Mi madre ya se había ido de casa cuando, a la mañana siguiente, Anita y yo nos sentamos a desayunar en la mesa de la cocina.
—Tu colchoneta hinchable es muy cómoda. He dormido en ella como un lirón —aseguró Anita. Hoy tenía mucho mejor aspecto que ayer; se había recuperado bien.
—Por desgracia, no tenemos habitación de invitados —contesté—. La colchoneta es para casos de emergencia.
—Sea como sea, me ha ido muy bien —afirmó—. Hoy mismo voy a ver a un agente inmobiliario y me buscaré un piso. Mis padres pueden echarme, pero tienen que pagarme uno.
—¿No quieres hablar con ellos otra vez? —pregunté.
—Tiene muy poco sentido —respondió Anita y su voz sonó opaca—. Pero, si tú quieres, podemos ir juntas a la agencia de publicidad de Danielle y yo te podría prestar un poco de apoyo moral.
—Y a la recíproca —dije, con una sensación de temor en el estómago, al pensar que volvería a ver a Danielle—, yo también podría darte mi respaldo moral con tus padres.
Anita me miró, indecisa.
—Me lo pensaré —contestó luego—. ¿Cuándo vamos a ver a Danielle? ¿Hoy? —Sentí un sobresalto. Aquello iba muy rápido—. Si tardas más tiempo te quedarás muy atrasada —insistió—. Ella ha tenido un par de días para pensárselo. Puede que lo sienta. Quizá no lo soporta por más tiempo.
Yo dudaba, pero…
—Está bien —dije—. Hoy.
Llegamos ante aquel edificio que me recordaba tiempos mejores. Anita lo miró.
—¿Entro contigo? —preguntó.
Yo podía imaginarme la reacción de Danielle cuando me tropezara con ella, pero si íbamos dos…
—Mejor voy sola. —Lancé un suspiro.
—¿Dejo el motor en marcha para que podamos huir a toda pastilla? —preguntó Anita, en un tono burlón. Luego se puso seria—. Lo siento —se disculpó.
—Tienes razón. —Fruncí el entrecejo—. Danielle es a veces un poco…, pero, a pesar de todo, espérame. No dejes el motor en marcha. —Hice una mueca y me bajé del coche.
Me resultó penoso entrar en el edificio. Nada había cambiado. Las paredes, la entrada, incluso los carteles de colores que se podían ver desde fuera, a través de las ventanas. Todo estaba igual. Pero habían ocurrido muchas cosas.
Me di ánimos y empujé la puerta de entrada. Aquello era un hervidero de gente que iba y venía, igual que antes, pero todos los que deambulaban por allí me resultaban desconocidos. ¿Habría cambiado Danielle a todo el personal? La gente llevaba cosas y las distribuía en cajas y cajones.
Busqué por allí. ¿Estaría Tanja en algún sitio? En aquellos momentos, hubiera preferido no encontrármela, porque estaba segura de que me haría preguntas a las que no podría contestar.
La puerta del despacho de Danielle estaba abierta, como siempre. La miré desde lejos y luego me acerqué entre titubeos. Finalmente acabé por dar el último paso y miré dentro de la habitación.
No vi a Danielle, pero…
—¿Puedo ayudarle en algo? —La abogada de pelo negro de Danielle me miró de forma inquisitiva. Estaba de pie, detrás del escritorio de Danielle, que aparecía extrañamente vacío. No tenía las habituales montañas de papeles.
—Eh… —carraspeé—. ¿No está Danielle?
—No. —Se me acercó desde detrás de la mesa—. Yo me he hecho cargo de la liquidación.
—La… ¿Es usted quién dirige ahora la agencia? —pregunté con perplejidad.
—La agencia ya no existe —dijo la abogada—. Ha sido vendida. Yo sólo me encargo de que todo se entregue en la debida forma a su nuevo dueño.
—Pero… —Me quedé allí como si hubiera sido alcanzada por un rayo. Luego me recuperé—. Lo intentaré en casa de Danielle.
