—No debes hacerlo —dije—. Espera y te traeré el vaso. —Pasé al otro lado de Danielle, que estaba echada en una tumbona, y le acerqué su whisky.
—Haces otra vez lo mismo que cuando yo estaba impedida —dijo, sonriente, mientras lo cogía en su mano—. Y ahora ya no lo estoy.
—Claro que no, gracias al cielo. —Me incliné hacia ella y la besé.
—¿Qué significa eso? —Hizo un guiño con los ojos.
—Lo sabes muy bien —contesté—. Me siento satisfecha de que puedas andar de nuevo, de que te recuperes tan bien.
—¡Ah, ya…! —exclamó y tomó un trago de whisky, mientras me lanzaba una extraña mirada con el rabillo del ojo.
—Danielle, eres imposible —afirmé—. Siempre piensas en lo mismo en lugar de darte por satisfecha de haber salido tan bien parada de todo esto…
—Estos dos últimos años no han sido nada agradables para mí. —De repente se puso seria.
—Sí, perdona. Lo había olvidado de nuevo. Para mí el tiempo ha sido mucho más corto que para ti. —Fruncí el entrecejo, sintiéndome consciente de mi culpabilidad.
—Y era yo la que iba a morir, no tú —dijo Danielle—. Con todo el dinero que hubieras heredado de mí, enseguida habrías encontrado una nueva amiguita…
—¡Danielle! —Me dejé caer sobre ella y la tumbona se hizo añicos.
—Te estás cargando el mobiliario —dijo en un tono seco—. Y aquí resulta bastante difícil de reponer.
Miré hacia la casa. Todavía no parecía muy acogedora a primera vista, pero yo sabía que llegaría a serlo. De momento vivíamos en el yate, que tampoco era nada que se pudiera despreciar, pero Danielle ya se había ocupado de que nos enviaran por barco algunos muebles para que nos pudiéramos sentar, por lo menos en la arena y el jardín. Por el momento tampoco necesitábamos mucho más. El tiempo era cálido, el sol nos sonreía todos los días, el mar susurraba… Suspiré.
—¿En qué piensas? —preguntó Danielle, que todavía estaba debajo de mí.
—En la casa —respondí—. Seguro que va a quedar magnífica cuando esté renovada y acondicionada.
Ella intentó volver la cabeza, pero no lo consiguió, porque se lo impedía mi cara.
—Espero —dijo—. Es lo que siempre he deseado. —Su voz era todo un susurro.
—Yo puedo hacer que se cumplan todos tus deseos —le dije al oído. Busqué sus labios y los besé con ternura.
—Uno de esos deseos se acaba de cumplir —replicó con dulzura. Me cogió entre sus brazos y me besó a su vez—. Estás conmigo y eso es algo que nunca me hubiera atrevido a soñar. Siempre he evitado pensarlo.
—Lo sé —dije—. Ha sido duro. —La miré—. Me siento muy satisfecha de que ahora ya no vaya a ser así nunca más.
—Y a mí me sabe mal que hayas tenido que aguantar todo lo que has aguantado —dijo Danielle.
—Tú no querías que me comprometiera demasiado contigo para que no sufriera por tu causa, pero eso nunca hubiera terminado bien.
—Pensé que no tenía ningún derecho —se interrumpió—. Eras tan joven que no quería que desperdiciaras tu vida con el recuerdo de una muerte.
—Yo no habría desperdiciado mi vida, pero tampoco me hubiera olvidado de ti. —Tragué saliva, mientras las lágrimas pugnaban por salir—. Pero ahora… —le mordí, juguetona, en la nariz—… tengo algo más que el recuerdo. Te tengo a ti.
—¿Qué me tienes a mí? —Arqueó las cejas—. Creo que estás equivocada. —Se levantó de un salto y se abalanzó contra mí como un potro salvaje. Corrió por la arena y se deslizó en el agua.
—¡Eso es juego sucio, Danielle! —protesté—. No sé nadar tan bien como tú.
—Pues no vas a tener más remedio que aprender —contestó—. Insisto en eso. —Nadó varios metros y luego se dio la vuelta y regresó.
Cuando llegó a la playa parecía la diosa Venus surgiendo de las olas, aquí, en su patria natal. Mientras venía hacia mí, se quitó el traje de baño; cuando nos separaban tres metros, estaba totalmente desnuda.
—Danielle… —susurré. El culto a la diosa en los templos de la antigua Grecia no pudo plasmarse en una adoración mayor que la que yo experimenté por ella en aquellos momentos. Una diosa griega en una isla griega, desnuda y bella, y que me pertenecía por completo. Si lo hubiera dicho en voz alta Danielle habría protestado, así que lo dije por lo bajo y para mi interior.
Me subió la camiseta hasta los hombros y me besó. Nos desplomamos sobre la arena, juntas.
Me coloqué sobre ella y, al acariciar sus pechos, noté que los duros pezones taladraban las palmas de mis manos. Ella suspiró.
