Los meses hasta la selectividad volaron y de repente los exámenes ya habían pasado. La fiesta de final de curso pasó ante mí como una exhalación.
Yo había quedado con Danielle para celebrarlo nosotras dos solas. Debía ser el punto culminante, el broche de oro que lo coronaría todo.
Cuando llegué a su casa todo estaba oscuro. Sólo había luz en el comedor, pero era una luz muy tenue. ¿Se habría quedado dormida sobre su whisky? Ya había ocurrido en varias ocasiones durante los últimos tiempos. Llegaba a casa, bebía algo y, de repente, se sentía tan cansada que no tenía más remedio que dormirse. Trabajaba demasiado. Pero, si se lo decía, ella lo negaba con vehemencia y me prohibía seguir con el tema.
Intenté no hacer ruido mientras avanzaba por el pasillo y me dirigía al comedor. No quería despertarla en caso de que se hubiera quedado dormida. Ya lo celebraríamos más tarde. Al entrar en el comedor, me quedé parada por un instante. Por todas partes, tanto sobre la mesa como en el suelo, había velas encendidas. Era un solo mar centelleante de llamas de cálida luz.
De las sombras salió Danielle sonriente y se me acercó.
—Espero que te guste —dijo.
—Oh…, sí —balbuceé. Danielle no solía ser muy romántica, pero, si se lo proponía, lo era, lo era de verdad.
—Pensé que un acontecimiento como éste tenía que celebrarse de una forma muy especial —afirmó—. De hecho, la selectividad sólo se hace una vez en la vida y supone el comienzo de una nueva etapa.
—Esto… esto es imponente —susurré, sobrecogida aún por aquel mar de luces.
—Siéntate —dijo Danielle—. No sólo hay cosas que ver.
Di un traspié al llegar a la mesa, que estaba puesta para dos personas. Lo que de verdad me fascinó fue la cantidad de cuchillos, cucharas y tenedores que había junto a los platos.
Danielle dio una palmada y se abrió la puerta de la cocina. Salió un hombre vestido de cocinero; llevaba dos platos de sopa y los colocó de una forma muy elegante ante nosotras dos.
—Bon appétit! —dijo, y desapareció de nuevo.
Yo lo miré, perpleja.
—Es una excepción —dijo Danielle—. Hoy he pedido ayuda para la cocina. Quería hacer algo especial y yo sola hubiera tardado mucho tiempo. —Cogió su cuchara e hizo un leve gesto hacia mi plato—. Come o se quedará fría. Sería una pena, después de todo lo que nos hemos esforzado en prepararla.
Yo no podía entender muy bien todo aquello, pero probé la sopa. Estaba deliciosa, como todo lo que cocinaba Danielle, aunque sólo acostumbraba a hacerlo en vacaciones.
—Esto…, no hacía falta —dije, avergonzada.
—Al principio pensé que podríamos ir a un restaurante —dijo Danielle—, porque no tenía mucho tiempo para ponerme a cocinar, pero luego me decidí por lo contrario. Por suerte, se pueden contratar cocineros para casa y no es necesario ir a un restaurante.
—Esto es… —Miré a mi alrededor, a las pequeñas llamas luminosas que difundían una atmósfera indescriptible—. Es increíble.
—Pues te lo puedes creer. —Danielle rió por lo bajo—. Pero, sobre todo, debes disfrutarlo. Es todo por ti y por tu esfuerzo. Te has ganado la recompensa.
—Pero… pero la selectividad no ha sido tan complicada —repuse, con timidez.
—Entonces tómalo como un tributo a tu inteligencia —dijo Danielle—. Ella es la que te ha permitido que la selectividad no te haya resultado tan complicada como a los demás. Tú sabes que aprecio mucho tu inteligencia. Sobre todo porque hoy día parece estar pasada de moda.
—Y como ejemplo tenemos a Bärbel —dije, con una sonrisa—. Podrías tener razón.
