El bar estaba oscuro, muy oscuro.

Cuando entré no se veía nada. Luego descubrí una mesa de billar a la izquierda y un poco más allá una barra hecha de madera oscura. En la parte de atrás de la barra había gran cantidad de botellas colocadas en estanterías, que casi llegaban hasta el techo; estaban a la espera de los clientes, como en cualquier otro local.

Sin embargo, el punto fuerte estaba a la derecha, en la ventana: unas cristaleras decoradas con mujeres desnudas. Algunas solas, otras de dos en dos, o en tríos o en grandes grupos, y todas en posiciones inequívocas.

Yo era una estudiante de diecinueve años y era la primera vez que acudía a un bar de mujeres en Colonia.

Había algunas chicas de pie en la barra y otras en la mesa de billar, como pude comprobar cuando mis ojos se acostumbraron a la escasa luz. Detrás del mostrador y mientras sacaba brillo a los vasos, una mujer miró hacia mí.

Acababa de traspasar la puerta de entrada y no me atrevía a seguir. El camino hasta la barra me pareció muy largo.

No me gusta mucho el alcohol, pero aquí era muy habitual su consumo, de modo que me animé y me acerqué a la barra sin mirar a derecha o izquierda.

Debía de parecer que me había tragado un sable.

Llegué ante la chica de la barra, que me observaba con mirada severa, me quedé parada y no me salió ni una palabra.

—¿Una cerveza? —preguntó, sonriente, y aquel gesto la hizo cambiar de una forma radical. De repente me pareció maternal, incluso un poco preocupada.

Asentí. Mientras me servía la cerveza eché un nuevo vistazo sin llamar mucho la atención, como si estuviera en la parada del autobús y no tuviera otra cosa que hacer sino mirar al vacío.

—Tu cerveza.

La mujer hizo deslizar el estrecho y elegante vaso de Kolsch[1] por encima de la barra.

Lo cogí y bebí un pequeño trago, luego lo dejé de nuevo sobre la barra. Miré a mi alrededor. Las pocas mujeres presentes parecían examinarme de una forma casual.

Totalmente turbada, tal y como yo estaba, me permití dar otro sorbo a la cerveza, esta vez más largo. ¿Qué debía hacer? Era muy tímida para acercarme a cualquiera y lo que hubiera deseado de verdad es que alguien se dirigiera a . Pero no parecía que nadie tuviera previsto hacerlo.

Bueno, me bebería mi cerveza y me marcharía. Le di otro gran trago y dejé el vaso vacío sobre la barra. Me llevé la mano al bolsillo de mis vaqueros y palpé en busca de un billete que llevaba escondido por allí. Era complicado, pues los pantalones eran muy estrechos, de modo que necesité un poco de tiempo.

—¿Otra más? —preguntó una voz detrás de mí.

Me volví, asustada. En realidad no quería otra cerveza, pero mi gran debilidad es que no puedo decir que no.

Como no decía nada, ella lo tomó como una confirmación y pidió a la chica de la barra una cerveza para ella y otra para mí. De nuevo fluyó el líquido dorado desde la espita hasta el vaso, en esta ocasión dos vasos, y mientras tanto comprobé que al entrar no había visto a aquella mujer. Debió llegar en silencio y se situó justo detrás de mí cuando yo ya estaba en la barra.

En caso de haberla visto antes, estoy segura de que me hubiera llamado la atención. Era muy distinta a las otras mujeres que había por allí. Llevaba una media melena, que caía en ligeras ondas sobre sus hombros. Vestía un buen traje de chaqueta, un look de empresaria que parecía poco apropiado para salir por la noche. Pero aún era pronto y seguro que acababa de salir de la oficina. Al menos de eso tenía pinta.

¿Quizás era una secretaria? Traté de atrapar al vuelo, sin parecer impertinente, una mirada de sus ojos. No me suelo atrever a levantar la vista, pero, una vez que me decidí a hacerlo, comprobé que no, no era una secretaria. Ésas miran de otra forma. Ésta tenía un aspecto tan… influyente.

En la barra ya estaban servidas las dos cervezas. Ella cogió la suya y me acercó la otra.

Levantó el vaso y lo hizo chocar con el mío.

—Danielle —dijo.

Tuve que carraspear antes de poder pronunciar mi propio nombre.

