El día siguiente lo pasé en mi habitación. Casi no salí de ella. Pensaba en Danielle e intentaba una y otra vez encontrar una explicación que no existía. El dolor me laceraba el alma de una forma cada vez más honda y angustiosa.
Oí que mi madre volvía del trabajo. En los últimos días se había mostrado sorprendida al comprobar que yo no salía de casa, aunque es probable que también le agradara no estar siempre sola por las noches. No me había dicho nada, pero sí me había lanzado algunas miradas de curiosidad. Me levanté y fui a la cocina. No quería preocuparla.
—Has vuelto a no comer nada —dijo—. No es saludable comer sólo por las noches.
—No tenía hambre —contesté.
Me echó una de aquellas miradas maternales, cargadas de preocupación, de las que resulta muy complicado evadirse.
—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿No quieres decírmelo?
Yo negué con la cabeza.
—No pasa nada. ¿Por qué?
—Estás todo el día encerrada aquí, no haces nada, algo debe de ocurrir. ¿No te encuentras bien? ¿Te sientes enferma? —Me tocó la frente con la mano.
—No estoy enferma.
Mi frente estaba fría, pero eso no la tranquilizó.
—Primero come algo —insistió— o te quedarás en los huesos.
De hecho, ya me sobresalían un poco los pómulos.
—Hay una carta para ti —dijo mi madre y dejó ante mí un sobre blanco—. Lleva días en el buzón. Tienes que mirarlo de vez en cuando.
Yo no miré la carta.
—¿No quieres abrirla? —preguntó, al regresar de la cocina, después de poner a calentar la sopa.
—No espero correo —contesté.
Mi madre me puso la carta en la mano.
—Es de un despacho de abogados. ¿Has contratado algo? —dijo, riéndose. No lo decía en serio.
—¿De un despacho de abogados? —Me sentí irritada.
—Sí, aquí. —Mi madre me mostró el membrete de la carta—. ¿Has mandado un currículum para conseguir un trabajo hasta que empieces a estudiar? No me habías dicho nada.
Eso había ocurrido en mi otra vida.
—No, no conozco el nombre —contesté. Ya empezaba a picarme la curiosidad. Abrí la carta y saqué dos hojas escritas. En ese mismo instante las dejé caer al suelo, como si quemaran. Di un salto y escapé a la carrera hacia mi habitación. No había pasado ni un minuto cuando mi madre llegó junto a mí.
—¿Qué pasa? —preguntó. Tenía unos papeles en la mano y pude imaginarme muy bien cuáles eran.
—Nada —dije. Me acerqué con la intención de quitarle los papeles. Ella se hizo a un lado y mantuvo, firme, las hojas entre sus manos.
—¿Qué es esto? —preguntó, marcando mucho las palabras.
—Un contrato entre Danielle y yo —expliqué. Me sentía incómoda.
—Eso ya lo he visto —replicó—. Pero esto no tiene nada que ver con un trabajo en su agencia de publicidad.
Me senté en la cama y me agarré a ella con tanta fuerza que los nudillos me empalidecieron.
—No —repliqué.
Su voz sonó cortante y, de repente, exhaló un suspiro contenido.
—¿Qué haces allí? —preguntó con un susurro.
Levanté la cabeza y la miré, en busca de comprensión.
—No es lo que piensas. En realidad no es lo que parece —intenté explicar.
—¡Te acuestas con ella por dinero! —gritó mi madre fuera de sí—. ¡Eso es lo que parece! ¿O es que he entendido mal algo? —Me miró y me di cuenta de que esperaba que no fuera cierto. Esperaba que le diera una explicación distinta a lo que estaba escrito en las hojas que tenía en su mano. Sus ojos casi me suplicaron que le quitara la razón.
—No —repliqué en voz baja—. No, no lo has entendido mal.
Ella se volvió y se encaminó a la puerta. Corrí desesperada detrás de ella. Ya estaba en el vestíbulo y se había puesto el abrigo.