—No la va a encontrar allí —repuso la abogada—. Está de viaje. —Me miró fijamente—. ¿No nos conocemos? —preguntó.
—Nosotras… —Tragué saliva—. Sí, nos vimos un momento en casa de Danielle —dije, haciendo un esfuerzo.
—Sí, es cierto, y además no hace mucho de eso —respondió la morena con una sonrisa—. Lamento no haberla reconocido a la primera.
—Oh, fue tan sólo… —Me sentí sobrecogida. Volví a verla sentada en el sofá de Danielle y volvieron a mí los mismos pensamientos que tuve en aquel momento.
—Fue un encuentro muy corto —dijo ella y su sonrisa se alteró. Ahora se parecía mucho más a la que yo había visto aquella noche.
—¿Cuándo… cuándo regresa Danielle? —pregunté.
Alzó los hombros.
—Ni idea. Puesto que aquí ya no tiene obligaciones, es lógico que pueda demorarse más tiempo. No me ha dicho nada.
—Pero…, pero… —La miré. Todo estaba muy ordenado. Había desaparecido casi por completo la atmósfera de caos y creatividad que siempre rodeaba a Danielle.
—¿Por qué ha vendido la agencia? ¿Se ha hecho con otra?
—No se lo puedo decir. No soy más que su abogada. —Se rió—. Siempre ha sido inútil preguntarle a Danielle el motivo de sus decisiones. —Me miró con la cabeza algo inclinada—. Usted es Andy, ¿verdad?
Yo la miré, sorprendida.
—Me ha hablado mucho de usted —dijo su boca roja de carmín—. Larissa Fresenius. —Me estrechó la mano.
Yo la miré, aún boquiabierta, y enseguida le solté la mano.
—Usted… usted me ha mandado una carta —dije, con voz apagada.
—Ha sido mi despacho —afirmó—. Yo no envío cartas personales.
¡Oh, Dios mío! Aquello resultaba muy embarazoso. Significaba que ella sabía lo que ponía en el contrato, sabía que Danielle y yo… Danielle había hablado con ella sobre el tema. Quizá la señora Fresenius le había dado algunos consejos a la hora de redactar el contrato. Lo mejor hubiera sido irme de allí a la carrera, pero no pude moverme. Estaba como petrificada.
—¿Puedo darle un consejo? —dijo la señora Fresenius—. Coja el dinero y olvídese de Danielle.
Más que echarme a correr, hubiera deseado que me tragara la tierra por un agujero que llegara hasta Nueva Zelanda.
—Usted…, usted… Danielle… Pero… ella no puede desaparecer —tartamudeé.
—Oh, sí, claro que puede. —Larissa Fresenius se rió—. Usted es muy joven y hace poco que la conoce. Pero, créame, ella puede hacer todo lo que quiera. Nadie puede influir en eso.
—Usted… —Me costó tragar saliva—. ¿Se conocen desde hace mucho tiempo?
—Hace mucho —contestó—. Desde que íbamos al colegio.
—¿En el internado? —pregunté yo.
—Ah, ¿le ha hablado del internado? —Larissa arqueó las cejas—. Me sorprende. Por regla general no le cuenta a sus…, bueno, ella nunca cuenta nada. —Me miró con curiosidad—. ¿Le ha comentado algo sobre mí?
Me quedé perpleja. ¿Qué quería decir con eso?
—No —dije, con un gesto de cabeza.
—Está bien. —Echó un vistazo a la mesa de despacho—. Tengo que seguir, porque aún quedan muchas cosas pendientes. —Me miró otra vez—. ¿O tiene más preguntas?
«Muchas. Miles, millones». Respiré hondo.
—No sé por dónde empezar —respondí.
Ella me miró pensativa.
—Me lo puedo imaginar —dijo después.
—Usted sabe dónde está, ¿verdad? —pregunté—. Pero no me lo quiere decir. ¿Se lo ha prohibido Danielle?
