El domingo por la tarde regresamos todos a la ciudad. Esta vez Anita se vino con nosotros y, como no íbamos solas en el coche, la conversación versó sobre otros temas, como las clases, la próxima fiesta y cosas así.
Me dejaron en casa de mi madre.
—Entonces nos vemos mañana en el colegio —dijo Anita, sonriente, cuando me bajé del coche.
—Sí, mañana —contesté. Me alegraba poder verla de nuevo el lunes en clase y a ella parecía ocurrirle lo mismo.
Una vez que se marcharon, entré en casa. Mi madre estaba sentada en el sofá y leía el periódico. Me miró al entrar.
—¿Qué? ¿Has tenido un buen fin de semana? —preguntó, con una sonrisa en los labios.
—Sí —respondí y me acerqué a ella para darle un beso—. ¿Y tú? ¿Has descansado bien sin mí?
—Ha sido magnífico —dijo—. Sólo he tenido la mitad de trabajo, así que he podido descansar mucho.
Yo la miré, sobresaltada.
—¿Tanto trabajo doy si me quedo en casa?
—Pero si casi no estás en casa —contestó, mientras se levantaba—. ¿Te apetece comer algo? Podemos seguir la charla en la cocina.
—Yo… lo siento. —La seguí—. ¿Hubieras preferido que me hubiera quedado contigo?
—Si no te hubieras ido a Eifel habrías estado con Danielle —dijo mi madre—. No hay mucha diferencia. —Luego encendió el fuego. Se veía que ya había preparado antes la comida y sólo tenía que calentarla.
—¿Quieres decir que… me ocupo poco de ti? —pregunté, turbada.
—¡Claro que no! —Mi madre miró en el horno, donde guardaba un crujiente pedazo de carne asada—. Es lo normal. Antes estabas demasiado tiempo en casa y a tu edad eso no es bueno.
—Pero si tú… —Tuve que tragar saliva—. Lo que quiero es que me digas si te sientes poco atendida y entonces me quedaré más tiempo aquí.
Ella se volvió.
—¿Quieres dejarlo de una vez? —Se rió—. Yo me encuentro muy bien aquí sola. Desde que conociste a Danielle han cambiado algunas cosas, y eso es natural. No quiero tener una hija muy casera y que se pase toda la vida con su madre. Me gusta más así.
—Es… ¿De verdad no te parece mal? —Me sentía culpable.
—Pues claro que no. —Negó con un gesto—. Vamos, siéntate. Cuéntame un poco cómo te ha ido el fin de semana. ¿O no habéis hecho nada?
—Algunos paseos —respondí—. Y ayer por la noche hicimos una barbacoa. —Me senté en la mesa.
—Bien —dijo ella—. ¿Y qué más? —Sacó el asado del horno y lo puso delante de mí.
—Anita es muy agradable —contesté—. Nos hemos conocido un poco mejor.
—¿Qué os habéis conocido un poco mejor? —Mi madre arqueó las cejas con aire interesado.
—¡Tampoco tanto! —exclamé y me eché a reír—. Pero tienes razón. Hasta ahora no lo sabía, pero Anita también es… Ha tenido novias.
—¿Tenido? —dijo mi madre y se sentó.
—Bueno, sí, estaba un poco triste —afirmé—. Su novia la dejó hace un par de semanas, porque ahora está comprometida con un hombre. —Cogí un trozo de asado.
—Lo siento —dijo mi madre—. Por Anita, quiero decir.
—Sí, yo también. —Suspiré—. Algunas mujeres son muy raras. Y Anita es buena persona. No entiendo a esa Tessy.
—¿Tessy? —repitió mi madre.
—La ex de Anita —dije yo.
—¡Ah! —Mi madre comenzó a comer—. ¿No resulta un poco lioso?
—Sí —contesté—. Todo lo que Anita me ha contado durante el fin de semana me ha desconcertado un poco. Antes nunca habíamos hablado de una forma tan franca.
—Es curioso —repuso mi madre—. ¿Por qué no?
—Sí, es extraño —dije y dejé los cubiertos sobre la mesa. Sin ellos podía pensar mucho mejor—. Aunque ella no es tan tímida como yo, no sé por qué pero hasta ahora no nos habíamos atrevido a hablar la una con la otra.
—Entonces tendría otros motivos —dijo mi madre.
—Sí —afirmé con un gesto de cabeza—. Sus padres no estarían dispuestos a aceptar que ella… —Miré a mi madre—. ¡Mamá, me alegro tanto de tenerte!