—¿Adónde vas? —pregunté, temerosa.
—A… su casa —dijo, y sus palabras sonaron tan despectivas que me estremecí. Nunca la había visto tan furiosa. Me asusté—. ¡Le voy a enseñar a ésa a hacer de mi hija una… puta! —exclamó, con rabia—. ¡Porque tú sigues siendo mi niña!
—¡No, por favor, mamá, no lo hagas! —le rogué—. Ella no ha hecho nada. Es culpa mía, sólo mía.
Mi madre me miró, muy irritada.
—¿Ah, sí? —preguntó en un tono frío, pero aún muy enfadada—. ¿Es eso lo que quieres ser? ¿Se me ha pasado por alto ese deseo en tu lista de trabajos?
—No. —Me dejé resbalar por el rincón cercano a la puerta, hasta que me quedé agachada. Miré hacia arriba, pero apenas podía distinguirla a causa de las lágrimas.
—Yo la quiero, mamá —murmuré—. Haría cualquier cosa por ella. Y, puesto que me lo pidió, no pude decir que no o, de lo contrario, la hubiera perdido. Me hubiera echado. Ella no me necesita, pero yo a ella sí, por eso lo hice. Pero ella piensa… piensa que tiene que pagar por todo y eso carece de significado para mí. Yo no voy a coger el dinero. Ella lo transferirá a una cuenta que está a mi nombre, pero yo no lo voy a tocar nunca. Por mí puede pudrirse allí.
Mi madre se puso en cuclillas a mi lado.
—Pero, a pesar de eso, ella piensa que tú lo haces por dinero, porque te paga —dijo ahora, con aquel tono dulce que yo le conocía—. Debes decírselo. Debes cancelar esa cuenta y todo se arreglará.
—Entonces me abandonará —repliqué, con desesperación.
Mi madre suspiró.
—¿Qué deseas de esa mujer? —preguntó, sin comprender—. ¿Y si ella no te ama? Tú eres una chica joven y guapa. Seguro que encontrarás una novia agradable. Y puede que de tu misma edad —añadió.
—La quiero —repetí de nuevo—. Y ella se tiene que enterar, seguro —le dije, con el mismo tono de desesperación. ¡Tenía que creerme a toda costa y de esa forma también yo lo podría creer y se acabarían mis esperanzas!
Mi madre me pasó la mano por el pelo para consolarme, pero aún se mostraba dubitativa.
—Tiene casi mis mismos años —apuntó con sensatez—. Créeme, a nuestra edad ya no es tan fácil enterarse de esas cosas. De algo tan importante. Si hasta la fecha no lo ha hecho…
—Estoy segura de que puede hacerlo —intenté dar a mis palabras un tono de convicción, tanto para ella como para mí misma—. Si se da cuenta de que la quiero, lo entenderá…, lo comprenderá.
Mi madre se levantó.
—A veces me olvido de lo joven que eres —suspiró— porque casi siempre actúas de una forma muy inteligente. —Me miró de arriba abajo—. La mayoría de las veces, pero no siempre —añadió.
Sacó el contrato del bolsillo de su abrigo y me lo dio.
—Tienes que romper este contrato. De inmediato —ordenó. Me miró, observó la expresión de espanto de mi rostro y suspiró—. O seré yo misma la que vaya a verla y lo haga. Esto no puede quedarse así.
Yo también lo creía necesario, pero… Me levanté del suelo y miré a mi madre.
—No podría soportar perderla. Por favor, no lo hagas.
—También podría matarla y con eso el problema estaría resuelto —replicó mi madre con toda tranquilidad—. No creas que estoy tranquila, aunque ahora lo aparente. Aún estoy muy, pero que muy, enfadada. Tú eres mi niña, te he traído al mundo y te voy a proteger todo el tiempo que pueda. Incluso en contra de tus deseos. Por ahora tú no sabes con certeza lo que es bueno para ti. Éste es tu primer gran amor y lo entiendo. Pero, a pesar de todo, no lo voy a permitir. Esto ya ha llegado muy lejos. ¡Demasiado lejos! No, no voy a hacer nada. —Me tranquilizó—. Al menos por ahora. Pero debemos buscar una solución y espero que seas tú quien la encuentre.