—¿Ha aprobado? —preguntó Danielle.
—Sí, lo ha conseguido. —Suspiré—. Más mal que bien, pero ha pasado. Y eso no dice mucho a favor de la selectividad.
—Siempre ha sido así —dijo Danielle—. En el internado en el que estuve, hubo gente que hizo la selectividad y de la que uno se podía preguntar si entre tanta alfalfa aún quedaba espacio para una neurona. Desde entonces, parece que las exigencias de la selectividad han disminuido aún más. Llegará un momento en que te aprobarán sin haber tenido que pasar primero por el colegio.
—Espero que no —contesté—. Por desgracia, la situación es tal como la has descrito. En el colegio me he aburrido en muchas ocasiones, porque tenían que repetirlo todo, aunque no resultara nada complicado entenderlo a la primera.
—No para ti —dijo Danielle—, pero sí para los demás.
—Sí, es probable —respondí—. Ése ha sido mi problema. Pero también existen personas para las que merece la pena repetir las cosas: Anita, por ejemplo. No tiene nada de tonta, nada en absoluto, pero, a pesar de todo, tiene dificultades para quedarse con las cosas.
—Anita es la chica a la que tú das clases particulares, ¿verdad? —preguntó Danielle.
—¿Te has enterado? —pregunté a mi vez. A menudo tenía la sensación de que las cosas que le contaba no eran bastante interesantes como para que las retuviera.
—Yo me entero de muchas cosas —dijo Danielle—. Pueden resultar interesantes. En cuestiones de negocios, por ejemplo, resulta útil darse cuenta de lo que dice el cliente en una frase accesoria, sin que él mismo siquiera se haya dado mucha cuenta de lo que ha dicho. A partir de esos comentarios fuera de contexto, he montado ofertas que han tenido mucho éxito.
—Pero Anita y yo no tenemos nada que ver con tus negocios —dije, con cierta desilusión. Hasta el momento todo había sido muy bonito y ahora volvía a aparecer de nuevo el trabajo. Danielle no podía desengancharse; pensaba sin cesar en lo mismo.
—Tu memoria puede ser un buen capital —dijo. Pareció no darse cuenta de mi bajón de ánimo—. Si la empleas de una forma adecuada y tomas nota de las cosas importantes, es muy… —De repente se agarró la cabeza—. Muy… —repitió y luego dio una palmada, que hizo reaparecer de inmediato al cocinero—. Retire esto —indicó— y traiga el segundo plato.
El cocinero asintió, recogió los platos vacíos y desapareció en la cocina. No habían transcurrido dos minutos cuando regresó con lo siguiente, una creación que me recordó mucho el pescado que Danielle había preparado en nuestros tiempos por el Egeo.
—Han abierto una nueva tienda de delikatessen en la ciudad y siempre tienen pescado fresco de verdad —dijo Danielle—. He pensado que podíamos volver a probarlo aquí.
Lo probé.
—Seguro que la salsa es tuya —afirmé, con una sonrisa—, porque está exquisita.
—Gracias —contestó—. Creo que me ha salido muy bien.
—Cada vez me extraña más que te interese tanto la cocina —dije, mientras saboreábamos aquel maravilloso pescado.
—Me resulta muy útil para recuperar el equilibrio —repuso Danielle—, aunque no tengo tiempo para hacerlo todos los días. Pero cocinar es…, tiene algo que ver con la calma. Es justo lo contrario de lo que hago todo los días en el trabajo, del ajetreo y el estrés.
—Pensé que eso también te gustaba. —Al rememorar mis prácticas en la agencia, recordé que era ella misma la que provocaba aquellas situaciones de ajetreo y estrés.
—Quizá —dijo Danielle—. Puede que alguna vez me gustara. —Parecía pensativa. Luego me miró y en la comisura de sus labios apareció una sonrisa de picardía—. De todas formas, lo cierto es que sí existe una forma de estrés a la que siempre me gusta volver. —Sus ojos refulgieron.
