Cuando llegamos a Atenas casi nos fulmina el calor, lo mismo que ocurrió la primera vez que aterricé allí.
—Tú ya has estado aquí —dijo Anita—. ¿De dónde sale el avión para Astipalaia?
—Tenemos que atravesar todo el aeropuerto —respondí—. En el otro extremo. —Me estremecí al recordar que en aquel trayecto estaba la tienda duty-free en la que Danielle me había comprado el reloj como pago por los «servicios» que le había prestado en los lavabos del vuelo a Atenas. No eran buenos recuerdos. Sobre todo porque Danielle había vuelto a sacar a la luz hacía poco el tema del contrato.
Pero no tenía más remedio que hacerme a la idea de que aquel viaje me iba a recordar en todo momento al otro. Todo lo que había pasado entre ambos viajes no tenía nada que ver aquí. Aquél había sido el principio y… ¡No, no, eso no!… Esperaba que el de ahora no fuera el final.
Facturamos en el pequeño avión que iba a Astipalaia y aún nos dio tiempo de tomarnos un café en el aeropuerto.
—¿Cuánto dura el vuelo? —preguntó Anita.
—No lo sé con exactitud. —Me encogí de hombros—. No puedo acordarme, porque aquél fue un viaje algo accidentado y se me hizo más largo.
—Seguro que viene en el billete —dijo Anita—. Pero da lo mismo, lo importante es que lleguemos.
—Eso no está garantizado. —Torcí la boca con una mueca.
—¡Vaya con la pesimista! —Anita se echó a reír—. He volado en tantas ocasiones que se me ha olvidado el número. Mis padres ya me llevaban de niña. Y siempre llegamos a nuestro destino.
—Yo viajé en avión por primera vez el año pasado —dije—. Siendo yo pequeña, mi madre nunca se pudo permitir hacer viajes en avión. Y hoy día tampoco puede.
—Es mucho mejor si, por fin, se utilizan los puntos de vuelo acumulados por mis padres —manifestó Anita mientras sonreía con gesto irónico. Luego escuchó lo que dijeron a través de la megafonía—. Creo que ése es nuestro vuelo —informó—, a pesar de que no he entendido ni una sola palabra.
Fuimos a pie por la pista en la que nos esperaba el pequeño avión. Como me ocurrió en el anterior viaje, lo miré sin mucha confianza. Sin embargo, me subí en él.
Anita pensaba que todo aquello era muy emocionante.
—Debo admitir que nunca había volado en un trasto tan pequeño. —Miró por la ventanilla lateral—. ¿Te alegra ir a Astipalaia?
—Me alegraré cuando hayamos aterrizado —dije—. En este momento me falta un poco de tranquilidad —hice una mueca.
—Pero si aún no hemos despegado… —rió Anita.
En aquel momento arrancaron los motores, todo el fuselaje del avión se estremeció y nosotras con él.
—Nos vamos —dijo Anita, abrochándose el cinturón.
Yo ya me lo había abrochado, pero seguía sintiéndome insegura. Miré hacia delante; allí el avión se estrechaba y se podía ver directamente la cabina del piloto. No había puerta. Al alcanzar la velocidad suficiente, el piloto hizo descender una palanca y el avión se elevó. Pero no fue sólo él quien accionó aquella palanca: el copiloto colocó las dos manos sobre la suya y las movieron al unísono. Aquello no incrementó en absoluto el nivel de tranquilidad de mi sangre.
—¿Lo has visto? —le pregunté a Anita.
—¿Qué tenía que ver? —Anita tenía puesta la vista en la superficie de la tierra, que se alejaba.
—Han tenido que hacer despegar el avión entre dos personas. ¿Será que hay algo averiado?
—No lo creo. —Anita parecía totalmente despreocupada—. Estamos en el aire sin ningún problema.
Me hubiera gustado tener su valor…
El vuelo fue más tranquilo que la primera vez, o al menos eso me pareció. En todo caso, aterrizamos sin daños en Astipalaia, pero la sensación de temor no desapareció del todo de mi estómago hasta que no nos bajamos del avión y nos alejamos de él.
—Bien, ¿dónde está el puerto? —preguntó Anita y me miró.
—¡Humm!… Aquí no —dije, cohibida.
—¿Entonces dónde? —preguntó Anita y me pareció que escudriñaba con la vista más allá de las alas del avión.
