—No hay ninguna persona que desaparezca sin dejar huella —dijo Anita—. Eso lo puedes leer en cualquier novela policíaca. Incluso aunque los malos intenten borrar todos los rastros, siempre queda algo.
—¡Pero Danielle no es una delincuente! —protesté—. ¡Ella no es el doctor Kimble, el de la serie El fugitivo!
—¿Quién sabe? —dijo Anita.
—Anita no va del todo desencaminada —añadió mi madre. Estábamos sentadas otra vez alrededor de la mesa de la cocina, después de haber cenado. Anita parecía disfrutar con nosotras, por lo que, a pesar de que ya tenía un piso, se pasaba por nuestra casa con gran regularidad—. Da un poco la impresión de que Danielle ha huido. Como si no hubiera tenido otra opción.
—Siempre ha sido correcta en todas sus cosas —afirmé—. No me puedo imaginar que haya hecho algo por lo que pueda ser perseguida judicialmente. Eso no va con ella.
—Evasión de impuestos —dijo Anita—. Todos los empresarios se quejan siempre de que los impuestos son demasiado elevados. Quizá se ha mudado a un paraíso fiscal.
—Nunca me dijo nada sobre los impuestos —cavilé—. De que fueran o no muy elevados. Jamás tuvo problemas con el dinero.
—Quizá vivía a base de créditos —comentó—. Sé lo que es eso. Muchos empresarios están en la ruina, pero intentan guardar las apariencias. Gastan mucho más dinero que antes para que nadie pueda sospechar que algo no les va bien.
—Podría preguntarle a la abogada —respondí—. Ella debe de saberlo, aunque no me va a decir nada.
—Mejor que le preguntes a su asesor fiscal —dijo Anita, a la que, desde su más tierna infancia, le resultaban muy familiares los temas de dinero—. Claro que tampoco te va a decir nada. Están obligados a guardar silencio sobre sus clientes.
—No es eso. —Dejé caer con violencia una mano sobre la mesa—. Danielle no tiene deudas y no se ha ido por eso. Nunca.
—Si estás tan segura… —dijo Anita, con aire dubitativo.
—Sí, estoy segura —repliqué con firmeza—. Danielle lo tenía todo arreglado en lo referente a temas de dinero. No habría vendido la agencia, porque eso le hubiera supuesto privarse de las propias bases de su existencia. Hubiera sido muy raro en ella. Si sólo hubiera vendido la casa, pero no la agencia…, podría aceptarse que había utilizado el dinero para liquidar algunas deudas, pero así…
—Entonces tiene que haber otro motivo —afirmó mi madre—. Un motivo de mucho peso. —Me miró.
Alcé los hombros.
—No tengo ni idea de lo que haya podido ser.
Mi madre frunció el entrecejo.
—Si estuviera en edad de jubilarse, podríamos suponer que se ha apartado del mundo laboral para ir a algún sitio hermoso a disfrutar de su retiro. Pero es demasiado joven para ello.
—Sí, es muy joven para eso —dije, pensativa.
—¿En qué piensas? —Anita me miró, inquisitiva.
—Siempre he estado pensando en la dirección equivocada —respondí—. Creo que nos ha ocurrido a todas. Hemos supuesto que se ha mudado a otra ciudad para montar allí otra agencia o el negocio que sea. Pero ¿y si ella no quería? ¿Y si lo único que deseaba era irse a un sitio bonito? —Miré a mi madre.
Mi madre suspiró.
—Habéis estado en tantos sitios maravillosos que tendríamos que buscar durante mucho tiempo.
—No —dije—. Sólo sé de un sitio adecuado: su yate. —Sacudí la cabeza—. No lo había pensado… Creo que Danielle sería feliz en ese barco; un lugar donde se podía sentir ella misma; un punto de escape en el que podía olvidarse de todo lo que la abrumaba. En cualquier otra circunstancia, siempre se sentía controlada y se mantenía distante y reservada, pero allí era bromista y estaba feliz. Eso es, en su barco, ¡está en su barco!