—No. —Larissa sacudió la cabeza—. Le aseguro que no sé dónde está. No le puedo decir más de lo que ya le he comentado. Lo siento.
—Tengo que hablar sin falta con ella —dije, desesperada—. Por favor…, ayúdeme.
Larissa Fresenius me observó durante un minuto.
—Eres tan joven —dijo en voz baja—. Todavía tienes toda la vida por delante. Danielle es… Olvídala. Es la mejor ayuda que te puedo ofrecer. —Luego se volvió y regresó al escritorio.
De repente, tuve una sospecha.
—¿Está usted ahora con ella? —pregunté, con un estremecimiento—. ¿Es eso? ¿Danielle le ha encargado el contrato para deshacerse de mí y quedarse libre para usted? ¿Es tan cobarde que no me lo puede decir a la cara?
—¡Ay, niña! —Larissa se sentó tras el escritorio y se echó a reír—. Eres muy ingenua.
—¿Es cierto entonces? —pregunté. Sentí frío—. La vi sentada junto a ella en el sofá. Percibí que allí había algo. ¿Lo va a negar?
Larissa Fresenius sonrió y agitó la cabeza.
—No, no lo voy a hacer. Danielle y yo somos, ¿cómo se dice?…, viejas amigas.
—¿Qué tipo de amigas? —inquirí, con los dientes apretados.
—¡Dios mío, sí! —respondió, furiosa—. Nos hemos acostado alguna que otra vez. Si es eso lo que te interesa.
¿Alguna que otra vez? ¿Alguna que otra vez?
—¿Cuándo? —pregunté, con un estremecimiento.
—¿Qué cuándo? —Enarcó las cejas—. ¿Tengo que hacerte un listado? —dijo, con expresión divertida.
Me tambaleé y mi mirada se nubló.
—¡Por el amor de Dios! —Oí aquella exclamación como si hubiera tenido unos algodones en mis oídos. En aquel momento Larissa estaba a mi lado, sujetándome—. Siéntate —sugirió—. Estás blanca como el papel.
Obedecí y me recuperé en el sillón que estaba detrás del escritorio. Una nueva experiencia para mí. Nadie se habría atrevido a sentarse en la silla de Danielle.
—No te lo tomes así —dijo la abogada—. Danielle no era un alma cándida cuando tú la conociste.
—No, yo… —Mi visión se aclaró poco a poco—. Ni lo pensaba —dije, con voz casi inaudible.
—Bien, ya lo ves. —Larissa se apoyó en el borde de la mesa y me miró—. ¿De verdad resulta tan difícil para ti?
—Yo… ¿Dónde está? —murmuré.
—¡Por Dios, no lo sé! —Larissa juntó las manos—. ¡Créeme de una vez! Danielle y yo no somos una pareja que nos lo contemos todo. Aun cuando pudiera parecerlo.
—Pero…, ¿son… pareja? —me expresé con dificultad.
—¡No, cielos! —Sacudió la cabeza nerviosamente y su pelo se alborotó—. ¿Cuántas veces voy a tener que decírtelo? En el internado fuimos algo parecido a eso, pero hace ya mucho tiempo. —Me miró, pensativa—. ¿Cuántos años tienes, pequeña?
—Casi veinte —dije con obstinación.
—¡Oh, casi veinte! —Intentó ocultar una mueca.
—¿Qué tiene que ver mi edad con esto? —pregunté, airada—. Se trata de Danielle.
—Sí, se trata de Danielle. Sólo se trata de eso, de Danielle. —Se levantó de la mesa y dio unos cuantos pasos por la habitación—. Estás muy colgada de ella, ¿no es cierto? —preguntó.
—No estoy colgada de ella, yo… yo la amo —dije, con desánimo—. No puedo vivir sin ella.
—Pues debes aprender a vivir sin ella —replicó Larissa Fresenius—. Siempre es así.
—Eso… no…, nunca. —Sentí cómo me temblaban los labios—. Ella volverá…, y entonces hablaré con ella y…
—Ella no va a volver tan pronto —aseguró la abogada.
