—¡No! —dijo Danielle—. ¡Eso ni hablar!
—Pero… Danielle… —¿Acaso sentía miedo de que se confirmara su sospecha? Seguro que sí. No deseaba saberlo. No quería imaginarse una vida postrada en una silla de ruedas—. Danielle… —Lo intenté de nuevo—. Es tan sólo un reconocimiento. Lo más probable es que todo esté bien. Lo único que quieren es examinarte.
—No quiero —respondió—. ¡Que me dejen en paz! —Se echó en la cama. La cabecera elevada soportaba su espalda, pero ella parecía muy enérgica.
Eso significaba que se encontraba mejor, pero también quería decir que incluso un reconocimiento que parecía inofensivo representaba un problema que no estaba dispuesta a afrontar.
—No tienes por qué estar internada en la clínica durante más tiempo del que sea imprescindible —dije—. Una vez que te examinen, quizá puedan ayudarte para que salgas enseguida de aquí.
—Me tienen que dar de alta de inmediato —respondió—. Quiero volver a la isla.
—¿A la isla? —No podía creerlo—. Danielle, allí no hay agua corriente ni electricidad, ni todo lo que hace falta para atender al cuidado de un enfermo. Podrás volver a la isla cuando te cures, pero ahora no.
—¿Por qué no? —dijo Danielle, mientras me miraba con fijeza—. ¿Me lo vas a impedir tú?
—Danielle, sé razonable —exclamé, desesperada—. La casa es una ruina. Aunque te encontraras bien de salud, allí no podrías vivir.
—¿Sigue el yate fondeado en la bahía? —preguntó.
—Sí. —Suspiré—. De acuerdo, puedes vivir en el yate… cuando ya estés bien. ¿Por qué no lo quieres ver así?
—Porque nunca voy a curarme —respondió.
La miré fijamente. Me había cogido desprevenida y no supe qué decir.
—¿Cómo…?, ¿qué…? ¿Por qué piensas así? —balbuceé al cabo de un instante—. Claro que te vas a curar, te recuperas día a día.
—Esta mejoría de ahora es sólo algo pasajero —contestó—. Pero no hay remedio.
—Danielle…, ¿qué…? —Yo no era capaz de entender qué le hacía pensar eso. Fruncí el entrecejo—. ¿Qué te han dicho los médicos?
—El de aquí nada, pero sí el que tengo en casa. ¿No entiendes el motivo por el que lo he vendido todo?
—Pues…, no sé… ¿Qué significa todo esto? —Yo me sentía tan desconcertada que apenas podía estructurar una frase.
—Tengo ELA —respondió, en un tono seco y distante—. Es incurable. Voy a morir, tarde o temprano. —Intentó erguirse en la cama—. ¿Entiendes ahora el motivo por el que no quiero languidecer en un hospital? —dijo—. Quiero morir allí, donde pueda percibir la brisa del mar, donde lanzar la vista hasta el infinito; no deseo hacerlo encerrada en una habitación blanca. Quiero volver a casa.
—A la de la isla —susurré.
—Sí. —Se dejó caer hacia atrás de nuevo—. Casi lo había conseguido y tuviste que ir a buscarme.
—Danielle…, yo… —Me sentí conmovida—. ¿No hay ninguna posibilidad…?
—Ninguna —dijo de forma sucinta. Estaba resignada—. ¿Te tengo que explicar cuál va a ser el curso de la enfermedad? No es nada agradable. Todos los músculos, uno tras otro, se niegan a cumplir su misión. Se empieza por no andar de forma adecuada, no se puede coger nada ni levantar los dedos. Lo único que sigue normal es la vista. Y conservas todo el conocimiento, pues el cerebro marcha de maravilla hasta el final y no pierde ninguna de sus funciones. Estás recostada en la cama como una masa de carne inerte hasta que te falla la respiración. Pero eso no ocurre, por desgracia, de un segundo a otro, sino que avanza de forma paulatina, parcela a parcela, te asfixias de forma lenta y angustiosa, y sabes durante todo el tiempo que te mueres y que te falta el aire. —Me miró—. ¿No es una perspectiva maravillosa? En la isla podré morirme de una forma más rápida y menos penosa.
Yo no lo había visto así, pero lo cierto es que tenía razón. Lo único que me ocurría es que no lo podía imaginar.
—Pero…, hoy día… —objeté—, existen muchas medicinas, hay investigaciones, se dispone de nuevos conocimientos. Las enfermedades que hasta hace poco eran incurables ya no lo son…
—Pero ésta lo es. No hay remedio contra ella. Me puedo dar por muerta.
Me tambaleé y me tuve que sentar. ¡Eso no podía ocurrir! ¡Tenía que haber un error!
—Eso…, eso…, ¿desde cuándo lo sabes? —La miré mientras me recorría un estremecimiento.