Yo tragué saliva.
—¿Cuántos platos tiene el menú? —pregunté, algo excitada.
—Uno más. Y ya está bien. Así disfrutaremos del placer del postre de después del postre.
Me sentí ardiente. Danielle me desnudaba con la mirada y yo me alegraba de que la luz de la habitación no fuera demasiado intensa. No hubiera podido hacer frente a la mirada del cocinero.
—Danielle… —murmuré.
—Estoy aquí —dijo, mostrando su satisfacción—. Creo que ha llegado el momento del siguiente plato —añadió, tras un largo instante de silencio.
Danielle dirigía al cocinero como un director a su orquesta y los platos llegaron uno tras otro. Las porciones eran mínimas, pero, al final, el conjunto de todas me procuró una sensación de maravillosa y agradable saciedad en el estómago. El menú estaba perfectamente armonizado, ni mucho ni poco. El cocinero nos sirvió café y vino de Oporto como remate, y yo tuve la sensación de haber pasado una tarde en la ópera. La comida había sido como una sinfonía de la mejor calidad.
El cocinero recogió el servicio y abandonó la casa.
—Lo que más me gustaría sería hacerlo ahora mismo sobre la mesa —dijo Danielle, con ojos chispeantes—. Como el último y el más dulce plato. —Sonrió.
Nos sentamos en la mesa, una frente a la otra, pero no nos tocamos.
—¿Por qué no lo haces? —Me fallaba la voz.
—Porque quiero disfrutar un poco más de esta ilusión anticipada —dijo Danielle.
—¿No hemos disfrutado ya durante la cena? —Temblaba en mi interior, debido a mi enorme deseo de que se decidiera a acariciarme.
—Quisiera imaginar a qué te pareces ahora —dijo Danielle—. La fantasía es lo más importante.
—Pero ahora no sólo quieres fantasía… —Yo no sabía lo que tenía planeado. Nunca había hecho nada así. Siempre solía ir muy directa al grano.
—No. —Danielle rió por lo bajo, se puso de pie y se me acercó—. Quiero algo muy concreto. —Sus ojos miraron mi rostro—. Pero hoy es un día muy especial. Me gustaría retenerlo en la memoria como algo notable.
Había algo raro e inexplicable en su comportamiento.
—Yo también —dije en voz baja, e intenté entender la expresión de su rostro. Sus ojos estaban llenos de deseo, pero más allá de lo evidente había algo encerrado.
Se inclinó hacia mí y me besó en la boca con dulzura. Yo puse mi mano en su cuello y quise retenerla, pero se soltó.
—No —dijo.
—¿No? —pregunté. Me levanté de la silla para poder estar frente a ella—. ¿Por qué? ¿Qué pasa, Danielle? —Busqué sus ojos, pero ella miraba hacia un lado.
—No puedo —respondió en voz baja—. No puedo hacerlo. —Me dio la impresión de que, más que conmigo, hablaba con ella misma.
—No tenemos por qué hacerlo —dije—. La noche ha sido maravillosa. Las velas tan románticas, la comida, el ambiente en general, todo ha quedado perfecto.
Ella se volvió.
—Sí —dijo.
—¿Qué pasa, Danielle? —Fui tras ella—. ¿No te encuentras bien? ¿Ha sido demasiado para ti esto de los preparativos, la cocina, todo? ¿Quieres descansar o dormir? —Podía ser que se hubiera excedido y no quisiera admitirlo. Era muy típico de ella. Incluso aunque se desmoronara a causa del trabajo, todo estaba bien, lo afirmaba y luego lo conseguía, aunque estuviera hecha polvo.
Se volvió y me miró. Contempló mi rostro durante un buen rato: primero los ojos, luego paseó su mirada por mis mejillas. Buscaba algo.
—No —murmuró con voz ronca—. No quiero dormir. —Tiró de mí con violencia y me besó fieramente. Se precipitó sobre mí en el sentido más literal de la palabra y me devoró con su boca, como sumida en un estado de desesperación.