—Entonces esperaré. Esperaré hasta que regrese, da igual lo que tarde. En algún momento tendrá que volver. —Así de sencillas eran las cosas. No podía desaparecer para siempre. Era sólo cuestión de tiempo.
—Danielle es una mujer adulta —dijo Larissa—. Puede hacer y dejar de hacer lo que desee y tú no sabes qué va a decidir. No puedes predecirlo, ni tú ni nadie. ¿De verdad quieres sentarte a esperarla?
—¿Usted no la va a esperar? —pregunté con mordacidad.
Ella sonrió levemente.
—Piensas aún que Danielle y yo mantenemos una relación amorosa, ¿no es así? —Me miró como si tuviera que tomar una decisión—. Puede que no lo entiendas —dijo después—, pero Danielle y yo… éramos una sociedad de intereses mutuos. Las únicas chicas lesbianas del internado, eso era lo que pensábamos entonces, aunque luego no fuera así, de modo que tuvimos que asociarnos y aliarnos. Yo luego atendí los aspectos jurídicos de su empresa y ella hizo relaciones públicas para mí y algunos clientes. Siempre nos hemos complementado muy bien, pero el amor… Eso no tuvo nada que ver con el amor. Nos gustábamos y sabíamos que no nos podíamos separar, y de vez en cuando… Bueno, sí, de vez en cuando también practicábamos sexo. Pero no había nada más.
—¿Cuándo… cuándo fue la última vez…? —pregunté, atormentada.
Ella echó la cabeza hacia atrás y se rió.
—¡Por el amor de Dios! ¡Qué lindo debe de ser el amor! —exclamó—. ¡No te ha engañado! —continuó—. O al menos no conmigo. Ha pasado mucho tiempo desde que Danielle y yo… mucho antes de que te conociera.
¿Podía creérmelo?
Me miró con una expresión de duda.
—¿Por qué iba a mentirte? —preguntó—. ¿Qué sacaría yo de eso? Danielle y yo nunca hemos mantenido una relación estable. Siempre hemos sido libres de irnos con otras personas, si queríamos, pero eso no significa que no nos abalanzáramos la una sobre la otra en cuanto nos veíamos. Es una historieta infantil. —Mostró su satisfacción—. ¿Lo hicisteis vosotras?
Me puse colorada y ella se volvió a reír.
—¡Qué bien para vosotras! —exclamó—. Pero una no puede quedarse pegada a la otra para siempre. Danielle y yo, en los últimos años, sólo manteníamos relaciones laborales, no personales.
—¿Ella… avisará cuando vuelva? —pregunté.
—Ella… —Larissa se interrumpió—. Será la propia Danielle la que decida por sí misma a quien va a avisar. Eso no lo puedo decidir yo. —Me miró durante un instante—. Piensa que tú tienes toda una vida por delante —dijo—. No la malgastes esperando algo… o a alguien. No merece la pena.
—¿Danielle tiene… —tragué saliva—… a otra? Si no es usted…
—No lo soy —negó rotundamente—. Pero no sé nada más. No creo que… ¡Dios mío, no le des tantas vueltas! Existen otras muchas mujeres en el mundo, además de Danielle.
—Para mí no —dije, mientras me levantaba—. Muchas gracias por la información.
—Lo he hecho con mucho gusto —respondió—. Siento no haberte podido servir de más ayuda.
—Un poco sí que ha ayudado —contesté—. Ya sé algo más sobre Danielle.
—No te va a servir de mucho, ahora que Danielle está lejos. —Sacudió la cabeza—. No pienses más en ella. Intenta olvidarla. Es lo único que te puedo aconsejar.
Al parecer, nunca se había enamorado. De lo contrario hubiera sabido que aquel consejo no servía de nada. Asentí y me marché.
—Bueno, ¿qué ocurre? —Anita me recibió delante de la puerta. Por lo visto, no había aguantado mucho tiempo metida en el coche—. ¿Qué ha dicho?
—No está aquí —dije, en un tono sombrío.