—¡Oh! —Mi madre mostró su satisfacción—. ¿Y por qué me he ganado ese reconocimiento?
—Por todo —respondí yo—. Siempre. Porque eres una madre fantástica, porque siempre me has entendido, porque… —Salté, le di un achuchón, le planté un beso enorme y volví a sentarme otra vez—. Porque eres la mejor.
—Tantos cumplidos de una vez. Y de mi propia hija… —Mi madre sacudió la cabeza con un gesto de duda—. Aquí hay gato encerrado.
—Nada, no hay ningún gato encerrado —dije—. Es sólo… Hasta este fin de semana no he sabido que hay padres que reniegan de sus propios hijos por la única razón de que son… distintos. Siempre he pensado que todos los padres eran como tú. —Hice una mueca—. Aunque siempre supe que tú eras la mejor entre todos los demás.
—Bueno, bueno. Tampoco se puede decir eso. —Se mostró satisfecha—. Aunque, por supuesto, me alegro de que lo veas así.
—¿Sabes…? —dije—. Los padres de Anita tienen mucho dinero. Anita se podría ir al extranjero a aprender idiomas, podría pasar las vacaciones en hoteles fenomenales, tiene todo un parque móvil en la puerta de su casa. ¿Qué le falta? Pues que no tiene una madre como tú.
—Qué bueno es tener una hija inteligente, a la que no es necesario enviar al extranjero para que estudie —replicó mi madre—. Porque no me lo podría permitir.
—Yo creo que se puede pasar sin eso —contesté—. Los padres de Anita se gastan mucho dinero en profesores particulares, pero creo que nunca se han molestado en darle un abrazo a su hija. Y lo harían aún menos si supieran… —Dejé de hablar. Era algo que no me podía creer.
Mi madre asintió, pensativa.
—A mí no me gustaría ser así —dijo—. Mi madre lo fue y yo, desde muy pronto, supe que no quería seguir sus pasos. Yo querría a mis hijos.
—¿La abuela? —pregunté, extrañada.
—Sí. —Mi madre se levantó y recogió los platos—. Murió cuando tú todavía eras una niña pequeña y, si te soy franca, me alegré de que ocurriera.
—¿La abuela te trató así? —pregunté—. ¿Cómo los padres de Anita?
—No sé cómo tratan a Anita sus padres —dijo—, pero sí sé que no es bueno que nunca se abrace a un niño. No puede ser bueno.
—¿Por qué no me has hablado nunca de la abuela? —inquirí.
—Quería que mantuvieras el recuerdo de cuando la conociste. Contigo siempre fue amable. Tú eras aún muy pequeña. ¿Te acuerdas de ella?
—Poco —dije con el entrecejo fruncido—. Siempre me regalaba chocolate.
Mi madre se rió.
—¡Porque yo le había dicho que era malo para los dientes! Así era ella. Le pedía que te trajera otras cosas, pero sólo te daba dulces. A lo mejor habría tenido que decirle que te regalara chucherías para conseguir todo lo contrario. O quizá no, porque con ella nunca se sabía. Siempre hacía su santa voluntad, sin mostrar ninguna consideración hacia los demás.
Aquel comentario tenía un tono de amargura. Sin yo saberlo, mi madre y Anita tenían algo en común. Puede que ésa fuera la causa por la que Anita me había parecido tan simpática desde un principio.
—Mamá, lo siento —dije, conmovida.
—De eso hace ya mucho tiempo —respondió—. Ya no cuenta para nada. Sólo espero haberlo hecho mejor contigo y no haber repetido los errores de mi madre.
—No los has repetido. —Me levanté y le di un abrazo—. Seguro que no. Al revés, has actuado de una forma maravillosa.
—¡Eso tampoco! —exclamó, mientras se echaba a reír—. Yo era muy joven, me quedé embarazada y tuve que casarme con tu padre. Eso también fue consecuencia de la educación que me dio mi madre. Nunca me explicó nada y yo no tenía ni idea de lo que significaba tomar precauciones. Al quedarme embarazada…, bueno, una es tan idiota de joven. Yo pensaba que sería mi oportunidad para poder formar mi propia familia y separarme por fin de mi madre. Pero, por desgracia, tu padre se cargó todos mis proyectos. Así que tú eres mi pequeña familia. —Me sonrió—. Y eres lo mejor que me ha pasado en la vida.
—Ay, mamá… —dije, con los ojos húmedos.
—Sí —prosiguió, mientras volvía a sonreír—. De lo que estoy orgullosa de verdad es de haberte podido sacar adelante.