—Tenemos… —carraspeé—. Tenemos que conducir un poco para llegar hasta allí.
—¿Conducir? ¿Qué conducimos? —Anita miró a su alrededor, esta vez en busca de algo que se pudiera conducir.
Carraspeé de nuevo.
—Nos recogió un coche. Danielle lo había organizado todo.
—¿Y no me lo podías haber dicho antes? —Me miró, airada—. Si llego a saber que íbamos a necesitar un coche de alquiler lo hubiera reservado. —Mientras tanto ya habíamos llegado al diminuto edificio del aeropuerto. Anita dejó vagar la vista por el interior—. ¿Dónde se pueden alquilar coches? —preguntó.
—No tengo ni idea. —Miré por el vestíbulo. No se veía ningún cartel de alquiler de vehículos.
—¡Vaya, hombre! ¿No se puede ir a pie hasta el puerto? —preguntó Anita.
—Creo que no. —Alcé los hombros. Me sentía insignificante y tonta—. Fue un recorrido bastante largo.
Anita lanzó un largo suspiro.
—¡Bueno, me estás resultando un pozo de información! —exclamó.
—Yo… yo…, todo fue tan rápido. —Me disculpé—. Casi no tuve tiempo de pensarlo.
—Por ahora disponemos de mucho tiempo para eso —aseguró Anita.
—¿Quieren ir al puerto? —dijo detrás de nosotras una voz agradable y cálida.
Me volví a toda prisa y Anita agitó la cabeza.
—¿Conoce usted esto? —preguntó—. ¿Dónde podemos alquilar un coche?
—En ningún sitio. —La joven que nos hablaba nos sonrió con sus ojos de color azabache. Su pelo también era negro y su rostro era de un singular tono oliváceo.
—¿En ningún sitio?
Nunca había visto a Anita tan desconcertada.
—En ningún sitio —repitió la joven—. Aquí no se pueden alquilar coches. Hay dos taxis, pero hay que pedirlos con antelación, ya que no sólo se usan para viajeros. Primero hay que retirarlos de las faenas del campo.
Sí, recordé que el coche que por aquel entonces nos recogió a Danielle y a mí tenía ese aspecto.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Anita, algo perpleja—. ¿No podemos pedir uno de esos taxis?
—Sí pueden —dijo la joven—. Siempre que dispongan de una semana para esperar hasta que venga, eso en caso de que venga.
—Menuda mierda —se quejó Anita. Yo me sentía culpable.
La joven dijo:
—Como mucho, les puedo ofrecer mi coche. Yo también voy para el puerto.
La cara de Anita se iluminó.
—¿Y nos puede llevar?
—Sí, siempre que no tengan mucho equipaje —respondió la joven—. Mi coche no es demasiado grande.
—Esto es todo el equipaje que llevamos. —Anita tenía su bolsa en la mano y señaló hacia la mía—. No tenemos más.
—Entonces no hay problema —dijo la joven.
—Ah, perdón. No nos hemos presentado —Anita se dio un leve golpe en la frente. Dijo su nombre y estrechó la mano de la desconocida. Yo hice lo mismo.
—Melina —dijo la desconocida, con un leve acento extranjero.
—Bonito nombre —comentó Anita y, de repente, su voz cambió de tono.
Yo estaba atenta y la miré. Si no me equivocaba, la tal Melina la había impresionado. Tuve que hacer una mueca.
Dimos la vuelta al edificio acompañadas de Melina. Comparado con el aeropuerto de Atenas, aquello no era muy grande y sólo tardamos un minuto en llegar a un dos caballos. A pesar de los cuarenta años que debía de tener, el coche estaba muy bien conservado.
Después de subirnos las tres, la carrocería descendió, como es normal en este tipo de coches, y casi llegó al suelo. Por un segundo, tuve la sensación de que se repetía mi viaje anterior: Anita, sin vacilar, se sentó en el asiento delantero y yo me quedé atrás. Igual que aquella vez.
La diferencia era que ahora se hablaba en mi idioma, lo que me dio opción a participar en la conversación.
—¿Está usted de vacaciones aquí? —preguntó Anita.
—Tutéame —propuso Melina—. Por esta zona ya nadie usa eso del usted. No, no estoy de vacaciones. Vivo aquí —continuó—. He regresado hace un par de años.
—¿Regresado? —Anita parecía muy interesada en la vida de Melina.