—Hace ya mucho tiempo —respondió Danielle—. Me lo dijeron de forma muy oportuna unas Navidades, poco antes de volar a Aspen. Fue el mejor regalo de Navidad que pude tener. —Su voz mostraba amargura.
Al mencionar Aspen, vi ante mí otra vez la escena del bar Sally’s.
—Ray —dije de una forma automática.
—Sí —Danielle asintió—. La noche que pasé con ella fue una consecuencia. Yo volé a Aspen como narcotizada y al llegar empecé a beber. La única vez en toda mi vida que me he encontrado así de bebida. Y Ray… se alegró mucho por ello.
—Pero…, ¿por qué no has dicho nada? Lo sabías desde hace mucho tiempo, antes de que nos conociéramos. —No era raro que yo la notara como distraída. A veces me había preguntado el porqué y ahora ya lo sabía.
—¿De qué hubiera servido? —preguntó, fatigada—. Eso ya no tiene nada que ver con nosotras.
—¿Nada que ver con nosotras? —Le lancé una mirada penetrante—. ¿Nada que ver con nosotras si te mueres?
—No debes preocuparte —respondió—. No tengo hijos ni parientes. Cuando yo muera vas a ser una mujer rica.
«¿Qué? ¿Por qué me dices eso?», pensé, mientras notaba que la cabeza me daba vueltas.
—Mi testamento está muy claro —continuó—. Lo heredas todo. Te va a quedar bastante dinero incluso después de pagar los impuestos de sucesión. Tu madre y tú vais a vivir sin problemas y con comodidad hasta el final de vuestros días. —Cerró los ojos, como si se dispusiera a dormir.
Yo me sentía mareada. Todo aquello era demasiado para mí. Primero el golpe brutal, del que todavía no me había repuesto, y luego esto otro…
—No quiero tu dinero —dije—. No quiero nada.
—Firmaste un contrato —respondió, sin abrir los ojos—. Y también otras cosas.
—¡Pero eso fue porque tú lo quisiste! ¡Porque así me lo impusiste y yo no te quería perder! —contesté—. Para ti el dinero siempre fue la escala que todo lo mide. Pero a mí no me ocurre lo mismo.
—Tú no tienes ninguna escala de medida —dijo. Seguía con los ojos cerrados.
—¡Y no la necesito! Todo lo que necesito me lo puedo ganar por mí misma. —Inspiré hondo—. Danielle —dije con trabajo—, si el precio de ese dinero es tu muerte, no lo quiero. Ni aunque fuera el doble o el triple. ¡Lo único que quiero es que vivas!
—Ése es un deseo que, por desgracia, no se puede comprar con dinero —dijo con voz tenue. Abrió un poco los ojos y me miró—. ¿Lo entiendes? Que aceptes o no el dinero no significa nada. En cualquier caso yo me voy a morir. Y, por eso, preferiría que lo tuvieras tú. Y, aunque lo rechaces, eso no va a impedir mi muerte. Sólo que luego serás pobre. —Se le cerraron los párpados.
Aquello fue como si me hubieran sacudido un martillazo en la cabeza. Las palabras de Danielle sonaron definitivas. ¡Pero aquello no podía resultar tan fácil!
Llegó Stavros y al poco tiempo lo hicieron Melina y Anita. Stavros dirigió la palabra a Danielle, que abrió los ojos y le respondió en griego. Vi que en el rostro de ella se dibujaba una expresión de asombro. Él se volvió hacia Melina.
—¿Qué es lo que ocurre? —preguntó Melina—. ¿Por qué no quiere que le hagan un reconocimiento? ¿Se encuentra peor otra vez?
—¡Oh, no! Todo va bien. Sólo que se muere —respondí con sarcasmo.
Melina me miró sin decir una palabra. Anita, en cambio, sí pudo decir algo.
—¿Será un chiste, verdad?
—Si lo fuera, sería de muy mal gusto —dije—. No, no hay tal chiste. Danielle me lo acaba de decir. Por eso estaba sola en la isla. Quería morir allí. Por desgracia para ella, se lo he estropeado todo. —Salí muy deprisa de la habitación, antes de que me inundaran las lágrimas.
Anita se me acercó.
—¿Qué pasa, Andy? ¿Qué te ha dicho Danielle? —preguntó, mientras me echaba el brazo por los hombros.
Yo ya no pude más. Me dejé caer en una silla que estaba cerca de la pared y hundí la cabeza entre las manos.
—¡Se muere! —susurré, sin ningún tono de voz—. Está enferma terminal. Lo suyo es incurable. Eso es lo que me ha dicho. —Sentí un nudo en la garganta, que impidió que me afloraran las lágrimas.
—Pero…, pero… —Anita lo entendía tan poco como yo—, eso no puede ser. Creo que se recuperará.