Yo dejé que todo ocurriera así y, por fin, disfruté de sus caricias. Sus manos se movieron a lo largo de mi espalda, se apoderaron de mi trasero y se deslizaron entre mis muslos.
—Desnúdate —susurró, con una voz aún más ronca—. Vamos, date prisa… —Me dio aquella orden mientras esperaba con ojos refulgentes que yo siguiera sus instrucciones.
Me desabroché la camisa y los pantalones, y los dejé caer al suelo, pero Danielle no esperó a que estuviera lista. Me empujó contra la mesa cuando yo aún tenía los pantalones en los tobillos. Di un traspié y casi me caí, pero Danielle me agarró y me colocó sobre el tablero de la mesa. Me sacó los pantalones por los pies y me separó los muslos. Se metió entre mis piernas y me lamió.
Yo gemí. Me lo hizo sobre la mesa, tal y como había dicho. Fue su postre más dulce. Pero yo tampoco quería otra cosa. Su lengua jugaba con mi perla y con cada caricia yo sufría una convulsión. Quería llevarme al orgasmo en cuestión de segundos; no tenía tiempo ni paciencia. Antes había hablado la lentitud y ahora aquello no iba bastante rápido para ella. Yo no lo entendía, pero tampoco tenía que entenderlo. Noté que mi vientre se tensaba, que las manos de Danielle agarraban mis muslos y que su lengua entraba en mi interior y volvía de nuevo a mi perla, para revolotear de un lado a otro.
Yo no podía más. Gemí, suspiré, susurré su nombre, se contrajo mi vientre y se abrió a ella una y otra vez. Me quedé tumbada sobre la mesa, jadeando, y ella salió de la habitación. Regresó al cabo de un minuto.
—Ven —dijo—. Quiero hacerlo con esto. —Y puso un consolador delante de mis narices.
Me erguí con expresión de perplejidad. Danielle estaba desnuda y el consolador se hallaba unido a una especie de cinturón.
—Átatelo alrededor de la cintura —dijo. Su voz sonó tan excitada que llegó a quebrarse.
Me deslicé por la mesa y cogí aquel aparato. Era la primera vez que lo usaba y tampoco sabía que Danielle tuviera una cosa así.
Danielle se inclinó sobre la mesa. Al parecer lo quería por detrás.
—Ven —susurró—, hazlo rápido… —Su trasero se movió, a la espera.
Rápido, rápido, rápido, hoy todo tenía que ser muy rápido. Si se tardaba un poco, daba la impresión de que iba a perderse algo. Me sujeté el cinturón con el consolador e intenté arreglármelas con él. Era poco habitual tener un trasto como aquél bamboleándose delante de mis muslos. Resultaba poco práctico. Cogí la barra con la mano e intenté que se mantuviera derecha.
—¡Vamos! —gimió Danielle. Separó las piernas un poco más.
Yo observé su trasero delante de mí. Era suave y redondeado, un regalo para la vista. Y, en medio, algo oculto, un valle húmedo que capturaba la luz y centelleaba. Me coloqué detrás de ella y acaricié sus nalgas. Desde la parte delantera de la mesa llegó un sonido amortiguado, que pudiera haber sido un «¡Sí!».
Seguí acariciándola y ella echó la mano hacia atrás para coger el consolador, como si quisiera introducírselo por sí misma, e hizo que me arrimara más.
—Vamos, ya —murmuró, impaciente.
Otra vez con prisas hoy… Acaricié sus labios vaginales, húmedos e hinchados, y esperé a que me indicara el camino para entrar. Entré en ella con un dedo. Danielle gimió. En aquel mismo lugar, coloqué la punta del consolador y luego retiré el dedo. Danielle gimió aún más alto. Agarré con firmeza el consolador y se lo introduje con un ligero empuje de mis caderas. Danielle gimió sin interrupción y se retorció. Intentó volverse con aquel tronco entre las piernas.