—Mis padres se trasladaron a trabajar a Alemania cuando yo aún era una niña —dijo Melina—, y allí crecí. Pero hace un par de años ellos regresaron a Astipalaia y al curso siguiente, al acabar los estudios, me volví. Ahora trabajo aquí como traductora —sonrió a Anita—, a veces como guía de viajes… ¡y conductora! —Se echó a reír.
Anita parecía tan fascinada por aquella sonrisa tan simpática que casi no podía dejar de mirar el rostro de Melina.
—Seguro que la mayoría de las personas que llegan se habrán ocupado de conseguir un medio de transporte previamente —dijo Anita—. Nosotras hemos sido un poco ingenuas. Yo nunca había estado aquí.
—¿En Astipalaia o en Grecia? —preguntó Melina.
—Hasta ayer no sabía ni que existiera Astipalaia. —Anita me dirigió una mirada a través del diminuto retrovisor interior, que estaba lleno de polvo—. La verdad es que tampoco había estado en Grecia. No sé hablar griego.
—Oh, bueno, aquí cualquiera se hace entender sin que sea necesario conocer el idioma —dijo Melina con una sonrisa—. En la isla nadie habla idiomas, pero se apañan con ayuda de manos y pies. La gente es muy paciente y tiene tiempo.
—Muy distinto a lo que pasa en nuestro país —replicó Anita.
—Sí, es totalmente distinto —dijo Melina—. Cuando regresé, tuve que acostumbrarme a eso. No tenía problemas con el idioma pero, si has crecido en Alemania, todo lo de aquí te llega a parecer demasiado calmoso. En Astipalaia no se trata de conseguir algo hoy o mañana, sino la semana que viene, el mes que viene o el año que viene. Hay ocasiones en que las cosas ni siquiera llegan, da igual el tiempo que haya transcurrido. Mis padres ya me lo habían advertido, pero, aun así después de pasar mis primeros días aquí estuve a punto de volverme —dijo y se volvió a reír, como si aún hoy no se lo pudiera creer.
—¿Regresar a Alemania? ¿Con este clima tan maravilloso? —preguntó Anita.
—El clima no lo es todo —dijo Melina—. A pesar de que soy griega, tengo muy grabada en mí la mentalidad alemana. Y aquí eso no sirve de mucha ayuda.
—Pero ahora usted…, tú ya no regresarías a Alemania, ¿verdad? —inquirí.
—No, nunca —replicó Melina—. Ya he aprendido que no siempre hay que ir a toda velocidad para conseguir las cosas. Y, sinceramente, cuando ahora voy de visita a Alemania todo me parece demasiado trepidante y frío. Luego me siento encantada de volver a Astipalaia.
—Frío —dijo Anita—. Por lo tanto el clima sí es importante —aseguró con ironía.
—No. —De pronto Melina se puso seria—. No me refiero al clima, sino a las personas —corrigió, mientras miraba a Anita.
—¡Oh! —Anita inclinó la cabeza con turbación.
Nunca la había visto tan cohibida y para mí resultaba una auténtica novedad el comportamiento que mostraba frente a Melina. No tenía nada que ver con las típicas preguntas que hacían los turistas. Era verdadero interés.
Comparado con el primer coche en el que, en otros tiempos, yo había hecho aquel trayecto, el dos caballos tenía la ventaja de disponer de una buena amortiguación. Por ello no se notaban tanto los socavones, pero claro está que se acusaban. Y el polvo entraba por todas las rendijas.
—¿Qué os trae por aquí? —preguntó Melina—. No hay hoteles. ¿Tenéis gente conocida?
Anita me dejó a mí la respuesta.
—Yo… Nosotras buscamos a una persona —contesté.
—¿Buscar? —Melina frunció el entrecejo—. ¿Cómo se llama él? Quizás os pueda ayudar, porque aquí nos conocemos todos.
—Ella… ella no vive aquí —dije yo—, pero tiene un barco en el puerto, un yate.
—Ah, un yate —dijo Melina—. Entonces no son muchos los que responden a ese perfil.
Me acordé de que el puerto era muy pequeño. Seguimos durante un rato más. Melina no parecía tener ninguna prisa, pero a mí el viaje me resultó eterno, en cada curva esperaba que apareciera el puerto ante nosotras. Por fin llegamos.
Melina fue directa al muelle.
—Aquí no veo ningún yate —dijo, mientras miraba hacia el mar.