—De forma pasajera, eso es lo que me ha dicho. —Repetí las palabras de Danielle—. Sus nervios no funcionan, o son sus músculos los que fallan, no lo he entendido demasiado bien y no sé nada de medicina. Ella acabará por no poderse moverse y luego…, luego se asfixiará. —Apenas se me pudo entender la última palabra.
—¡Oh, Dios! —La voz de Anita fue una expresión del más puro horror.
—Sí…, yo… —Me levanté—. Voy con ella otra vez.
Me quise ir, pero Anita me detuvo.
—¿Va a morirse ahora? ¿En los próximos minutos? —preguntó.
La miré consternada.
—No, creo que no.
—Entonces vamos un rato a la cafetería y me cuentas de cabo a rabo todo lo que ella te haya dicho.
Seguí a Anita. Me sentía como si fuera una niña pequeña a la que llevaran al dentista. Pero no puse ninguna objeción, porque parecía que mi vida había perdido todo el sentido.
Anita sirvió café y bollos típicos de Grecia.
—¡El azúcar siempre sienta bien! —dijo entre risas, quizá para levantarme la moral.
—Sí. —Reaccioné de forma automática, pero lo cierto es que me sentía totalmente ausente.
—Ahora, en lugar de hablar, vamos a actuar. ¿Qué es esa enfermedad?
Arrugué el entrecejo.
—Creo…, era una abreviatura, algo así como… EEA.
—Con la EEA no se muere nadie —dijo Anita—. Sólo hace que te relajes.
—¡No! Con «L». Era ELA.
—Esclerosis lateral amiotrófica —dijo una voz a mi lado. La voz de Melina—. Me lo acaba de explicar Stavros. —Se sentó a nuestro lado—. Una enfermedad terrible e incurable. Puedo entender muy bien que Danielle no quiera ni oír hablar de ella.
—Pero…, pero…, ¿no hay ninguna esperanza? —Anita no podía creérselo.
—Ninguna. —Melina movió la cabeza con ademán negativo—. Stavros dice que aún puede vivir un par de años, pero…
—Pero entonces se limitará a ser una masa de carne inerte. —Me temblaba la voz—. Así es como lo ha descrito ella.
—Sí. —Melina me miró con compasión—. Lo siento mucho.
—Ella quiere morir —musité—. En la isla. Y yo lo he impedido. Ella se había abandonado a su suerte.
Anita me puso la mano sobre el brazo.
—No puedes hacer nada. Nadie puede hacer nada.
—Es verdad —dijo Melina—. Lo lleva en los genes. Nadie lo puede impedir.
—¡Pero siempre se puede hacer algo! ¿No es verdad? —dije, rebelándome. No podía soportar aquella situación, aquella inactividad, durante tanto tiempo.
—Creo que no hay nada que hacer —repuso Melina—. Sin embargo, Stavros dice que hay un médico en Suiza que investiga en ese campo. Eso es lo que ha dicho, que experimenta. No hay nada seguro. Hasta ahora no ha podido salvar ni a un solo paciente.
—Pero, a lo mejor…, a lo mejor la puede ayudar —repliqué—. Todavía podría vivir un par de años sin estar postrada en una cama. —Yo no renunciaba a esa esperanza—. Si hubiera tan sólo una posibilidad…
—Hace un momento, cuando yo salía de la habitación, Stavros estaba comentándolo con Danielle —dijo Melina—. Pero ella no parecía muy entusiasmada.
Yo me lo podía imaginar muy bien. Danielle había tomado una decisión y yo sabía cómo odiaba que se pusieran en tela de juicio sus decisiones.
—A lo mejor tú puedes convencerla. —Melina se dirigió a mí.
Me reí con sequedad.
—No soy la más indicada. A mí ni siquiera me escuchará.
—Limítate a intentarlo —dijo Anita—. Si hay una posibilidad… Ella ya se ha resignado a lo peor y quizá lo que necesita es que le den un empujón desde fuera.
Arqueé las cejas y respiré hondo. Yo estaba dispuesta a hacer todo lo que pudiera. Lo deseaba tanto que…
—De acuerdo —respondí mientras me levantaba—. Lo voy a intentar.
—No hacía ninguna falta que volvieras —dijo Danielle cuando me vio en la puerta—. Acabo de echar de aquí a Stravos y ha gastado saliva en balde. Y eso que es médico. Así que…
—¿Quieres rendirte sin más? —le pregunté, acercándome a la cama—. Ése no es tu estilo.
Danielle se recostó en la cama y miró hacia la ventana.
—Al principio luché contra esto —dijo—. Con todas mis fuerzas. No quería aceptarlo. Pero ahora… —Me miró—. Ya hace tiempo que se ha acabado todo. No tiene ningún sentido. —Examinó mi cara—. Quiero morir, pero no soy capaz de decidir ni cuándo ni cómo. No quiero tener que depender de los demás.