—Ya lo sé, mamá… —Me froté los ojos. Mi mano se quedó algo húmeda.
—De lo que sí soy consciente —continuó— es de que, si no te hubiera tenido, mi vida habría sido bien distinta.
—Quizá mejor —le rebatí—. No hubieras estado obligada a ocuparte de mí ni a compartirlo todo conmigo.
—La alegría —comentó—. La felicidad de ocuparse de un hijo es algo indescriptible. Por ella se puede renunciar con gusto a muchas cosas.
—Pero si tú has renunciado a casi todo —dije.
—A nada importante —repuso mi madre con una sonrisa—. Es más, tú me has protegido de algunas cosas. Había hombres… Hubiera podido volver a casarme. Pero al ver que yo ya tenía una hija desaparecían a toda velocidad. ¿Y qué hubiera obtenido yo de hombres así? Sólo eran una copia de tu padre, y con uno ya tuve suficiente.
—¿Tan mal se portó? —Hasta aquel momento nunca me había atrevido a hacerle aquella pregunta.
—Era encantador. —Mi madre sonrió con amargura—. Y ese encanto a veces también puede resultar una maldición. Ya no le reprocho nada. Las mujeres iban detrás de él como… ¡Ay! —Hizo un gesto—. Ellas eran tan culpables como él. Yo también caí en sus garras.
—Pero tú eras joven e inexperta —dije yo.
—¡Oh, mi niña sabia! —rió mi madre—. ¿Ves por lo que me siento tan satisfecha de que no seas tan tonta como lo fui yo? Tú has empezado de una forma más juiciosa.
—Pues no lo he buscado —dije.
—Es eso lo que más me satisface —contestó—. Y por eso he insistido en que tengas la mejor educación que puedas conseguir. Para que seas independiente y, si hace falta, puedas ganar más dinero del que tenemos nosotras ahora.
—¿Si hace falta? —pregunté.
—Bueno, nunca se sabe —respondió—. De todas formas la educación nunca está de más.
—Eso es cierto —dije. Miré al reloj que teníamos en la pared de la cocina—. Voy a fregar y luego…
—Y luego habrá terminado la visita —continuó, con un tono de satisfacción—. Lo entiendo. No has visto a Danielle en todo el fin de semana. De todas formas, ha sido muy amable por tu parte que primero hayas venido a verme a mí.
—¡Por supuesto! —exclamé.
—No lo esperaba. Pensé que, como muy pronto, te vería mañana. —Se mostró aún más satisfecha—. Vamos, corre —dijo—. Me basto yo sola para fregar estos dos platos.
—¿De verdad? —pregunté, ya con un pie en la puerta.
—De verdad —insistió—. Ahora vete.
Yo había salido antes de que ella pudiera decir ni pío. Una vez en la calle, caminé un trecho hasta llegar al garaje en el que había aparcado mi bólido. Nunca le había contado a mi madre nada del coche. Quizás era por el énfasis que hoy había puesto en su charla sobre la independencia. Yo sabía que ella la valoraba mucho. No deseaba que yo dependiera de ningún hombre, y seguro que eso servía también para las mujeres, incluida Danielle.
Danielle no veía el problema, pero yo sí. El lujo con el que ella vivía y el pequeño piso del que yo provenía no se ajustaban muy bien, y yo no estaba preparada para sufrir quebraderos de cabeza. Danielle daba muchas cosas por supuestas; se limitaba a permitírselas sin pensar en más. Mi madre y yo tampoco pensábamos demasiado, pero por motivos muy distintos: nosotras no nos podíamos permitir nada que se saliera de nuestras necesidades diarias, que, por supuesto, estaban ubicadas en un nivel muy distinto al de Danielle. Por ejemplo, ella consideraba como una necesidad básica poder disponer de un coche para cada ocasión. No pensaba que eso supusiera un lujo especial. Yo sí.
Llegué al garaje y lo abrí. Allí me esperaba el pequeño descapotable rojo. Nunca me había dejado tirada y ya me había acostumbrado a conducirlo, pero seguía con la idea de que era una propiedad más de Danielle, y no mía. Un préstamo, por llamarlo de alguna forma. ¿Por qué no había podido decírselo a mi madre? Seguro que le habría gustado montar en él. Pero no se lo podía decir. Era mucho lo que dependía de eso.