Tenía razón. No había ningún barco, blanco y resplandeciente. Sólo algunas barquitas de pescadores, que se movían por el puerto.
Melina miró a su alrededor. Hizo una seña y gritó algo en griego a un hombre que estaba a un par de metros de distancia, sentado en el muelle sobre una silla plegable. El hombre respondió a la seña y contestó.
—Ese yate hace mucho que se marchó —repuso Melina—. Es lo que ha dicho él. Intentaré descubrir cuánto tiempo ha transcurrido. —Se acercó a aquel hombre y lo saludó como si fuera un buen amigo. Seguro que en la isla lo eran todos. Melina se rió, hablaron entre sí y luego se sentó en el suelo al lado de aquel hombre y ambos miraron hacia el mar en el más completo silencio.
Yo me puse nerviosa.
—¿Qué te ha dicho? Ven para acá de una vez… —murmuré casi para mí misma.
Anita puso su mano en mi brazo.
—Ya oíste lo que dijo. Aquí las cosas no van tan rápidas. Ten un poco de paciencia.
Yo no podía tenerla. Mi interior estaba a punto de explotar. Que el yate de Danielle no estuviera en el puerto, como yo esperaba, y que desde hacía mucho no hubiera vuelto… eso no me tranquilizaba en absoluto. Que el yate se hubiera ido nos indicaba que Danielle había estado aquí. ¿Quién, si no, se había llevado el barco del puerto? ¿Dónde estaría ahora?
Melina se levantó, intercambió un par de palabras con el hombre y regresó junto a nosotras.
—Hace mucho que no ve ese barco —dijo—. La propietaria llegó y se volvió a marchar de inmediato. No dijo el lugar al que pensaba ir. Desde entonces no se ha vuelto a saber de ella. Él dice que no sería raro que regresara en unas semanas. Tan sólo hay que esperar.
Yo miré al hombre, que no había variado su postura. Él tenía tiempo…, pero yo no.
—¿No existe otra posibilidad de saber dónde está ella? —pregunté.
Melina sacudió la cabeza.
—No, mientras no dé señales de vida —dijo—. Puede haber atracado en otro puerto. Pero si ha anclado en el mar…
Eso era lo que siempre hacíamos nosotras cuando íbamos por el Egeo. Danielle nunca paraba en otro puerto, porque se sentía demasiado observada. En el mar, allí estábamos solas y… nadie nos molestaba.
—¡Tiene que haber algo! —exclamé para expresar mis dudas. Habíamos llegado muy lejos y ahora nos encontrábamos ante un muro. Un muro de agua—. Helicópteros, radio, policía náutica.
—¿Policía náutica? —Melina me miró, sorprendida, y se rió—. En tierra firme existen esas cosas, pero aquí no las necesitamos. —Frunció el entrecejo—. ¿Por qué es tan importante que la encuentres? Ya regresará en algún momento.
—En algún momento… —Me dejé caer a plomo para sentarme sobre mi bolsa de viaje.
—Ella…, ella tiene que decirle algo importante —respondió Anita por mí—. Sería necesario que la encontráramos.
Melina me dirigió una mirada de curiosidad y luego otra a Anita.
—Quizá podamos encontrar una solución —dijo después—. Pero no va a ser hoy. —Miró a Anita—. ¿Conocéis a alguien más por aquí?
—No. —Anita negó con la cabeza.
—Entonces debemos buscar un techo para vosotras. A no ser que queráis dormir en el muelle. —Rió.
—Me da igual —murmuré. El muelle no era tan mala idea, porque si Danielle regresaba no se me escaparía.
—Esto es muy bonito, pero yo preferiría una cama —repuso Anita—, o por lo menos una colchoneta.
—Ya encontraremos algo para vosotras —dijo Melina—. Siempre hay sitio para los invitados. Venid —dijo, mientras nos hacía una seña.
Anita me dio un pequeño empujón, en vista de que yo seguía sentada en la bolsa como si fuera un saco empapado de agua.
—Levántate. Melina nos va a echar una mano.
Anita me ayudó a levantarme y recogió las pocas cosas que yo llevaba.
—No puede ayudarnos —comenté—. Ella tampoco sabe dónde está Danielle.
—No me seas ahora tan pesimista —dijo Anita, mientras intentaba que yo caminara más deprisa, para poder alcanzar a Melina—. Nunca hay que perder la esperanza.
