—¡Arriba, arriba! —Melina estaba en la puerta y reía—. ¡El sol ya ha salido y debemos partir de inmediato!
—Pero ¿realmente hemos dormido? —preguntó Anita con los ojos entrecerrados—. Si casi acabamos de acostarnos.
—Ya hemos dormido lo suficiente —dijo Melina con jovialidad—. Cuando estemos ahí fuera, el aire del mar se os llevará el cansancio que os quede en el cuerpo.
—Sobre todo en los ojos —repuse, irritada.
—Eso también —asintió Melina de buen humor—. Pero no ocurrirá si os quedáis más tiempo tumbadas. Daos un chapuzón en el mar para espabilar u os tendréis que quedar en casa.
Eso me obligó a levantarme de inmediato.
—¡De ninguna de las maneras! —exclamé.
—Entonces vamos. —Melina estaba contenta. Se dio la vuelta y nos dejó solas a Anita y a mí.
—Levantarse con el sol —murmuró Anita desde la cama—. Esto no me lo habías dicho.
—¿Y cómo lo iba a saber? —pregunté—. Yo me voy a meter en el mar, como nos ha recomendado Melina. No quiero quedarme en tierra.
—Bueno, bueno —gruñó una vez más Anita, mientras se levantaba—. Yo también voy. Eso de darse un baño en el mar a una hora tan temprana debe de ser algo especial de verdad.
A pesar de que todo estaba muy tranquilo y no había nada de agitación, un instante después zarpamos con una flotilla de barcos de pesca. Una vez fuera del puerto, los pesqueros se repartieron en todas las direcciones y nosotras nos encontramos solas en el mar con el barco de Spyros.
Yo sentí cierto miedo. Aquélla era en verdad la inmensidad a la que yo temía. ¿Cómo se podía encontrar allí a un único barco? En el puerto, el yate de Danielle destacaba por ser muy grande, pero eso era debido a que el propio puerto era diminuto. Pero aquí fuera…, aquí fuera, por grande que pareciera, no era mayor que una cáscara de nuez.
—Ella me habló de algunas islas donde siempre compraba pescado fresco —dijo Spyros—. Vamos a ir allí.
Asentí. Habíamos comprado en muchas de aquellas islas cuando hicimos nuestra excursión, pero ya no me acordaba de los nombres. Me alegré de que Spyros lo supiera.
Tardamos todo el día en recorrer tres islas que casi no reconocí. Había pasado mucho tiempo y todas me parecían iguales. En una de ellas encontramos a un pescador que se acordaba de haber vendido pescado a Danielle. Todos se acordaban de ella y de su barco, pero la compra había tenido lugar tres días después de su salida y de eso ya hacía mucho tiempo. Por lo menos ahora sabíamos que había ido en ese rumbo.
Al llegar la tarde regresamos a puerto. Fuimos los últimos y las demás barcas de pesca ya estaban amarradas. Spyros y los demás propietarios de los barcos intercambiaron información y Melina nos sirvió de traductora.
—Se ha podido seguir muy bien su ruta. Ha sido vista en algunas islas, pero desde hace unas semanas nadie ha vuelto a verla.
—A saber dónde puede estar —apuntó Anita.
—Puede que sea cerca del último lugar en el que fue vista —replicó Melina—. La gente de allí le desaconsejó que siguiera su camino, porque parecía muy débil. Pero no quiso escuchar a nadie.
«Muy típico de Danielle», pensé. ¿A quién escuchaba ella?
—¿Y cuál fue ese último lugar? —pregunté.
—Iremos mañana allí con todos los pesqueros y continuaremos la búsqueda —dijo Melina—. Eso será lo más sensato.
¡Mañana! Con cada día que pasaba me parecía que la salud de Danielle empeoraba. Por regla general, ella siempre había descansado de una forma espléndida mientras estaba en el Egeo: recargaba las pilas, estaba sana, tostada por el sol y llena de energía para el regreso. Pero esta vez parecía distinto. ¿Por qué no había ido a un puerto, si se sentía enferma? ¿Por qué no se había dirigido a una ciudad mayor, a fin de poder visitar a un médico? ¿O acaso lo había hecho y por eso nadie la había visto?
—A lo mejor lleva algún tiempo en un hospital en Atenas —dije, esperanzada.
—No. —Melina negó con un ademán de la cabeza—. Los prácticos de los puertos se mantienen siempre en contacto unos con otros. Si hubiera llegado un barco a Atenas, lo sabrían. —Me miró—. Han preguntado en todos los puertos, incluso en los más pequeños. Nadie tiene constancia de haber visto un barco como el de Danielle.
