—Hoy me he saltado la clase particular —dijo Anita, sonriente, mientras paseábamos por la ciudad—. Mis padres van a flipar.
—También podemos hacerlo otro día… —La miré. Yo no deseaba de ninguna manera que hubiera enfados por motivo de mi invitación.
—No, ya se les pasará —dijo Anita—. Esto es más importante para mí. Y por una clase que me pierda no voy a suspender de repente en todo.
—Pero si tú no necesitas tantas clases particulares —repuse.
—Bueno, sí. Ya lo sé, pero… —Me miró con el entrecejo fruncido—. Dime, ya que tú no tienes que estudiar mucho y Danielle suele llegar muy tarde a casa, ¿qué te parece si me dieras tú esas clases?
—¿Yo? —La miré fijamente.
—Eso está chupado para ti —dijo Anita—, y mis padres pagan bien. Si tú me das las clases particulares —dijo, con una mueca—, incluso podría hacer que te subieran el precio. Ellos lo pueden pagar muy bien y con toda comodidad.
—Eso no puede ser —dije, turbada—. No sé. ¿De verdad piensas que es una buena idea? Yo ya he dado algunas clases, pero siempre para cursos inferiores, porque son más fáciles.
—Conmigo es también muy sencillo —replicó—, porque no sé nada. —De nuevo volvió a hacer una mueca—. ¿O acaso tienes miedo de que pueda seducirte?
Yo la miré. ¿De verdad pensaba en eso? Ella no tenía novia y se sentía muy dolida por esa causa.
—No —respondí con picardía—. En las clases particulares, eso figura como algo prohibido, por contrato.
—De acuerdo, entonces —dijo Anita y se enganchó a mi brazo—. Vamos a dar una vuelta y a partir de mañana empezaremos a estudiar en serio. Quiero decir que empezaré yo, pues tú no lo necesitas.
—¿Cómo lo haces? —gimió Anita—. Da igual que sea latín, matemáticas o lengua, tú te lo sabes todo.
Estábamos sentadas en casa, en la mesa de la cocina, y Anita, con un gesto muy teatral, se había dejado caer sobre los libros.
—Tengo buena memoria —dije—, y a principio de curso siempre me leo los libros de texto. Por desgracia, luego las clases me resultan un tanto aburridas. —Suspiré.
—¿Al principio de curso te lees todos los libros? —preguntó Anita, perpleja.
—Bueno, sí, por lo menos los de lengua, historia y biología… Los que casi todo es texto. Los de matemáticas no me resultan tan interesantes y por eso espero hasta que el tema se toca en clase.
Anita sacudió la cabeza.
—No me extraña que seas tan buena. A mí nunca se me hubiera ocurrido leer los libros porque sí.
—Pienso que esto de estudiar es pura y simplemente… emocionante —dije, con gesto de disculpa—. Lo siento. La lectura fue, durante mucho tiempo, mi actividad principal desde que entré en el colegio.
—¿Hasta que conociste a Danielle? —Anita hizo una mueca.
Yo torcí la boca.
—Sí, desde entonces leo mucho menos y, por las noches, nunca.
—Entonces preferís hacer otras cosas, ¿verdad? —Los ojos de Anita relampaguearon.
—Vamos con las mates —dije, para cambiar de tema.
—¿Cómo es ella? —preguntó, con curiosidad, dejando de lado por completo el libro de matemáticas.
—Yo… esto… —Me puse colorada.
—No en la cama —dijo Anita con una mueca—. Eso ya lo he visto —añadió, mientras me miraba el chupetón—. ¿Cómo es como persona?
—Ella es… ella es… muy madura —contesté—. No puedo decir mucho sobre el tema. Su vida se compone sobre todo de trabajo y de eso no habla demasiado.
—Entonces lo preguntaré de otra forma. —Anita apoyó la barbilla en la mano, a la vez que me miraba—. ¿Qué es lo que adoras de ella?
Yo me recliné en la silla. No tenía ningún sentido intentar que Anita se orientara al estudio.
—Adoro sus ojos —respondí—. Son maravillosos. —Sonreí. Siempre que Danielle me miraba, para mí era como si hubiera salido el sol. Era así y así iba a seguir.
—Sus ojos —dijo Anita, en un tono soñador—. ¿De qué color son?
—Verde azulado —repuse—. Como el mar del Caribe.
—¿Y, además de sus ojos, de qué otra cosa te enamoraste?
—No lo sé —dije—. De su forma de ser, creo. Es muy decidida y siempre sabe con exactitud lo que quiere. Es una mujer de negocios, tú lo debes de saber por tus padres.
—Oh, sí, claro que lo sé —contestó Anita—. Por eso es probable que nunca me enamore de una mujer así. Ya la tengo en casa.
—Lo siento —respondí—. No quería…
—Anda. —Anita hizo un gesto—. ¿Acaso tengo más suerte porque no me enamoro de ese tipo de mujeres? Yo me enamoro de las que te enloquecen por la inestabilidad de sus ideas y por tener un humor siempre cambiante.