Sentí que un frío estremecimiento me recorría la espalda. Morir. Muerte. Eran cosas de las que no me había preocupado hasta entonces. Me parecían muy lejanas. A mi edad no se piensa en la muerte, sino, si acaso, en vivir.
—Hay un profesor en Suiza… —comencé a decir.
—Sí, sí. —Danielle alzó la mano—. Ya me lo ha comentado Stavros. Además, yo ya había oído hablar de él. Pero sólo se dedica a investigar y todavía no ha conseguido resultados positivos.
—¿No lo has intentado? —pregunté. No me podía imaginar que hubiera desestimado aquella posibilidad.
—Sí —respondió—. Pero no trata con pacientes. Es un científico. Lo rechazó de plano.
—¿Lo rechazó? —pregunté, atónita.
—Sí. —Danielle respiró hondo y luego, de repente, rompió a toser, agitada por convulsiones—. No —dijo, cuando quise correr en busca de un médico—. Enseguida se pasa. —La tos remitió poco a poco, hasta que pudo volver a respirar con normalidad—. Ya estoy acostumbrada —comentó.
—Pero yo no. —Apreté los dientes con firmeza. Esos accesos de tos eran la punta del iceberg, el aviso menos grave de que Danielle se encontraba al final de su enfermedad, mejor dicho, en el final de sus días. Era algo que yo no estaba dispuesta a aceptar.
—¡Lo rechazó! ¿Cómo se llama ese fulano? —pregunté.
—¿Quién, el profesor suizo? —Me miró.
Asentí con la cabeza.
—Häusly —respondió, con expresión risueña—. Lo cierto es que ese nombre sólo se puede dar en Suiza.
Me sorprendió que al menos fuera capaz de bromear a costa del nombre. Era la primera vez en mucho tiempo que la veía sonreír.
—Déjanos que te acompañemos a verlo —le rogué—. Cuando estés allí, seguro que te hará un reconocimiento.
—¿Y qué se conseguirá? —preguntó—. No tiene ningún remedio. A lo mejor dentro de dos años, o de dos décadas…, pero ahora no. Y de aquí a dos años yo ya habré muerto.
Me sobresalté.
«¡No, no, no, no, NO!», lo rechacé en mi interior.
—Danielle —susurré. Me eché sobre la cama con un sollozo.
—No llores —dijo Danielle con voz tierna. Noté que levantaba la mano y me acariciaba el pelo—. No ha cambiado nada. Las cosas son como son, te tienes que acostumbrar a eso. Y cuando yo ya no esté aquí… Debes ser razonable, Andy. No hay ninguna posibilidad ni ningún tratamiento. Te tienes que resignar. Llévame a la isla y déjame morir. Es mi última voluntad.
Yo moví lentamente la cabeza.
—Estoy dispuesta, de verdad, a cumplir cualquier deseo tuyo. —Tragué saliva—. Pero éste, éste no puedo…
—Entonces lo haré yo misma. Ya encontraré a alguien que me llevé allí. Es sólo una cuestión de dinero.
«Una cuestión de dinero», pensé.
—Danielle —dije. Acababa de tener una inspiración. El dinero siempre era un buen argumento para ella—. No voy a aceptar tu herencia. Me da igual lo que hayas escrito en tu testamento, porque siempre puedo rechazarlo. Es una opción de la que dispongo.
—Eso sería muy estúpido por tu parte —dijo con sequedad—. Piensa en tu madre.
Sabía por dónde agarrarme, pero no me dejé.
—Mi madre lo entenderá —dije—. No obstante, existe una posibilidad, sólo una, de que acepte el dinero. Lo prometo, y tú sabes que yo siempre cumplo mis promesas.
Alzó las cejas con expresión interrogativa.
—Ve a Suiza para que te vea el profesor Häusly. Deja que te haga un reconocimiento. Yo te acompañaré y, si veo que hace falta, le pondré una pistola en la sien para obligarle a que te examine.
—¡Dios mío! —Me miró como si no me hubiera visto nunca—. Casi no te reconozco.
—A grandes males, grandes remedios —respondí—. Te lo prometo… —Me acerqué a ella y tomé su mano—. Prometo que, cuando te reconozca, si opina que no existe ninguna esperanza, que no te puede ayudar —tragué saliva con dificultad, porque me lo impedía el nudo que se me había hecho en la garganta—, te llevaré a la isla y me quedaré contigo hasta… —No pude continuar. Las lágrimas corrieron por mis mejillas y me nublaron la visión. Tragué de forma convulsiva.
Noté que la mano de Danielle oprimía la mía.
—¿Lo harás? —preguntó.
—Sí —dije, aunque mi voz apenas era inteligible—. Lo haré.
Se mantuvo callada durante un minuto muy largo.
—Bien —dijo después—. Estoy de acuerdo.