—Sí. —Bajé la cabeza.
—Vamos —dijo—. Voy a preparar un café y luego hablaremos. —Se quitó el abrigo y lo colgó de nuevo en la percha.
—Tú sabes lo que pienso —dijo mi madre cuando ya estábamos con el café—. Ella es bastante mayor para ti y le da mucho valor al dinero. Eso nunca ha ocurrido en nuestra familia. No ha sido así porque no lo teníamos, pero, aunque lo hubiéramos tenido…, no quisiera que te hubieras comportado así. Que tú llegaras a creer que todo se puede comprar. Hay cosas que no se pueden pagar. El honor, la dignidad, la confianza, el afecto. —Evitó decir la palabra «amor», igual que yo hacía siempre en presencia de Danielle.
—Lo sé —repliqué, incómoda—. Pero… pero tú lo ves de una forma equivocada. Ella…, ella no es como tú piensas. Ella es…, ella es…
Mi madre se echó a reír.
—¡Es tan encantadora que ha conseguido hacerte perder la cabeza! —dictaminó—. ¡Eso ya lo he podido comprobar! ¡Es muy atractiva, debo admitirlo!
Miré a mi madre con cierto aire de desconfianza.
—¡Oh, no! —Hizo un gesto como de rechazo—. ¡No pensaba en eso! —Se volvió a reír—. Tan sólo quería destacar el hecho de que te entiendo, no de que me haya pasado al enemigo. —Yo debía de tener un aspecto muy atormentado y mi madre me acarició con suavidad la cabeza en un ademán tranquilizador—. Estoy muy preocupada por ti —dijo, con dulzura—. Eres demasiado joven para permitir que te partan el corazón. ¡Y menos aún una mujer que, a cambio de eso, te paga!
Aquello le había irritado mucho. ¿Quién se lo podía censurar? Desde luego, yo no. Sin embargo, me vi obligada de nuevo a defender a Danielle.
—En realidad ella no lo hace sólo por dinero, al menos ésa es la impresión que yo tengo —dije—. Lo único que ocurre es que está tan acostumbrada a obtenerlo todo que ya no tiene en cuenta… —me interrumpí, pues no sabía cómo continuar.
—¿Y no sabe que de ese modo puede hacer mucho daño a los demás? ¿Que los está comprando? —Sacudió la cabeza, con una expresión de duda—. No lo creo. No me puedo creer algo así.
—Está tan rara últimamente —dije—. Pero, en lo que respecta a los sentimientos, es cerrada como una ostra. Siempre ha sido así.
—¡Bueno…, me cuentas unas cosas tan bonitas! —exclamó, arqueando las cejas—. Me lo tenías que haber dicho antes.
—No podía —repuse, en un tono contrito. Si hubiera sabido todo lo que yo me había callado…—. Y ella también ha cambiado mucho, se ha vuelto más franca.
—Pues aquí no lo parece —dijo mi madre, mientras señalaba el contrato—. A no ser que te refieras a este tipo tan especial de franqueza.
—Sí, no lo parece —respondí—. Pero incluso así…
—¿Hace de ti una puta y todo está bien y en orden? —preguntó mi madre, con ojos brillantes. Percibí que regresaba su furia.
—No, no. —Alcé las manos—. Ella… me cogió desprevenida por completo cuando llegó con el papel. No supe por qué lo hacía.
—De todas formas, esto no ofrece ninguna buena impresión acerca de su carácter —dijo mi madre y se mordió los labios—. ¿Qué clase de gente hace una cosa así? ¿Quién le exige algo parecido a otra persona, ya sea a través de un contrato o sólo con el pensamiento?