El día siguiente comenzó como el anterior, con la salida del sol. Partimos y esta vez la flotilla iba reunida, pues todos llevaban el mismo rumbo. ¡Si yo no hubiera sido un marinero de agua dulce puede que hubiera sido capaz de reconocer algo! Para los pescadores, cada ola parecía tener su propio nombre; en cambio para mí todo era agua, un horizonte infinito y un eterno ir de un lado para otro. Apenas pude disfrutar del sol.
Mientras Melina y Spyros miraban al agua, Anita se encontraba sentada a mi lado en un pequeño banco del bote.
—El día de ayer fue muy prometedor —dijo para consolarme—. Al menos ahora sabemos dónde no está.
—¡Pero no dónde está! —interrumpí su charla—. Anita, cuando vine aquí pensaba que quería hablar con Danielle, pero ahora… ¿Qué voy a hacer ahora? —Apoyé la cabeza en las manos—. ¿Qué puedo hacer ahora? —Alcé la vista—. ¡Aquí no hago nada! ¡Me limito a estar sentada!
—Tan sólo llevamos un día de búsqueda —respondió Anita—. Las cosas no van tan rápidas. —Me tomó la mano—. Melina dice que la encontraremos a base de ir a todas las islas. Yo creo lo que dice Melina.
—Porque Melina y tú… —me mordí la lengua.
—Porque Melina y yo, ¿qué? —Anita mostró una cierta satisfacción—. ¿Porque me gusta? ¿Piensas que lo digo por eso? —Me acarició la mejilla—. Melina me gusta mucho, en eso tienes razón, pero no creo que eso limite mi claridad de juicio. Los pescadores de aquí conocen el mar. No podemos competir con ellos, y por eso nos parece que muchas cosas carecen de sentido. Pero yo creo que, si se ha vivido toda la vida junto al mar y en el mar, las cosas se ven de otra forma.
Alcé la vista y vi que Melina nos miraba desde la proa, estaba allí al lado de Spyros.
—¿Has…? —titubeé—. ¿Has hablado con Melina? —pregunté—. Quiero decir si le has dicho…
—¿Que ella me gusta de la forma en la que me gusta? —Anita suspiró—. Casi no nos conocemos. Y… como voy a saber si… No, no creo que sea una buena idea. —Se reclinó contra la estrecha borda—. Voy a soñar con ella cuando llegue a casa, me imaginaré su negro pelo agitado por el viento mientras el barco recorre el mar y recordaré cómo ríen sus ojos cuando la miro. —Suspiró de nuevo—. Va a ser un recuerdo maravilloso.
A lo mejor Danielle sólo era un recuerdo para mí, pensé en ese momento. Quizá tampoco la volvería a ver y a Anita y a mí sólo nos quedaría el recuerdo común del cabello, ondeante en el mar, de aquellas dos mujeres a las que nunca volveríamos a ver.
—¡No! —dije con decisión.
—¿No, qué? —Anita me miró, interrogante—. ¿Qué quieres decir con eso? ¿No va a ser un recuerdo maravilloso?
—Sí, claro. Pero quizá sea un recuerdo de algo más que lo que acabas de decir.
—Eso es una idiotez, Andy. —Anita miró al frente, donde Melina contemplaba el mar—. Una idiotez maravillosa, pero a fin de cuentas una idiotez.
—Nos ha mirado en el momento en que tú me has cogido de la mano. Yo no diría que es una idiotez lo que he visto en su mirada.
—¿Y qué es lo que has visto? —preguntó Anita.
—Creo que conozco el significado de esa mirada —respondí.
—Seguro que la has interpretado mal —dijo Anita, como si rechazara aquel pensamiento.
—Yo creo que no. —Esta vez me mostré testaruda. Si yo no podía ser feliz, al menos que lo fuera ella.
Anita miró hacia delante procurando no ser vista por Melina, que no miraba en nuestra dirección.
—¿Estás segura? —preguntó.
—Bastante —contesté—. Yo creo que piensa que somos pareja y por eso se mantiene alejada de ti. Si tú no tomas la iniciativa…
—Bah…, tomar yo la iniciativa… Nunca lo hago.
Hice un gesto con la boca y luego me levanté.
—¡Melina! —grité—. ¿Podemos cambiar nuestros puestos?
Melina se dio la vuelta y asintió. Vino hacia nosotras mientras Anita me miraba con cara de espanto.
—Aprovecha tu oportunidad —le dije y pasé, sonriente, junto a Melina en dirección a la proa.
Spyros escudriñaba el mar con las cejas muy arqueadas. Me coloqué a su lado e hice lo mismo para tratar de descubrir algo, aunque lo único que veía era una superficie infinita de agua.
—Es inútil —murmuré.
—El mar es nuestro amigo —dijo Spyros—. Él nos dirá dónde está.
—¿Y cómo puede ser? —pregunté, cansada—. No lo podemos rastrear centímetro a centímetro; tardaríamos años.