Yo la miré. Ella quería ir con Melina, eso era evidente, y yo deseaba hacer lo mismo con Danielle. En aquel momento nuestros intereses eran contrapuestos.
Llegamos a una casita blanca, delante de la cual había una señora mayor sentada en una silla. Melina se inclinó hacia ella y la abrazó.
—Mi abuela —nos la presentó, luego nos señaló y dijo nuestros nombres, que, por lo menos entonces, sonaron muy griegos.
La abuela asintió con una sonrisa.
Melina dijo algo más y nos condujo al interior de la casa.
—Aquí podéis dormir. —Nos señaló una minúscula habitación con las paredes blanqueadas—. Mi primo no está ahora porque anda en busca de una novia. —Se echó a reír—. Luego tendrá que construirse su propia casa.
Anita dejó su bolsa en el suelo y la mía al lado. Yo parecía una zombi.
—Muchas gracias —dijo—. Es muy amable por tu parte y por la de tu familia.
—Bah, esto es lo normal —respondió Melina—. Voy a buscar a mi madre. Si sabe que tenemos invitados estoy segura de que cocinará algo especial.
—¿Lo va a hacer por nosotras? —pregunté yo—. No es necesario que se moleste.
—¡Eso no se puede evitar! —dijo Melina entre risas—. Estáis en Grecia, en una familia griega. No tenéis otra opción. —Salió de la casa.
—Ahora no estés todo el rato con esa cara de vinagre. —Anita se dejó caer sobre la colchoneta que había en el suelo—. Ella quiere ser amable y nosotras ya estamos en Grecia. A lo mejor mañana mismo, cuando nos despertemos, vemos que el barco de Danielle está amarrado en el puerto.
—Me parece muy poco probable. —Me senté en un rincón, al lado de Anita.
—Por favor…, déjalo, al menos por esta noche —dijo Anita—. Sé un poco más alegre. Melina se ha tomado muchas molestias.
—Sí. —Suspiré—. Es muy amable. —Pero ella no era Danielle.
—Menuda suerte que nos encontráramos con ella —exclamó Anita con jovialidad—. Al principio pensé que no podríamos salir del aeropuerto y fíjate ahora dónde estamos. En realidad ha resultado muy práctico que no hayamos alquilado un coche. —Me hizo una mueca—. Lo has hecho todo muy bien.
Yo arqueé las cejas.
—¡Sí, sí! —Anita se levantó—. Voy a refrescarme un poco y quizá podamos ayudar con la cena o algo parecido. Al fin y al cabo, somos las invitadas.
Asentí con aspecto de mostrarme rendida ante mi destino. Todo me daba igual.
Durante la cena vinieron a saludarnos unos cincuenta vecinos y miembros de la familia. Quizá fueran cien, pero no los pude contar. La noticia de nuestra llegada había corrido como la pólvora y, dado que en la isla no había muchos entretenimientos, lo tomaron como excusa para hacer una fiesta. Comieron, bebieron, rieron y bailaron. Yo me encontraba sentada en medio de aquel gentío y sólo pensaba en Danielle.
—Éste es mi primo Spyros. —Melina se inclinó sobre la mesa y lo gritó en mi oído para que la pudiera oír por encima del sonido del sirtaki.
—Pensaba que andaba en busca de una novia —dije, irritada.
—¡Pero no es ese primo! —rió Melina—. Yo tengo muchos primos, aunque de hecho, Spyros no lo es, en realidad… Bueno, eso sería ahora muy largo de explicar. Spyros llevó comida al barco de tu amiga antes de que ella levara anclas.
¡Ah, ese Spyros! Lo miré.
—De eso hace ya mucho tiempo —dijo Spyros. Al contrario que Melina, él hablaba con un ligero acento griego teñido de un matiz suabo bastante pronunciado.
—Spyros vive en la isla vecina —me informó Melina—. No es de aquí, pero de vez en cuando trabaja en el puerto.
—Siempre que me lo ha pedido le he suministrado comida —dijo Spyros—. Pero esta vez llegó por sorpresa.
—Habla usted muy bien mi idioma —dije, sorprendida. No podía entender por completo el contenido de sus palabras, pero me concentré en lo más evidente.
—He trabajado quince años en la Mercedes de Stuttgart —respondió, con orgullo.
Claro, de ahí el acento suabo.
—Ella… ¿dijo cuándo iba a volver? —Tragué saliva.