—Sí…, yo…, sí… —Yo ya no sabía cómo replicar a sus cuestiones—. Ella…, ella no piensa en el amor. Piensa que es una ilusión. —Me sentía muy desgraciada.
—¿Cómo? —Las cejas de mi madre se alzaron casi hasta el borde de su cráneo—. ¿Y eso me lo dices ahora?
—Si…, si te lo hubiera dicho antes… —tartamudeé.
—Te hubiera prohibido salir con ella —dijo mi madre—. Todo esto es inadmisible. Incluso tú misma deberías saberlo.
—Yo…, yo… —Sentí frío y calor a la vez.
—Tú la quieres. —Mi madre suspiró—. Eso lo puedo comprender. Yo también quise a tu padre, incluso aunque sabía que él no lo merecía. No resulta tan fácil desactivar el amor. Pero cuando uno espera el tiempo suficiente…
Yo elevé la mirada y la vi.
—Sí, sí. —Mi madre sacudió la cabeza—. Ése no es un tema que te incumba. Tú crees que puedes reeducarla, convencerla de que el amor no es tan sólo una ilusión. Piensas que tendrías amor suficiente para las dos. —Respiró hondo—. Yo también lo pensé en algunas ocasiones.
—Pero…, pero Danielle es… Era tan distinta antes, hasta…
—¿Hasta que te humilló con el contrato, señalándote cuál es tu lugar? —Mi madre se levantó—. ¿No te das cuenta de adónde te lleva esto? Puede hacer contigo lo que quiera y tú obedecerás como un perrito. Eso no es una relación equilibrada. De hecho, no es una relación. Y no tiene nada que ver con el amor.
—Lo sé. Pero no creo que ella… que ella piense así de verdad. —Yo no podía creerlo, ni quería creerlo.
—Te ha hecho llegar el contrato a través de un despacho de abogados —dijo mi madre—. ¿No te parece bastante serio?
Quise contestar, pero en ese momento llamaron a la puerta. Di un salto. «¡Es Danielle y viene a disculparse. A dejarlo todo arreglado!». Una tontería, eso era. Sólo una tontería. Abrí la puerta de golpe.
Anita pasó delante de mí sin decir una palabra, se dirigió a la cocina y se sentó en el banco. Sollozaba y su cara estaba anegada de lágrimas.
Yo me quedé en la puerta de la cocina. Mi madre nos miraba alternativamente. Por un momento sólo se oyeron los gemidos de Anita.
—¿Anita? —dijo mi madre, con cautela.
Mi amiga levantó la cabeza y me miró a mí, luego a mi madre.
—Tessy… —Sollozó de nuevo—. Tessy…
Fui hasta la mesa de la cocina y me senté. Mi madre no nos envidiaba en absoluto. Primero mi mal de amores y ahora el de Anita, todo a la vez.
—¿Qué pasa con Tessy? —pregunté. Por un momento me olvidé de Danielle.
—Tessy…, ella ha…, ha venido. —No podía articular palabra. La congoja le había formado un nudo en la garganta.
—¿Ha ido a tu casa? —pregunté. ¿Por qué lo había hecho Tessy y no Danielle?
—Sí. —Anita levantó la cabeza. Mi madre, sin decir nada, se hizo con un paquete de pañuelos y se los dio. Anita cogió uno y se enjugó las lágrimas—. Ha venido a mi casa y quería…, quería que nosotras otra vez…
—¿Quería volver contigo? —Me acordé de la conversación en la que Anita había descartado por completo aquella posibilidad.
—Sí, sí, eso quería. —Un nuevo sollozo le cortó la respiración—. Pero…, pero… —Cogió otro pañuelo y se sonó con fuerza.
—¿Pero tú no querías? —Intenté ayudarla.
—¡Claro que no! —exclamó Anita, espantada—. Ella…, ella piensa que nosotras podríamos…, luego…, cuando ya esté casada… Su prometido es un imbécil y no se daría cuenta de nada. —Volvió a llorar.
Mi madre se rió por lo bajo.