—Te preocupas mucho de tu amiga porque puede estar enferma. —Spyros me miró—. Eso es lo que hacemos todos.
—¿Por qué no me dijo que las cosas no le iban bien? —me pregunté casi a mí misma—. Yo podría haberla ayudado. Pero, en lugar de eso, coge un avión hasta Grecia y se refugia en el mar.
—¿No lo entiendes? —preguntó Spyros—. Yo sí lo entiendo. Todo el que ama el mar haría lo mismo. El mar nos cura si enfermamos y nos consuela si nos sentimos tristes. El mar lo es todo para nosotros. Siempre está ahí cuando lo necesitamos.
—¡Pero el mar no es una persona! —exclamé disgustada.
—No lo entiendes. —Me miró, sonriente—. No lo puedes entender. —Dirigió de nuevo la vista al frente, al mar infinito.
No, yo en realidad no lo entendía. Aquella vez había sido muy bonito estar en el mar, vivirlo por primera vez, pero, al parecer, no había conseguido entablar una relación tan estrecha como Danielle. Ella nadaba como un pez y yo, en cambio, parecía un hipopótamo. A lo mejor era ahí donde residía la diferencia.
—Ya hemos llegado —dijo Spyros y poco a poco redujo la cadencia de los motores hasta detenerlos del todo. Los demás barcos hicieron lo mismo y todos juntos nos quedamos parados, meciéndonos, en aquel desierto de agua.
No se veía nada. Para mí resultaba un misterio el hecho de que Spyros supiera que ya habíamos llegado. ¿Qué significaba eso? No se veía ni rastro de Danielle ni de su barco.
Spyros se comunicó con los demás botes mediante signos con las manos y luego se dirigió otra vez a mí.
—A partir de este punto, vamos a empezar a navegar en círculo. Estamos convencidos de que está cerca. ¿Has estado alguna vez aquí?
Encogí los hombros.
—No veo nada más que agua, lo siento. No puedo decir si he estado aquí o no.
Spyros sacudió la cabeza.
—Yo estuve quince años en Stuttgart, en la Mercedes, pero nunca entenderé a la gente de tierra adentro. —Hizo que su barco comenzara a moverse en círculo.
Los barcos se alejaron unos de otros hasta desaparecer en el horizonte. A pesar de que aquella extensión de agua me parecía infinita, al cabo de un momento Spyros exclamó:
—Ahí hay tierra. Vayamos allí.
—¿Tierra? ¿Dónde? —Me sentí incapaz de reconocer nada.
Melina llegó por detrás.
—Tierra —dijo, con el mismo tono convencido que Spyros—. Al menos ya tenemos un punto de referencia.
Anita también estaba de pie en la proa. Mientras Spyros manejaba el timón, nosotras mirábamos hacia delante.
—¿Ves allí al fondo? —Melina señaló con el brazo—. Es una isla.
Forcé los ojos todo lo que pude, pero lo único que alcancé a ver fue una ligera diferencia de color, a la que no di mucha importancia.
—Yo tampoco veo nada —dijo Anita al observar mis esfuerzos—. Pero Melina y Spyros saben lo que hacen.
En mi opinión, íbamos demasiado tranquilos con el motor petardeando sobre el agua, pero al cabo de un momento pude reconocer una elevación que se dibujaba en la monotonía de la superficie. Era como una gaviota, pero, según nos acercábamos, perdió su parecido con el ave y la imagen se transformó en una especie de dinosaurio, con el lomo de color amarillo verdoso. Al final surgió una elevación de tierra, cuya cima sobresalía en la lejanía, entre el mar que la rodeaba.
Estábamos ya muy cerca de la orilla y, sin embargo, no se veía ningún barco.
—No está aquí —dije, decepcionada. Cuanto más nos acercábamos más nerviosa me sentía y, de repente, caí en una profunda sima negra de desesperación.
—Hay muchas islas iguales —dijo Melina para consolarme—. Sólo hemos llegado a la primera.
Sin embargo, mi ánimo se hundía cada vez más. Nunca encontraríamos a Danielle. Quizás ella se riera para sí misma al comprobar lo bien que se había escondido. ¿Por qué habría pensado que era necesario?
—Anita me ha comentado que ya estuviste por aquí una vez con Danielle —dijo Melina—. ¿Llegasteis también a esta zona?
Yo alcé las manos en un ademán de duda.
—¡No tengo ni la más remota idea! ¡A mí todo me parece igual!
Spyros rodeó la lengua de tierra del lado oriental de la isla para continuar su camino hacia el mar. Yo me sentía débil. Agarrándome a ambos lados de la borda, me dirigí hacia atrás para sentarme en un extremo del barco. Miré el mar que quedaba tras de mí y la isla que se alejaba.
—¡Para! —grité de repente—. ¡Spyros! ¡Para!