—Quería irse sin nada de víveres —Spyros sacudió la cabeza—, pero no se lo permití. Siempre me he ocupado de que haya bastante comida y bebida a bordo. —Al parecer Danielle tenía la intención de no utilizar sus servicios y eso le ofendió—. Le dije que siempre podía ocurrir cualquier cosa. Los motores se averían, lo digo porque yo estoy familiarizado con los motores. —De nuevo alzó con orgullo la cabeza—. Quince años en la Mercedes de Stuttgart.
—¿Entonces llevaba consigo suficientes provisiones como para poder aguantar hasta ahora? —pregunté.
—No eran suficientes —respondió él, con aire infeliz—. Pero no me dejó volver. Sólo pude ir una vez al barco y luego se marchó.
—¿Le dijo adónde iba? —volví a preguntar.
—No estoy seguro —contestó—. Dijo algo sobre tranquilidad y soledad, pero no pude entenderlo del todo.
La tranquilidad y la soledad las podía encontrar en cualquier lugar del Egeo: aquéllos no eran unos datos muy concretos.
—¿Y no avisó de la fecha de su vuelta?
Él sacudió la cabeza.
—Ochi —dijo.
—Eso significa «no» —tradujo Melina—. De todas formas, Spyros me ha comentado que el práctico del puerto le dijo que el yate había ido en dirección norte. Pero no tiene por qué haberse mantenido en ese rumbo. ¿Te ayuda eso en algo?
—No mucho. —Suspiré—. Puede que lo mejor sea quedarse aquí y esperar a que vuelva.
—Pero tú no lo quieres hacer así —dijo Melina—. Eres demasiado intranquila como para eso. —Se sentó a mi lado—. En otra situación te hubiera dicho que sí, que dejaras a un lado la típica impaciencia alemana y esperaras con la serenidad griega. Pero ocurrió algo raro el día de su marcha. Spyros lo dijo y el práctico también. No estaba como siempre. No tenía buen aspecto y parecía… como si estuviera enferma. Todos los que la vieron lo comentaron, por eso puedo entender tu preocupación.
—¿Enferma? —Me levanté de un golpe—. ¿Cómo…?, ¿qué… qué… ha pasado con ella?
—Por supuesto, no lo sabemos. Pero si estaba enferma de verdad existe la posibilidad de que permanezca en el barco y de que no haya podido salir de él por sus propios medios. Así que todos han decidido salir a buscarla.
—¿Buscarla? —Me acordé de la inmensidad del mar, de la multitud de islas, de los días en que navegamos durante horas y echamos el ancla muy lejos, donde sólo se veía agua y en la lejanía no se vislumbraba ni un barco ni la menor señal de seres humanos—. ¿Cómo?
—Todos los de aquí son pescadores… o lo fueron en algún momento de su vida —dijo Melina—. Conocen el mar como la palma de su mano. Saben dónde buscar y conocen los lugares con mejores posibilidades. Se pondrán en marcha mañana con la salida del sol. ¡Pero ahora hay una fiesta! —Ella rió, dio palmas, se levantó y se puso en la cola de los que bailaban sirtaki—. Ven. —Me agarró de la mano—. Baila con nosotros y se te pasarán las preocupaciones.
Yo la miré con escepticismo.
—¡Vamos, ven! —Anita se salió de la fila de bailarines y me cogió de la mano—. ¿De qué sirve estar ahí sentada como un pasmarote? Eso no te va a traer a Danielle. Mañana todos irán a buscarla y seguro que la encontrarán enseguida.
Su confianza en todos los sentidos era digna de elogio…, pero yo no tenía ninguna otra oportunidad. Anita me levantó y entre ella y Melina me pusieron en el centro de la fila. No pude hacer otra cosa que seguir los movimientos del resto de bailarines. Primero me sentí un tanto patosa, pero luego la cosa fue mejor, porque, poco a poco, me acostumbré al ritmo balanceante y a los movimientos bruscos de las piernas. El baile se hizo cada vez más rápido y, como todos iban agarrados entre sí con firmeza, no pude hacer más que seguirlos. Me tuve que concentrar tanto que, por un momento, mis pensamientos agoreros se borraron, tal y como había dicho Anita. Tuve que reconocer que, a veces, ella tenía razón.
Horas después caímos rendidas en las colchonetas y nos quedamos dormidas al instante.