Mi madre y Anita no podían seguir mi argumentación y me pareció que me miraban con escepticismo.
—¡Claro! —exclamé—. Está allí. Seguro que ha estado allí todo el tiempo.
—¿Y dónde está ese barco? —preguntó Anita.
—En el mar Egeo —contesté. Me vinieron a la mente un par de recuerdos que me hicieron enmudecer.
—Pues eso no está aquí al lado —replicó Anita con sequedad.
—No —dije—. Hay que ir en avión hasta Atenas y luego tomar un vuelo más corto para Astipalaia, la isla en la que suele tener amarrado el yate.
—¡Humm! —exclamó Anita—. Sería una excursión bastante costosa, si luego resultara que no está.
—¿Quieres decir…, quieres decir que debería ir allí? —La miré con fijeza y ella me devolvió una mirada de perplejidad.
—Y, si no, ¿qué vas a hacer? ¿Puedes llamar por teléfono?
Miré a la mesa con gesto turbado.
—Ya lo has intentado —dijo mi madre—, ¿verdad?
—Sí —asentí—. No lo coge. El móvil está desconectado.
—Pues si estás tan segura de que se encuentra allí, no te queda otra opción que ir a verla en persona —insistió Anita.
Me quedé pensativa. Me superaba el desarrollo de los acontecimientos y tenía que pensar en varias cosas a la vez.
—Estoy bastante segura —afirmé—. Pero, claro, no al cien por cien.
—¿No vas a volar hasta allí? —preguntó Anita.
—Sí, sí. Claro. Pero tengo que pensar en eso —respondí.
—Y también en el dinero —dijo mi madre—. Voy a mirar lo que queda en la libreta de ahorros. No hay mucho, pero espero que llegue.
—No, no, no hace falta que lo haga —dijo Anita—. Podemos ir de todas formas. Tengo muchos puntos de vuelo acumulados gracias a los viajes de negocios de mis padres.
—¿Nosotras? —pregunté.
Mi madre y yo miramos a Anita simultáneamente.
—Sí, ¿acaso piensas que me lo voy a perder? —dijo Anita, con expresión de felicidad—. Una escapada al Egeo, buen tiempo, sol, mar y playa. Y ahora que ya he oído tantas cosas sobre Danielle, además me gustaría conocerla.
—Eeeehh… —Me quedé sin palabras. Todo iba demasiado rápido. Me imaginé como si tuviera que saltar para salvarme de un edificio que se desplomaba sobre mí.
—Tú, por supuesto, no tienes que hacerlo si no quieres… —dijo Anita.
—Esto…, todo esto… ¿Puedo pensármelo un segundo? —repuse, en un tono agotado.
—Pero que no sea mucho más tiempo. —Anita hizo una mueca—. También podríamos ir las tres —sugirió, mientras se volvía hacia mi madre.
—No. —Mi madre sacudió la cabeza—. Yo ahora no tengo vacaciones y las debería haber pedido hace meses. Todo el trabajo está programado de antemano para todo el año. Mi jefe es muy poco flexible en ese sentido.
—Es una pena —dijo Anita.
—Sí, es una pena —corroboró mi madre.
—Entonces, Andy… —Anita se dirigió a mí—, ¿cuándo cogemos el avión?
Fue como aquella primera vez que volé con Danielle rumbo al Egeo. Ella casi me había atropellado con la propuesta y yo no había dispuesto de ninguna opción.
—No tengo ni idea de los vuelos que hay —respondí con voz débil.
—¿A Grecia? Todos los días —afirmó Anita muy convencida—. Sólo falta saber si el otro vuelo a esa isla es diario.
—Yo… yo no me apaño muy bien con esas cosas —dije, dudosa.
—Pues déjamelo a mí. Lo de Atenas lo tengo claro, pero ¿cómo se llama la isla?
—Astipalaia —contesté. No olvidaría nunca ese nombre. Sólo con aquel vuelo que hizo precisa una aclimatación…
—Bien —repuso Anita—. Me voy a colgar del teléfono. No creo que resulte tan complicado.