Arranqué, salí del garaje y luego lo cerré. Al sentarme por segunda vez en el coche, noté un cosquilleo en el estómago. Danielle… Me sentía muy ilusionada. Hacía días que no la veía. Posiblemente seguía aún sentada delante de sus bocetos y yo no quería molestarla. Pero deseaba que ya hubiera terminado y que entonces nosotras…
«¡No te pongas colorada ahora, que el coche ya es rojo!», me dije.
Dejé que las ruedas derraparan y el coche salió a toda pastilla. Yo ya controlaba todos los caballos que había alojados bajo el capó. Claro está que tenía que moderar la velocidad, pero yo iba silbando para mi interior mientras el coche se deslizaba apaciblemente por la calle. Danielle, Danielle, Danielle. Incluso su nombre me sonaba muy musical.
Me toqué el cuello en el lugar del chupetón, que ya había adquirido un tono algo amarillento. Seguro que Danielle lo volvería a reavivar. Me estremecí al pensar en lo poco que faltaba para que me volviera a tocar de nuevo. Era como si ya pudiera sentir sus dedos en mi piel. Una historia de sexo, había dicho Anita. Sí que lo era, pero no sólo eso. Había una gran diferencia. El sexo no era algo poco importante en nuestra relación, claro que no, pero me negaba a aceptar que fuera lo más importante. Para mí, desde luego que no. Y tampoco para Danielle… En ocasiones se acercaba a mí sólo para darme un achuchón o hacerme un arrumaco. Bueno, quizá no había ocurrido en muchas ocasiones, pero de todos modos…
Torcí en el acceso a la casa de Danielle y entré. Aparqué delante de la puerta. Allí había otro coche que no era de Danielle, a no ser que lo hubiera comprado aquel fin de semana. Era un BMW oscuro, bastante grande, y me pareció que se ajustaba mucho a los gustos de Danielle. Quizá se había decidido por él de una forma impulsiva y su distribuidor favorito se lo había dejado en la puerta.
Entré en la casa y vi que la luz de su despacho estaba encendida. Claro que seguía con el trabajo. ¿La molestaría? A veces no le gustaba que la interrumpieran. Yo estaba segura de que, como no nos habíamos visto en todo el fin de semana, haría una excepción. Me dirigí hacia la puerta del despacho, desde donde salía una leve luz que caía sobre el pasillo. Llamé a la puerta y entré.
—Danielle, ¿estás trabajando?
Me quedé perpleja, Danielle no estaba sentada ante el escritorio, sino en el sofá, que se encontraba un poco más allá; allí era donde se acomodaba si quería descansar un poco. Pero en ese momento no descansaba, pues no estaba sola. A su lado se hallaba sentada una mujer.
Danielle miró hacia arriba.
—Andy, ¿ya has vuelto?
«¿Que si ya he vuelto? ¿Cuánto tiempo he estado fuera? ¿Cinco minutos?», pensé, concentrada en mí misma.
—Sí —contesté—. Ya se terminó el fin de semana y estoy otra vez aquí.
Miré con desconfianza a la mujer que se hallaba sentada al lado de Danielle. Tenía más o menos su misma edad y era muy atractiva, francamente atractiva. Estaban muy cerca la una de la otra y, a pesar de estar vestidas, tuve la sensación de que algo chisporroteaba entre las dos y que muy bien hubieran podido estar desnudas.
—Todavía necesitamos un par de minutos —dijo Danielle—. Puedes ir arriba que ahora subo yo.
«¿Qué? ¿Cómo? ¿Arriba?», me dije.
Ella se refería al dormitorio. Ni una copa de vino en el salón a modo de bienvenida, ni un beso, ni una palabra amable. Desnúdate, eso había sido todo. Lancé de nuevo una mirada irritada a la mujer que aún seguía sentada al lado de Danielle y que ni siquiera me había presentado. Tuve la sensación de que Danielle intentaría que aquella mujer también subiera y formáramos un trío. Me sentí confundida y decepcionada, y me limité a quedarme allí.
—Creo que ya lo hemos hablado todo —dijo la mujer con una sonrisa—. Mañana te lo dejaré terminado en la oficina; sólo tienes que firmar. —Parecía que Danielle no estaba muy conforme, pero la otra se levantó y guardó algunos papeles en su portafolios—. No te entretengo más —añadió—. Ahora todo está claro y las pequeñas modificaciones que surjan las podemos hacer en la oficina.
Danielle se quedó callada de una forma rara y sumisa; luego asintió.
—Si lo crees así —contestó—. Entonces hasta mañana.
—Hasta mañana —dijo la otra y sonrió—. No hace falta que me acompañes a la puerta. Ya conozco el camino. —Pasó delante de mí con una sonrisa indefinida y poco después oí que su coche arrancaba. Era el BMW que había aparcado delante de la puerta.