Spyros se volvió hacia mí, pero no se detuvo. Melina y Anita se me acercaron.
—¿Qué te pasa? —pregunto Anita.
—¡Ahí había algo! —dije, jadeante, a causa de la emoción—. En el otro extremo de la isla. ¡Creo que era blanco!
—Es la playa —repuso Melina—. Está tan virgen que parece blanca.
—¡No en tierra, sino en el mar! —grité porque no parecían querer entenderme.
Melina se acercó a Spyros. Éste dio un giro y de nuevo puso rumbo a la isla. A pesar de que ambos pensaban que me equivocaba, lo hicieron en atención a mí.
—Hay reflejos en el agua —dijo Anita—. Como ocurre en los espejismos. Es a causa del calor. Uno ve todo lo que quiere ver. A mí me ha ocurrido antes lo mismo y Melina me lo ha explicado.
—¡No ha sido un reflejo del agua! —repliqué.
—Vamos a ver lo que es. —Melina se había acercado a nosotras—. No tenemos nada que perder.
Yo miré el agua y la lengua de tierra que se acercaba despacio.
—En el otro extremo —grité, haciendo gestos a Spyros—. ¡A la derecha!
Spyros corrigió el curso y bordeamos la isla. Otra lengua de tierra nos impedía la visión. El barco petardeaba en consonancia con el ligero balanceo de las olas. Alcanzamos la punta de la lengua de tierra.
—¡Ahí! —Casi me desmayo. ¡Ahí estaba el barco de Danielle! En una pequeña cala. Se mecía un poco sobre el agua y parecía muy tranquilo.
Melina asintió al reconocerlo.
—Lo has hecho muy bien —afirmó—. Spyros dice que esta isla no está habitada y que, por eso, no le prestamos mucha atención. Aquí no se puede vivir.
—Sí, claro que se puede. —Mi pecho subía y bajaba como si fuera una máquina de vapor—. He estado aquí con Danielle. Incluso hay una casa en la isla, aunque casi está en ruinas.
—Entonces seguro que ella está en el barco —dijo Melina. Miró al frente, por donde se acercaba cada vez más al costado del barco.
—¡Eh! —gritó Spyros a aquel muro blanco—. ¿Hay alguien a bordo?
No hubo respuesta. Spyros lo intentó una vez más con el mismo resultado. Navegó despacio alrededor del barco.
—No está la escalerilla —dijo—. La ha debido recoger.
—El bote auxiliar —respondí—. No está. —Señalé la popa del barco—. Estaba ahí.
—Entonces lo habrá cogido para llegar a tierra —aventuró Melina.
Spyros asintió.
—Con este barco no se puede llegar hasta la orilla —afirmó—. Tenéis que nadar unos metros.
—No hay problema. —Melina se quitó la ropa y debajo de su blusa y sus pantalones cortos apareció un bañador.
—Por desgracia, yo no me he traído traje de baño —dijo Anita con timidez—. No había pensado en esto.
—Yo puedo ir sola hasta allí —dijo Melina—. No tenemos por qué ir todos…
—¡Claro que sí! —Yo estaba tan impaciente que no podía esperar—. ¡Yo también voy!
—¡Entonces vamos! —Melina se apartó de nosotras y se sumergió en el agua con un airoso salto. Igual que Danielle…
Yo me dejé caer con poco garbo y comencé a dar brazadas.
Melina se echó a reír.
—¿No eres buena nadadora?
—No —gruñí y seguí con mi movimiento de brazos.
—Voy a comprobar si está el bote —dijo Melina y empezó a nadar estilo crol a tal velocidad que pensé que podía haberse presentado a los Juegos Olímpicos.
Yo me pasé al estilo braza y comprobé que me acercaba de forma lenta pero segura. Estaba tan concentrada en mi estilo de nadar que me sentí muy sorprendida cuando, poco tiempo después, apareció a mi lado un remo. Era de una barca y en esa barca estaba sentada Melina. Estiró un brazo y me ayudó a subir a bordo.
—Estaba en la playa —dijo—, pero no se ve a nadie.
No era el bote auxiliar de Danielle, sino una sencilla barca de remos. Sus tablas no parecían demasiado fuertes y había agua en el interior. Jadeé sin respiración mientras me recuperaba de aquel esfuerzo, poco habitual en mí, y miré a mi alrededor con escepticismo.
Melina comenzó a remar tan pronto como subí a la barca.
—Para un ratito es suficiente —afirmó—, a pesar de que las tablas están un poco podridas. ¡Es una típica barca griega! —dijo entre risas.
Gracias a la fuerza de Melina, la barca avanzaba por el mar como si fuera sobre raíles y al poco tiempo llegamos a la orilla. Varó la barca en la playa, yo me bajé y avanzamos en dirección al jardín.
Yo miré a mi alrededor.