—Danielle también es de humor cambiante —dije yo—. Nadie está libre de eso.
—Pero, a pesar de todo, ella sabe lo que quiere. —Anita suspiró—. Ésa es la diferencia. Yo casi me volví loca con Tessy. En un momento dado quería una cosa y poco después otra distinta. Y, mientras yo respondía a lo primero, ya me había equivocado. Era como un viaje en una montaña rusa. De esa forma una puede volverse loca de remate. —Se rió con ironía—. Si hace lo mismo con su novio, la va a dejar en un par de semanas y luego volverá a mí.
—¿Te gustaría que eso ocurriera? —pregunté.
Anita se quedó pensativa, con la mirada perdida.
—Estaría bien, si yo fuera capaz de decir que no —dijo—. Entonces yo me sentiría superior a ella. Pero no estoy segura. No sé lo que haría si de repente se pusiera de nuevo a mi disposición.
—¡Pero si te hizo mucho daño! —exclamé.
—Es cierto —dijo Anita—. Pero ¿qué significa eso cuando te mira y tú sólo deseas estrecharla entre tus brazos y no soltarla nunca más?
Cerré los ojos. A mí también me había hecho daño Danielle y, a pesar de todo, nunca podría separarme de ella. Por aquel entonces, tuve la oportunidad y no puse punto final a nuestra relación. No quería perderla. La amaba.
—¿Sigues enamorada de Tessy? —pregunté.
Anita bajó la cabeza en señal de asentimiento.
—Sí —contestó en voz baja—. Aún sigo amándola. Lo que me hiciera no cambia nada las cosas.
—Es terrible, ¿no te parece? —dije yo—. Eso de no poder dominar nuestros sentimientos. Por una parte es bonito. Amar es muy bello. El sentimiento de querer estar con alguien. Pero, por otra parte…
—¿Qué te ha hecho Danielle? —preguntó Anita, sobresaltada—. ¿Te engañó lo mismo que hizo Tessy conmigo?
—Yo…, no, creo que no —dije, en un tono de inseguridad—. Ella siempre está liada con el trabajo. —Y en ese mismo momento me acordé de la chica racial con el pelo negro y BMW oscuro, que también pertenecía al círculo laboral de Danielle. Al menos eso fue lo que dijo. Pero podía ser algo más que trabajo. Aquella mujer había sonreído de una forma muy curiosa. ¿Y si Danielle tenía muchas de aquellas «citas de trabajo»? Yo no me hubiera enterado de no haber ido aquella tarde a su casa. Ella podía haber dicho que estaba trabajando cuando, en realidad…
—No, no quiero que te quedes con la mosca detrás de la oreja —dijo Anita—. Por favor, no me escuches. En este momento soy una chica dolida. No compartas conmigo mi inseguridad.
—No eres tú la que haces que me sienta insegura —contesté yo. Más bien era Danielle la que lo hacía. Hacía un misterio de muchas cosas y yo no sabía lo que pasaba en realidad.
La llave sonó en la cerradura de la puerta y un instante después entró mi madre en la cocina.
—Anda, vosotras dos —dijo, sonriendo—. ¿Aún estáis con los estudios?
—Las mates no son lo mío —respondió Anita con aire de culpabilidad—. Andy tiene que explicarme siempre lo mismo y sigo sin entenderlo.
—Lo bueno de Andy es que explica las cosas muy bien —afirmó mi madre—. Ya se te quedará en algún momento.
—Espero que sea antes de la selectividad —suspiró Anita.
—¿Habéis comido algo? —preguntó mi madre, mientras echaba una mirada acusatoria a la bolsa de patatas fritas que estaba sobre la mesa, medio vacía—. ¿O sólo eso?
Anita hizo una ligera mueca.
—Eso fue todo —dijo, mientras cerraba el libro—. Me voy a casa.
—Si quieres puedes quedarte a cenar —dijo mi madre y miró en la nevera—. Andy no sabrá cocinar, pero siempre compra mucho de todo. Puedes llamar a casa y decir que no te esperen.
—Nadie me espera a cenar —murmuró Anita por lo bajo.
—¿Tu madre no cocina por las noches? —preguntó mi madre, sorprendida.
—Nunca comemos juntos. Cada uno se prepara algo cuando llega. Mi hermano pide una pizza o nos vamos a un restaurante.
—¿Todos los días? —Mi madre estaba perpleja—. Eso sí que sale caro. —Sacó los huevos de la nevera—. Si por el día uno no se ve con los demás, lo mínimo es cenar juntos por las noches —dijo, al tiempo que colocaba una sartén en el fuego.
—Mis padres siempre vuelven muy tarde —repuso Anita—. Incluso después de medianoche y entonces resulta un poco tarde para cenar.
—Eso sí —dijo mi madre—. ¿No tenéis a nadie que se ocupe de vosotros hasta que llegan tus padres?