—¿Que no está aquí? —Anita me miró—. Te has quedado ahí dentro durante una eternidad. ¿Has estado mirando las musarañas?
—Estaba su abogada —respondí—, y he hablado con ella.
—¿Estaba su abogada? —Arrugó el entrecejo.
—Dice que Danielle… ha salido de viaje —repuse, con mucha dificultad—. Ha vendido la agencia.
—¿Que ha hecho qué…? —No se lo podía creer.
—Sí, ella… —Me pasé la mano por el pelo—. Vámonos. No tiene ningún sentido quedarse aquí.
—Pero…, pero… —Anita seguía sin poder creerlo—. ¿Lo tenía previsto? ¿Te dijo en algún momento que quisiera vender la agencia?
—No —dije yo—. Nunca me habló de eso. Pero no significa nada, porque ella nunca me ha hablado de sus cosas.
Me subí al asiento del copiloto y Anita se sentó al volante.
—¿Qué quieres hacer? —preguntó—. ¿Ha dejado alguna dirección? ¿Puedes localizarla en algún sitio?
—No —respondí—. No ha dejado ninguna dirección. Su abogada tampoco sabe dónde está. Seguro que no lo sabe nadie.
—A lo mejor es que le hacía falta una escapadita —dijo Anita, mientras arrancaba el coche—. Luego volverá y entonces podréis hablar.
—Sí, eso espero —contesté y luego me quedé en silencio.
—Tengo que buscarme un sitio donde vivir —dijo Anita—. Si fuera posible, esta noche no me gustaría volver a ser una carga para tu colchoneta y para ti.
—Te puedes quedar todo el tiempo que quieras —afirmé, con aire un tanto ausente.
—Tu oferta es muy amable, pero prefiero tener mi propia casa —dijo Anita—. Incluso he pensado en irme a Eifel. La casa de allí está siempre vacía. Claro que luego es un poco rollo lo de tener que volver a la ciudad, porque el trayecto es un poco largo. ¿No te parece?
—Oh…, yo…, sí…, pero hazlo —dije yo.
—No me has escuchado —repuso Anita—. Tienes la mente puesta en Danielle.
Mis propios pensamientos me sobresaltaron.
—Sí…, yo… lo siento.
—Es comprensible —replicó Anita—. Mientras tú estabas ahí dentro, yo no he parado de pensar en Tessy.
—Al menos tú sabes dónde está. —Suspiré.
—Si crees que eso es una ventaja… —replicó Anita—. Preferiría ir a su casa y… echar a su prometido de la cama. Para que se enterara de cómo están las cosas.
—Hazlo. —Me vi forzada a sonreír—. A lo mejor le sienta bien. Y a vosotras también.
—¿Lo piensas de verdad? —Me miró, impresionada.
—Tú sabrás. —Encogí los hombros—. No conozco a ninguno de los dos.
—¿Piensas… —Anita titubeó al preguntarme—, piensas que Danielle se habrá marchado sola?
Sentí que mi cuerpo se tensaba. Aun cuando estaba descartado que su acompañante pudiera ser Larissa Fresenius, existían otras muchas posibilidades. Danielle era una mujer atractiva y, si le gustaba una mujer, era capaz de demostrarlo. Si la otra no tenía inconveniente…
—No lo sé —dije con dificultad.
—¿Crees que sería capaz? ¿Sólo porque tú no has dado señales de vida en un par de días? —preguntó Anita.
—¡Pues con razón…! —contesté.
—Quizás esperaba un acercamiento por tu parte —sugirió.
—¿Es eso lo que Tessy espera de ti? —pregunté, para desviar el tema.
—Tessy irrumpe en mi vida siempre que le da la gana —dijo Anita con amargura—. Yo no tengo nada que hacer.
—Lo siento —repliqué—. No quería…
—No pasa nada. Como tú misma has dicho, por lo menos yo sé dónde está. Y ahí es donde ahora me dirijo. —Metió una marcha, la caja de cambios crujió y salimos a toda velocidad.