—¡Sí, sí! —jadeó.
Me detuve en el momento en que el consolador desapareció en su interior. En realidad, no sabía con exactitud lo que tenía que hacer.
—¡Empieza, por favor, empieza…! —gimió. Golpeó su trasero contra mi regazo y no tuve más que seguir su ritmo.
El consolador se salía por sí mismo y con cada impulso que yo daba volvía a introducirse. No era tan complicado. La acompañé en sus movimientos e intensifiqué las entradas y salidas del consolador.
Ella gemía con cada embate y arañaba la mesa.
—Más fuerte…, más adentro… —murmuró—. Más…
Una vez que hube encontrado el impulso adecuado de mis caderas, pude atender a sus ruegos. Tensé mis músculos y golpeé hacia dentro; luego el consolador se volvió a salir y en el siguiente empuje intenté que llegara más dentro. Sonaba muy bien cada uno de los golpes de mi regazo contra sus nalgas.
Sus gritos se hicieron profundos y roncos.
—¡Sí…, sí…, sí…! ¡Oh, sí…, más…, más hondo, vamos…! ¡Oh…, oh…, oh…, sí…, más fuerte…! ¡Tómame! —Era un único gemido.
Engarfié sus caderas con mis manos, porque cada vez se mostraba más agitada. Se retorcía tanto que sus pechos bailaban sobre la mesa. Se movía cada vez más deprisa y yo me ajustaba a su ritmo, con unos impulsos cada vez más frecuentes y más fuertes, hasta que ya no pude ir más rápido.
Sus gemidos se hicieron tan poderosos y profundos que pensé que iban a temblar las paredes. Luego gritó, pero mantuvo la presión contra mí, por lo que intenté continuar con mis sacudidas. Mis músculos estaban en tensión a causa del esfuerzo. Siguió con sus gritos, más y más altos, hasta que por fin su voz se extinguió. Se quedó como petrificada y se desplomó debajo de mí.
—¡Dios mío…! —jadeaba por el esfuerzo—. ¡Oh, Dios mío…!
Saqué el consolador y lo aparté a un lado. Colgaba de mí, hacia abajo, y goteaba. ¡Por Dios…!
Le miré el trasero, suspendido desde el borde de la mesa. El acceso entre sus muslos estaba inflamado. El consolador lo había abierto mucho. Me acerqué a ella y acaricié sus nalgas.
—¿Quieres más? —pregunté en voz baja.
—No. —Aún seguía jadeando—. De momento no.
Me deshice con alivio de aquel chisme y lo dejé sobre la mesa. Danielle se irguió y se dio la vuelta. Sonreía.
—A ti no te gusta así, ¿no?
—No mucho —dije con timidez—. Lo siento.
—No pasa nada —aseguró, con una extraña tranquilidad—. Sólo pensé que teníamos que probarlo, porque nunca lo habíamos hecho así.
—A ti te gusta —afirmé—, así que cuando quieras…
—Quiero… —Se acercó a mí y me miró profundamente a los ojos—. Quiero hacer lo mismo contigo.
—Yo… —Eché un vistazo al consolador y me humedecí los labios con la lengua. La mirada de Danielle había surtido sobre mi cuerpo el mismo efecto que un escalofrío ardiente, pero aquella cosa…
—No debes tener miedo —me aseguró—. El grande es para mí. Tengo uno más pequeño para ti…, arriba.
Debió de parecer que me habían rociado con pintura roja. A pesar de que nos conocíamos desde hacía tanto tiempo, aquello me resultó un tanto excesivo.
—Utiliza tu fantasía —dijo en voz baja—. Cierra los ojos e imagínate que entro muy despacio en ti. Como siempre. No hay mucha diferencia.