Era como si la tierra entera hubiera desaparecido para nosotras y nos encontráramos en el cielo, mejor dicho, en el Olimpo. Los labios de Danielle sabían como la ambrosía, el alimento de los dioses, y su piel era suave al tacto, como la de los mismos dioses cuando se despojan de sus aterciopelados ropajes. Sus pezones eran como uvas, oscuras y dulces. Los chupé, los absorbí con mi boca, los dejé crecer en ella, intenté probar el dulzor de aquella fruta.
Debajo de mí, Danielle se retorció y gimió. Lamí uno de sus pezones y el gemido se hizo más sonoro.
—¡Sí! —exclamó.
Luego lamí el otro. Danielle sufrió una especie de convulsión y levantó las caderas. Me deslicé suavemente hacia abajo, pellizqué su piel con suavidad y disfruté del aroma salobre de su pelo, antes de sumergirme en la gruta que se abría entre sus piernas y que, por lo húmeda que estaba, parecía haber acogido todo el mar.
Su perla se deslizó entre mis labios, como si los hubiera estado esperando. Danielle se encabritó. Sus gemidos alcanzaron el cielo y llenaron el Olimpo, hasta que se desprendió de ella un grito que debió llegar a las estrellas.
Esperé a que se tranquilizara y luego la invadí de nuevo.
—¡Sí…, oh…, sí…, ah…, oh…, sí…, sí…, SÍ!
El segundo grito aventajó con mucho al primero.
Permanecí dentro de ella hasta que dejó de estremecerse; luego me deslicé otra vez hacia arriba y la besé.
—Eres mi diosa —susurré con voz tierna—. Mi amada diosa griega.
Ella arqueó las cejas, como casi siempre que yo le hacía un cumplido. Nunca dejaría de hacerlo.
—Para eso, lo primero que debería hacer es nacionalizarme aquí —apuntó con cierto sarcasmo.
Miré hacia abajo.
—Todavía me falta pedirte algo —dije.
Ella aún jadeaba.
—Enseguida. Déjame sólo un minuto.
—No es eso. —Me reí. Eso ocurriría de todos modos—. Se trata de otra cosa. Pero, acuérdate…, al principio… —Sentí miedo de mi propio valor—. Me tienes prohibido decirte algo determinado y concreto. Y siempre lo he cumplido.
En su rostro apareció una sombra.
—Me acuerdo —respondió.
—Quiero que levantes esa prohibición —dije—. Hace mucho tiempo que está de más y tú lo sabes.
Levantó la cabeza.
—No te olvidas de nada de lo que ocurrió, ¿verdad? —dijo en voz baja—. De nada de lo que te he exigido.
—No has exigido nada que yo no haya aceptado por mi propia voluntad —dije para su tranquilidad. Yo sabía que había algo que le resultaba abrumador y estaba relacionado con nosotras dos, aunque lo hubiera hecho para protegerme—. Pero esa prohibición —continué— me la he tomado muy en serio. No he querido incumplirla, a pesar de que hace tan sólo cinco segundos he estado a punto de hacerlo. Tú dijiste en cierta ocasión que el amor es una ilusión y aquella prohibición no era más que la pura expresión de tus convicciones. Si ahora la suprimes, me dirás de ese modo que ha cambiado tu forma de pensar. Eso es lo que quiero que hagas. —Inspiré con toda intensidad—. Sin embargo, si no ha cambiado nada, no hace falta que levantes la prohibición. La cumpliré a rajatabla.
—Yo… —Danielle tragó saliva—. Me siento muy estúpida a causa de eso, y me avergüenzo de mí misma.
—¿Piensas que, en aquel entonces, tus ideas eran las adecuadas? ¿Y que siguen siéndolo hoy día? —pregunté.
—Me hubiera sentido satisfecha y agradecida si no me hubieras advertido una y otra vez de lo idiota que era —respondió, con aspecto desdichado—. Eso no lo voy a olvidar nunca.
—¿Quiere eso decir que levantas la prohibición? —pregunté, con una sonrisa. Ella también sonrió—. Limítate a decir que sí.
Cerró los ojos para eludir mi mirada. Cuando los volvió a abrir, brillaban con cierta humedad.
—Sí —susurró.
—Te amo —dije. Al final podía decirlo—. Te amo, Danielle, y siempre te amaré. Eres el amor de mi vida.
No volvió la cabeza y se limitó a mirarme.
—Esta isla —dijo— sólo nos debe pertenecer a nosotras dos. Siempre tiene que ser nuestro refugio, el tuyo y el mío. No debe pisarla nadie más. Además… —Sonrió levemente—, a ti te pertenece la mitad. Ya hace algún tiempo que te he registrado como copropietaria.
Agité la cabeza, pero tuve que sonreír.
—Una isla para dos —repuse—. No todo el mundo tiene algo tan romántico.
—De hecho casi nadie. —Me miró como si esperara algo de mí—. ¿Lo aceptas?
—¿La mitad de la isla? —observé su adorable rostro—. Sí, lo acepto —dije en voz baja. Fue como una respiración contenida lo que salió de su cuerpo. Yo no iba a escuchar de ella aquellas dos palabras, pero así era como las pronunciaba.
Esta isla para dos, ésa era su forma de decir: Te amo.
FIN