El sonido del motor del coche se alejó.
—Yo… yo no quería molestar —dije. La situación me había alcanzado como una nube de mosquitos contra la que no podía defenderme y ahora notaba las picaduras. Escocían de un modo terrible.
—Pero lo has hecho —afirmó ella. Se levantó, cogió un par de papeles escritos con su letra y los guardó dentro de un cajón; luego lo cerró.
—Lo siento —contesté—. No sabía que tenías visita. Pensé que seguías con el trabajo.
—Y eso es lo que hacía —dijo Danielle—. Hasta que tú llegaste.
«¿Con ella?», iba a preguntárselo, pero no me atreví. ¿Quién era aquella mujer? Parecía que se conocían muy bien. Se tuteaban y entre ellas se percibía mucha confianza. La mujer había dejado bien claro que no era la primera vez que estaba en la casa. Pero ¿quién demonios era?
—Quién… —Tragué saliva—. ¿Quién era tu visitante?
Danielle buscaba algo en el escritorio y me miró.
—Mi abogada —dijo—. Tenía que hablar unas cosas con ella.
«¿Sólo tu abogada?», eso es lo que hubiera querido inquirir, pero renuncié de nuevo.
—Yo… Danielle… Debería haber llamado —dije—. Pero quería verte lo antes posible después del fin de semana…
—Ah, sí, tu fin de semana en el campo —Danielle sonrió—. ¿Cómo ha ido? —De repente parecía estar mucho más relajada.
—Bien —dije—. Muy bien. Pero no habíamos quedado en vernos hoy por la tarde y tú no esperabas que yo viniera. Lo siento.
—Sí, en realidad te esperaba.
«¿Y entonces invitas a otra mujer?». Es cierto que los celos son horribles. No son sencillos de dominar. Aunque Danielle me había dicho que aquella mujer era su abogada, yo no me lo acababa de creer. Al entrar en la habitación, las dos me miraron y pusieron una cara como si las hubiera pillado revolcándose en un pajar. Seguro que aquello era algo más que una relación entre abogado y cliente.
—De todas formas, tenía que haber llamado —dije yo.
—Hubiera sido lo mejor. Pero ahora ya estás aquí y no hace falta continuar con ese tema. —Se me acercó—. Me he quedado un poco sorprendida al verte entrar —dijo— y no he reaccionado de una forma muy amable. Lo siento. Ya sabes cuál es mi forma de ser cuando estoy ocupada con cosas del trabajo. —Se acercó y me estampó un leve beso en la boca—. Pero ahora ya he cerrado el chiringuito de la oficina y puedo saludarte como te mereces. —Me besó de nuevo, pero esta vez de una forma apasionada.
Aquel beso hizo que yo olvidara todo lo que había pensado hasta el momento.
—Danielle… —murmuré—. Te he echado mucho de menos.
—Pues, para mí, dormir sola esta noche no ha sido ninguna maravilla —susurró, mientras colocaba su mano en mi trasero—. Tenemos que recuperar. —Sus dedos avanzaron hacia delante, me desabrocharon el botón del pantalón y bajaron la cremallera—. Todo…
—Danielle —susurré—. ¿Puedo darme una ducha rápida? He dormido en el suelo, en un saco de dormir, y hasta ahora no he tenido la oportunidad…
Danielle suspiró.
—Te diría que no —añadió—, pero no sería justo. —Me cogió de la mano y subió las escaleras conmigo. Me empujó a su habitación y de repente me puso debajo de la ducha—. Esto es suficientemente grande para las dos —afirmó.
Un escalofrío me recorrió el cuerpo al ver su mirada, que expresaba un deseo como en pocas ocasiones yo había visto.
—Rápido —susurró y comenzó a desvestirse.
Me arrancó la ropa como si ya no la fuera a necesitar más y nos metimos juntas en la ducha, que se abrió tras presionar un botón y nos ofreció un chubasco de lluvia de bosque, cálido como la primavera. Orienté la cara hacia el chaparrón, cerré los ojos y me imaginé que estábamos en la cuenca del Amazonas, solas y apartadas del mundo, y que nunca tendríamos que regresar ni volver a ver a otras personas. Yo sólo necesitaba a Danielle. Me bastaba con ella.
Danielle estaba detrás y se apretaba a mi cuerpo. Sus manos acariciaron mi pecho, luego se dirigieron a los muslos y se deslizaron entre mis piernas. Me lavó con un jabón de un aroma intenso. Gemí, pues sus manos no se limitaban a lavarme, sino que, a la vez, acariciaban ciertas cosas que hacían que se calentaran los motores de mi vientre.