—¡Bueno, las dos sois unos tesoritos! —dijo—. Vuestra capacidad de juzgar a las mujeres parece un poco menguada.
—¿Qué? ¿Por qué? —Anita suspiró y me miró—. ¿Tú también…?
Asentí, turbada.
—Justo antes de que llegaras estábamos manteniendo una charla madre-hija acerca de ese tema —contestó mi madre.
—Yo… Ah… lo siento —tartamudeó mi amiga—. No quería…
—Quizá podríamos montar una tertulia —repuso mi madre—. Así no tendríamos que contar las cosas dos veces. —Se levantó—. Propongo que comamos algo juntas. Con el estómago vacío el mal de amores se lleva mucho peor. Y, aunque yo no padezca de mal de amores —sonrió, satisfecha—, no me gustaría tener que renunciar a la cena.
Anita se tranquilizó a lo largo de la cena y, a pesar de que al principio había afirmado que no podría pasar ni un bocado, al final su plato estaba vacío. Incluso repitió. A mí me ocurrió lo mismo. La presencia de mi madre y sus artes culinarias contribuyeron a apaciguar todo nuestro nerviosismo interior.
—Nosotras fregamos —le dije a mi madre cuando acabamos de cenar—. No te preocupes por eso.
Mi madre me echó una mirada significativa, como diciendo: Aún tenemos que hablar entre nosotras. Y no pienses que la cosa está solucionada.
—Está bien. Me alegro de poder poner un poco los pies en alto —respondió—. Ha sido un día muy largo. —Nos miró a las dos y luego se dirigió al salón.
—Lo siento…, por lo de Danielle —comentó Anita, mientras ella fregaba y yo secaba—. No lo sabía.
—Tampoco podías saberlo —respondí. De repente me sacudió de nuevo la tristeza y mis ojos se llenaron de lágrimas.
Me sequé las manos y cogí un pañuelo para limpiarme los ojos.
—A mí ya me ha leído la cartilla —dije—. Y puede que tenga razón, pero yo… amo a Danielle. No me puedo imaginar estar sin ella.
—Eso me pasaba a mí con Tessy —repuso Anita en voz baja—. Y así es como continúa pasando. Pero… pero… ¿Piensas que debería hacerlo?
—¿Qué es lo que deberías hacer? —La miré—. ¿Aceptar su propuesta?
—Sí —dijo Anita—. En todo caso, podría verla y estar con ella. Aun cuando nadie deba enterarse. Eso siempre va a ser así.
—Yo no conozco a Tessy —dije, procurando evitar su mirada.
—¿Tú no lo harías? —Anita me miró, interrogante.
¿Debía hablarle del contrato? ¿Era algo parecido o aún mucho peor?
—Yo… yo no sé lo que haría —dije, entre titubeos—. En realidad, no te lo podría decir.
—Danielle y tú… —comenzó Anita, con cautela—. ¿Os habéis separado?
—No, en realidad no —respondí, tensa—. Más bien todo lo contrario. Ahora incluso estamos ligadas por un contrato.
—Ah…, yo pensaba…, entonces lo he entendido mal —dijo Anita. Parecía turbada.
Respiré hondo.
—Es algo parecido a lo que os pasa a Tessy y a ti —expliqué—. Ella me ha hecho una propuesta que…, que es complicada, dicho de una forma delicada. Estos últimos días he estado pensando si debía aceptarla o no. Mi madre se ha enterado hoy y…, bueno, luego llegaste tú.
—¿Tu madre está en contra? —preguntó Anita.
—Absolutamente —respondí—. Pero ella no… no conoce a Danielle.
—Sí, ése es el problema. —Anita lanzó un suspiro. Se sentó en el banco de la cocina—. Nadie las conoce como nosotras, tú a Danielle y yo a Tessy.
—Es… —Me senté a su lado en el banco y apoyé la cabeza en las manos—. Amo a Danielle desde el primer momento en el que la vi. Ella es… única. Ninguna persona había despertado en mí unos sentimientos como ésos. Pero… —dije, mientras tragaba saliva— sentimientos tanto buenos como malos.
