—Sí, ¿qué se había figurado? Usted no puede ingresar aquí tan fácilmente.
El profesor Häusly no era tan mayor como yo me había imaginado. Tendría unos cincuenta años. Su pelo era negro y sólo en algunas partes mostraba unas raíces grises. En todo caso, no respondía en absoluto a la idea que yo me había forjado acerca de cómo debía ser una eminencia como él. Era delgado y parecía musculoso. Para mí, el término «profesor» estaba asociado a un apacible señor, ya mayor, con el pelo blanco y tripa.
—Tiene usted una paciente —dije, mientras acercaba la silla de ruedas de Danielle a su mesa de despacho.
—Yo no trato a pacientes —gruñó.
—A ésta sí —dije con firmeza.
—Ya pregunté una vez por usted, pero se negó a darme cita en su consulta. —Danielle le dio su nombre.
—Y continúo haciéndolo ahora —volvió a decir con un gruñido—. ¿Qué le hace pensar que he cambiado de actitud?
—Puede que no haya cambiado de actitud, pero mi situación sí lo ha hecho —afirmó Danielle en un tono seco. Me asombró que pudiera mantener la calma en aquellos momentos—. Además, cuando pregunté esa primera vez, yo aún podía andar.
—Sí, sí, me acuerdo —dijo él con aire distraído, mientras agitaba una mano—. Y ahora ya no puede. Así es cómo actúa la ELA.
Yo hubiera podido estrangularlo, pero Danielle permaneció sorprendentemente tranquila.
—¿Hasta dónde ha llegado usted en sus investigaciones? —preguntó.
—Tan sólo se me muere el noventa por ciento de los ratones —respondió el médico, sin ningún miramiento—. Antes moría el cien por cien. Un éxito enorme.
—Seguro que sí —musitó ella.
—Se dará cuenta de que no puedo ayudarla —dijo Häusly—. Su viaje hasta aquí ha sido en vano. —Se apartó y buscó algo en la librería.
—¿Se puede decir que ese diez por ciento que sobrevive queda curado? —pregunté por mi parte.
—No, claro que no. —Se volvió, con ademán de disgusto—. Se limitan tan sólo a morirse más tarde.
—¿En qué condiciones? ¿Se asfixian? —preguntó ella.
—No —respondió el profesor, mientras se sentaba y hojeaba el libro que había cogido de la estantería—. Eso ya lo controlamos. Mueren por fallo cardíaco.
—¿Algo parecido a una muerte natural? —preguntó Danielle.
—Si desea decirlo así… —La escrutó—. ¿Tiene miedo a la asfixia?
—No, en absoluto —replicó Danielle—. Siempre he deseado morir así. Algo agradable y tranquilo.
—No puedo someterla al tratamiento porque el medicamento no está autorizado para los seres humanos —dijo Häusly—. Y las personas no son ratas de laboratorio.
—Que yo sepa, la sustancia se puede aplicar a voluntarios. Eso no está prohibido. Basta con que el paciente sepa a lo que se enfrenta y esté de acuerdo. —Danielle estaba sentada en su silla de ruedas con el mismo porte que una reina.
Häusly estaba cada vez más impresionado; aquello no le cabía en la cabeza.
—No puedo hacer una cosa así —respondió—. Ni siquiera aunque usted se presente voluntaria. Es demasiado peligroso.
—¿Qué es lo peor que me puede ocurrir? —dijo ella—. ¿Que me muera? Ya cuento con eso.
—Sí, y si usted muere toda su familia se me echará encima en busca de una indemnización. No, no puedo admitir una cosa así —insistió, mientras sacudía la cabeza con energía.
—No tengo familia —respondió Danielle—. Por tanto, no hay nadie que le pueda denunciar. Excepto ella. —Me miró—. Y se comprometerá por escrito, ante notario, como usted desee, a no hacer nada.
—Siempre habrá algún picapleitos que vea una oportunidad en esto. Lo siento —dijo Häusly—. No puedo asumir ese riesgo.
Danielle asintió, pensativa.
—Lo entiendo. En realidad, no hay nada que hacer.
«¿Se está dando por vencida tan fácilmente?», me dije. Me sentí muy sorprendida cuando, de repente, ella empezó a toser. Yo ya había vivido aquellos accesos de tos, auténticos ataques de asfixia que cada vez resultaban más intensos. Y éste resultó aún peor que los anteriores. Danielle luchaba por conseguir aire, se puso roja y se agarró a los brazos de la silla de ruedas.
Häusly apretó un botón y habló a través del intercomunicador de su mesa de despacho:
—Traigan un respirador. ¡Rápido!
Se levantó y se acercó a Danielle. Le desabrochó la blusa. La puerta se abrió de golpe y apareció el respirador. Häusly oprimió la mascarilla del aparato contra la cara de Danielle. Luego abrió la válvula del equipo y el aire siseó. Danielle peleó convulsivamente por cada bocanada de aire y, poco a poco, fue tranquilizándose. Su rostro empezó a adquirir una coloración normal.
—Si esto no diera unos resultados tan espectaculares, las cosas no hubieran ido demasiado bien para usted —dijo Häusly.
Danielle se quitó la mascarilla.
—Como médico, usted debe poder decirme algo que yo no sepa aún —observó con frialdad, a pesar de que su lucha por sobrevivir le había dejado la frente perlada de sudor.
—Nada bueno. —Häusly apretó los labios—. Le voy a asignar una habitación, pero no espere mucho de eso.
—No espero nada de nada —dijo ella—. Pero se lo agradezco.
Häusly hizo un gesto de mal humor. Era clavado a Danielle y las muestras de agradecimiento no eran lo suyo.
—Ahora váyase —dijo—. Hoy ya no le voy a hacer ningún reconocimiento. Lo dejaremos para mañana a primera hora, cuando esté en ayunas. Por el análisis de sangre. —Se dirigió a la doctora y el celador que habían venido con el respirador artificial—. Ocúpense de todo: habitación, ingreso y todo lo demás. —Luego se volvió hacia su mesa de despacho, como si allí ya no tuviéramos nada que hacer.
La joven doctora nos hizo una seña con la cabeza.
—Síganme, por favor.