Me sentí un poco sorprendida por aquella decisión tan rápida, pero, como en ese momento yo no podía hacer nada con respecto a Danielle, quizá fuera mucho mejor concentrarme en otro tema.
—¿Qué quieres hacer? —pregunté.
—Aún no lo sé. —Al tomar una curva, se oyó un chirrido de neumáticos—. Pero ya se me ocurrirá algo.
Siempre me había parecido que la forma de conducir de Anita era más sosegada. Nunca la había conocido como piloto de Fórmula 1.
—Eso era un radar —le dije, con cautela.
—Me da lo mismo. El coche está matriculado a nombre de mis padres y les llegará la multa a ellos. —Anita dio un frenazo ante un semáforo en rojo; llevaba ya tanto tiempo en rojo que no se podía ignorar.
—¿Anita? —Volvió la cabeza hacia mí y yo insistí—. ¿No sería mejor que antes te tranquilizaras un poco? Creo que no llegaremos tarde aunque vayamos por la ciudad a cincuenta kilómetros por hora en lugar de a doscientos.
—Este viejo cacharro no coge los doscientos —respondió Anita.
—Y tú qué sabes… —contesté.
—Sí. —Asintió y se fijó en la carretera como un tigre al acecho de su presa—. Ésta es la primera vez que tengo la sensación de no estar cegada por estrellitas de color rosa. No sé cuánto tiempo voy a aguantar así y por eso no quiero esperar mucho.
—¿Ochenta? —pregunté yo—. Anita, eso es mucho más de lo permitido y si reduces puede que sólo lleguemos dos segundos más tarde. Pero al menos llegaremos.
—OK —dijo Anita—. No recordaba que fueras tan gallina.
—Lo que pasa es que me aferro a la vida —contesté—. A lo mejor resulta un poco incomprensible, pero es así.
—Puede que tengas razón. —Redujo la marcha y esta vez el cambio no crujió; luego seguimos—. Si ahora me estrello contra un árbol, Tessy nunca sabrá lo que tengo que decirle. Y eso no lo voy a permitir.
Tardamos un poco en llegar a la entrada de la señorial urbanización en la que vivía Tessy. Una casa enorme al lado de otra, que apenas se veían desde la calle, pues la mayoría disponía de un extenso jardín enmarcado por árboles muy añosos. La escena parecía extraída de una película de Disney. Y yo era Cenicienta.
Anita detuvo el coche y lo aparcó ante un portón de hierro forjado.
—El castillo de Tessy —dijo—. Vamos a ver si está en casa la princesa.
—¿Qué le vas a decir? —pregunté.
—Unas cosillas —respondió—. Ya se me ocurrirá algo.
—Me quedo aquí si quieres, pero también te puedo acompañar —me ofrecí.
—No conoces a Tessy. —Anita arrugó la frente—. Si vienes pensará…
—¿Que tú y yo…? —Me eché a reír.
—Tessy siempre piensa en lo mismo —dijo Anita—. En su cabeza existen tan sólo dos ideas: sexo y dinero. Y las dos ideas van siempre en la misma dirección: tratar de sacar lo máximo posible del otro.
—¡Por Dios! Sí que estás enfadada con ella —dije, sorprendida. Hace un tiempo no hubiera podido imaginarme algo así. Y Anita tampoco.
—Eso parece. —Anita se apeó del coche—. Espero no tardar mucho —añadió. Abrió una pequeña puerta incorporada en el gran portón. Entró y ascendió por la rampa de acceso.
No mucho más allá pude vislumbrar la entrada a la casa. Era una gran mansión blanca, con contraventanas verdes. Parecía inofensiva en todos sus aspectos, como si estuviera dormida. Al contrario de lo que ocurría en las demás construcciones, el jardín y los árboles parecían estar detrás de la casa, así que la fachada no quedaba oculta por las magníficas copas de los árboles. Pude contemplar muy bien cada uno de los motivos decorativos. Me pareció divertido y comencé a contarlos, mientras Anita llegaba a la entrada de la casa. A pesar de que no pude oírlo, había llamado a la puerta, decorada en verde y oro, que se abrió para dejarle paso.