—No ha cambiado nada —dije.
—Bien. —Melina miraba las estatuas griegas—. No sabía que esto estuviera aquí.
Mi interés por las estatuas era más bien limitado y cuanto más nos acercábamos a la casa más me invadía una sensación de angustia. Danielle… ¿Dónde estaba Danielle… y qué le ocurría?
Llegamos a la casa y nos rodeó su inquietante sosiego, turbado tan sólo por algún ruido que llegaba del mar o por el canto de un pájaro.
—¡Es increíble! —exclamó Melina—. ¡Nunca había visto una casa así!
Yo observé la fachada desconchada. Era verdad que no había cambiado nada. Si Danielle estaba allí, ni siquiera había sacado una silla al jardín.
Melina entró en la casa antes de que yo llegara. La seguí.
—¡Ten cuidado con la escalera! —le grité.
Ella se volvió y me miró, interrogante.
—La escalera es de piedra, pero se ha desmoronado un poco por la derecha y hace mucho que no tiene barandilla —expliqué—. Hay que permanecer siempre a la izquierda.
Melina miró la escalera.
—Parece un tanto abandonada —dijo—. No creo que haya nadie por aquí.
Para ser sinceros, yo tampoco lo creía.
—Podemos mirar arriba —dije. Era la última esperanza—. Cuando estuve aquí sólo se podía vivir en una de las habitaciones.
—¿Vivir aquí? —Melina arqueó las cejas—. ¿En esta casa?
Encogí los hombros.
—Todo es relativo.
Melina asintió.
—Bueno, pues vamos a mirar.
Fuimos escaleras arriba, una detrás de la otra. No podíamos ir juntas por si una de nosotras se caía. Una vez arriba, entramos en la habitación que ofrecía unas maravillosas vistas sobre el mar.
—¡Por todos los santos! —Exclamó Melina, con expresión de sorpresa.
—Sí, es impresionante, ¿verdad? —Entré detrás de ella—. Yo también lo pensé la primera vez que lo vi.
—Yo creo que, aunque lo viera cien veces, me volvería a sorprender —dijo, con respeto—. Es como si la persona que construyó la casa hubiera querido erigir un templo al mar y adorarlo desde aquí.
Me callé, pues estaba muy de acuerdo con Melina. De repente me imaginé que estaba en lo alto de una catedral, arriba del todo, en la torre del campanario, con el mundo bajo mis pies y el universo muy lejos.
Melina se volvió.
—¡Hola! —gritó—. ¿Hay alguien?
No hubo respuesta.
Sentí que, a pesar del gran calor que reinaba, un escalofrío me recorría la espalda.
—¿Danielle? —dije—. ¿Estás aquí?
—Nos habría tenido que oír —dijo Melina—. No puede estar aquí.
—Pero su barco… —Me mordí la lengua. No quería imaginarme lo que significaba un barco solitario en una cala desierta.
—No está el bote auxiliar —indicó Melina—. Eso puede significar que tuvo algún problema con el motor del yate, o algo parecido, y tuvo que salir con el bote para pedir ayuda.
Sí podía significar eso, sí. Apreté los labios. Tan cerca… el yate de Danielle…, pero ella…
Melina se acercó a la habitación de al lado y luego regresó.
—Todo está como si hiciera mucho tiempo que no hubiera nadie por aquí. Tan sólo hay un viejo y sucio colchón en un rincón. Debe de estar ahí desde hace una eternidad.
Sin embargo, pasamos por todas las habitaciones, si es que se les podía dar ese nombre, y miramos en ellas. Mi ánimo se hundía cada vez más. El yate era mi última esperanza: yo había partido de la hipótesis de que el yate y Danielle tenían que estar próximos, pero habíamos encontrado el barco y ni rastro de Danielle.
—No tiene sentido —dijo Melina—. Puede estar en cualquier sitio, pero aquí no.
Bajamos la escalera muy despacio, como si descendiéramos por un glaciar, y nos quedamos en el final, por donde habíamos entrado.
—Podría ser una casa maravillosa si se pudiera rehabilitar. —Melina aún estaba bajo el efecto que le había causado la mansión—. ¿Quería hacerlo Danielle?
—No lo sé. Al principio pensé que quería edificar un hotel, pero me dijo que no —respondí yo—. Tenía previsto venir de vez en cuando, pero nunca tenía tiempo.
—Yo pienso… —Un sonido procedente del lado izquierdo de la casa impidió que me enterara de lo que Melina pensaba. Las dos nos dimos la vuelta—. Seguro que es un gato —afirmó Melina—. Hay muchos. —Luego sintió un escalofrío—. O una rata…
—Vamos a ver —dije con resolución. Las ratas no son mis mejores amigas, pero aquel ruido había disparado a tal altura mi nivel de adrenalina que me sentí crecida frente a aquellos «simpáticos animalillos domésticos».