—Danielle… —susurré—, es tan bonito sentirte.
—Sí. —Su boca avanzó hacia un lado del cuello, lamió las gotas de agua de mi hombro y me hizo cosquillas.
Me revolví bajo sus caricias, de las que no me podía evadir, pues parecían venir de todos los sitios a la vez. Sus dedos se movieron despacio desde la parte trasera de mis nalgas, luego avanzaron entre mis piernas, se cerraron alrededor de mi mata de pelo, que estaba algo espumosa por el jabón, y la mimaron.
—Eres tan dulce —me susurró al oído—. Tu vello es suave como el de una niña —dijo, con una sonrisa—. Claro, es que eres una niña.
—¡Danielle! —protesté con energía.
Escuché su risa en mi cuello, en mi oreja.
—No, ya no eres una niña. —Su voz sonaba ardiente y excitada—. Por suerte ya no lo eres. —Me abrazó con fuerza—. Date la vuelta y mírame —dijo, en un susurro.
Me volví y miré sus ojos. El agua caía por su cara igual que por la mía, pero parecía que se había almacenado en sus ojos y los cubría.
—Lámeme —susurró—. Por favor, lámeme. Lo necesito tanto. —Se agarró a la barra en la que estaba sujeta la alcachofa de la ducha y arqueó el cuerpo hacia delante.
Me puse a su lado. Había separado las piernas y temblaba, a la espera de mis caricias. Coloqué mis manos en sus muslos y pasé los pulgares por sus ingles. Gimió, hizo avanzar más sus caderas y se agarró con mayor firmeza a la fijación de la ducha. Yo confié en que estuviera bien atornillada a la pared.
Me arrodillé delante de ella y observé su piel mojada. Quería sumergirme en aquel bosque y degustar su sabor. Mi boca se colocó allí, casi sin yo quererlo; lamí las gotas que caían de la ducha y mi lengua se deslizó y acarició también sus pliegues.
—¡Sí, sí! —Sus gemidos aumentaron, mientras sus caderas se agitaban.
Los hinchados labios de su vagina eran dulces y estaban sobre mi lengua como la pulpa de una fruta madura que quisiera ser comida. Les asesté un suave mordisco y luego metí la lengua en su interior.
Danielle exhaló un agudo grito.
—Oh, por favor… —murmuró—. ¡No me hagas esperar tanto!
Busqué su perla y la rodeé con la punta de la lengua. Entonces percibí que se estremecía, se retorcía y casi perdía el contacto con el suelo. Por un segundo pensé si aquella mujer, la abogada, podía haberla excitado tanto que Danielle no hubiera podido esperar más. En realidad no había podido.
Sujeté su perla entre mis labios y luego la presioné con la lengua. Danielle estalló en un grito.
—¡Oh, Dios, sí…!
Desplacé deprisa la punta de la lengua sobre aquel botoncito, hinchado y, a pesar de eso, minúsculo. Los movimientos de mi lengua se aceleraron. Danielle apretó sus caderas contra mí y me vi obligada a sujetarlas.
—¡Sí…, sí…, sí! —Con cada impulso de sus caderas repetía la misma palabra. Cada vez más ardiente y casi sin poder respirar.
Yo me agarré a ella para no perder su contacto. Danielle gimió, suspiró y se estremeció con un grito que parecía no tener fin. Mientras se agitaba, mi lengua no paró de moverse y ella se corrió varias veces, una tras otra, de forma ininterrumpida. Debía de estar muy excitada y yo pensé de nuevo en la atractiva abogada de largo pelo negro. ¿Era ella el motivo de tanta excitación?
Por fin pareció que Danielle había tenido suficiente. Jadeó y se colgó de la soga, mejor dicho, del enganche de la ducha. Yo la sujeté con fuerza y me deslicé hacia arriba. Besé sus pechos, que sobresalían más de lo normal, ya que su cuerpo estaba muy rígido al tener los brazos estirados hacia arriba.
Se estremeció en el momento en que toqué sus pezones.
—Oh, Dios, mejor no… —susurró.
—¿Mejor no? —Hice una mueca y seguí. Cogí un pezón con la boca y empecé a jugar con él. Danielle suspiró y, de nuevo, comenzó a agitarse con violencia.
Deslicé una mano entre sus piernas y entré en ella, mientras seguía con el pezón en la boca. Danielle jadeó, suspiró, gimió y gritó; luego suplicó.