Detrás de mí sonó una bocina. Un modernísimo Mercedes SLK casi se estampó contra el parachoques del coche de Anita. El conductor agitó los brazos con violencia. Lo miré y alcé los hombros.
El conductor se bajó y se acercó a mí.
—¡Tiene bloqueada la entrada! —me abroncó.
—Lo siento —contesté—. Espero a alguien. Seguro que viene enseguida.
—¡Si no va a entrar, lárguese! —siguió con la bronca—. ¿Qué busca aquí? ¿Es de la familia?
—No de esta familia —dije, relajada. Cuanto más nervioso se ponía él, más me divertía yo. Era un fulano como para reírse de él—. No es mi coche y no sé cómo… —¿Anita había dejado puestas las llaves o se las había llevado? No podía acordarme. Eché un vistazo al contacto. Las llaves estaban ahí. ¿Por qué tenía que pelearme con aquel pigmeo rencoroso? Me bajé del coche y me coloqué en el asiento del conductor—. De todas formas no puedo quitarlo si usted no retira el suyo —repliqué.
El hombre me miró, subió a su coche y lo hizo retroceder. Yo dejé a un lado el coche de Anita y él presionó el mando a distancia que llevaba en la mano. La gran puerta metálica se abrió sin hacer ruido. Él aceleró a tope y el coche se embaló, por lo que tuvo que frenar de golpe. La gravilla del camino se esparció por los aires. ¿Cómo podía ser tan impaciente? La puerta se volvió a cerrar por sí sola.
Yo salí del coche de Anita y observé que aquel tipo tan jactancioso, un individuo relativamente joven y vestido con un traje a la medida, se bajaba de su Mercedes y se dirigía con paso enérgico a la entrada. Estaba a punto de llegar cuando se abrió la puerta, como si hubiera accionado otro mando a distancia, pero no era el caso, porque Anita y otra mujer salieron de la casa.
El tipo se quedó perplejo y las dos mujeres también. De repente, Anita abrazó a su acompañante y le plantó un vehemente beso en la boca. Yo no lo podía ver con claridad, pero me pareció que el fulano se ponía rojo como un cangrejo y miraba la escena sin dar crédito a lo que veían sus ojos.
Anita soltó a la mujer, le dijo algo a él y luego, con toda tranquilidad, se dirigió a la salida en la que yo me encontraba. Cuando se me acercó, pude ver que sonreía con ironía.
—Tuve que apartar tu coche a un lado, de lo contrario me hubiera arrollado —dije, mientras señalaba al auto.
—Me lo puedo imaginar. —Anita cerró con cuidado la puerta, por la que cabía sólo una persona y que parecía formar un todo con el portón.
—Es el prometido de Tessy.
—Me lo suponía —contesté.
Anita hizo una mueca de satisfacción.
—Por lo menos ahora ya lo sabe. Ella tendrá que explicarle lo que ha habido entre nosotras. Yo ya se lo he insinuado.
—Seguro que ahora va a tener problemas —dije, con aire compasivo.
—Eso espero —respondió—. He intentado hablar con ella, pero no entiende cuál es mi problema. —Rió, burlona—. ¡Mi problema! Ella pensaba que sólo era problema mío. Ahora todo ha cambiado. —Echó un último vistazo a la casa y arrancó con lentitud—. Ahora es su problema, ya no es el mío. Se acabó.
—¿Qué le has dicho? —pregunté.
—Nada más que la verdad —dijo Anita con aire satisfecho—. Que su futura mujer es muy buena en la cama. —Su sonrisa se amplió—. Eso no me lo podía negar.
Arqueé las cejas.
—Ahora ya no será tan moralista —dijo Anita—. No tiene motivos para ello. Tessy no es capaz ni de deletrear la palabra «amor».