—An… Andy. —Luego di un sorbo para tranquilizarme.

Ella me miró.

—¿Cuántos años tienes? —preguntó.

—Diecinueve —contesté de un modo automático.

—Muy joven —comentó y se llevó de nuevo el vaso a los labios.

Al seguir el vaso con la mirada, comprobé que tenía una boca muy bonita.

—¿Cuántos años tiene… tienes tú? —pregunté, después de bajar de nuevo la vista cuando su mirada se cruzó con la mía.

Era de la misma edad que muchas de mis profesoras, estaba seguro por encima de los treinta, y por eso se me hacía difícil tutearla.

Inclinó un poco la cabeza hacia atrás, lo que hizo que su pelo se agitara, y se echó a reír.

—¡Eso no se le pregunta a una mujer de mi edad! ¿No lo sabías?

—Pero si no eres tan mayor… —respondí con ingenuidad.

Ella sonrió.

—Es muy amable por tu parte —dijo y luego me miró durante unos segundos—. No te había visto nunca por aquí —continuó.

Noté un sofoco embarazoso, y un hormigueo, también bastante embarazoso, me recorrió el cuerpo. De alguna forma me estaba poniendo en un aprieto, pero no era capaz de saber ni cómo ni por qué.

—Nunca había estado aquí —dije y volví a hacerme con el vaso, que aún estaba sobre el mostrador.

Mientras bebía, ella me miró y se mantuvo callada durante unos instantes.

—Ya —dijo después, fuera lo que fuera lo que quisiera decir con eso.

Tuve la sensación de que las mujeres de alrededor nos miraban y luego pareció que todas las conversaciones habían cesado. De repente todo el ruido de fondo se amortiguó. Eso me pareció mucho más molesto que las incisivas preguntas de Danielle y hubiera preferido marcharme, pero había algo que me retenía allí.

—Y, ¿qué haces? —siguió con su interrogatorio—. Me refiero al trabajo.

—Yo… yo no tengo trabajo. Aún estoy estudiando. El año que viene me presentaré a la selectividad —respondí con desasosiego.

—Oh —dijo. Luego sonrió de nuevo y su sonrisa pareció ser más amistosa y compasiva que antes—. ¿Y qué quieres estudiar cuando apruebes la selectividad? —Se sentó en uno de los taburetes de la barra y señaló el otro a modo de invitación.

Me subí a él y nuestras rodillas casi se rozaron. Hubiera preferido echarlo un poco para atrás pero no pude, porque aquellos chismes eran muy pesados y poco manejables. Luego la miré.

—Aún no lo sé —contesté—. Puede que periodismo.

—Entonces estaríamos en el mismo gremio —dijo en voz baja, en un tono algo burlón—. Yo tengo una agencia de publicidad.

—¿Tú crees? —dije yo sin entenderlo—. ¿No son dos cosas muy distintas?

Se rió de nuevo.

—Eso lo piensas ahora porque eres muy joven y seguro que muy idealista. —Me miró y, por un instante, me di cuenta de que estaba convencida de eso—. Si te apetece puedes hacer prácticas en la agencia y enseguida llegarás a comprender por qué te lo digo.

¡Era una oferta que no hubiera esperado aquella noche!

—Sí, encantada —respondí con alegría—, estoy segura de que será muy interesante para mí.

Se echó la mano al bolsillo de la chaqueta y sacó una tarjeta de visita.

—Pásate a verme cuando quieras. Seguro que pronto te darán las vacaciones.

—Sí —afirmé—, dentro de una semana.

—Bien —dijo. Se bajó del taburete—. Ahora tengo que irme, pero quizá nos veamos en otra ocasión. —Sonrió de una forma vaga, puso un billete sobre la barra y se marchó.

Después de que se hubiera marchado me pareció que el resto de las mujeres presentes me resultaba aún menos interesante que antes.

—¿Qué valen las dos cervezas? —pregunté a la mujer del bar y rebusqué de nuevo mi billete de veinte en el bolsillo de los pantalones.

Me sonrió de una manera extraña.

—Ella ha pagado lo tuyo —dijo, haciendo un gesto en dirección a la puerta por la que acababa de desaparecer Danielle.

En fin, mi dinero para gastos personales y mis ingresos eran muy limitados, así que agradecí la invitación. Sonreí a la mujer de la barra y me marché.