—Por favor, déjame…
Acaricié su perla con el pulgar, mientras los otros dedos jugueteaban alrededor de la zona y mi lengua lamía su pezón. Ella gritó, gritó y gritó; no podía detenerse y, por fin, se desplomó. Sus dedos se habían agarrado tan fuerte al soporte de la ducha que ahora no podía soltarlos. Sus nudillos estaban lívidos. A pesar de que casi no se podía mantener de pie, era incapaz de soltarse de su asidero.
Quise ayudarla, pero yo tampoco pude mover sus dedos.
—Aguarda… un… momento… —jadeó, con esfuerzo—. Espera.
Después de lo que me pareció una eternidad, bajó los brazos y pude recogerla.
—Eres un demonio —susurró—. Tú no eres de este mundo; vienes del infierno.
—O tú —dije yo con una mueca—. Por eso resultas tan abrasadora.
Se agarró a mis hombros y yo la sujeté con firmeza. El agua caía aún sobre nosotras.
—Cierra la ducha —suspiró Danielle— y rescátame.
Yo presioné el botón y el agua dejó de caer.
—¿Mejor? —pregunté.
—Sí. —Respiraba con dificultad—. Mucho mejor. —Se irguió, tambaleante, a causa del cansancio. Sus ojos brillaban—. Ahora te toca a ti, te lo prometo.
—Primero recupérate —repuse—. Estás agotada.
—O puede que no —dijo y, sin más preámbulo, se deslizó hacia abajo, separó con firmeza mis piernas, avanzó por mis muslos y entró en mi interior. Luego salió otra vez, me lamió, entró de nuevo y comenzó a tomarme con un ritmo acompasado.
Yo no podía reaccionar así de rápido. Mis gemidos llegaban con retraso. Luego me erguí, tal y como había hecho Danielle, y me sujeté a la ducha. Mis rodillas temblaban, pues ella había conseguido disparar mi excitación. Sus dedos en mi interior y su lengua sobre mi perla me hicieron llegar al orgasmo en diez segundos, al menos eso fue lo que me pareció. Aquel fue el último punto culminante que pude contar. Los siguientes llegaron con la misma rapidez en su secuencia, pero yo sólo pude darme cuenta de que fueron muchos, muchos. Mi vientre palpitaba, se encogía, se tensaba; las olas se precipitaban sobre mí y yo no tenía posibilidad de bucear en ninguna, a fin de prepararme para la siguiente. Me oí a mí misma gemir y gritar fuera de control. El calor fue en aumento a lo largo de mi cuerpo; la zona que había entre mis piernas hervía a borbotones y a una erupción volcánica le sucedía otra. Por más que le suplicaba que me dejara tranquila, Danielle sólo me soltó cuando vio que no yo era más que un saco mojado y agotado, que yacía, extenuado, en un rincón de la ducha.
Danielle se colocó a mi lado.
—Esto es así —dijo—. Te lo digo para que lo sepas.
Como si no lo hubiéramos hecho en bastantes ocasiones…
Abrí los ojos, haciendo un gran esfuerzo.
—Creo que hemos recuperado el fin de semana.
Danielle sonrió.
—Quizá deberíamos continuar en un lugar más seco.
—¿Continuar? —Me froté los ojos—. Danielle, por favor, ¿no podríamos dormir?
—¿Dormir? —Me miró como si hubiera propuesto algo absurdo—. ¿Qué tiene de bueno eso? Está bien, está bien. —Danielle se levantó y me dio la mano—. Si quieres puedes dormir diez minutos.
—¡Cuánta clemencia! —dije y me levanté con ella—. Pero si mañana quiero estar preparada para ir a clase, debo dormir algo más que diez minutos.
—¡Ah! Tú y tus clases. Espero que se acaben pronto —replicó Danielle, disgustada—. ¡Son horribles!
—En eso coincides con muchos estudiantes —respondí, mientras me encaminaba al dormitorio—. Pero tú ya has hecho la selectividad y yo no.
—Perdona. —Danielle se volvió y me miró—. Estoy disgustada contigo sin que te lo merezcas.
—Me lo mereceré o no —contesté—, pero si me paso una segunda noche en blanco mañana lo voy a acusar. Y la clase no es un sitio muy cómodo para dormir. Los bancos no están preparados para eso.
Danielle se echó a reír.
—Entonces debemos ver si están hechos para otra cosa. —Se dejó caer en la cama—. Ven —dijo y estiró los brazos.
