ¿Aquello no era todo?». Pero yo sabía cuál era el resto al que ella se refería. El escalofrío que recorrió mi cuerpo se formó por una expectativa llena de temor que me puso la carne de gallina. Yo lo quería. Quería que ella… entrara en mí, pero ¿cómo lo iba a hacer? ¿Me haría daño? En cierta forma ya no era virgen, pero por otro lado sí lo era. ¿No había podido hacerlo todo de una vez? ¿Por qué estaba ahora tumbada detrás de mí?

Pero Danielle tenía ahora otros deseos. Se puso de espaldas y me miró con un gesto de requerimiento.

—Échate sobre mí —dijo.

Coloqué mi mano sobre su estómago. El contacto con su piel, suave como la seda, me transmitió una maravillosa sensación. Su respiración ascendía y descendía como un mecanismo de relojería. Parecía muy tranquila, pero de todas formas debía darme prisa en satisfacer sus deseos, o al menos ésa fue la impresión que tuve.

Me tumbé despacio sobre ella y abrió las piernas para que me colocara entre ellas. Miré su cara, sus ojos. Estaba tumbada sobre ella, sobre mi jefa, sobre una mujer que, de hecho, era algo mayor que yo, aun cuando tenía un aspecto muy juvenil; la tenía debajo de mí y podía decidir sobre ella, sobre su excitación y sobre cómo satisfacerla. Era una sensación muy extraña. Hasta el presente era ella la que había llevado las riendas y el control, y la que había dado las órdenes, tanto en la oficina como en la cama, pero ahora, de repente, ocurría todo lo contrario.

Me incliné hacia ella para besarla, pero fue ella la que me besó a mí antes de que yo pudiera evitarlo y comenzara con mi tarea. Pero, de todos modos, fue bonito. Me sujetó por la nuca, acercó mi cabeza a la suya y me oprimió con su estómago. Pensé que no debía hacerla esperar tanto como ella había hecho conmigo. A lo mejor no le gustaba el aspecto que cobraba todo ni cómo se sentía.

Suspiró y gimió en mi boca, y casi me ahoga con su lengua, a pesar de que era ella la que estaba tumbada y se retorcía cada vez con mayor intensidad debajo de mí. Dejé que mi mano avanzara hacia su pecho y le acaricié el pezón con los dedos. Ella gimió con mayor intensidad. Agarré todo el pecho y saboreé una maravillosa sensación de redondez en mi mano; luego seguí con caricias y masajes, para acabar volviendo a excitar su pezón. Hice lo mismo con el otro pecho, hasta que, por fin, Danielle acabó por separarse de mi boca en busca de aire.

—Rápido —jadeó—, vete abajo.

Yo no tenía muy claro lo que podía significar aquello.

Copié lo que había hecho antes conmigo, busqué con mi mano la abertura que había entre sus muslos y me deslicé entre ellos. Danielle abrió las piernas aún más. ¡Dios mío! ¿Había estado yo igual de húmeda? Allí casi se podía nadar. Había tenido que controlarse mucho mientras me masturbaba. ¿Podría hacerlo también yo? No estaba muy segura, porque, al fin y al cabo, no lo había hecho nunca. No sabía lo que le podía gustar y lo que no, y tampoco tenía la experiencia de ella para podérmelo pensar. Por tanto, tuve que ceñirme a sus reacciones y sus indicaciones.

Noté las convulsiones que experimentó cuando, entre sus piernas, toqué su sexo hinchado. Sin duda aquél era el lugar adecuado. Busqué la pequeña elevación sobre la prominencia y la estimulé un poco con el dedo. Lanzó un suspiro tan fuerte que casi me asusté.

—¡Sí! ¡Ahora!

Yo ya no podía hacer mucho más. Danielle alzó el trasero, de modo que el roce se hizo más firme, la acaricié un par de veces más y luego ella gritó, se corrió y se retorció contra mí, antes de dejarse caer sobre la almohada. Todo fue muy rápido.

Quise retirar mi mano, pero ella protestó.

—No, no —dijo—. Quédate ahí, no te vayas, ahora mismo seguimos.

Hice lo que me dijo y no tardó mucho en volver a moverse y acercarse a mí. La acaricié lo mejor que pude, hasta que ella se corrió una vez más, pero esta vez gimió en lugar de gritar; luego, un poco después, hubo una tercera vez, acompañada de un suspiro. Al acabar me miró y sonrió, casi feliz. Nunca la había visto así, tan relajada. En la oficina parecía que siempre estaba peleando, siempre en tensión.