Cerré los ojos y me sentí a salvo en la oscuridad. Noté que Danielle me acariciaba, primero el vientre, luego los muslos y el trasero. Cogió un pezón en su boca y lo lamió. Yo suspiré. Se hizo con el otro pezón, dejó que se irguiera, se deslizó a mi lado y se puso de rodillas delante de mí. Su lengua lamió la cara interna de mis muslos y comencé a temblar. Los pezones me ardían. Unas cálidas sendas se deslizaban hasta llegar a mi vientre y enviaban señales a mi perla. Esperaba que Danielle la tomara entre sus labios.
—Mantén los ojos cerrados —murmuró—. Confía en mí. —Me tomó de la mano y me hizo salir de la habitación y subir las escaleras.
Como no podía ver nada, me limité a seguirla y a intuir sus movimientos. Podía confiar en ella. Me llevó con cuidado escalón a escalón, me besó en cada uno de ellos y luego continuamos. Yo deseaba cada beso y lo esperaba cada vez que se detenía. Por fin llegamos arriba. Yo aún mantenía los ojos cerrados. Al entrar, reconocí el dormitorio. Me llevó a la cama y me senté.
—¿Quieres un pañuelo? —susurró—. Es más sencillo si tienes siempre los ojos cerrados.
«¿Qué tienes pensado ahora?», me pregunté. Asentí con ciertas dudas.
Un momento después, sentí una tela sobre los ojos. Me anudó el pañuelo por detrás de la cabeza y, aunque abrí los ojos, todo estaba negro.
—Túmbate —murmuró.
Palpé detrás de mí y me tumbé de espaldas. Los pezones casi me rompían la piel. Mi expectación ascendió hasta la inmensidad. No sabía lo que iba a hacer conmigo y no podía ver nada. Era muy singular. Debía confiar en mi oído, en el sentido del olfato y en lo que mis dedos pudieran tocar. Los ojos estaban cerrados.
Escuché un par de ruidos indefinibles y luego noté cómo se tumbaba a mi lado.
—¿Cómo te sientes? —preguntó en voz baja—. ¿Estás bien?
—Sí —asentí—. Mis sentidos estaban tensos al máximo e intenté imaginar lo que Danielle hacía, lo que veía, lo que planeaba. Tengo un poco de miedo —añadí—, porque no puedo ver nada.
—Es normal —dijo, en un tono tranquilizador—. Puedes quitarte el pañuelo cuando quieras, nada te obliga a llevarlo.
Negué con la cabeza.
—Es… interesante… —repuse.
—Bien. —La mano de Danielle se desplazó hasta mi vientre y se apoyó en él. La mantuvo allí—. ¿Sientes el calor y cómo pasa a tu cuerpo? —murmuró.
—Sí —susurré. Era muy excitante, a pesar de que habíamos hecho mil veces esas mismas cosas, aunque siempre con los ojos abiertos. Aquélla era la diferencia. ¡Menuda diferencia!
Su mano subió y acarició mis pechos, todo de forma delicada y muy cariñosa.
—¿Notas esto también? —preguntó, con un cuchicheo—. ¿Cómo lo notas?
—Como un cosquilleo —contesté y me eché a reír—. Tengo muchas cosquillas.
—Lo sé. —Por el tono de su voz, me pareció que sonreía. Su mano se deslizó hacia el otro pecho, lo rodeó y otra vez me hizo cosquillas.
Me volví, en un gesto de evasión.
—Danielle, ¡me haces muchas cosquillas! —A pesar de que la situación me agobiaba, tuve que reírme de nuevo.
Dejó de hacerlo y un instante después noté sus labios sobre los míos. Me besó. Su lengua entró con suavidad en mi boca, acarició el interior de mis mejillas, investigó en lo más profundo de mi garganta y regresó de nuevo a los labios, para pasar por encima de ellos con una suave caricia.
—Danielle… —murmuré. Quería cogerla pero, como no veía, me resultaba imposible. Había cambiado otra vez de sitio, separó mis rodillas y se sentó entre ellas.