A pesar de toda nuestra actividad en la ducha, mi vientre entró en una repentina y exigente ebullición al verla allí tumbada, con los brazos extendidos hacia mí, esperándome.
—Ah, Danielle… —murmuré. Me dejé caer entre sus brazos y noté su suave cuerpo debajo del mío. Yo no quería dormir, pero mi cabeza sí lo deseaba, lo mismo que mi sentido común y mi razón. Mi cuerpo tenía unas ideas bien distintas.
—Voy a ser muy formal para dejarte dormir —dijo, al tiempo que me acariciaba la espalda. Se dio la vuelta rápidamente, me puso de espaldas y me miró, mientras se tumbaba encima de mi cuerpo—. Pero después. Ahora te toca a ti.
—Eres terrible, Danielle —dije, con una sonrisa. Me sentía muy cómoda debajo de ella, percibiendo cada fibra de su cuerpo sobre el mío. Me hizo sentir como si estuviéramos unidas en lo más íntimo.
—¿Tan terrible como esto? —Se inclinó y me besó. Su lengua exploró mi boca con una suave caricia.
Eso era todo lo contrario de terrible. Sentí que mis sentidos se despertaban, uno tras otro. Primero el tacto: los juegos de nuestras lenguas en mi boca me provocaban un hormigueo en los labios. Luego el gusto, con el que yo disfrutaba del profundo contacto de Danielle en mi garganta. En cuanto a su olor… ¡Oh, el aroma de Danielle era único! Olía como todas las flores de Oriente y Occidente, y me embriagaba. Con el sentido del oído podía captar su respiración, su rápida inspiración y espiración entre cada beso. Y, al abrir los ojos, pude percibir la sensación que ofrecía al último de los sentidos, el de la vista. Vi la expresión excitada de su rostro, la tensión, la espera. Era hermoso, sencillamente hermoso. Yo la amaba.
Sus dedos aletearon por mi cuerpo como pájaros nerviosos que no encontraban sitio en el que posarse. Me hacía cosquillas, me excitaba, me besaba; luego me volvió a pellizcar, me mordió, se tornó salvaje y apasionada. Yo estaba entregada por completo a ella. Se deslizó sobre mí, repasó mi piel con sus labios, me besó entre las piernas durante tanto tiempo como antes había besado mi boca. Y yo sentí algo más: deseo, ansia, ardor, resolución. Me deshice en mis más pequeños componentes. Era inevitable. Mi cuerpo jamás volvería a ser un todo.
Me quedé tumbada y jadeante cuando, por fin, me dejó. Después nos separamos. Y como durante ese tiempo yo no me había podido resistir a seguir amándola y a conducirla a los ámbitos más exaltados de la pasión, nos habíamos corrido tanto que yo tuve la sensación de que ya sólo existían los orgasmos simultáneos y no separados. Ella y yo…, juntas…, justo en el mismo momento… Era indescriptible.
Danielle estaba tumbada entre mis piernas, con las suyas entrelazada en las mías, su piel en mi piel, nuestros cabellos revueltos, nuestra pesada respiración llenando todo el dormitorio.
—Ahora… —jadeó— ya puedes dormir.
—Ven aquí, Danielle —murmuré—. Quiero quedarme dormida contigo entre mis brazos.
Ella se movió, intentó arreglar el nudo que se había formado con nuestras piernas y, cuando lo consiguió, se acercó a mí. Me acarició el pecho y me miró, pero no hizo nada por excitarme.
—Tienes unos pechos maravillosos —dijo con entusiasmo—. Podría estar mirándolos durante una eternidad.
—Mientras sólo los mires todo irá bien —contesté, sonriente. Sentía que mis pezones se erguían por el mero hecho de que ella los mirara—. Pero a mí también me gustaría verte. Acércate, por favor…
Por fin se colocó a mi altura y me miró a la cara.
—No volveré a dejar que te vayas —afirmó—. Todo un fin de semana no se puede recuperar. Es imposible.
—No me voy a ir —dije, en un tono tranquilizador—. Nunca más. Siempre voy a quedarme contigo.
Volvió la cabeza y la apoyó en la almohada.
—No me dejes sola —dijo, con voz ahogada.
Nunca la había visto así. Nunca se había mostrado tan vulnerable. Por regla general, lo ocultaba.
—Claro que no, Danielle —dije, algo asustada ante el tono infantil de su voz—. Nunca te voy a dejar sola. No debes tener miedo.
Se acurrucó sobre mi hombro. Le eché una colcha por encima mientras la miraba, pensativa. Sentí una extraña sensación.