—Ya no somos tan pequeños. Antes teníamos una niñera y un ama de llaves, pero ya no están. Desde que somos mayores, sólo hay una señora para limpiar, que está en casa dos horas al día. Nadie cocina. Yo creo que nuestra cocina está sin usar desde hace ya mucho tiempo. Si acaso alguna vez para calentar platos preparados. —Sonrió ligeramente—. ¡Saben mejor que los que cocinaba la niñera que teníamos!
—Bueno, entonces no estás muy acostumbrada en lo que se refiere a la comida —dijo mi madre—. Puedo ofrecerte unos huevos revueltos, con espinacas y patatas fritas.
—¡Fantástico! —Anita resplandeció—. Hace mucho tiempo que no como algo tan sabroso.
—Seguro que nunca has comido algo así —aseguró mi madre, complacida—. ¿Cuántos huevos quieres? ¿Uno, dos o más?
—Dos ya son suficientes, muchas gracias —dijo Anita, y me di cuenta de cómo disfrutaba con la presencia de mi madre. Estaba claro que no conocía algo así.
—Vosotras podéis pelar las patatas —propuso mi madre.
Me levanté y cogí el cuenco de patatas del aparador. Luego comenzamos a mondarlas y cortarlas, mientras mi madre lavaba las espinacas.
Anita me miraba. Sus ojos tenían una expresión muy curiosa y yo no sabía cómo iba a reaccionar.
—Es estupendo estar en vuestra casa —dijo en voz baja.
—¿Aun cuando tengas que trabajar para prepararte la cena? —Mi madre se dio la vuelta, riéndose.
—Yo creo que Andy ha trabajado más en las clases que me ha dado esta tarde. —Anita también sonreía.
Mi madre me miró con picardía.
—¿Quieres otro huevo más, cariño?
—Tampoco ha sido tan horrible —repliqué. Era como si Anita fuera de la familia. Mi madre la trataba como si fuera su segunda hija. Y, de repente, me gustó la idea de tener una hermana.
Cenamos juntas y, aunque parecía que a Anita le costaba despedirse, al final se marchó a su casa.
—Esta chica es muy agradable —apuntó mi madre, mientras lavábamos juntas los cacharros. Mi madre había rechazado la oferta de Anita de ayudar a fregar—. La tenías que haber traído antes.
—Hasta hace poco no nos conocíamos mucho —dije. Aquel fin de semana habían cambiado muchas cosas y a mí también me parecía raro no haberme decidido a invitar antes a Anita.
—Es curioso —comentó mi madre.
—Sí, es verdad —confirmé.
—Yo creo que al menos se ha olvidado un poco de sus problemas amorosos —dijo mi madre—. O lo parece. —Me miró de soslayo—. ¿Y cómo os va entre vosotras dos? —Me pasó un plato para que lo secara.
—¿Nosotras dos? ¿Qué pasa con nosotras dos? —En realidad, no sabía a qué se refería.
—Bueno, sí, que os entendéis bien porque a las dos os gustan las chicas… —dijo mi madre.
—¿Qué quieres decir con eso, mamá? —pregunté. Pero yo ya lo sabía. Estaba muy claro. Suspiré—. Te acabo de decir que Anita y yo somos amigas. ¿Cómo podría ser de otra forma? Al fin y al cabo…, Danielle… —No encontraba las palabras adecuadas para expresar lo que quería decir en realidad.
—Danielle es… encantadora —dijo mi madre—, pero tiene mi misma edad.
—¡Eso no es cierto! —protesté.
—Sí —repuso mi madre—, claro que es cierto. Y tú lo sabes.
—Pero… es no es motivo…, eso no significa nada —balbuceé.
Mi madre sacudió la cabeza con expresión de duda.
—Eso es lo que piensas ahora, pero ¿qué pasará dentro de diez años, o veinte, o treinta?
—Para entonces no tendrá ningún significado —repliqué, con obstinación—. Eso no cambia nada.
—Bueno —dijo mi madre—. Entonces será una relación muy larga. La mayoría de las personas no están juntas tanto tiempo. —Me miró.
—Quieres decir…, tú quieres decir… —La miré. ¿Esperaba que mi relación con Danielle no durara tanto tiempo?
—Ah, sólo digo tonterías —exclamó—. No me escuches. Pienso que Anita es muy simpática y que si las dos estuvierais juntas sería como si de repente tuviera dos hijas, nada más que eso. —Me sonrió.
—Es muy raro —repuse—, pero yo ya había pensado en algo parecido…, que Anita fuera mi hermana… Eso me lo puedo imaginar muy bien.
—Ya ves como, de algún modo, las dos estábamos en la misma onda —replicó—. Y así se habría terminado nuestro tema de conversación. Porque, si Anita fuera tu hermana, no podría…
—Exacto —dije con una mueca. ¡Puf, aquello podría haber terminado muy bien!