—No son sólo sentimientos positivos —dijo Anita—, eso es cierto. Tessy me ha llevado tanto al cielo como al infierno. Y a pesar de eso estoy apegada a ella. Y quiero volver a verla. Cada vez creo más que no es así como piensa, que cambiará, que lo reconocerá.
—¡Ja! ¡A quién le vas a decir eso! —añadí—. Es lo mismo que yo creo.
—Me tranquiliza saber que no soy la única tonta —dijo Anita, con una mueca forzada.
—Sí. —No tuve más remedio que darle la razón—. Si utilizara la cabeza para tomar una decisión, todo estaría muy claro. —Lancé un suspiro.
—Pero ese tipo de decisiones no se suelen tomar con la cabeza —dijo Anita—. Aquí tu inteligencia no te sirve para nada.
—Por desgracia no —contesté—. Ni lo más mínimo.
—Pero si vosotras…, si no os habéis separado, la cosa se podría arreglar. Quizá tengáis que volver a hablarlo.
—Ya lo he intentado —dije y tragué saliva—, pero su casa estaba cerrada. No me ha abierto.
—¡Oh! —Anita reflexionó un instante—. ¿Cuándo quedabais vosotras?
—Cada tarde —contesté—. Pero…, en los últimos días no nos hemos vuelto a ver.
—Desde… ¿desde que te hizo esa propuesta? —preguntó Anita.
—Sí —asentí.
—Ella tiene una agencia de publicidad —dijo Anita—. ¿No puedes ir allí?
Yo torcí los labios con escepticismo.
—No le gustaría —repuse—. Prefiere separar la vida laboral de la privada.
—Puede que no sea un buen arranque —dijo Anita—, pero ¿tienes otra opción? Creo que deberías hablar con ella.
Yo moví la cabeza en señal de asentimiento.
—Quizá tengas razón.
Anita me miró.
—Tenía planeado asaltarte —indicó—. ¿Puedo dormir contigo esta noche?
Yo la miré, perpleja.
—Yo… yo no te lo he explicado todo —dijo Anita, con expresión culpable—. Tessy le ha contado un par de cosas a mis padres.
—¿Sobre vosotras? —pregunté.
—Sobre mí —respondió Anita—. Como es natural, sobre sí misma no ha dicho nada, porque eso la habría perjudicado. Se puso furiosa al ver que yo no aceptaba de inmediato su propuesta y, justo en ese instante, mi madre llegó a casa, casualmente antes de lo que es habitual.
—¿Y por eso piensas en aceptar su oferta? —pregunté.
—¿Has dudado tú en aceptar el contrato de Danielle? —replicó ella, a su vez.
Aquello me cayó como un mazazo.
—¿Cómo… cómo ha reaccionado tu madre? —pregunté de nuevo.
—Ha llamado a mi padre y lo ha puesto al corriente de las noticias frescas —dijo Anita—. Además, mi madre me ha pedido que abandone la casa.
—¿Qué? —Mi pregunta fue más bien un grito—. No me lo puedo creer.
—Sí —aseguró Anita—. Ya te he contado cómo son mis padres. Ellos no lo aceptan.
—Lo siento. Nunca lo hubiera dicho… Al fin y al cabo son tus padres. —Yo no daba crédito a mis oídos.
—Mis padres encargaron a sus hijos en un catálogo de ventas por correo —dijo Anita con amargura—. Pero, por desgracia, sólo les sirvieron el producto adecuado en el caso de mi hermano. Yo fui un error de entrega y ellos no lo devolvieron.
—¡Oh, Anita! —La cogí del brazo.
Ella comenzó a temblar y se echó a llorar otra vez.
—Pensaba que podría soportarlo —murmuró ella—. Nunca se han preocupado mucho de mí. Pero…, pero esto…
—Puedes dormir aquí —dije, impresionada—. Tanto tiempo como quieras.