—Voy contigo —Melina se estremeció—, a pesar de que siento náuseas. No me puedo imaginar que en esta isla abandonada haya algún vagabundo…
Ah, eso pensaba. A mí no se me había ocurrido. Pero me sentí feliz por el hecho de que me acompañara a la parte posterior y más oscura de la casa. Todas las ventanas estaban cegadas con maderos y sólo podíamos ver algo gracias a que, de vez en cuando, llegaba al suelo un estrecho rayo de sol.
De nuevo se hizo el silencio y no fuimos capaces de determinar de dónde había venido el ruido.
—Voy a abrir una ventana —dijo Melina—. Así no se puede ver nada. —Se dirigió a la línea de los rayos del sol y dio un golpe a uno de los maderos; estaba tan podrido que, de inmediato, cayó por la parte exterior de la fachada.
Un ancho rayo solar resplandeció en la habitación como si fuera un repentino regalo de la diosa del sol para nosotras, los habitantes de la Tierra.
—¡Miau! —Un gato saltó por la ventana abierta sin dignarse a mirarnos; quizá lo habíamos despertado de la siesta.
—Lo que dije, un gato —constató Melina, mientras respiraba hondo. Al parecer no estaba muy sorprendida por su suposición.
—Sí, un gato. —Mi voz acusó un tono de decepción.
—¿Tenemos también que ir abajo a…?
Melina no pudo terminar la frase. Yo miré alrededor. Esta vez el ruido era muy cercano.
Melina miró hacia un rincón. ¿Otro gato?
Al parecer no estaba solo. Me dirigí a al rincón objeto de la atención de Melina, pero fui incapaz de ver nada. Melina se me acercó, cautelosa.
—Ten cuidado —dijo—. A veces arañan o muerden. Pueden ponerse violentos.
A pesar de lo que creía, allí no se movió nada.
Melina quitó otro madero del marco de la ventana por la que acabábamos de pasar y por fin pudimos ver un fardo en el rincón.
—Algunas mantas —dijo Melina con alivio—. Eso es que aquí ha dormido alguien.
Me dirigí hacia aquel bulto y, de repente, algo se movió entre las mantas.
—¡Ratas! —chilló Melina—. ¡Cuidado!
No supe el motivo por el que aquel grito no me detuvo, pues levanté la manta y miré. No fui capaz de emitir ni un solo sonido.
Melina, impresionada por la rigidez de mi postura, miró por encima de mi hombro.
—¡Dios…! —exclamó.
Durante más de un minuto fuimos incapaces de movernos.
—¿Es Danielle? —murmuró Melina, horrorizada.
No pude contestar.
—Está… muerta —jadeó—. Debe de estarlo desde hace mucho…
—¡No! —grité, mientras me arrojaba sobre aquel fardo de ropa. La porquería acumulada voló por el aire y los rayos del sol la hicieron brillar como si fuera confeti.
—Danielle… —murmuré—. No puedes estar muerta. ¡No debes estar muerta!
De nuevo se escuchó un ruido.
—¡No está muerta! —chillé tanto que mi grito casi envió a Melina al otro lado de la habitación—. ¡Vive!
—¿Está viva? —dijo Melina con incredulidad.
—Sí, ¡está viva! —grité tan alto como pude—. ¡Está viva! ¡Tenemos que sacarla de aquí y llevarla a un hospital! —Intenté levantar el cuerpo de Danielle, que estaba cubierto de mantas. El polvo me hizo toser y se adhería a mis ojos con tal fuerza que yo apenas veía nada.
—Espera —dijo Melina—, te voy a ayudar. —Retiró las mantas hasta que sólo se vio el cuerpo de Danielle…, mejor dicho, lo que quedaba de él. No parecía ser una persona.
Melina la sujetó por los pies y yo la agarré por debajo de los hombros. La llevamos como si fuera un saco. A pesar de su escaso peso, su cuerpo inanimado dificultaba el transporte. Cuando la sacamos de allí, la cosa mejoró. Salimos del jardín y la colocamos sobre la barca. Melina y yo saltamos a bordo; yo coloqué la cabeza de Danielle sobre mi regazo y Melina remó como si, en lugar de dos, tuviera cuatro brazos.
—Danielle… —susurré, mientras las lágrimas me brotaban sin cesar y limpiaban la suciedad y el polvo de mis mejillas—. Danielle…, ¿qué has hecho?
Al tocarla comprobé que respiraba, pero con tanta dificultad que parecía que no podía continuar haciéndolo. Melina, a pesar del esfuerzo que le exigían los remos, nos miraba con preocupación, tanto a mí como al paquete que yo llevaba entre los brazos.
Dejó de remar, se puso en pie y agitó con fuerza los brazos.