Se inclinó despacio hacia abajo y noté que algo me tocaba entre las piernas. No era su mano.
—¿Lo notas? —susurró Danielle.
—¿Es… el consolador? —pregunté, con un cierto temor.
—Sí. —Danielle me acarició el muslo—. El pequeño.
Por desgracia, sólo podía imaginar que fuera el grande o el pequeño, porque no podía verlo. Puede que fuera mejor así, pues aquel tipo de artefactos no me agradaban en absoluto.
Danielle me acarició desde el muslo hacia arriba, hacia el centro. Me hizo unas ligeras cosquillas en los labios y se cercioró de su humedad.
—¿Lo quieres? —murmuró—. Estás muy húmeda.
—Sí —susurré yo con un temblor—. Lo quiero.
—No es grande —me aseguró otra vez—. Ahora lo vas a notar. Cuidado. —Separó mis muslos y los mantuvo abiertos. Sus dedos separaron mi acceso y algo duro penetró en mí de una forma muy lenta, centímetro a centímetro.
—¿Va todo bien? —preguntó Danielle—. Si no te gusta, dímelo.
—Todo va bien —respondí con un cierto esfuerzo. No sabía qué podía esperar de todo aquello. Hasta el momento, no era malo. El consolador dilató mi interior, pero no resultaba desagradable. Cuanto mayor era la profundidad con que penetraba en mí, más sentía sus cálidas caderas entre mis piernas. Aquello era maravilloso. Quería entrelazar mis piernas alrededor de ella y abarcarla toda para mí.
—Vamos, Danielle —susurré—. Lo quiero. —Alcé los muslos, coloqué los talones sobre su trasero y presioné hacia abajo.
En aquel mismo momento sentí que, de un golpe, todo el consolador me penetraba: parecía haber alcanzado su objetivo.
—Está dentro del todo —murmuró Danielle.
Aquella barra, que en un principio me había parecido tan firme y algo fría, de repente se volvió cálida y elástica. Parecía adaptarse a la temperatura de mi interior. Elevé las caderas para probarlo. Se movía dentro de mí y me hacía cosquillas en un lugar en el que supuse que estaba mi útero, muy profundo dentro de mi vientre.
—¿Está bien? —preguntó Danielle.
—Muy bien —susurré. El calor de Danielle pasaba desde sus caderas a las mías. Sentí una unión con ella que nunca había percibido antes. Estábamos tan cerca, vientre contra vientre, vello contra vello… Su piel, suave y delicada, acariciaba la mía, mientras comenzó a moverse con lentitud.
Coloqué mis brazos en su espalda e intenté atraerla hacia mí. Se detuvo un instante, me besó con ternura y comenzó de nuevo a mover las caderas. Era como un baile, un balanceo asociado al ritmo de una canción que sólo conocíamos nosotras dos. El resto del mundo estaba excluido, no conocían la melodía, sólo era nuestra.
Danielle aceleró sus movimientos y noté cómo el consolador salía de mí y volvía a entrar. Era como un paseo en trineo por la profundidad del bosque. Un paseo muy sosegado.
—¿Quieres más? —murmuró Danielle—. Dime si quieres más.
Me agarré con fuerza a ella, con brazos y piernas.
—Sí —dije en un susurro—, quiero más…
Danielle aceleró el ritmo. Sus sacudidas se hicieron más fuertes, cada vez un poco más. Aunque creía que el consolador ya había alcanzado su destino, no parecía ser así. Danielle penetró aún más profundamente en mi interior, hasta que pensé que ya no era posible entrar más. Pareció atravesarme, partirme en dos, encontrar sendas que aún estaban cerradas dentro de mí. Gemí. Aquellos golpes me quitaban el aire; tan sólo podía respirar cuando ella se echaba hacia atrás y el consolador se salía. Sin embargo, ella volvía a introducirlo de nuevo y presionaba todo el aire de mis pulmones.