—Lo haces muy bien —dijo, con palabras de reconocimiento.

, pensé yo de repente.

«Y siempre, cuando quieres expresar tu reconocimiento, lo haces con dinero, pagas por ello. ¿Cuál de esos tres orgasmos es el de mayor valor? ¿También vas a pagar por el mío? Porque has trabajado más que yo», medité.

Ella se irguió.

—¿Te apetece otra vez? —dijo, solícita.

Negué con la cabeza. Se me habían pasado las ganas al pensar en el dinero y en las vacaciones en el Egeo. Todavía podía decir que no. Pero yo… estaba enamorada de ella. No podía negarme.

¿Por qué yo no podía pagarle con mi amor y ella si podía pagarme a mí? ¿Por qué tenía que ser precisamente con dinero? Eso lo hace todo tan… primitivo. Incluso la experiencia que acababa de tener con ella y que había resultado maravillosa.

Pensé en el roce de su piel, en la suavidad y en el calor que emitía, que eran como seda y terciopelo reunidos en uno solo. Una sensación indescriptible. Me hubiera encantado acurrucarme a su lado, intercambiar caricias, quedarme dormida junto a ella y luego despertarme. Puede que ella tuviera algo en contra de eso, pero a mí no me pasaba lo mismo.

Me levanté y fui hacia mis cosas, que estaban esparcidas por el suelo. Comencé a vestirme.

—Mi madre —reí en plan de disculpa. ¡Menos mal que la tenía a ella!—. Se preocupará. Me tengo que ir a casa. —Estaba claro que hubiera podido llamar por teléfono y con eso hubiera bastado, pero no se lo quería decir a Danielle.

—Mañana mismo podemos volar a Grecia, si quieres. ¿O mejor pasado mañana? —preguntó, casi en un tono de negocios.

¿No le gustaba que me fuera o no le importaba nada? ¿Ahora que ya había conseguido lo que deseaba?

—Mejor pasado mañana —respondí, mientras intentaba dominarme—. Necesito un poco de tiempo para hacer la maleta…, y está mi madre.

«¡Mi pobre madre! ¿Por qué la tengo que usar para todo?».

—No hace falta que lleves muchas cosas —explicó, mostrándose agradable—. Sólo lo personal. En el barco no necesitaremos muchas cosas y lo que precisemos lo podemos comprar en tierra.

Yo quería decirle otra vez que no tenía dinero, pero volví a mantener la boca cerrada. No necesitaba ningún dinero. Ella lo pagaría todo. Todo.

Yo ya me había vestido y estaba preparada para irme.

—¿Puedo llamar a un taxi? —pregunté.

—Claro que sí —me respondió, mientras señalaba el teléfono, al tiempo que se levantaba de la cama.

Se dirigió a un pequeño escritorio, una minúscula antigüedad que había junto a la ventana, y sacó una cosa del cajón. Cuando colgué el teléfono se acercó a mí, aún desnuda, y me puso algo en la mano.

—Esto te servirá para pagar el taxi —dijo, como de paso.

Luego se dirigió al armario y se puso por encima algo parecido a un poncho, de tela brillante y suelta: parecía una mezcla de camisón y bata. Tenía un aspecto muy seductor.

—Te acompaño —dijo.

La seguí y, al llegar abajo, vi los faros de un coche que se acercaba a la casa. Debía de ser mi taxi.

—Entonces, hasta pasado mañana. —Se mostraba tan indiferente como si estuviera ante una cita de negocios—. Te recojo a las diez. Así llegaremos a tiempo al aeropuerto.

Me estrechó la mano a modo de despedida y ni siquiera me dio un beso. Ni una mínima caricia.

Después de mi primera vez me lo había imaginado todo de otra forma, pero tuve que aceptarlo tal y como ocurrió. Abrí la puerta de la casa y salí a la oscuridad, que estaba iluminada por los faros del coche, mientras ella dejaba que la puerta se cerrara de golpe detrás de mí.

Al sentarme en el taxi, abrí la mano y miré los billetes. Eran de bastante valor y había seis. Demasiado dinero para una virgen inexperta, pensé.