—¡Spyros! ¡Spyros! ¡Ven! —Se sentó y volvió a remar con todas sus fuerzas.
Oí cómo se encendía el motor del barco de Spyros y lo vi acercarse a nosotras. Cuando estuvimos próximos, nos arrojó una escala, que Melina amarró a la barca de remos. Entonces le dijo algo en griego a Spyros, que bajó por la escala. Los maderos mohosos crujieron. Contempló a Danielle con mirada horrorizada, pero sólo por un segundo; luego soltó la maroma del barco y la ató por debajo de las axilas de Danielle.
—Suéltala —me dijo, al ver que yo no la quería dejar—. Tenemos que subirla.
La solté, aún titubeante.
—Anita, ¡tira! —gritó Melina.
Anita cogió la soga y tiró. Pero ella sola no podía. Spyros trepó rápido por la escala y levantó con facilidad el cuerpo inerte de Danielle. Luego lanzó otra escala para que nosotras también pudiéramos subir al barco. Cuando estuvimos arriba, Spyros se ocupó del timón, arrancó el motor y nos pusimos en movimiento. Volamos como si se tratara de una carrera de lanchas rápidas; el agua salpicaba el barco y la proa daba violentos golpes cada vez que se encontraba con una ola. Aquello no parecía afectar a Spyros, que incluso trataba de ir más rápido.
Nosotras casi rodamos por la cubierta, zarandeadas por los movimientos del barco, por lo que tuvimos que sujetarnos con todas nuestras fuerzas. Temí que Danielle, a la que acabábamos de rescatar, se cayera por la borda. Anita, Melina y yo, reuniendo todas nuestras fuerzas, sujetamos contra la borda el cuerpo inerte de Danielle. No fue posible llevarla al camarote, porque el más mínimo paso nos hubiera hecho salir disparadas del barco. Íbamos en cuclillas como conejos asustados, nos agarrábamos con todas nuestras fuerzas y confiábamos en poder alcanzar tierra firme.
Por fin Spyros aflojó la marcha. Melina se soltó de la borda y se irguió, luego se dirigió hacia delante.
—En la isla no hay hospital, pero sí un médico —dijo Melina, viniendo hacia nosotras—. Puede examinar a Danielle y proporcionarle los primeros auxilios. Luego podemos llamar a un helicóptero y trasladarla a Atenas.
Anita, que hasta el momento no había dicho ni una palabra, miró el fardo gris que llevábamos sujeto a la borda como si fuera un cadáver.
—¿Danielle? —preguntó con voz ronca—. ¿Ésta es Danielle?
La liberé de las sogas que la sujetaban y su cuerpo resbaló un poco por la cubierta.
—¿Está…? —El horror se dibujó en el rostro de Anita. Seguro que no se había imaginado así su primer encuentro con Danielle.
—¡No! —protesté, indignada—. ¡No está muerta! ¡Vive! Sólo hay que llevarla a un hospital.
Resonaron unas voces cerca del barco, que Spyros ya había amarrado al puerto. Spyros dijo unas cuantas frases a gritos y vino hacia nosotras.
—El médico está en camino. Llegará en un momento.
Yo miré la cara gris y hundida de Danielle y la acaricié. Noté un nudo en la garganta. No se sentía su respiración. Quizás el agitado viaje… No, ¡no quería ni pensarlo!
Se oyeron unas palabras en griego. Spyros ayudó al médico y a dos o tres hombres más a subir al barco. El médico echó una mirada a Danielle y pareció que quisiera marcharse, como si no tuviera ningún sentido aplicar a un cadáver su ciencia médica.
—¡No está muerta! —grité—. ¡Ayúdela!
Me miró con sus ojos oscuros. Su pelo era casi cano; era mayor, aunque no lo parecía por sus ojos. De su boca salieron unas pocas frases en griego; no las entendí, pero me resultaron tranquilizadoras. Se arrodilló y abrió su maletín. Dio una breve orden a uno de los hombres que habían venido con él y éste abandonó el barco.
El médico intentó encontrar los latidos del corazón de Danielle ayudándose de un estetoscopio, pero no le resultó nada fácil. Le abrió la blusa y debajo de toda la mugre apareció, como un curioso e inesperado contraste, una porción de su blanca piel. Separó con habilidosos dedos los párpados de Danielle y los miró con preocupación; luego colocó una goma elástica alrededor de su brazo y le aplicó una inyección. El pinchazo en el pliegue de la piel del codo no provocó la menor reacción en ella; no respondía a ningún estímulo.
El médico me dijo algo y Melina tradujo.
—Dice que no sabe si lo conseguirá. Está muy débil y totalmente agotada. Es muy probable que no haya comido ni bebido durante mucho tiempo.
El médico sacó otra jeringuilla y le inyectó su contenido. Luego se levantó y dijo algo.