—Pero eso es injusto —repuse, haciéndome la seria—, sólo porque la pobre chica no sepa leer ni escribir…
Anita me miró, perpleja, durante un instante y luego las dos estallamos en una carcajada.
—Pensé que hablabas en serio —ironizó.
—Dulce es la venganza[8] —dije, aún entre risitas—. Hasta ahora no entendía del todo el significado de esta frase, pero ahora creo que ya lo he captado.
—Sí —dijo Anita—. Y yo hasta ahora no pensaba que pudiera hacer algo así, pero Tessy… Tessy se lo ha buscado.
—Después de todo lo que te ha hecho… No tienes que pensar más en eso. Es más que probable que Tessy nunca haya tenido que cargar con las consecuencias de sus actos.
—Eso es cierto —respondió—. No sabe lo que son las consecuencias. Siempre ha podido hacer y deshacer a su antojo. Nadie le ha impuesto límites. Su vida ha sido como la de una princesa. —Agitó la cabeza—. Comparados con los suyos, mis padres son unos pobres peleles. La familia de Tessy tiene dinero desde que el mundo es mundo.
—Yo pienso que por aquel entonces no existía el dinero —repliqué, con cierta sequedad—, pero entiendo lo que quieres decir.
—El dinero rige el mundo —dijo Anita—. Al menos eso es lo que cree Tessy. Y me temo que, hasta hoy, yo no había pensado mucho en si es eso cierto. Debería darme vergüenza.
—Ahora exageras, Anita —contesté.
—No, no lo creo. Voy a irme a Eifel para reflexionar sobre lo que quiero hacer de verdad. La soledad de allí me sentará bien. Yo…, yo no he hecho planes para después de la selectividad. Pensaba que Tessy y yo nos iríamos y… —se interrumpió—. Estoy muy satisfecha de que ya haya pasado.
Vi que se estremecía a su pesar y, para consolarla, acaricié su brazo.
—Puedes acudir a mí en todo momento. Lo sabes.
Ella volvió su rostro hacia mí.
—Eres tan amable —contestó—. Quizá deberíamos marcharnos las dos —dijo, con una mueca.
—Yo… yo creo… —¿Cómo podía pensar eso?
—No, no. —Anita se echó a reír—. No tengas miedo. No me interesa exponerme a una nueva aventura. Tessy me ha quitado las ganas por mucho tiempo. Y, aunque fuera así, no te agobiaría con esa exigencia —dijo, satisfecha—. ¿A que ha quedado muy bien y parece que es una frase que me he aprendido de memoria? Nuestra profesora de lengua se mostraría orgullosa de mí, y eso que le he dado pocas oportunidades para estarlo.
—Sí, seguro —dije yo.
—Lo siento —se excusó Anita—. Hablo todo el tiempo de Tessy y tú te preguntas dónde estará Danielle.
—Sí, sí me lo pregunto. —Suspiré—. Pero estoy convencida de que en un par de semanas… —dejé de hablar. ¡¡Un par de semanas!!—. Que volverá pronto —terminé la frase con dificultad.
—Seguro —dijo Anita—. Lo más probable es que piense en nuevas ideas para un negocio. Ya sabes cómo son los empresarios. Ya hace mucho tiempo que tenía la agencia y ahora se ha aburrido. Querrá hacer algo nuevo. No tiene nada de particular. Si alguien es creativo…
—Creativa sí lo es, eso es cierto —dije, pensativa. Anita me daba nuevas esperanzas. Hasta ahora sólo podía verlo todo desde el lado privado y personal, pero Danielle… Danielle relegaba a segundo plano lo personal cuando se trataba de negocios. ¿Habría ocurrido así esta vez? La explicación de Anita sonaba muy lógica. ¿Por qué no iba a ser así?
Aquello casi no explicaba todo lo demás…, pero yo no quería pensar en eso. Danielle era para mí como un enigma con siete sellos y yo no podía entender su forma de actuar. Pero nadie se esfuma de una forma tan sencilla. Aparecería en algún momento y yo podría hablar con ella.