Me hubiera gustado mucho ver su rostro, cómo estaba colocada sobre mí y cómo me tomaba. Pero el pañuelo que me cubría los ojos me mantenía en la oscuridad y me hacía sumergirme en mis propias sensaciones. Sólo la notaba a ella, a Danielle, dentro de mí, cómo formaba una sola unidad conmigo, cómo abría mi interior y me llenaba del todo.
—¡Sí…! —murmuré—. Danielle… Ven, ven…, más profundo.
Ella notó mi deseo y empujó con mayor fuerza, hasta que grité, gemí, suspiré, le arañé la espalda y las caderas, que casi me machacaban los muslos. Cada vez iba más rápido, más hondo, más violento, hasta que yo sólo pude jadear con toda intensidad.
—¡Sí…, sí…, sí!
Una y otra vez. Mi vientre estaba más ardiente de lo habitual. No podía llegar al orgasmo, a pesar de que deseaba hacerlo.
—Danielle…, no puedo…, no puedo… —murmuré, desesperada. Tenía la sensación de arder. La vara que llevaba dentro pareció inflamarse como una hoguera, pero no me llegaban las llamas. Era terrible. Yo estaba sobre un trampolín, pero no podía saltar.
Danielle echó mano entre mis piernas y tomó mi perla, la presionó y la limpió, pues mi humedad interna ya hacía tiempo que había fluido y lo cubría todo.
Experimenté una punzada caliente y exploté. Había encontrado el detonador que hizo estallar la bomba de mi interior. Grité y retorcí la espalda, me noté traspasada por Danielle, abierta, entregada y acoplada por completo a ella. Quería entregarme, siempre, siempre, siempre, miles de veces.
Mi vientre ardía, mis muslos temblaban y mis brazos colgaban como muertos. Luchaba por poder respirar. Ahora que la hoguera había prendido dentro de mí, parecía que no quería parar de arder. Las paredes de mi vientre hacían unos bruscos movimientos: se contraían alrededor de la vara que tenía en mi interior y no la soltaban. Debía de estar hecha de algún material ignífugo, porque, de lo contrario, ya se habría fundido.
Danielle me besó y me quitó la venda de los ojos.
—Ahora quiero volver a verte —afirmó, con una sonrisa.
Yo casi no podía ordenar a mi cara que hiciera ni siquiera una mueca; estaba sin fuerzas y destrozada.
—Así…, ser satisfecha por ti mientras me corro —jadeé— es indescriptible.
—Sí, yo también lo creo —dijo Danielle. Sonrió de nuevo.
—¿Te ha gustado?
—Gustarme no es la expresión. —Contesté despacio para poder coger aire—. Es maravilloso. Primero pensé que no lo iba a conseguir, pero luego…
—Luego todo va muy bien —dijo Danielle, e hizo gala de su satisfacción. Se irguió y luego me extrajo el consolador. Yo gemí—. ¿Te he hecho daño? —preguntó, con aire de preocupación.
—No. —Negué con la cabeza—. En absoluto. —Acaricié su rostro—. Pero de repente me he sentido muy vacía por dentro.
Danielle se tumbó a mi lado y se apoyó sobre los codos.
—Puedo llenar ese vacío tantas veces como quieras. Sólo tienes que decirlo.
—Es lo que haré. —La miré. Tenía aspecto de estar absolutamente agotada. Más cansada que yo—. Pero creo que debes descansar. Para lo demás tenemos mucho tiempo. Todo el tiempo del mundo.
Danielle me miró con una expresión extraña y luego se volvió y me dio la espalda.
—El tiempo es algo pasajero —afirmó—. Tan pronto como llega vuelve a desaparecer. De un segundo a otro.
—Es cierto —dije, acurrucándome en su espalda—. Pero nosotras aún tenemos muchos segundos, infinitos.
Danielle se dio la vuelta hacia mí con los ojos brillantes.
—Puedo descansar más tarde —aseguró. Y luego su boca cayó sobre la mía.