—No tiene muchas esperanzas. Puede que exista alguna posibilidad, pero, para eso es imprescindible que llegue a tiempo el helicóptero —tradujo Melina, con la frente fruncida por la preocupación.
—¿Cuándo llegará el helicóptero? —pregunté, en un tono inaudible. Mi voz se quebraba.
—Si tenemos suerte, en una hora —dijo Melina—. Y luego tiene que soportar el vuelo, que es otra hora más. —El timbre de su voz indicaba su convicción de que Danielle no sobreviviría tanto tiempo.
El médico le dijo a Melina un par de palabras y luego salió del barco. Yo le miré espantada. ¿Había desahuciado a Danielle?
—Va a hacerle un transfusión de suero —dijo Melina en un tono tranquilizador—; servirá para equilibrar la pérdida de líquidos. Esperemos que eso la mantenga con vida.
Un momento después volvió el médico, acompañado del hombre al que antes había enviado a recoger algo. El acompañante llevaba una caja de cartón con varias botellas de plástico. Por el borde de la caja sobresalía una especie de soporte. El médico desinfectó la mano de Danielle y le abrió una vía en el dorso, mientras su ayudante sacaba una de las botellas de plástico de la caja y la conectaba a un tubo. El médico conectó el tubo a la vía abierta y su ayudante colocó la botella en el soporte, que estaba situado por encima de la cabeza de Danielle. El médico abrió el grifo y, por goteo, intentó que penetrara en su cuerpo el líquido que necesitaba.
—Sólo es una solución de sal común. —Melina tradujo la explicación del médico—. Por el momento no puede hacer nada más por ella, porque no está preparado para estos casos. Por lo general, sólo se ocupa de huesos rotos, quemaduras y poca cosa más. Lo que suele ocurrir en tierra.
Yo casi no la oí, pues lo único que me interesaba era el pecho de Danielle, que no debía dejar de elevarse y descender, aunque fuera de una forma tan débil. Me arrodillé a su lado y volví a colocar su cabeza sobre mi regazo. Le acaricié el rostro con todo cuidado, intenté eliminar la suciedad que se había acumulado allí y mojé sus labios con un líquido que me habían traído. Renuncié a comer nada, ni líquido ni sólido. No podía pensar en eso mientras, en mis brazos, Danielle pudiera…
Me quedé sentada y sólo me daba cuenta de la forma en que transcurría el tiempo. Cada segundo me parecía extraordinariamente largo. Por fin escuchamos un zumbido en el aire.
—¡El helicóptero! —Anita corrió a proa, se colocó la mano ante los ojos a modo de pantalla y miró al cielo.
El ruido cada vez se acercaba más.
—No puede aterrizar aquí —gritó Melina. Su voz quedaba ahogada por el poderoso rugido de los motores—. Van a bajarnos una camilla. Debemos echar a Danielle en ella y luego ellos la izarán.
Me di cuenta de que las aspas del helicóptero agitaban las olas del puerto. El barco comenzó a moverse.
Los hombres del barco gritaron algo y se pusieron en comunicación con el helicóptero por medio de señas. Bajaron una escalerilla y, junto a ella, una soga con algo parecido a una camilla. Uno de los hombres del helicóptero bajó por la escalerilla. La primera mirada que le dirigió a Danielle se tradujo en el mismo sentido que la mirada del médico en su primera actuación: todo aquel despliegue era innecesario para una paciente casi muerta y para la que había pocas esperanzas de que pudiera sobrevivir al traslado.
Algunos hombres levantaron con cuidado a Danielle y la colocaron en la camilla; luego la cerraron y procedieron a atarla con firmeza. Durante todo este proceso no se percibió ninguna reacción por parte de Danielle. Permaneció allí tumbada como muerta.
—¡Tengo que ir con ella! —grité en dirección a Melina—. ¡No puedo dejarla sola!
Melina asintió. Tradujo mis palabras al hombre del helicóptero, pero éste negó con la cabeza e izó la escalerilla en la que Danielle subía hacia él poco a poco.
—Pero yo debo… —Se me saltaban las lágrimas. Quería estar junto a Danielle, quería volar junto a ella por si…
—Lo sé —dijo Melina e intentó consolarme—. Pero aquí podemos coger un barco rápido. Estamos muy cerca de tierra firme y hay un transbordador. Tardaremos dos horas.
Lo único que yo podía ver era la cara gris de Danielle. El resto de su cuerpo estaba perdido en el interior de la camilla, que se alejaba cada vez más en dirección al cielo, oscilando por encima de mí hasta que ya casi no pude ver su rostro. Luego desapareció por la puerta lateral del helicóptero, que de inmediato giró y se marchó.
—¿Cuándo sale el ferry? —pregunté, secándome las lágrimas.
—Nos esperan. —Melina sonrió—. Podemos salir de inmediato.